jueves, 21 de enero de 2010

La Última Vez. Parte 2

La fiesta siguió su cauce. El asado estaba listo, desfilaron ensaladas, y otros platos. Se alzaron las copas, se sucedieron los brindis; el vino fue catalizador de la alegría que allí lo impregnaba todo. Hubo discursos, palabras de agradecimiento hacia mi suegro, hasta que él mismo pronunció su propio discurso.
De pie, en la cabecera de la mesa, que era su lugar desde siempre, entrelazó sus manos y las apoyó en su abultado abdomen.
- Es una inmensa alegría para mí ver a todos los que están reunidos hoy –miró a su alrededor-. A parientes, amigos, compañeros de trabajo… a mi hija, a mi yerno… Es difícil de creer, aun viéndome parado aquí ante ustedes, que sea verdad. Creo que éste es el mejor regalo que se le puede dar al hombre, y creo que esta es la mejor manera de aprovechar este regalo –con un gesto de sus manos abarcó a todos-, reuniéndose con sus seres queridos. De todos podré llevarme un gran recuerdo, y todos podrán llevarse de mí la mejor imagen. Estoy feliz, no podría ser de otra forma. Los quiero mucho a todos, y si alguna vez los ofendí, les falté el respeto, los trate mal, les suplico que me perdonen, como yo hoy olvido cualquier cosa que pudieran haberme enfrentado o distanciado con cualquiera de ustedes.
Así de sencillo, así de escueto había sido su discurso, como había sido siempre él: un hombre de pocas palabras, pero sincero, franco y directo. Hubo un aplauso efusivo, hubo lágrimas nuevamente –todo el mundo sabía que ese sería un largo día de lágrimas-, todos pasaron a abrazarlo, uno a uno, y la fiesta continuó. Deleitaron al agasajado con sus manjares y sus bebidas favoritas, no faltó el clásico partido de truco, volvieron las ruedas de anécdotas de toda índole, volvieron a pasarse los álbumes de fotos de mano en mano, sonó la ópera, la música favorita de mi suegro, en el equipo de audio. Llegó el mate, las facturas, más anécdotas, más lágrimas, hasta que cayó la noche, y uno a uno comenzaron a retirarse. Aquí la alegría dio paso un poco a la desazón, a la tristeza, pero era inevitable, así debía ser. Quedamos sólo mi señora y yo, había llegado el momento de la intimidad. Mi suegro y mi esposa se encerraron en el escritorio y allí se dijeron todo lo que no habían tenido tiempo de decirse en su vida, todas las cosas que habían quedado pendiente de decirse, cuando la muerte ingrata y repentina se había presentado para llevárselo a él, para arrebatárnoslo. Siguió una pequeña charla conmigo, con agradecimientos y recomendaciones, y finalmente llegaron ellos y se lo llevaron, como estaba estipulado. Nos despidió cálidamente, se fue tranquilo, en paz, sabiendo que no dejaba nada pendiente, y que había podido volver a ver a todos sus afectos.
Nos quedamos solos en la casa vacía. Lloramos sí, pero no hubo tristeza, este era un obsequio divino y lo habíamos sabido aprovechar, tanto él como nosotros. Cerramos todo y nos marchamos con la plena seguridad de que nuestros recuerdos sobre él, sería estos momentos de alegría, de felicidad y festejo.
No recuerdo cuándo pasó por primera vez ni quién fue el primero que regresó; pero a partir de ese momento, al tercer día de fallecer, las personas podían volver a la vida por veinticuatro horas, lo suficiente para arreglar sus cosas, para despedirse de su gente, para hablar con quién nunca más lo había hecho, para marchar en paz. Nadie sabe cómo y porqué se da este fenómeno. Los científicos no encuentran explicación. Los religiosos opinan que es un último regalo divino, al igual que Cristo, se le da al hombre la posibilidad de resucitar al tercer día para que su partida no fuera tan violenta o brusca y así poder cerrar su ciclo en este mundo.

martes, 12 de enero de 2010

La Última Vez. Parte 1

Llegamos cuando todo había comenzado ya. La calle que pensábamos no ibamos a volver a ver estaba allí, delante de nosotros, como siempre. La tortuosa calzada de tierra, la zanja con los yuyos crecidos, la misma calle que figuraba once veces asfaltada y, sin embargo continuaba de tierra gracias a la inoperancia, la burocracia y la corruptela de los políticos locales. Toda la cuadra estaba repleta de autos estacionados. La fiesta era muy concurrida, y no podría ser de otro modo. La casa, justo en medio de la cuadra, se la veía feliz. Uno, al observar el frente, sin ver siquiera a los ocupantes, o lo que se estaba desarrollando dentro, podía darse cuenta de inmediato que lo que allí sucedía era algo maravilloso y fantástico, algo milagroso que avivaba las emociones humanas de una forma abrumadora.
Bajamos del coche y caminamos lentamente hacia las rejas azules tan caracteristicas que de aquel hogar, que había sido el hogar de mi suegro por más de cincuenta años; esa casa que él mismo había diseñado y levantado con sus porpias manos. Mi esposa caminaba a mi lado, se la notaba ansiosa, a pesar de sus esfuerzos por aparentar lo contrario. Mientras avanzaba, me apretaba la mano con fuerza y se mordía el labio inferior. Ya junto a la puerta podía escucharse el murmullo de lo sinvitados, risas, bromas, el vozarrón de algún primo jocoso, y su risa, la de mi suegro. Fue escucharla, diferenciarla entre esa babel que sonaba alborotada y no poder contener las lágrimas, ni mi esposa, su hija, ni yo. Esa risa alegre, cristalina, sincera. Le dirigí a mi señora una mirada comopara infundirle confianza, esta vez fui yo quién presionó su mano con calidez y toqué el timbre.
Alguien nos abrió la puerta, no recuerdo quién fue, alguna prima, algún primo, seguramente. Nos detuvismos un instante en el living que lo recibía a uno cuando se entraba y nos llenamos las narices con sus olores, con ese olor que era particular de esa casa, que en parte era el olor de mi suegro. Cada casa, como si de una huella digital se tratase, posee un aroma particular, un olor característico que remite a ese lugar y a esa o esas personas que allí viven o vivieron. Atravezamos la penumbra del living, que la escasa luz que penetraba de las rendijas de las persianas apenas levantadas hacía mágico, con los muebles tal cual como habían estado siempre, con cada adorno, cada cosa, hasta el más mínimo detalle. La fiesta se estaba desarrollando atrás, en el patio con quincho, aquel patio donde tantas veces habíamos vivido días espléndidos, asados maravillosos de fin de año, aquellas fiestas donde se juntaba toda la familia... como ahora, pero diferente.
Recorrimos el resto de la casa avanzando por el pasillo que comunicaba al fondo. A un lado estaba la cocina, al otro el escritorio y el baño. Durante el trayecto nos fuimos encontrando con familiares a los que fuimos saludando: tías y tíos, primos, amigos de la familia... Finalmente llegamos al patio, donde estaba el grueso de la gente. Los que estaban fuera se volvieron para vernos llegar, los que estaban dentro nos seguían como enuna procesión. Hubo abrazos, chistes acerca de nuestra llegada tarde (muy caracteristico en mi esposa), las mujeres más sensibles soltaron lágrimas a rabiar y con sus manos se tapaban la boca con nerviosismo. El murmullo se generalizó, hubo comentarios, cuando él asomó entre algunos y nos sonrió, con esa sonrisa bonachonaque poseía, y de pronto, el silencio cayó como una cortina. Quedamos envueltos por un silencio denso, casi palpable y avanzamos, avanzó mi esposa aturdida.
Mi suegro estaba sentado en la punta de la mesa, una larga tabla apoyada sobre unos caballetes, la mesa que solía armar para las fiestas o los asados muy concurridos. Estaba igual que siempre, con su barba canosa y su corte de pelo a la media americana, con lo spirinchos parados en la parte superior. Estaba vestido con una chomba colr bordó, un pantalón gris y sus zapatillas de tenis blancas con tiras verdes. Estaba vestido igual que la última vez que lo habíamos visto. Era increible verlo allí, tal cual, tan lleno de vida. En el momento en que irrumpimos en el patio estaba mirando unas fotos viejas con algunos parientes. Alzó la vista y se quitó los lentes de ver de cerca que se montaba en la punta de la nariz.
Allí mi señora no pudo contener más las lágrimas que tanto había luchado por contener. ¿De qué servía mantener la compostura? ¿De qué servía aparentar que la situación no la afectaba si era lo más lindo del mundo que te afectara esa situación? Los humanos a veces somos muy estúpidos avergonzándonos o sientiendonos débiles al exponer nuestros sentimientos frente a otros. Ambos, padre e hija se fundieron en un abrazo eterno, de esos que muy pocas veces se da la gente, y luego él me abrazó a mí.