viernes, 25 de septiembre de 2009

Una Charla en el Averno. Parte 3.

Tercera parte de la serie del Testigo.

- Usted aun lo ama... a Dios, me refiero –le dije casi susurrando y volví a tomar un largo trago. Mi descubrimiento debía bajarlo con algo fresco pues me había quemado la garganta.
Otra vez, Samael, hizo aquella mueca de dolor que le hacía rechinar sus afilados dientes. - ¡Le dije que no me lo nombre!
- ¡Discúlpeme! Se me escapó. Realmente ha sido involuntario. Pero aun lo ama ¿no es así?
Por primera vez, Samael, apartó aquellos ojos negros de los míos y una sombra pareció opacar su rostro apergaminado y macilento.
- No me importa en lo absoluto –dijo con sentido dolor.
- ¡Vamos, se le nota! –le dije sin poder contenerme. En ese momento no pensé en lo peligroso que podría ser despertar la cólera de Satanás.
- ¡Bueno! Es mi padre, ¿no? –me respondió al fin, y su voz sibilante de serpiente, esta vez, pareció la de un niño ofendido-. ¡¿Cuántos hijos están peleados con sus padres o viceversa y sin embargo el sentimiento no cambia aunque se oculte o se disimule?!
- ¿Entonces? ¿Por qué no hace buena letra para reconciliarse con él?
- ¡Reconciliarme! –Samael lanzó de nuevo esa carcajada, nunca mejor calificada, diabólica- Ya es un poco tarde para reconciliaciones. ¡¿Sabe los trastornos que le ocasioné desde que pasé a ser Satán?! Nunca me propuse hacer un censo, pero juraría que, si hago un recuento, tengo igual cantidad de almas calentándose en mis hornos que los que están en el Cielo. ¡Y no sé si tengo más yo que él!
“Pero a propósito, hemos llegado al punto donde quería llegar yo. Cuando lo invité a sentarse conmigo le dije que tenía algo importante que la gente debía saber. Bueno, precisamente es referido a este tema, a mi eterna pelea con..., bueno, usted ya sabe.
- ¡Explíquese!
- Estoy cansado. Cansado y aburrido de hacer esto –esta vez, sonó realmente cansado pero a la vez aliviado, como si al decir eso un enorme peso se le hubiera quitado de su espalda-. Cansado y aburrido de ser el malo de la película; cansado y aburrido de cargar con el odio y el temor de la gente, y con la indiferencia de Él. Ignorado, solo, porque estoy solo ¿sabe?... Todas mis legiones infernales me aburrieron hace ya mucho tiempo. No hablo con ellos, no los quiero ni ver. Me encierro en mis aposentos y no salgo en meses, a veces años, sin ver ni hablar con nadie. Estoy harto de ese lugar inhóspito, lúgubre que es el Infierno... ¿Sabe las ganas que tengo de mudarme a su mundo, sentarme en los bares, de esos que tienen las mesas en la vereda, al calor de un solcito otoñal, y disfrutar de un rico café, hablar con algún anciano con esa sabiduría que poseen de la vida, mirar las chicas pasar, pasear por alguna callecita silenciosa y pintorezca? –Samael abrió los brazos en un modo abatido- Me cansé de interpretar el papel de malo. Haga que la gente lo entienda, convénzalos que no soy el Enemigo, bueno al menos no quiero serlo más. La gente no quiere darse cuenta. ¡Si hasta hace siglos que yo no me presento a los pactos! Envío a otros en mi lugar: Mefistófeles, Belcebú, Asmodeo, y ellos ni lo advierten. ¡Para ellos, todos, cualquiera que sea el que vaya, soy yo! No se dan cuenta que son otros, y si lo hacen, lo arreglan diciendo que soy yo que adopto muchas formas. ¡Hágales entender que me retiro del juego, amigo!
Dicho esto, Samael se echó hacia atrás y lanzó un largo suspiro, cargado de sufrimiento; luego me sonrió nuevamente con esa sonrisa triste, que casi daba pena.
No voy a negar que me sorprendió con su confesión, y él debe haber visto mi expresión de incredulidad en mi rostro, o vaya a saber qué expresión, pues volvió a sonreír lastimosamente y me dijo:
- ¿Lo decepcioné? –su voz sonó aun más abatida y casi con un dejo de vergüenza. Inmediatamente recordé la escena de “Rey de Reyes”, la que el diablo, ese mismo que ahora estaba sentado frente a mí, o al menos un actor que lo interpretaba, intentaba tentar al hijo de Dios. Este era una sombra de aquel personaje de la película, tan arrogante y seguro de sí mismo que parecía... Una vez más me pregunté si así había sucedido realmente o había sido una exageración del actor o del que había escrito el libro del film.
- ¿Por qué lo hizo? –le pregunté omitiendo su pregunta- Porque lo hizo, ¿no?
- ¿Qué cosa? –quiso saber él con real intriga.
- Tentar a Cristo...
- ¡Tentar a Cristo! –exclamó y volvió a lanzar la carcajada- Me agarró con esa pregunta. ¡Tantos años pasaron que lo había olvidado! ¿Y por qué va ser? –me miró y el orgullo brilló nuevamente en sus ojos oscuros como pozos sin fondo- Por la misma razón de siempre... ¡Celos! Igual que con Eva. Cristo era otro ser que amaba más que a mí... casi con sus poderes y, ahora, para colmo, con el mismo aspecto que los hombres. Si le llegaba a arrebatar a su hijo... Hubiera sido mi desquite, mi gran desquite...
Al Averno llegaron unas cuantas personas nuevas. Tres hombres y cuatro mujeres, jóvenes y algo ebrios riendo a carcajadas. Samael, me miró y arqueó sus cejas cuando advirtió sus presencias. Aun se lo notaba bastante abatido.
- ¡Clientes nuevos! –me dijo- Debo ir a atenderlos, no vayan a decir que el anfitrión no sabe recibir a sus clientes... ¡Ha sido un gusto hablar con usted! Y... haga lo posible con lo que le pedí... Después de todo, es la primera vez que el Diablo le pide algo a un mortal...
- Lo intentaré, se lo juro –le dije y Samael me estrechó la mano. Era fría. Ironías del destino supongo, en un lugar tan caliente tener el cuerpo tan frío. Samael amagó con irse, pero yo no le solté la mano-. Una última pregunta –Samael me miró intrigado y asintió con la cabeza- No me aclaró para que tiene este boliche...
Samael sonrió y miró a su alrededor, los escenarios, la barra llena de borrachos, las mesas, las luces. Finalmente me acercó su boca a mi oído.
- No me lo va a creer, pero no tiene ninguna doble intención, como ya le dije antes. Siempre fue mi sueño atender un bar, una taberna o algo por el estilo –volvió a sonreír, esta vez un poco más animado-. Lo hago por diversión, y para que la gente se divierta –se encogió de hombros-. Los que vienen acá ni se imaginan quién soy realmente, y muchos, la gran mayoría, habla conmigo y me tiene por su amigo. Con este boliche, estando acá me siento menos solo. ¡Me gusta! tengo los medios, el personal, la experiencia... Creo que yo nací para esto.
Ahora sí se alejó, no sé si fue cosa mía, pero me pareció que se iba silbando. Cuando alcanzó la escalera se volvió a mí y me gritó:
- Si quiere pasar con alguna de mis chicas, vaya con confianza. ¡Yo invito! Le recomiendo a Lilith. No se va a arrepentir.
Negué con la cabeza y agité una mano. Samael se encogió de hombros nuevamente y desapareció escalera abajo. Solo, en aquel oscuro entrepiso, saqué un cigarrillo, lo encendí, le di una larga pitada y terminé mi cerveza lentamente. Luego, como sucede siempre, sólo tuve que aguardar que el sueño me arrastrara a sus brazos. Al despertar estaba en el sofá de mi casa con la Biblia en la mano, abierta en la página del versículo dónde Mateo hablaba de la tentación de Cristo. Satanás no parecía tener la soberbia del actor que lo interpretó en aquella película, más bien se lo notaba desesperado por que Jesús tropezase, como un chiquillo caprichoso que le quiere hacer una maldad a su hermano, al cual cela tremendamente.

Una Charla en el Averno. Parte 2.

Tercera parte de la serie del Testigo.

- ¿Quién es usted? –le pregunté realmente intrigado por su identidad, aunque creo que ya tenía una vaga idea de quién se trataba.
- Soy el dueño del Averno –me respondió abriendo sus brazos, pero sin vehemencia-. Casi todos me conocen como el Diablo, Satanás y Lucifer, pero usted puede llamarme Samael que, en definitiva, es mi verdadero nombre, aunque hace muchos siglos que no lo uso…
No sé por qué, aquella respuesta me dejó perplejo, si en definitiva era la respuesta que esperaba recibir. Tan sólo atiné a parpadear un par de veces. Tal vez abrigaba la leve esperanza que todo fuera ideas mías y que, el aspecto de ese tipo y el nombre del lugar fueran una mera coincidencia.
- Entonces esto es el infierno… -deduje y no pude evitar echar una mirada a las dos chicas que flanqueaban al Demonio.
- No, no se equivoque. El infierno está en otro lado… Esto es “El Averno”, simplemente un bar para pasarla bien.
- ¿Simplemente un bar? –insistí con la pregunta reacio a creerle del todo al que durante toda mi vida me enseñaron que era El Embustero.
- Así es –me dijo y por primera vez sonrió divertido-. ¡Venga! Acompáñeme con una copa. ¡Lilith, Abrahel! Para mí, mi trago favorito; al caballero, lo que pida.
- Una cerveza, para mí está bien –me sorprendí diciendo cuando los ojos de la pelirroja, Lilith, se clavaron en los míos, aunque mi primer pensamiento había sido no pedir nada.
Nos acomodamos en una mesa solitaria fundida en las sombras de un entrepiso desde el cual se tenía una visión completa del lugar. En ambos escenarios habían cambiado tanto las bailarinas como los strippers. Las bailarinas anteriores se perdían con un gordo con pinta de camionero por una puerta lateral, y los strippers que habían terminado su función le hacían el amor a una de sus espectadoras, ahí nomás, junto a la pasarela sin ningún tipo de escrúpulos. La mujer parecía sumida en un éxtasis tántrico. Miré a mi alrededor, perplejo y sorprendido de estar sentado junto a ese tipo en un lugar como aquel.
- Me dijo que me estaba esperando… -le dije algo impaciente.
- Así es. Usted es el Testigo ¿no?
- Sí.
- Bueno, yo esperaba un Testigo, tengo urgencia que la gente sepa algo.
- ¿Usted me está diciendo que me esperaba para llevarle un mensaje a la gente?
- ¿Por qué no? Es el testigo ¿no? Bien, llevará entonces su testimonio, lo que tengo para decirle… ¿No le parece interesante?
- Bueno… Como ser interesante, lo es. Pero ¿quién me va a creer que el Diablo fue quien me dijo lo que tenga para decirme?
- ¿Le parece, amigo? La gente cree más en mí, mucho más de lo que cree en… Bueno, usted ya sabe quién…
- Bueno, supongamos que sí. Pero, la gente no cree en los tipos que dicen haber hablando con el Diablo; puede que crean el Diablo, pero no en sus interlocutores…
- Puede ser –reconoció él con una expresión divertida-. Pero es por envidia, por no ser ellos esos interlocutores. Créame, yo sé lo que digo...
En ese momento aparecieron las dos mujeres. La pelirroja depositó un gran chop de espumeante cerveza ante mí, y la otra dejó un largo vaso de alguna bebida fuerte que no me atreví a preguntar qué era. El vaso echaba humo y el líquido que contenía era amarillo y espeso. Su aroma era nauseabundo.
Cuando las dos muchachas, si es que en realidad eran muchachas, se retiraron, me quedé observando a la pelirroja y su andar sensual, luego lo miré a él.
- ¿Lilith, dijo que se llamaba? ¿Esta es la famosa Lilith? –le pregunté.
- ¡Ah! Bien, veo que su espíritu inquisidor puede más... Estimo que con esta pregunta acepta lo que tengo para decirle.
“Sí, ella es la famosa Lilith, la primer mujer, aunque muchos no la conozcan y muchos no quieran reconocerle ese honor. Supongo que Eva tuvo mejor prensa. Ésta es la que echó, bueno, Él, por no someterse a Adán y a las condiciones que, bueno, ya sabemos quién, había impuesto. Un espíritu indomable que no podía vivir con la opresiva rectitud de, bueno, Él. Cuando fue echada se vino conmigo, la tomé como esposa y fue la mujer más feliz del mundo. Ella nació para gozar, para disfrutar… Yo le di la libertad que necesitaba, sin ningún tipo de restricción. Eso le valió que la llamaran “La Reina de las Prostitutas”…pero seamos sinceros, ¿cuántas amas de casa, señoras de su casa, o jóvenes que van todos los domingos a misa, damas de buen nombre y honor, equiparan a mi Lilith en la cama con sus maridos o novios? ¿Alguna pareja suya, alguna vez, no ha utilizado esa postura prohibida con usted a la hora de hacer el amor? ¿Nunca ninguna novia se entregó totalmente a usted, sin ningún tipo de tapujos ni prejuicios? Seguramente sí, y sin embargo a usted jamás se le ocurrió pensar en esa mujer como una prostituta u horrorizarse por ello…
- Dígame una cosa –lo interrumpí haciendo caso omiso a su último comentario. Como un chiquillo me había puesto colorado- ¿Qué hace usted regenteando este bar? ¿Es una nueva forma de atrapar almas?
Samael lanzó una carcajada que, para no faltar a la verdad, me erizó todos los vellos de mi cuerpo, se acomodó las mangas de su elegante saco y bebió un nuevo trago.
- ¿Atrapar almas? –dijo con curiosidad- Yo no atrapo almas. Los hombres me las entregan por propia voluntad. Con sus actos mezquinos, sus egoísmos, su codicia, su innata inclinación hacia la destrucción y hacia todo lo que sea prohibido, se arrojan de cabeza solitos a mis dominios. ¿Por qué cree, usted, que la droga, la prostitución, la pornografía, son tan buenos negocios? ¿Cree, usted, que yo ando casa por casa, golpeando puertas, instigando a todos a que consuman esas cosas? ¿Cree que yo ando por ahí, en cada esquina repartiendo volantes que instigan a asesinar, a robar, a estafar, a envidiar al prójimo…? No, amigo eso es cosa de los seguidores de... bueno, ÉL. El hombre, solito se condena… El hombre es el gran error de, bueno, ya sabe quién… Disculpe que se lo diga, no es mi intención ofenderlo a usted pero es así. Sino, mire este sitio. Hombres y mujeres, decenas y decenas de ellos, vienen aquí a diario a entregarse al gozo carnal desenfrenado, al alcoholismo y a la droga y a todo lo que está prohibido… Ellos vienen, yo no los llamo.
- ¿Y qué me dice de los pactos? –le pregunté y bebí un buen trago de cerveza que, para ser sincero, fue la mejor cerveza que probé en mi vida.
- Bueno, más claro ejemplo que ese no hay –dijo seriamente-. Son los hombres los que me llaman y son ellos los que me ofrecen realizar un pacto. Yo no tengo publicidad en televisión, ni una legión de telemarketers asediándolos las veinticuatro horas por teléfono. Repito, ellos me convocan y ellos me ofrecen hacer el pacto.
- Pero los engaña, ¿o no?
- Si a lo que usted se refiere es a que algunas veces me cobro antes las deudas… Yo no lo llamaría engaño. A todos les cumplí con lo que me pedían. Los que quisieron riquezas tuvieron riquezas; los que quisieron amor, amor; los que ansiaban poder se los di; juventud, la tuvieron, salud también… A ninguno le dejé de cumplir.
- Sí, pero como usted dijo, la parte que no cumple es en el plazo estipulado para cobrarse la deuda. El mito insiste en que se lleva sus almas antes de tiempo.
- Eso es un error, como bien dijo usted: un mito. Conmigo hay un contrato firmado. ¿Sabe qué pasa? Los hombres son descuidados de por sí y, como dije antes, egoístas y ambiciosos… En lo único que se fijan es que en el contrato figure el beneficio que ellos pretenden, el resto no les importa y no tienen la paciencia de leer el contrato por entero. Nunca, nadie que ha firmado un pacto conmigo se ha fijado lo que el contrato decía acerca del plazo de cobro. No, yo no lo llamaría engaño. Avivada comercial, puede ser, pues ese punto siempre lo coloco al final del contrato y en letra chica. ¡Pero no soy el único! ¿Acaso las financieras no hacen lo mismo con los préstamos de dinero, o las compañías de seguros con las pólizas? Todos, sin excepción, se valen de la letra chica en los contratos para sacar alguna ventaja comercial. ¡Y bueno! Yo también soy comerciante, a mi manera, claro.
Me quedé pensando un largo rato en su última respuesta, tratando de encontrar algún fundamento válido con que poder retrucársela, pero no se me ocurrió ninguno, al menos alguno que tuviera la fuerza necesaria. De modo que decidí continuar con otro tema.
- Pasemos a otra cosa ahora –me había entusiasmado y mi curiosidad me hacía olvidar realmente a quién tenía enfrente-. ¿Su origen es realmente como se cuenta? ¿En verdad intentó disputarle el trono a Dios?
Samael hizo un gesto de dolor, como cuando a nosotros algún ruido particularmente molesto nos aturde o algún chirrido nos hace mal a los dientes, y se echó un poco hacia atrás en su silla.
- ¡No lo nombre, hombre! ¡No lo nombre, por favor! –se quejó y su voz sonó más parecida a la de una serpiente que nunca, luego volvió a sentarse bien en su silla, bebió un largo trago de su brebaje y se puso serio- Por supuesto que no le quise arrebatar el trono. No soy un tonto. ¿Acaso no sabe que yo fui el ángel más bello y con más poder e inteligencia? Sería más que estúpido si hubiera pretendido hacer eso. Nuestro problema fue otro. Digamos que pudo deberse a un típico problema generacional como los que suelen tener ustedes, los hombres, entre padres e hijos. Distintos modos de ver las cosas, creo yo. En realidad, el problema principal, o el generador de nuestro choque fueron ustedes. Desde un principio le dije que una creación tan imperfecta, una vez más no pretendo ofenderlo, causaría problemas. Pero Él los ama, yo creo que mucho más de lo que ama a sus ángeles, que en definitiva son sus hijos mayores y los mejores. Llámelo celos, si quiere. Lo cierto es que pretendía que veneremos al hombre como lo venerábamos a Él y, francamente, yo no pude.
“Cuando puso delante nuestro a esa cosa hecha de barro que se llamaba Adán, y pretendió que nos postráramos ante él, como si fuera un rey, yo no pude. Me rehusé de plano. ¿Cómo iba a reverenciar a ese simio frágil y sin poderes del mismo modo que lo hacía con mi Padre que era todopoderoso? Incluso el ángel más bajo de toda la Jerarquía Celestial era mil veces más poderoso que esa cosa. Llámelo celos, si quiere; tal vez no esté tan errado. Estaba celoso del hombre y por eso junté a mis más fieles hermanos e intenté destruir a ese Adán. Ahí fue cuando me expulsó y me convirtió… en esto –Samael se miró y otra vez dibujó esa amarga sonrisa.

Una Charla en el Averno. Parte 1.

Tercera parte de la serie del Testigo.

Extraños encuentros se pueden tener en cualquier lado, lo sé. Durante un viaje en subterráneo, en la parada del colectivo, o en la cola del supermercado. Siempre hay alguien por demás inusual; siempre aparece ese que nos llama poderosamente la atención: el anciano desvariado que nos habla de las penurias que pasó en la guerra, aquel linyera con cara de asesino serial que cuando uno lo trata, de asesino tiene muy poco, y nos da detalles de cómo el juego y la bebida le arrebataron su fortuna y su familia; el gordito desaliñado y paranoide que jura que lo buscan todos los servicios de inteligencia del planeta por saber secretos de estado tales como la existencia de extraterrestres y sus planes de invasión inminente… Siempre, en la vida, nos cruzamos con personajes semejantes, pero créame, que el encuentro más extraño lo he tenido yo, cruzando la Frontera.
Estábamos en Semana Santa. Jueves Santo, para ser más exacto. Un Jueves Santo gris y lúgubre, donde un viento frío soplaba desde el este amenazando con traer la lluvia desde el río. No puedo evitar sonreír al mencionar esto, pues mi abuela solía decir que siempre debía llover en Semana Santa, pues Dios lloraba a su hijo sacrificado. No me sentía muy animado aquel jueves; no podría decir ahora la razón, pero la verdad es que andaba con los ánimos por el suelo. Creo que ya comenzaba a pesarme esta vida nueva como Testigo. Era aquel, un período de actividad muy intensa en la Frontera; al menos, mi presencia se requería mucho. Aquella tarde, luego de almorzar algo frugal, echado en mi sofá preferido, tomé una Biblia y comencé a hojearla. Nunca la había leído, tan sólo me interesé, por algún versículo al azar. Lo cierto es que esa tarde la tomé de mi biblioteca y busqué un pasaje en especial. En la televisión acababa de ver una película sobre Jesús, creo que era Rey de Reyes, o podría haber sido cualquier otra, no lo recuerdo. Pero fue una escena de aquella película la que me hizo tomar los Evangelios: cuando el Diablo tienta a Cristo en el desierto. Que soberbia y autoconfianza tenía el Demonio en aquella escena, se lo veía tan poderoso… Lo que quería comprobar en la Biblia era si en realidad la cosa había sido así, o aquella interpretación corría sólo por cuenta del actor que encarnaba a Satán. Debo decir aquí que no pude evacuar mi duda. Ni siquiera hallé el versículo que correspondía a dicho pasaje, aunque debo agregar en mi defensa que tampoco tuve mucho tiempo para hacerlo. Es que fue ahí cuando sentí el llamado. Se me requería al otro lado de la Frontera y no dilaté un segundo el asunto.
Cómo puedo explicar el escenario que me recibió al cruzar, utilizando las palabras que conocemos para que, usted lector, tenga cabal conciencia de cómo era. Era magnifico y a la vez espeluznante. Soberbio, impactante, maravilloso, pero al mismo tiempo aterrador, repelente… No era más que un bar, o mejor dicho un cabaret o uno de esos boliches donde hay bailarinas que se despojan de sus ropas en un escenario. Su fachada era roja, y parecía resplandecer, a pesar que no se veían luces. Era como una fosforescencia que se encendía y se apagaba a un ritmo acompasado e inquietante. Parecía que aquel lugar estaba latiendo, palpitando maldad. Porque ese antro no parecía irradiar nada bueno. Tenía forma de cueva, o caverna, una gruta a la perdición; es que sus puertas dobles de metal corroído sólo parecían invitar a entrar y perderse en lo peor del alma humana. Un enorme cartel, también destacado por una luminosidad rojiza, con las figuras de dos sugerentes y pulposas señoritas, rezaba en letras grandes: “El Averno”. Lo más curioso de todo esto es que el bar estaba ubicado en pleno centro porteño: sobre la Avenida Corrientes, entre Suipacha y Esmeralda, junto al famoso teatro “Gran Rex”, exactamente donde, en nuestra realidad se ubica una de esas iglesias evangelistas nuevas que utilizan los antiguos cines o teatros cerrados. Nunca supe si era producto de la coincidencia más ácida o una ironía de su dueño.
No me inspiraba mucha confianza aquel bar, y su nombre mucho menos, pero como era lo único que parecía tener vida allí, me decidí a entrar. Créame, señor lector, que si el exterior me daba escozor, al transponer sus puertas sentí que mi alma abandonaba mi cuerpo. Las dos mujeres que me recibieron con amplias sonrisas y cierto brillo lascivo en sus miradas eran por demás bellas, como aquellas señoritas que sólo forman parte del staff de Playboy o alguna de esas revistas para adultos, sin embargo poseían algo que me hacía desear tenerlas lo más lejos posible de mi cama. Un halo oscuro, una particular mezcla de maldad y lujuria, parecían irradiar, mientras sus ojos negros me recorrían de arriba abajo. La piel extremadamente blanca de sus voluptuosos cuerpos apenas cubiertos por minúscula y sensual ropa interior, parecía aun más blanca en la penumbra inquietante que allí reinaba. Una tenía el cabello de un color rubio platinado; la otra, de un rojo furioso, como si en lugar de cabellos tuviera llamas de un fuego abrasador. Sólo unas pobres luces rojas se perdían distantes por algunos sectores. Las dos se acercaron a mí, con andar felino, extremadamente sensual, contoneándose como gatas en celo; me acariciaron y se acariciaron regalándose y regalándome miradas provocativas, se lamían los rostros bellos pero cargados de malicia, se cuchicheaban al oído y lanzaban risas mucho más provocativas aun. Sus labios carnosos, intensamente rojos resaltaban en la pureza de esa piel que escondía unas almas demasiado oscuras. Se abrían lentamente para dejar liberadas sus lenguas ávidas de placer.
Pude ver que el lugar estaba lleno. Aun en la penumbra podía distinguir las siluetas de muchos hombres, algunos en torno a un escenario, que era más bien una pasarela con un caño vertical, donde dos chicas, tan o más voluptuosas que las que a mi me rodeaban, realizaban un show erótico; algunos estaban en sus mesas, jugueteando con otras mujeres; y algunos, simplemente se acodaban en una larga barra, abandonándose en los brazos del alcohol. Pero las mujeres del público también encontraban placer y éxtasis para sus sentidos, pues una pasarela similar estaba en otro sector, donde unos musculosos strippers danzaban tan sólo ataviados con minúsculos slips, y también había muchas que se entretenían con esos adonis en las mesas. Una música sexy, embriagante, envolvente, hipnotizante, llenaba la atmósfera y penetraba por los oídos invadiendo sutilmente los cuerpos de una lujuria inquietante. Estuve a punto de darme la vuelta y abandonar aquel lugar, a pesar que las suaves manos de las dos mujeres rodeaban mi cuello y me retenían invitándome, con sus voces susurrantes, a cumplir la clase de fantasías que uno quisiera cumplir con dos bellezas semejantes. Pero fue la voz de un hombre la que me retuvo. Bueno, una voz masculina, porque tan sólo con oírla, supe de inmediato que el que me hablaba no era un hombre.
Tenía un tono sibilante, como el sonido que producen las serpientes. Arrastraba las eses y producía una especie de suave silbido cuando lo hacía. También, como las dos muchachas, hablaba como susurrando, pero extrañamente, a pesar de la música que parecía opacar cualquier otro ruido, escuché sus palabras claramente en mis oídos.
- ¿No me diga que se va a ir? –me preguntó con un tono lastimoso- Si recién llega, hombre. No va a creerme, pero lo estaba esperando.
Esa última frase me alteró un poco más de lo que ya estaba. Lentamente me volví nuevamente hacia el interior del bar. Las dos chicas, ya no intentaban retenerme, ahora habían retrocedido un paso y se encontraban una a cada lado del tipo, que gentilmente las rodeaba con sus brazos por las diminutas cinturas.
Era elegante para no ser humano. Estaba vestido con un regio traje rojo, de tres piezas, de algún género brilloso, raso o algo por el estilo. La camisa también era del mismo color, pero más opaco. Llevaba un lazo en el cuello, de seda negro, y zapatos abotinados muy bien lustrados. A mi me sacaba por lo menos una cabeza; teniendo en cuenta que yo soy un tipo alto, su altura era impresionante. El cabello lo llevaba largo, recogido en una cola que le colgaba sobre la espalda y que ataba con una cinta parecida a la de su lazo. El pelo era pajoso, algo crespo y de un color ceniciento. Más bien era como si hubiera perdido su coloración natural, vaya uno a saber por qué extraña razón. Su piel tampoco era normal. Era como apergaminada, dura y resquebrajada, de un color amarillento, que se veía mucho más raro al mezclarse con el tinte carmesí de la iluminación. Pero sus ojos, sus ojos eran lo más extraño de aquel extraño tipo. Eran negros, profundamente negros, pero eran negros en su totalidad. No podían distinguírsele globo ocular, cornea o iris. Negros, como insondables profundidades abismales. Aun así me atreví a mirarlo a los ojos. Él me sonreía, y al hacerlo, enseñó un par de hileras de afilados dientes. Sin embargo, su sonrisa era amarga y en su rostro, de finas facciones a pesar de todo, había instaurada una mezcla de hondo pesar y aburrimiento.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Recuerdos de Malta. Parte 2.

Supe que estaba muerto ni bien lo vi. Por la posición extraña que tenía su cuerpo, a pesar de estar bien acomodado en aquella especie de trono de cuero negro. Vestía de una forma muy extraña. Nunca había visto ropa semejante, tampoco el material con que estaba confeccionada. Calzones y camisa formaban una sola pieza, y la tela era suave y brillosa. No llevaba túnica o capa, ni tampoco armadura, pero si un yelmo redondo que le cubría toda la cabeza y le ocultaba el rostro tras un visor de lo más extraño hecho de algún material que reflejaba las imágenes como si fuera un espejo.
Cuando le retiré el casco di un respingo. Aquel hombre llevaba muerto mucho tiempo, pues me encontré con una calavera, con algo de piel reseca en su rostro, y los cabellos crecidos de una manera rala, rubios como los míos, pero habían perdido algo de su coloración. Aquel rostro me enseñaba su sonrisa macabra, y sus cuencas, carentes ahora de ojos me miraron sin expresión. No tenía la más remota idea de cómo había llegado aquel tipo ahí, y porqué estaba solo, pero eso me dio una leve esperanza de que tal vez pudiera encontrar personas vivas en la isla. Sólo atiné a rezar una plegaria por aquel hombre y le di cristiana sepultura. En el interior de aquella cosa retorcida encontré algunas herramientas que me ayudaron para cavar, y con otros trozos que había por allí esparcidos improvisé una cruz.
Unos metros más allá había como un pequeño bolso a algo por el estilo, también de cuero negro. En su interior había papeles, ilegibles para mí, y un pequeño librito, muy pequeño y de tres o cuatro hojas tan sólo. Fue lo único que conservé de ese hombre, además de un pequeño cuchillo. No recuerdo porqué lo hice, tal vez porque en la primera hoja tenía pegada una imagen de un hombre serio, de cabello corto y bien afeitado, tan bien reproducida que superaba a cualquier artista que hubiera conocido hasta entonces. Supuse que sería el retrato del hombre que acababa de enterrar.
Continué caminando por dos días más, sin saber bien a dónde me dirigía, hasta que salí nuevamente a una playa. Recién ahí comprendí que la isla no era muy extensa y la había cruzado por completo, de punta a punta. La misma arena blanca, el mismo mar azul, tranquilo como el agua de un lago, la misma vastedad infinita. Era todo tan distinto a mi tierra natal, a mi Malta. No comprendía cómo había llegado a un lugar así, porque supuse que debería estar muy lejos de mi isla. Tampoco tuve grandes esperanzas de ser rescatado. ¿Qué navegante había alguna vez mencionado que había viajado a tierras como estas? Ninguno que yo supiera.
Pasó un nuevo día. El silencio ya me estaba abrumando. El leve rumor del mar y el canto de las gaviotas iban a hacerme enloquecer. Yo era un hombre acostumbrado a oír los timbales de las galeras, los gritos y las carcajadas de mis hombres, los cantos en las tabernas. No había nacido para el silencio absoluto de un lugar desierto, y los chillidos de los monos no se parecían en nada a las gruesas voces de los marinos, o las risitas de las muchachas en los puertos. Había encendido una gran fogata en la playa, y me alimenté de algunos frutos, había querido pescar o cazar algo pero no tuve suerte. Pero, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo un estruendo ensordecedor, un sonido jamás escuchado por mí surgió de pronto desde el cielo. El aire se agitó como si hubiera una tormenta y aquel ruido infernal era como el de un millón de truenos al mismo tiempo. Me incorporé, castigado por el fuerte viento que se había levantado, cubriéndome los ojos que el sol me hería y no me dejaba ver bien. Entonces apareció.
Primero fue su sombra que se recortó sobre la blanca arena de la playa. Luego cuando tapó al sol, pude alzar la vista nuevamente y contemplarlo aterrado. Era una especie de barco, un navío de metal, pero que en lugar de navegar sobre las aguas lo hacía a través del aire. ¡Un barco que navegaba los cielos, y sin velas! ¿Qué clase de brujería me habían hecho los turcos? Sólo podía tratarse de algún hechicero, o algún demonio, o quizás yo me había vuelto loco. Pero aquel aparato era real, y lentamente se posó en la playa, alzando con sus aspas de molino, como las que había encontrado, una nube de arena. El terrible viento que soplaba casi me derriba. Estaba aterrado, y mucho más cuando vi que una especie de puerta se habría de aquella nave y descendía alguien, para mi sorpresa igual vestido que el cadáver que yo había hallado. Apreté el cuchillo un poco más en mi mano derecha. En la otra tenía el librito con la imagen del hombre.
El que bajó alzó su mano en señal de saludo. Tuve un momento de duda, no sabía si responderle el saludo o salir corriendo hacia la selva. ¿Eran ángeles enviados del Señor o demonios que venían a condenarme? Le respondí el saludo finalmente. El hombre se quitó el yelmo con espejo adelante y me habló en un idioma que no era el mío pero pude comprender. Se parecía mucho al idioma que hablaban los sajones.
- ¡Hola! Estamos aquí para rescatarte –me dijo.
- ¡Gracias a Dios! –le dije- He naufragado con mi barco, hace algunos días…
El hombre me miró casi con compasión. En ese momento bajaba otro de la extraña nave y ambos intercambiaron unas miradas y unas sonrisas. Luego me miró nuevamente.
- Amigo, hace tres años que desapareciste.
- No, imposible…
El hombre señaló el librito con el retrato que yo aun sostenía en mi mano. Lo abrí y miré la imagen.
- John Ribbs –me dijo-. Tuviste un accidente con tu helicóptero. No podíamos encontrarte.
- ¡No! Yo no soy éste. Lo encontré en la selva… acabo de darle sepultura…
Los hombres se miraron nuevamente, ahora preocupados. Luego me pidieron que los llevara al lugar. Yo los conduje hasta el claro donde la nave, el helicóptero según ellos, había caído, y les enseñé la tumba que había hecho. Mis dos rescatadores registraron el lugar y, luego comenzaron, para mi horror, a desenterrar el cuerpo.
Pero en la tumba que yo había hecho no había cuerpo alguno, tan solo el yelmo extraño con el visor espejado. Caí de rodillas sin poder dar crédito a mis ojos. Alguna clase de maléfico estaba operando en mí que me hacía alucinar, vivir una pesadilla. Los miré implorando con mis ojos que me creyeran. Ellos me tranquilizaron y me dijeron que no me preocupara. Regresamos a la playa y, por último me invitaron a subir a esa embarcación de los cielos que llamaban helicóptero y al principio me rehusé por completo, pero finalmente lograron convencerme y subí aunque con mucha desconfianza. El cuchillo no lo solté por nada del mundo, pero entregué el librito con el retrato. Uno de los hombres lo examinó, me miró y señaló primero el librito y luego a mí. Volvió a repetir que el John Ribbs de ese libro era yo. Finalmente, abatido, asentí con la cabeza porque creí que era lo mejor. Tal vez si lo seguía negando me dejaran allí solo.
Me senté en uno de los asientos, rígido como una estatua; el corazón me latía con fuerza, sudaba un sudor frío. Hasta ese momento pensaba que el placer de volar estaba sólo reservado para las aves, y que Dios se enojaría mucho. Pero de todas formas, mi cabeza se ocupó de otros pensamientos. ¿Cómo era posible que el cadáver de ese hombre hubiera desaparecido? ¿Podía ser que en mi locura, a causa del naufragio, el sol, el hambre y la soledad, me hubiera imaginado todo el asunto del entierro? ¿Podría ser que, realmente, yo fuera ese tal John Ribbs? ¿Sería acoso una fantasía mía ser un marino maltés del siglo XVI?
La cosa ascendió lentamente y luego avanzó veloz desplazándose por el aire. Todo el trayecto me pasé mirando hacia abajo cuando el temor y el vértigo se fueron diluyendo. La vista era magnifica. Ver el mar desde esa altura, comprender realmente la dimensión de aquella extensión de agua, yo que toda mi vida había estado sobre él, navegando. Ahora podía ver como cambiaba su color: verde, azul, azul más profundo, violáceo. Y la tierra, las islas que lo salpicaban, la vegetación vista desde la lejanía, y la curvatura del mundo...
No tardamos en llegar a otra isla mucho más grande, y con mucha menos vegetación. En ella se alzaba una gran ciudad, una extraña ciudad, sin murallas de protección pero con torres tan altas como montañas. Nos detuvimos en la cima de una de esas torres, que era alta, pero nos rodeaban otras más altas todavía. Desde allí puede contemplar las calles. Estaban cargadas de carros metálicos que no necesitaban ser tirados por caballos o bueyes, y que pasaban a toda velocidad. Había luces mágicas por todos lados y unos carteles cuyas imágenes que se movían y se iluminaban vaya a saber porqué portento. Luces que titilaban, sonidos como de trompetas que surgían de los carros que rugían como leones. Yo observaba todo fascinado y al mismo tiempo aterrado. Aquellos altos edificios de metal y cristal, extrañas cosas en las esquinas, donde la gente introducía monedas y retiraban unos papeles escritos, podía escucharse música en el aire, música infernal. Todo era tan extraño y aterrador. Llegué a pensar que estaba en el infierno. El ruido de aquella ciudad era insoportable, la gente se insultaba, se gritaba. No era como en mi Malta natal. Mi rescatador me miró y se rió.
- ¿Tanto te has olvidado de cómo se ve una ciudad? –me dijo con gracia.
Fui llevado primero a un hospital, o al menos eso dijeron que era, pues en nada se parecía a los hospitales que yo conocía. Me sometieron a toda clase de estudios, introduciéndome en extraños y diabólicos aparatos que en la mayoría me rehusé a entrar. Luego apareció una mujer que con desesperación me abrazó y me besó, como nos besaban nuestras mujeres cuando llegábamos de una batalla. Según ella, y todos, era mi esposa, es decir, la esposa de Ribbs. No sé si realmente ella pensaba que era su marido o había notado que yo era otra persona. Tal vez sí lo había hecho, pero no le importó con tal de recuperar a su esposo.
Me afeitaron la barba y me cortaron el cabello pues nadie los usaba como yo, salvo algunos jóvenes que vestían ropa de cuero y andaban sobre unos vehículos de dos ruedas que parecían caballos metálicos. Debo reconocer que me parecía mucho al del retrato del librito. Con mi nuevo aspecto y las ropas que se usaban allí, parecía uno más de ellos. Me mantuvieron en ese hospital varios meses, muchos me examinaban, muchos venían a observarme, y muchos otros sólo venía a hablar conmigo y a realizar anotaciones en sus pergaminos.
- ¡Bien, señor Ribbs! –me dijo un día el Director del Hospital – Ha llegado el gran día. Puede marcharse a su casa. Le damos el alta. Ya está en condiciones. Es una suerte que lo hayamos encontrado, y un milagro que aun estuviera con vida. Los pilotos vieron el humo de su hoguera. Curioso, porque muchas veces pasaron por esa isla y nunca habían visto nada en los tres años que usted permaneció allí. ¿Recuerda usted qué sucedió? ¿Cómo cayó en esa isla?
- Una tormenta desvió el barco en el que viajaba –expliqué, pero creo que no quedó muy conforme. Decidí en ese momento no comentar nada sobre la batalla contra los turcos, la luz blanca y el remolino. Era evidente que esa versión de los hechos nunca la creerían.
El hombre sonrió.
- Señor, Ribbs, usted no naufragó con un barco. Sí lo ha agarrado una tormenta, pero en su helicóptero. No se preocupe. Es lógico que esté confundido. Han pasado tres años, el estado de shock, la soledad, el hambre que padeció, la angustia de saberse perdido, inciden en los recuerdos. Pero ya su mente se irá aclarando y lo recordará todo.
Luego me llevaron ante las autoridades, ellos me brindaron todo su apoyo y cientos de personas a los que llamaban reporteros me bombardearon con preguntas de toda índole y me apuntaban con unas cosas que disparaban luces, máquinas de foto las llamaban, pero en un principio creí que eran armas y me cubría tras los asientos. Aquellas máquinas capturaban mi imagen con gran fidelidad. Supe ahí que la del documento del cadáver era una foto y no un retrato hecho por un artista excelso. La mayoría de las personas encontraba graciosos mis temores y se divertían a costa mía.
No me costó mucho habituarme a ese nuevo mundo. Aprendí rápido las costumbres de su sociedad. Todo lo que necesitaba saber lo podía ver en un aparato que se llama televisor en cuyo interior había personas que le hablaban a la gente que las miraban, o en las grandes bibliotecas que había en la ciudad, o Internet, otra de las maravillas de este mundo. Pronto olvidé el incidente y llevé una vida normal junto a mi esposa. No necesité trabajar, pues una editorial se interesó por contar mi historia, no la mía realmente, la otra, la de John Ribbs, piloto de helicópteros por afición, vendedor de seguros, casado con Margaret Douglas. Me fue fácil inventar una historia más o menos convincente que mi editor fue mejorando. Los grandes detalles me los contó mi esposa, alegando yo no recordar nada producto de una amnesia post-traumática. El resto, mi vida en la isla por tres años lo inventé todo. Sabía de campamentos, sabía de pesca, sabía de vida a la intemperie. El libro fue un best séller, y ahora están por estrenar la película. Me mudé a una gran casona en las afueras de New York, me compré un auto deportivo y me encanta mi teléfono celular con acceso a Internet. La computadora se volvió mi más grande compañera, en ella cuando quiero y siento nostalgia, puedo bucear en la historia a través de Internet, y ver mi pueblo, mi tierra natal y a mis antiguos compatriotas. A veces alquilo algunas películas ambientadas en aquella época, y aunque no guardan fidelidad con lo verdaderamente ocurrido, me siento estar allí otra vez. De alguna manera es como volver a viajar en el tiempo.
Pero cierto día, ojeando un viejo libro, un compendio de seres mitológicos y hechos paranormales, me topé con una verdad atroz. En una gruta de Malta, fueron hallados restos de un culto ignoto, el cual reverenciaba a una deidad llamada Jonrib, y el precario dibujo que los seguidores habían plasmado en las paredes de aquella gruta se asemejaba bastante a un hombre con el traje de piloto y el casco que yo había encontrado en la isla. Se trataba de un culto prohibido que siguieron tanto otomanos como malteses que abandonaron sus creencias. Por esa razón fueron perseguidos y debieron vivir en grutas, pues el resto creía que se trataba del demonio. Al parecer, este Dios llamado Jonrib había surgido de la nada durante una batalla marítima entre musulmanes y cristianos, en medio de una tormenta que había hecho zozobrar las embarcaciones de ambos bandos.

Recuerdos de Malta.

Recuerdo muy bien aquel día. Un día como cualquiera en aquellos años. El mar agitado, el cielo cubierto de nubes grises. La infinitud que nos rodeaba, tanto en las aguas como en el aire, nos hacía sentir insectos navegando sobre hojas. Sí, un día como cualquier otro. Nuestras galeras avanzaban veloces sobre las olas, nos dirigíamos a un estrecho no muy lejano. El timbal sonaba sin cesar, y los remeros seguían su buen ritmo como si fueran una aceitada máquina. Todos al mismo tiempo, con cada ¡TUM! del tambor una remada, con cada ¡TUM!, sus músculos se tensaban por el enorme esfuerzo que realizaban para lograr desplazar aquellas embarcaciones sobre las verdosas aguas. Atrás habíamos dejado la isla, Malta, mi patria, y en ella a nuestros familiares y amigos, como cualquier día. Navegábamos para defender nuestras costas, para defender a esos familiares y amigos que dejábamos en tierra firme. Íbamos tras los turcos, los piratas dueños del mar, los lobos de Barbarroja. Ellos asolaban nuestras costas, guiados por su Alá; nosotros íbamos a defenderlas, guiados por nuestro Dios Todopoderoso.
La imprecisa línea de la costa de nuestra isla ya había desaparecido en el horizonte hacía mucho tiempo cuando la voz del vigía rompió la monotonía de los timbales y de los quejidos de los remeros al esforzarse por remar. Seis navíos turcos habían aparecido a babor. Avanzaban formando una gran V, poderosos, sombríos, amenazantes. En mi galera se produjo un gran movimiento. El timbal sonó más aprisa, el esfuerzo de los remeros se duplicó, al igual que sus quejidos. Mis hombres corrían por cubierta siguiendo mis instrucciones al pie de la letra y el timonel hizo virar el barco hacia la flotilla enemiga. Las velas cuadradas y blancas con sus enormes cruces rojas estaban hinchadas por el viento. Avanzábamos mucho más veloces. Nuestros cañones estaban listos, las mechas ansiosas por que las antorchas se les acercasen. Los turcos intentarían un abordaje, nosotros no los dejaríamos.
Finalmente los piratas otomanos se pusieron a tiro. El timbal cesó su música y los remeros detuvieron su pesada maniobra. Las mechas vieron cumplido su deseo y fueron besadas por la llama de las antorchas. Los cañones resonaron, una y otra vez escupiendo sus cargas. Todo se estremeció, el aire salobre del mar se cargó de un humo blanco que apestaba a pólvora. Alcanzamos a una embarcación turca, otras galeras también hicieron lo propio. La infinita paz que reinaba en alta mar se transformó en un infierno de estruendos y gritos. Dos barcos piratas tenían sus cascos agujereados y se hundirían indefectiblemente, a otras dos les había volado el puente de mando y el palo mayor. Pero dos naves nuestras también estaban en problemas. Las aguas se convulsionaron por las balas que caían en ellas al no dar en sus blancos. Todo era pura adrenalina.
La nave insignia de ellos logró acercarse a la nuestra. Sabíamos bien que en ella navegaba Barbarroja. No había tiempo de volver a cargar nuestros cañones, los piratas ya se preparaban para el abordaje. Podíamos ver sus rostros fieros, sus narices prominentes, sus barbas oscuras y sus ojos negros, enormes y penetrantes. Iban ataviados con sus túnicas y sus turbantes y en sus manos blandían sus temibles cimitarras. Lanzaron las cuerdas en cuyo extremo llevaban atados los ganchos de abordaje, y con precisión se aferraron a la borda de nuestro barco y a los mástiles. Pudimos desenganchar algunas, pero no todas. Los primeros turcos comenzaron a lanzarse como péndulos mortales, hendiendo el aire con sus espadas, segando vidas aun en pleno vuelo. Entonces ya todo fue un caos en la cubierta de mi nave. Nuestras largas y pesadas espadas chocaron con sus armas. El aire ahora estaba cargado de sonidos metálicos portadores de la muerte, de gritos de guerra y de agonía. Los turcos eran grandes luchadores y no tenían miedo a morir porque sabían que su Alá los recibiría orgulloso por perecer combatiendo a los infieles. Manejaban la cimitarra con habilidad, pero si la perdían, eran igual o más hábiles con sus dagas, unos largos cuchillos curvos que abrían los cuellos de mis hombres con facilidad pasmosa. Una de las velas comenzó a arder, los turcos se estaban imponiendo, vociferando en su extraña lengua. Yo, finalmente, quedé cara a cara con Barbarroja.
Ahí fue cuando el mar, que ya no era verdoso ni azul profundo a nuestro alrededor, sino rojo por la sangre vertida en él se embraveció. Una tormenta nos había sorprendido, pensé yo. Pero las aguas se agitaban violentamente, sacudiendo nuestro barco como si fuera de papel. Muchos cayeron al agua, otros rodaron por la borda, entre ellos yo. Y de pronto, una luz blanca, muy blanca, tan potente que era perfectamente visible en pleno día surgió del cielo en un has enorme, grueso, y pegó en la galera. Todo se convulsionó más. La galera zozobró y se dio vuelta. Fui lanzado al agua, junto con Barbarroja y muchos otros más. Turcos y malteses fuimos expulsados de la nave por igual. Todos estábamos aterrados, el miedo no distingue credos ni bandos. Los gritos se mezclaban.
- ¡Es la ira de Alá! –gritaban algunos turcos.
- ¡Dios nos proteja en su gloria! –imploraban mis hombres.
Las aguas se agitaron más, unas olas tremendas nos sacudían como a muñecos de trapo. Perdí mi espada y el yelmo me fue arrancado de mi cabeza. Entonces fui arrastrado por un gran remolino. Intenté desesperadamente nadar para zafarme de él, pero fue inútil. Caí en él y giré y giré a gran velocidad, sólo pude darme cuenta que el haz de luz blanco y poderoso se situaba en su centro y yo estaba yendo hacia él. Finalmente, la luz me tragó y todo lo contrario que uno pudiera pensar al ingresar en una luz tan poderosa, las tinieblas me cubrieron por completo.
Desperté en un lugar extraño. El clima era tropical y abundaba la vegetación. Aun tenía puesta mi cota de mallas, y fue una suerte no haberme hundido por su peso. La túnica blanca estaba un poco desgarrada y empapada, al igual que mis calzas de lana. Había perdido una bota. En un principio pensé que había muerto y que había llegado al Paraíso, pero después me dije que así no sería seguramente la forma en que las almas llegaban a él. Por otro lado me dolía todo el cuerpo y estaba respirando. Estaba tendido en una playa, y unas olas muy pequeñas lamían mis pies rítmicamente, pero con una serenidad que reconfortaba. Miré el cielo cuando desperté. Era tan azul, estaba tan limpio que ni una mínima nubecilla lo manchaba. El sol estaba fuerte, y brillaba mucho, tanto que me cegó cuando alcé la vista. Hacía calor, mucho calor. No muy lejos algunas gaviotas revoloteaban graznando. Me quité la cota de mallas y la arrojé lejos, me deshice de toda mi ropa, y con la túnica me hice una especie de taparrabos para cubrir mis partes íntimas. Mis largos cabellos rubios y mi espesa barba me molestaban. Estaba sudado y acalorado. Detrás de mí se alzaba ominosa una selva espesa. No tenía idea dónde estaba, ni cuánto había pasado desde aquel extraño fenómeno durante la batalla. Decidí que lo mejor sería recorrer un poco el lugar, tal vez encontrara alguna zona poblada y pudieran indicarme como regresar a casa. Lo único que se me ocurría en ese momento era que la corriente me había arrastrado hasta esa playa.
Grandes árboles, muchos de ellos con enormes y deliciosos frutos, y bellas plantas cargadas de flores, formaban parte del paisaje. Unos cuantos pequeños animalitos rehuyeron ante mi presencia y muchos monos gritaban y chillaban desde las ramas a mi paso. Caminé durante todo el día, sin encontrar rastros de persona alguna. Aparentemente la isla estaba desierta. La noche me atrapó en plena selva. Me alimenté de algunos frutos y me eché a dormir entre unos árboles, es decir pretendí dormir, pero los extraños ruidos nocturnos que surgían en aquella ominosa selva me lo impidieron. Debo admitir que estaba asustado, yo era un hombre de mar y todo aquel paisaje sombrío me aterraba. Se escuchaba también el rumor lejano de una vertiente de agua, como una cascada o un arroyo que fluía entre unas rocas. Apenas despuntó el alba fui en su busca. El calor entre aquella vegetación era insoportable. El follaje formaba un techo tan apretado que apenas si filtraba una verde luminosidad, y el aire se hacía pesado y húmedo, difícil de respirar.
Pude llegar por fin a la vertiente. Efectivamente se trataba de una pequeña cascada que caía desde lo alto de un acantilado rocoso a un lago no muy grande. Era como una especie de claro donde pude apreciar nuevamente el cielo azul y despejado y el poderoso sol de aquellas tierras. El aire allí era menos pesado y más respirable. Aspiré profundamente y corrí a bañarme en aquel lago. Pero cuando llegué a la orilla vi algo que antes no había reparado. Junto al lago, entre unas rocas que se alzaban con filosas puntas, había algo, como una especie de carro de metal retorcido; me pareció que podría ser un bote o una pequeña embarcación, pero era imposible que estuviera hecho de hierro ya que se hundiría irremediablemente. Por otro lado, ¿cómo podría haber llegado tan adentro, tan alejado del mar? Ríos no había, a no ser que aquella cascada fuera producto de la caída de un río que corriera en lo alto del acantilado. No supe lo que era. Un amasijo de metales, estrujados de tal forma como si un poderoso gigante los hubiera hecho un bollo. Una placa presentaba una escritura, pero era incomprensible para mí el idioma que había sido utilizado. Eran unas letras grandes y rojas pintadas con alguna clase de pintura brillosa. Me pareció en ese momento que se trataba de una coraza gigante destrozada por alguien más grande todavía. Más allá del lago había otro objeto grande que llamó aun más mi atención: como unas aspas de molino, también de metal, y también retorcidas. Junto a ellas, había un asiento y en él, sentado un hombre.