lunes, 13 de abril de 2009

La Extraña Desaparición de Eugenio Soler.

¿Quién puede decir que los rumores acerca de la desaparición de Eugenio Soler no son ciertos? ¿Quién puede rebatir, refutar o negar una sola palabra de lo que se cuenta? Debo admitir que la historia es un tanto inverosímil; que puede sonar hasta ridícula o absurda, pero, desde ya, hay que conceder que todo el asunto estuvo, y aun está, envuelto por un velo de misterio tan profundo que, tal vez, jamás se pueda descorrer para llegar a comprender lo que realmente sucedió. La policía no pudo arrojar luz al asunto y cerró el caso estancada en el mismo punto en el que comenzó, a pesar de haber pedido ayuda a la Capital. La Iglesia deslizó un escueto comentario, pero se negó a tomar parte, pues Eugenio era de pensamientos contrarios a los que ésta profesa. De modo que, después de un par de meses del hecho, todo quedó en el olvido, y los que aun lo recordaban fingieron no hacerlo.
Soler era un tipo osco y de modales bastante empobrecidos, no gustaba de la compañía de nadie y siempre exteriorizó su desagrado por la Iglesia y todo lo que fuera religioso: repudiaba a sus miembros constantemente, fastidiaba a los feligreses y blasfemaba el nombre de Dios. Incluso se lo inculpó, aunque siempre por lo bajo, del extraño asesinato del anterior cura párroco, que fue hallado degollado y colgado en una cruz invertida. La policía lo arrestó en su momento, pero el juez local debió liberarlo pues nunca se hallaron pruebas que lo incriminasen fehacientemente, aunque de buena gana lo hubiera mandado a ahorcar.
Los comentarios que recorrían las calles, acerca de Soler, eran de lo más oscuros. Algunos afirmaban, siempre por lo bajo, que practicaba la magia negra; otros juraban haberlo visto realizar no se qué prácticas necrománticas. Lo cierto es que hay testigos que lo han visto merodeando el cementerio algunas noches, incluso, gente que afirmaba que escarbaba tumbas como un simple profanador. La policía local pudo dar fe de esto, pues no habían sido pocas las veces que lo habían detenido al ser sorprendido dentro de las inmediaciones del camposanto a medianoche, aunque nunca lo encontraron removiendo tumbas o robando huesos. Lo cierto es que hoy, más allá de los rumores, las verdades y los cuentos, el pueblo entero está feliz de que Eugenio Soler ya no esté. Fuera o no fuera cierto todo lo que se decía de él, la verdad es que Soler era un hombre oscuro y violento que inquietaba a más de uno.
Desapareció la noche del miércoles de cenizas del año 1918, de esto hace exactamente dos años. La historia completa no se conoce, porque los únicos dos testigos fueron hallados, aquel día, tan horrorizados, tan histéricamente aterrados, que no se recobraron en unos cuantos días. Cuando finalmente volvieron a gozar de algo de su antigua cordura, recordaban sólo fragmentos aislados de lo que habían presenciado, imágenes inconexas que asaltaban sus mentes haciéndolos caer en febriles delirios y estremecer de miedo. Debo aclarar aquí, que la versión contada por estos dos testigos no fue tomada en cuenta por la justicia, y sólo un obispo de Buenos Aires opinó que bien podría ser cierto. En cambio, el cura párroco local no se cansó de repetir, para que lo entendieran todos, que sin duda había sido un castigo divino, refutando así el relato narrado por éstos dos.
Aurelio y Jacinto Benavides son dos hermanos que deben rondar los treinta años. Ambos se desempeñaban como tamberos en una estancia cercana al pueblo, propiedad de un inglés llamado William Connelly. Estos dos hermanos, eran muy queridos en el pueblo, pues eran solidarios y muy educados, además de ser fervientes creyentes de Dios y respetuosos de los preceptos de la Iglesia. Tal vez el único desliz que se permitían era demorarse algunas horas, luego de la jornada de trabajo, en el bar “El Zorzal”, el único bar del pueblo, para tomarse unas ginebras y jugar al truco con otros peones que frecuentaban el lugar. Esa noche, esa fatídica noche, como estaban de ligue siguieron hasta bien pasada la una de la madrugada, hasta que la última pareja que se les animó al juego de baraja perdió sus últimos pesos. Las calles, como de costumbre a esas altas horas, estaban desiertas. Una brisa fresca soplaba levemente anticipando el otoño que estaba por llegar en unos cuantos días más y de la oscuridad se desprendió el ladrido quejumbroso de algún perro que fue respondido por el de otros dos casi de inmediato. Aurelio y Jacinto caminaban por la calle principal, abrazados y a los tumbos, riendo a carcajadas, festejando por la suerte que habían tenido aquella noche. Siempre que salían del bar y se dirigían a su casa -ubicada a algunas cuadras hacia el norte, casi donde el pueblo terminaba abruptamente dando paso a la llanura sombría- atravesaban la plaza para cortar camino. Pero esa madrugada, fuera por el alto grado de embriaguez, porque el destino se encaprichó para que así fuera, o simplemente porque la noche necesitaba de testigos que presenciasen el horror que ocurriría, decidieron desviarse y llegarse hasta el cementerio.
El camposanto se ubica en lo alto de una elevación del terreno, detrás de una arboleda de antiguos tilos que se aprietan unos contra otros como queriendo, ex profeso, ocultar de la vista del pueblo las hileras de cruces y lápidas. Un poco más al este está la iglesia, una capilla no muy grande con un alto campanario. Su construcción es antiquísima, tanto que se dice que la enorme campana fue traída de una iglesia de un pueblito de Inglaterra destruida por un incendio mucho antes que los ingleses pretendieran invadir el Río de la Plata. Es imposible tener una buena visión del cementerio si no se cruza la arboleda, y aun así, por las noches, con la escasa iluminación que puede proporcionar la luna, no se logra ver con nitidez antes de llegar arriba.
Por esa razón, los hermanos Benavides, no descubrieron la oscura silueta que merodeaba las tumbas hasta que no estuvieron junto al tétrico portal de rejas oxidadas. Es posible que, si ambos no hubieran estado tan borrachos, podrían haber reconocido a la siniestra persona que vagaba por el cementerio en aquellas horas olvidadas de Dios; y es posible, también, que de haberla reconocido, hubieran huido despavoridos. La mayoría de los vecinos del pueblo, la gran mayoría, experimentaba un profundo terror cuando se encontraba con Eugenio Soler. Imagínense, como hubiera reaccionado un buen hijo de vecino si el encuentro se produjera en el cementerio y durante la madrugada como les había sucedido a los hermanos Benavides. Pero Jacinto y Aurelio, estaban ebrios, muy ebrios, tal vez por eso no huyeron como si hubiesen visto a un alma en pena, y decidieron adentrarse entre las tumbas y ocultarse para ver qué era lo que Soler hacía allí realmente.
Allí hay un blanco total en sus memorias, y la siguiente imagen que tenían era la de estar ocultos,amparados por las sombras,tras un enorme mausoleo, único que imperaba en aquel lugar plagado de antiguas tumbas de pequeñas lápidas de mármol y cruces de hierro oxidadas de lúgubres diseños. Los hermanos habían quedado a una distancia prudencial, de modo que no temían ser vistos, la luna llena, bien alta, iluminaba directamente a Soler que, se detenía ante una sepultura dejando caer una bolsa a su lado. Primero con una pala comenzó a cavar enloquecidamente, luego, colocándose en cuatro patas como un perro, continuó la tarea escarbando la tierra con sus propias manos. El silencio se imponía en aquella fría noche, apenas quebrado por el débil rasguido que las uñas de Soler producían en la blanda tierra, y la respiración forzada de éste a causa de la fatiga producida por el esfuerzo. Soler era un hombre que estaba pisando los sesenta años.
De pronto, irguió su cuerpo, quedando de rodillas como si estuviera orando, y escupió una risa que, de no ser porque los hermanos estaban viendo que era Soler el que reía, hubieran pensado que era la risa del mismo Diablo. A continuación, Soler, removió la putrefacta tapa del ataúd que contenía la tumba y lo arrojó a un costado. Tomó nuevamente algo de la bolsa, algo oscuro que se movía, se debatía entre sus manos y lo alzó con energía. Era un gallo, un gallo negro al que se le escapó un débil cacareo de pavor, pavor que contagió a los hermanos. Sin miramientos y con un tirón secó, Soler desprendió la cabeza del gallo de su cuerpo y roció con la sangre del animal el cuerpo yaciente en el ataúd mientras recitaba unas palabras ininteligibles. Cuando concluyó, arrojó el cuerpo inerte del ave a un lado y volvió a inclinar su cuerpo sobre la sepultura donde comenzó una lucha que, en un primer momento, los hermanos no llegaron a comprender de qué se trataba. La memoria de los hermanos se borra nuevamente, como si una oscuridad macabra hubiera devorado sus recuerdos, todo se pierde en una negrura profunda.

El siguiente recuerdo es el del perverso personaje erguido nuevamente, esta vez con los brazos extendidos hacia el oscuro cielo nocturno plagado de estrellas, lejanas e indiferentes, agitando triunfal en su mano derecha, un corazón reseco, haciendo caer de él una parva de gusanos. Y otra vez la risa demoníaca llenó la quietud del cementerio, cargada de malicia, de odio, pero también de satisfacción y regocijo. El hombre había despedazado el cadaver para arrancarle su corazón.Entonces el horror, finalmente el horror se había apoderado de los hermanos, haciendo que su borrachera se esfumase de golpe. Jacinto y Aurelio, pudieron reconocer la tumba de inmediato, aunque esto no pudo ser confirmado ya que, cuando la policía fue a registrar el cementerio, la sepultura estaba como siempre había estado y,al abrirla, tanto féretro como cadáver, estaban en su lugar. Faltaba el corazón, pero lo atribuyeron a la inevitable descomposición de la materia orgánica. Lo cierto es que los hermanos Benavides dijeron a las autoridades que se trataba de la tumba de Don Julián Rufino Gonzaga, el antiguo cura párroco del pueblo quien había muerto en tan extrañas circunstancias y de cuya muerte siempre se lo había acusado a Soler.
Un nuevo salto en la memoria, los recuerdos de los hermanos se interrumpen como un camino que choca contra la pared de una montaña. Aseguraron que por más que se esforzaran, no podían recordar como abandonaron el cementerio ni como consiguieron no perderle pisada a Soler. No saben si alguno, o ambos, gritaron horrorizados ante tal espectáculo, ni si el profanador los escuchó. De haberlo hecho no pareció importarle demasiado, o tal vez encontró regocijante que esos dos presenciaran su acto de maldad suprema. No saben tampoco si perdieron el conocimiento. Lo cierto es que su próximo recuerdo los sitúa en el rancho donde Soler dormía. Apenas una tapera de madera mantenida en pie de forma muy inestable. La puerta miraba al pueblo, la única ventana, al lado opuesto. Allí se ubicaron los hermanos para presenciar algo que jamás se imaginaron ver ni en sus peores pesadillas.
La trémula llama de una vela roja, que Soler ubicó en el centro de la sala, apenas les permitió ver lo que allí dentro sucedía. Todo era un macabro baile de luces temblorosas y sombras que se agigantaban o empequeñecían al son de la llama que era movida por la fría brisa nocturna. En torno a la vela, Soler trazó un círculo con sal, y dentro colocó un cuenco de madera, viejo y gastado, un gran cuchillo y un cráneo humano, no pudieron precisar si era el cráneo del sacerdote. Por último, él mismo ingresó dentro del círculo y depositó el corazón del cura junto a la calavera. De pie, muy erguido, alzó sus brazos y echó un poco su cabeza hacia atrás. Soler daba la espalda a la ventana, por eso, los dos hermanos, sobreponiéndose al terror que sentían, se atrevieron a asomarse un poco más para ver mejor el interior de aquel rancho descuidado. El profanador comenzó a murmurar palabras que los hermanos no llegaban a escuchar en un principio, pero que, poco a poco, se hicieron más nítidas pero no comprensibles. En un tono grave, que realmente espantaba a los Benavides, Soler repetía una y otra vez aquellas palabras, como si fuera una letanía. Era latín, según pudieron decir, porque sonaba como las palabras que el cura decía cuando daba la misa, pero en boca de este hombre aquellas frases provocaban escalofríos. Sin dejar de recitar, tomó el cuchillo y, lentamente, se practicó un corte profundo en uno de sus antebrazos. La sangre comenzó a manarle a borbotones, pero Soler ni se inmutó y de su boca no salió ni un mísero quejido de dolor. Igual de lento depositó el cuchillo en el suelo y tomó el cuenco, en el cual vertió la sangre que manaba de su brazo herido. Una vez más se incorporó, con el cuenco en una mano y el corazón profanado en la otra. La letanía iba cobrando un ritmo hipnótico. Mojó con sangre, primero el corazón que sostenía y luego el cráneo que yacía a sus pies. Finalmente, como broche de oro para aquella desquiciada práctica y para horror de Jacinto y Aurelio, el hombre comió una buena porción del corazón y se bebió su propia sangre. En ese momento, Soler se volvió hacia la ventana, y los hermanos contuvieron el aliento pensando que los había descubierto. Pero los ojos de Soler no miraban este mundo. Estaban completamente en blanco y su boca aun chorreaba el espeso líquido rojo que acababa de beber.
- ¡Poderoso Señor de las Tinieblas! –gritó entonces, y volvió a extender sus brazos- ¡Satán! ¡Príncipe de la Oscuridad! ¡Aquí te ofrendo el corazón de un santo, como me has pedido! ¡Hazte presente y cumple tu palabra a cambio de mi pago!
Soler comenzó a agitarse en convulsiones terribles y en ese preciso instante, la casa entera comenzó a sacudirse como si fuera una extensión de su propio cuerpo o sufriera las mismas consecuencias que él. Y en un rincón, cuando la luz huidiza de la vela, pasaba por allí, pudieron ver cómo, poco a poco, una sombra, la sombra de un hombre alto y robusto, comenzó a tomar forma. Jacinto estuvo a punto de lanzar un alarido, pero su hermano le cubrió la boca con su mano a tiempo. Soler dejó de temblar y lentamente se dio la vuelta para encarar al ser que acababa de hacerse presente.
- ¿Amo? –preguntó con voz trémula- ¿Has respondido a mi llamado?
La sombra no respondió, ni tampoco avanzó de su lugar protegido a medias por las sombras que la frágil luz proyectaba en aquel rincón de la casa. Solamente se irguió cuan alta era y esperó allí, en silencio. Soler estuvo a punto de avanzar, de abandonar el círculo de sal, pero se detuvo vacilante.
- ¿Amo? –volvió a preguntar- ¿Eres tú? ¡Oh, poderoso Príncipe de las Tinieblas!
- No –respondió una voz de ultratumba, tan gutural que los hermanos taparon sus oídos con las manos y cerraron bien fuerte sus ojos.
- ¡Tú! –se escuchó a continuación. La voz de Soler sonó desafiante con algo de odio, pero pudo percibirse también un dejo de miedo.
- Así es –fue la respuesta de aquella voz de horror que helaba la sangre y pertenecía a la sombra del rincón- ¿No me esperabas, verdad?
A continuación de aquella escueta respuesta, la casa entera se agitó violentamente, mucho más que la vez anterior. Las hojas de la ventana se abrieron, golpearon contra los muros endebles y sus vidrios se hicieron añicos. La puerta se batía también con violencia enloquecida, abriéndose y cerrándose, como si un feroz ventarrón la hubiera hecho su juguete. Soler lanzó un grito de pavor y agonía. Tan espeluznante fue el alarido que los hermanos volvieron a abrir los ojos y se obligaron a observar que era lo que estaba ocurriendo. La llama de la vela se agitaba, las sombras por momentos invadían todo el recinto, para luego una pequeña luz ganarle un poco de terreno. Un viento arremolinado sopló dentro del recinto y barrió el círculo de sal.La figura,por fin salió de su rincón de sombras y tomó por el cuello a Soler, quién se debatió con desesperación, fútilmente, para tratar de zafarse. Aquel ser vestía una especie de sotana negra, en muchas partes rasgada y putrefacta, sucia de tierra y lodo. Los muebles, los pocos muebles y cosas que había dentro de la casa se golpeaban entre sí; parecía como si un huracán se hubiera desatado dentro de la precaria casucha. Y de pronto, desafiando cualquier sentido de la realidad, la tierra del suelo comenzó a abrirse. Primero fue sólo una línea humeante que se dibujó en el piso para luego abrirse en una profunda grieta como una boca voraz de la cual surgía un resplandor rojizo como de llamas un poco distantes. La extraña figura doblegó a Soler en apenas dos sencillos movimientos y lo llevó a la rastra hacia el agujero con mucha calma. Avanzó hacia la grieta llevando a Soler tomado por un pie, mientras éste se debatía como un poseso. Intentó aferrarse de los muebles, pero la fuerza de aquella criatura era tal que no lograba mantenerse agarrado o, en su defecto, arrastraba también los muebles. Supo su destino inevitable y su desesperación creció. Finalmente, ambos se precipitaron dentro de aquellas fauces irreales (uno por propia voluntad, Soler por voluntad del otro). En medio del rugido infernal de aquel viento demoníaco que se había desatado dentro de aquella casa, se impuso un nuevo grito de Soler; esta vez, lastimero, cargado de horror. Dijeron los hermanos Benavides, que cuando se produjo el salto, pudieron ver con claridad el rostro del ser que se había llevado a Soler... A pesar de su pútrida carne y de sus ojos malvadamente enrojecidos, pudieron reconocer a Don Julián Rufino Gonzaga...
Cuando el grito desesperado de Soler se apagó, muebles, objetos, techo, paredes, puerta y ventana fueron tragados por aquella infernal abertura en la tierra, incluso Jacinto y Aurelio fueron arrastrados por aquella vorágine y, mientras se veían llevados a la perdición, perdieron la conciencia.
Los hermanos Benavides fueron hallados al amanecer, bien temprano, por unos peones de campo que se dirigían a la estancia de Connelly, a un costado del camino, a unos dos kilómetros del pueblo. No fue hasta que ellos contaron su peculiar historia que en el pueblo se reparó en que la casa de Soler ya no estaba. De la grieta no se encontró jamás un rastro, incluso se cavó en el lugar varios metros y lo único que se halló fue tierra y más tierra reseca. La policía no dio crédito a lo que finalmente declararon Jacinto y Aurelio, a pesar que a ambos se les tomó declaración por separado y narraron lo mismo. La Iglesia desestimó lo ocurrido y reprendió a los hermanos Benavides por involucrar al padre Gonzaga en cuentos tan funestos, amén de recomendarles que se alejaran de la bebida, que los llevaría a perder el camino del Señor. Lo cierto es que ya pasaron dos años, y como he dicho al principio, la investigación llegó a un punto muerto. Pronto quedó todo olvidado, y la vida en el pueblo continuó como si nada. De Soler nunca se volvió a saber, y nadie intentó hallar una respuesta medianamente razonable para explicar porqué razón su casa también había desaparecido sin dejar rastros. Creo que a nadie le importaba. Soler ya no estaba y esa era la buena noticia. Algunos aventuraron que tal vez el propio Soler había desmontado la casucha por la noche para trasladarse a otro pueblo; lo cierto es que nadie en el pueblo, ni siquiera el comisario o el sacerdote, se atrevieron a volver a pisar por el lugar donde alguna vez se alzó el rancho.
¿Quién puede decir que los hermanos Benavides lo inventaron todo? ¿Quién tiene una explicación mejor que dar al respecto? Ni clérigos ni policías, de eso seguro. “Castigo Divino”, exclama el cura párroco. “Un engendro del Infierno se lo llevó”, afirman los hermanos. Eso deberá quedar para el discernimiento del lector. Yo no emitiré juicio alguno, sólo recalcaré que la de Soler fue una extraña desaparición.

martes, 7 de abril de 2009

El Amuleto. Parte 2

Jimmy no se había equivocado, y tan poco había sido soberbio en su autohalago. Ambas comidas estaban buenas, pero el conejo había sido el mejor que había probado en años; y todo acompañado por un excelente vino tinto. Luego ordené un café, aunque me insistió en que probara su fabuloso té negro. No estuvo mal el café, pero debo reconocer que se notaba que no era su fuerte. Finalmente, con una copa de brandy, obsequio de la casa, fui invitado a unirme al grupo de la chimenea. - Entonces, amigo, ¿de dónde es, usted? –me preguntó uno, el más viejo de todos. Un hombre no muy alto de rebeldes cabellos blancos y anchas patillas, mentón afilado y prominente y una nariz algo respingona. Pensé en ese momento que bien podría tratarse de un Ganapies o un Tejonera, claro exceptuando que este viejo tenía una horrible cicatriz que le surcaba el rostro y le atravesaba el ojo derecho que ya no estaba, y ocultaba su cuenca vacía bajo un parche negro-. Por que se nota que no maneja del todo bien el idioma -continuó. - Es verdad. Es que soy de Argentina –respondí tímidamente esperando que muchos se ofendieran o dejaran de hablarme, hay una historia de resentimientos y grandes desacuerdos entre ambos países, pero no fue así. Bueno, no del todo como lo esperaba. - ¿Argentina? –preguntó otro, divertido. Éste era algo más joven que el primero, aunque no mucho. Era un cincuentón, calvo y regordete. Me recordó más a Cebadilla Mantecona. Sus saltones ojos grises se pasearon por mi persona- Nos han robado ese partido –me dijo-. Maradona será un genio pero el primer gol lo convirtió con la mano. No había rencor en su tono de voz, ni reproche. Sonó más bien como reconociendo la picardía de Diego. Debo admitir que un comentario de ese tipo no me lo esperaba en un lugar como ese. Casi el hechizo de pensar que estaba en la Tierra Media se había hecho añicos. - ¡Basta ya de fútbol, Samuel! –le espetó Jimmy desde su posición, otra vez delante de la diana- Discúlpelo, amigo, pero no sabe hablar de otra cosa. Yo me reí, pero mis ojos una y otra vez volvían a posarse en los objetos velludos que colgaban de la chimenea. “Apuesto a que puede hablar de algo más que de fútbol”, pensé mientras miraba una de esas cosas. - ¿Qué hace en este lugar un argentino? –me preguntó el viejo del parche, era el que tenía el tono de voz más seco y menos amistoso. - Estoy de vacaciones –dije y bebí un trago de brandy-. Quería conocer la campiña británica. Por supuesto que no les expliqué que buscaba un lugar parecido a Hobbitton ni que encontraba a todos ellos muy parecidos a hobbitts. Sin embargo el parecido cada vez se diluía más. Había una tensión extraña en el ambiente, que nada tenía que ver con el clima agradable de los hobbitts, y sus miradas eran duras por más que se esforzaran en mostrarse lo más amables que podían. - Equivocó la ruta, amigo –me espetó el viejo y tomó de su brandy-. Éste no es lugar para un argentino… ni para nadie. Ni siquiera para un británico de otra ciudad. - ¡Basta ya, Old Chuck! –le gritó Jimmy desde su lugar, sin apartar la vista de la diana-. Deja al hombre que disfrute de sus vacaciones donde quiera. Deberías agradecer que venga aquí a gastar su dinero. Se produjo un horrible silencio. Demasiado prolongado para mí gusto. El viejo Chuck se acomodó en su silla y me dio la espalda para encarar el fuego del hogar. Samuel, creo intentó decir algo, pero sus palabras no llegaron a salir de su boca. Quizás iba a comentar algo sobre fútbol, por eso se arrepintió. Los otros tres tenían sus miradas sombrías perdidas en sus vasos de brandy. Esos bien podrían haber sido hobbitts más jóvenes, incluso uno me recordaba a Sam Ganyi. El único sonido que se escuchaba era el ¡TOC! ¡TOC! de los dardos de Jimmy al clavarse en la diana, casi siempre en el centro. Quise quebrar ese silencio que me estaba crispando los nervios. Sentía que toda aquella amabilidad se había esfumado finalmente de aquel salón y todo se debía a mi presencia. Se me ocurrió entonces sacar el mapa de rutas que tenía en el bolsillo de mi campera y se los mostré a los hombres. - Necesito llegar a Rayleigh. ¿Alguien podría explicarme como hacerlo? La verdad es que estoy un poco perdido, debo haber tomado un desvío equivocado. Ni sé en que ruta estoy… - ¿A Rayleigh? –preguntó Samuel y en su tono de voz y en su expresión se vio reflejada una gran preocupación-. Para llegar allí debe pasar por el bosque-dijo dirigiéndose ahora a otro, al que se parecía a Sam. - Mejor pegue la vuelta, amigo –dijo de pronto Chuck volviéndose nuevamente hacia mí-. Hay un camino de tierra por aquí cerca que lo llevará a Epping. Regrese y olvídese de este lugar, o al menos vuelva durante el día… - ¿Acaso hay ladrones o algo por el estilo? –pregunté un poco preocupado, aunque se que a ellos la pregunta les sonó ingenua. - Piense lo que quiera, pero no vaya a Rayleigh, no por esta ruta. Esta vez Jimmy no intercedió por mí, y pude notar que todos, cuando terminó de hablar el viejo, miraron los objetos que colgaban por todo el salón. La camisa de Chuck se había abierto un poco en el pecho, y asomó un objeto idéntico a los otros que colgaba de su cuello con idéntico cordón rojo. Como advertí, después de unos cinco minutos de silencio total, sosteniendo el mapa como un estúpido, que no me iban a ayudar, guardé el plano, llamé a Jimmy y pagué mi cuenta, que no me quería cobrar. - ¿No estará pensando en irse, verdad? –me preguntó muy preocupado cuando le aboné. - Así es. Me doy cuenta cuando sobro en un lugar. No quiero crear un conflicto –le dije, aunque me esforcé para que Jimmy no advirtiera que estaba algo asustado. Estaba empezando a sospechar que en ese lugar estaban un poco locos. - No debería irse, amigo. No es conveniente. Mucho menos si pretende seguir hacia el norte. - ¿Tan peligroso es lo que hay camino hacia allí? –le pregunté. - Si. Bueno, al menos sin un amuleto… - ¿Un amuleto? ¿Qué clase de amuleto? - Ese –me dijo señalando uno de esos objetos que colgaban por doquier, hasta del pecho de Chuck; el más grande exactamente me señaló, ese que yo me había llevado por delante cuando entré. De modo que ahí estaba la causa de que tuvieran tantos por tantos lados. Se trataba de un amuleto, aunque aun no sabía contra que cosa funcionaba. No pude evitar soltar una risita. No sé que me causó más gracia, si el hecho que le otorgaran alguna clase de protección mágica a esa bola de pelos o la postura solemne que adoptó el tipo al señalarlo. - No se ría, amigo. Esto es muy serio –me reprendió y su tono de voz ahora no tenía nada que ver con el que hasta ahora había adoptado conmigo. - Discúlpeme, pero soy un poco descreído de esas cosas. Nada personal –le dije y eché una mirada al objeto que, debo confesar, alguna sensación de incomodidad me provocaba-. ¿Y de qué se supone que protege esta cosa peluda? Jimmy iba a responderme, a pesar que yo había utilizado esa frase tan despectiva, pero la voz de Chuck sonó como un trueno en el salón. - ¡Basta ya, Jimmy! –gritó-. ¡Ya has hablado suficiente! Deja que se marche si lo desea. A nosotros no nos incumbe su vida, como a él no le incumbe la nuestra. Tenía cierta sospecha que al viejo Chuck no le caía muy bien por el hecho de ser yo argentino. - No, Chuck –intervino de pronto Samuel-. Si que tiene derecho a saber. Es nuestra responsabilidad. El viejo Chuck me miró con su único ojo verde. Por faltarle un ojo, debo admitir que la de ese viejo fue una de las miradas más intensas y llenas de furia que he sostenido en mi vida. Por último, lentamente clavó la vista en el suelo y escupió con desdén. - ¡Muy bien! –rugió- Cuéntenle si quieren, pero no creo que sea buena idea. Miren como se mofó recién. Nadie más que los que vivimos aquí va a creer semejante historia. “Y menos un argentino engreído como yo, ¿¡verdad Chuckie?”, pensé yo. - Inténtenlo –los desafié a todos. No es que fuera a creerme cualquier cosa fantástica que tuvieran para contarme, si no que estaba muerto de curiosidad por saber que era eso tan terrible que ellos creían que me aguardaría en el bosque. Llámenlo curiosidad de escritor, si quieren. - Muy bien, amigo –dijo por fin Jimmy, su rostro había adoptado la expresión de un padre que debe comunicarle al hijo que su madre había muerto-. Pero antes debe prometerme que esto que va a escuchar aquí no se lo contará a nadie. Lo que menos necesitamos es tener el pueblo invadido por estúpidos buscadores de fenómenos extraños o curiosos con cámaras de foto y video. Asentí con la cabeza a manera de silencioso juramento. - Nos ha costado mucho mantener esto en secreto, para no alarmar a la población en general –continuó el posadero-. Mal que mal, nosotros tenemos el asunto más o menos controlado. Volví a asentir. Quería escuchar su historia y largarme de ahí. Definitivamente estos tipos estaban locos, hasta tal vez podían ser peligrosos.
- Bien, supongo que debo comenzar –dijo entonces y se sentó en una de las largas mesas- por el principio. Desde hace muchos años, en este pueblo ha existido un linaje sin interrupción de… –se detuvo un momento y me miró a los ojos. Tal vez para comprobar si lo escuchaba con atención o si veía algún atisbo de burla en mi mirada-. Un linaje sin interrupción de hombres lobo –dijo por fin soltando las palabras como quien exhala luego de contener por mucho tiempo la respiración. Recuerdo que usó el vocablo “WEREWOLF”, que es como ellos llaman a los hombres lobo, de modo que no podía pensar en un error mío de interpretación o traducción. Una vez más, no pude evitar sonreír, esta vez no me reí, sólo esbocé una sonrisa, algo nerviosa quizás. Cada vez me convencía más de que había dado con una pandilla de locos. - No se ría, amigo, esto es verdad. Durante siglos ha habido aquí hombres lobo, exactamente desde el año 1649. Según parece, un alquimista hizo un pacto con un demonio… A partir de ahí, hubo hombres lobo hasta nuestros días –Jimmy hablaba con total convicción, y con la naturalidad de quien comenta las últimas novedades políticas del país-. Hubo épocas en que sólo había uno o dos, otras en que se veían verdaderas jaurías de hasta quince hombres lobo. En 1654 se creó una comisión de caza liderada por John Wesley Braton, un antepasado mío. Siete hombres del pueblo formaban el grupo, siete es un número divino, ¿sabe?, y siempre se respetó el mismo número año tras año. Igual que ahora –Jimmy señaló con la mirada a los cinco hombres que estaban sentados junto al fuego y que me miraban seriamente con sus ojos penetrantes que ya nada tenían de hobbitts. Miento. El viejo Chuck se había puesto de pie, y se sostenía con un bastón, creo que de ébano. - Perdón, pero ustedes son seis, ¿falta alguno o modificaron el número? - Sí, falta uno –intervino Chuck, siempre con su voz fría y seca-. Murió hace poco más de un año, y yo también podría haber muerto. Una bestia que perseguíamos nos emboscó. A Billy lo destrozó, a mí sus garras me dejaron un recuerdo indeleble. Aquí en el rostro y en la pierna –Chuck se tocó ambas partes con su mano libre. - No pensarán que vaya a creerme esto, ¿verdad? ¿Es una broma que les hacen a todos los turistas? –les dije sin poder contenerme, no era mi intención faltarles el respeto pero, sencillamente, no me lo podía creer. En realidad no podía creer que, en pleno año 2000, hubiera gente que creyera en esas cosas. - ¿Y qué cree que me hizo estas cicatrices? –me preguntó Chuck bastante más molesto que de costumbre. Creo que su nivel de tolerancia hacia mí había llegado al límite- ¿O acaso piensa que son de maquillaje para reírme de los turistas? - No –dije tratando de imponer mi racionalidad-, pero podrían haber sido provocadas por cualquier animal salvaje. No creo que haya osos por aquí, pero un lobo común y corriente bien podría… - ¡Necio! –me espetó- Arrogante como todos los de su país. Yo los conozco bien porque peleé en el ´82. ¡Seguro que pudo ser cualquier cosa lo que me provocara estas heridas, pero no un estúpido soldado argentino! Bueno, lo que no quería en lo más mínimo que sucediera, acababa de lograrlo. Había hecho enfurecer a un loco británico resentido con los argentinos. “¿Por qué no les seguiste la corriente? Ya estarías en la ruta alejándote de estos chiflados”, pensé al tiempo que me insultaba. Intenté una retirada lo más digna posible. - Discúlpeme, no era… este…, mi intención… -le balbuceé a Chuck, su único ojo parecía echar chispas-. ¡Les agradezco su preocupación por mí, pero me voy, señores! - ¡No lo haga, por favor! –me rogó Jimmy y su súplica pareció sincera-. Pase la noche aquí. Márchese al amanecer. Hoy hay luna llena… - No, gracias. Quiero llegar cuanto antes a Rayleigh. Además, me gusta conducir las noches de luna llena. Recogí mi campera, saludé con un movimiento de mi cabeza y me acerqué a la puerta. - ¡Espere! –me gritó Samuel y se acercó a mí con una ligera carrera al tiempo que se quitaba de su cuello un amuleto idéntico al que tenía Chuck. Supe entonces que todos ellos llevaban uno-. Llévese esto y manténgalo visible en su pecho. Está hecho con pelos y colmillos de hombre lobo. No sabemos porqué extraña razón esto los aleja. Estuve a punto de decirle que no, que no creía que existieran hombres lobo y que como souvenir era bastante desagradable. Pero decidí que ya había herido demasiadas susceptibilidades. Al fin y al cabo, salvo por el final, había pasado un momento agradable allí. Por otro lado, pensé que era un gesto muy loable de parte de alguien que creía tanto en un fetiche de esos (fuera o no verdad) el hecho de desprenderse de él y entregármelo. Así que se lo acepté. - ¡Gracias! –le dije con sinceridad. Tomé el amuleto por el cordón rojo y lo mantuve en mi mano. Oscilaba como el que colgaba del cartel de la puerta. Debo admitir que en mi fuero más interno esperaba sentir un cosquilleo, algo que me hiciera advertir que esa cosa tenía algún poder, pero nada sucedió. Nuevamente estuve a punto de abrir la puerta cuando la voz de Chuck, esta vez, me detuvo también de un grito. - ¡No se vaya aun! –me gritó y se acercó lo más ligero que su pierna tullida se lo permitía. En un primer instante creí que venía a arrebatarme el amuleto, pero me equivoqué. Chuck sacó un puñal de su cintura que me heló la sangre. Su hoja corta y ancha, y pulida como un espejo brilló al tomar contacto con la luz de la lámpara- ¡Lleve esto también! La hoja es de plata, el único material que puede dañarlo. No todo lo que sale en las películas es mentira. ¡Cuídelo, ¿quiere?! Perteneció a mi abuelo… Chuck me pasó el cuchillo y me estrechó la mano. - ¡Cuídese y mucha suerte! –me dijo-. No tengo rencores contra los argentinos. Lo que dije hace un rato, haga de cuenta que no lo escuchó. Volví a agradecer, prometiéndole que al llegar al otro pueblo le enviaría el puñal de nuevo por correo. Entonces sí, esta vez atravesé la puerta y me interné en la fría noche inglesa. El cielo se había despejado por completo, tal vez para restregarme en la cara la enorme luna llena. Me metí en el auto tiritando, cerré la puerta y puse en marcha el motor. Aun tenía el amuleto en la mano, el cuchillo lo había arrojado casi sin darme cuenta sobre el asiento del acompañante. Miré ese objeto peludo con forma de manzanita desecada que se mecía en el cordón que apretaba mi mano y miré los que estaban en las ventanas y el letrero. Lancé una risa prolongada, pensando en lo trastornados que estaban esos tipos; porque lo peor del caso era que ellos se creían todo este asunto fervientemente. Finalmente, aun entre risas, puse la marcha atrás y volví a la ruta. Le eché una última mirada al “WOLFKILLER INN” y desaparecí en la noche rumbo al norte. No podía sacarme de la cabeza a aquella gente, y cada vez que pensaba en ellos se me escapaba una risa. ¡Hombres lobo! Sabía que la superstición en la gente de campo era algo extrema, pero pensaba que tan sólo creían en que los gatos negros o pasar por debajo de una escalera traían mala suerte, no que creían en hombres lobo, vampiros y esas cosas. Nunca me había imaginado que en pleno primer mundo encontraría esta especie de fanáticos a las puertas del siglo XXI. Volví a reírme y miré una última vez el amuleto antes de tirarlo en el asiento de al lado junto al puñal, que tenía toda la pinta de un puñal utilizado para rituales satánicos. En el estéreo ahora había puesto un compact de Leonard Cohen, y su voz monorrítmica llenaba todo el auto. “¡Cuidese y mucha suerte!”, me había dicho Chuck como si en realidad se despidiera de mí sabiendo que iba a ser conducido a un patíbulo o la silla eléctrica.

El paisaje no había variado mucho, a pesar que llevaba manejando unos veinte minutos más o menos. Continuaban los campos sembrados a uno y otro lado de la carretera, siempre bien iluminada. A lo lejos, a la derecha pude distinguir las siluetas de un alto molino y una estructura grande que sin duda sería un granero o algo por el estilo. Hacia delante, a unos quinientos metros, las sombras tortuosas de lo que podría ser una arboleda o un bosquecillo, parecían cernirse sobre la ruta. El cielo ahora se encontraba libre de nubes y podía vérselo salpicado de estrellas, muchas estrellas, muchas más de las que suelen verse en las ciudades. La luna llena, enorme y luminosa, me perseguía desde lo más alto del cielo como si estuviera jugándole una carrera a mi automóvil. Era una hermosa noche a pesar de la lluvia intensa que la había precedido y del intenso frío que hacía. Estaba contento. Esa sensación de tirantez, de tensión que flotaba en la posada ya había quedado atrás. Nuevamente me hizo gracia la actitud de aquellos hombres y volví a lanzar una carcajada. Cambié el compact del estéreo y puse uno de los Rolling Stones, como para rendirle homenaje al país donde me encontraba. Los Beatles, nunca me gustaron.
Todo se torció al llegar a lo que, efectivamente, era un bosquecillo de altos y longevos árboles muy frondosos. A uno y otro lado del camino se alzaban ominosos y algo tétricos, con sus poderosas ramas hacia arriba y sus tupidas copas de oscuras hojas impidiendo prácticamente dejar pasar la luz del alumbrado y de la luna. El automóvil se detuvo de pronto, emitiendo un sonido ahogado, como la tos de alguien que padece una broncopatía. Si hubiera sido de la clase supersticiosa como los hombres de la posada, hubiera pensado que el auto había caído bajo algún maleficio del bosque, pero sabía cual era la causa, aunque me resistí a aceptarla hasta comprobar el indicador del tablero. Una lucecita roja con forma de surtidor de nafta destellaba nerviosamente. Se me había acabado la gasolina. Recuerdo haber lanzado varios improperios antes de colocarme la campera y bajar del auto. El frío era mucho más intenso que antes, o por lo menos, de lo que recordaba. Quizás era porque hacía poco menos de cuarenta minutos que estaba encerrado en el vehículo con la calefacción al tope. Coloqué las manos en los bolsillos. Aun con la campera puesta y cerrada completamente tiritaba de frío, como si en realidad estuviera desnudo. Miré a mí alrededor, para saber con que posibilidades contaba. Con ninguna por supuesto. Hasta donde alcanzaba mi vista, lo cual no era mucho debido a la penumbra (en esos momentos deseé ser un elfo de la Tierra Media, cuya visión era muchas veces mayor a la de un hombre) estaba todo desolado. De inmediato barajé la posibilidad de deshacer mi camino e internarme en los campos hasta donde se encontraba el molino que había visto, pero luego deduje que tal vez allí no habría nadie a esas horas, y si había, lo más probable es que me recibieran a tiros de escopeta. Volver sobre mis pasos hasta la posada era una locura. Si llevaba manejando cuarenta minutos casi a doscientos kilómetros por hora, no quería imaginarme lo que tardaría yendo a pie. Finalmente, me decidí por caminar hacia delante, hacia donde debería haber seguido si el auto no hubiera decidido dejarme en medio de la nada. “No seas estúpido”, me dije. “No fue el auto, si no vos. ¿Cómo no te percataste de llenar el tanque cuando cargaste nafta antes de salir de Epping?” Miré con cierta aprensión el bosque. Se extendía unos quinientos metros más hacia delante, y no pude calcular cuánto hacia cada uno de los lados, pero suponía bastantes metros. De pronto tuve una sensación de miedo, no excesiva, pero de miedo al fin. Entiéndanme, no sentía temor por lo que aquellos tipos en la posada me habían dicho. En lo absoluto. Supongo que el miedo que experimenté fue el que podría sufrir cualquiera en una situación similar a la mía: estaba solo, en medio de la noche, varado con un auto en una ruta olvidada en alguna zona rural de un país extraño. No sé bien a qué exactamente le temí en ese momento. Tal vez a que podría atacarme algún animal, un lobo podría ser, aunque no del tipo sobrenatural como el que los hombres de la posada se imaginaban que existía. Pero sí un lobo común y silvestre, hasta quizás una manada; un loco quizás, muñido de un hacha o una motosierra, aunque este último es más típico de los Estados Unidos, o por lo menos las películas así lo demuestran. Decidí que no era bueno permanecer más tiempo allí, de modo que, abrí el baúl y tomé un bidón que contenía agua. Lo vacié a un costado de la ruta, cerré el coche y comencé a caminar con paso ligero. En algún maldito punto, allá delante, tendría que haber una estación de servicio. No había recorrido ni cien metros cuando la influencia de aquel bosque umbrío comenzó, al menos eso creía al principio, a jugarme malas pasadas. La primera percepción fue de estar siendo observado. Sentía que un par de ojos, de mirada maligna se me antojó, desde las sombras impenetrables que se extendían entre los añosos árboles me escrutaban con codicia asesina. Una sensación para nada agradable, debo decirles. Intenté apurar el paso, pero francamente, las piernas no me respondieron. Una sensación de flacidez se había apoderado de ellas. A cada instante clavaba mis ojos entre los árboles, esperando que algo me saltase de ellos. Por unos doscientos metros caminé con aquella inquietante impresión. Recuerdo haber mirado hacia atrás y ver el automóvil como un manchón verdoso en la ruta. Sólo se veía con nitidez los dos haces de luz de los faros que había dejado encendidos. El bosque continuaba extendiéndose a ambas márgenes de la ruta. En ningún momento me abandonó la idea de estar siendo observado, y ahora se sumó un rumor de pasos. Como si alguien hubiera corrido sobre el blando suelo cubierto de hojarasca de la foresta; y, simultáneamente, el crujir de una rama seca al partirse. Me detuve esta vez. El silencio infinito de aquella noche me envolvía. Permanecí así, quieto, algunos segundos. Casi ni me atrevía a respirar, para que ningún ruido provocado por mí me confundiera. Nada sucedió. Entonces solté una risa y sacudí enérgicamente la cabeza. “Tranquilo, macho. Dejaste que esos tipos te hagan la cabeza. Acá no hay nadie. El único boludo que anda caminando por la ruta a esta hora sos vos”, me dije. Comencé a caminar de nuevo, tan rápido como podía. La flacidez en mis piernas no se iba por más ánimos que me diera. Y cuando caminé, los pasos fugaces comenzaron nuevamente. Ahora estaba seguro que no eran imaginación mía. Eran pasos reales. Alguien me estaba siguiendo y no eran cosas mías. Me detuve una vez más. De pronto se me hizo la idea que, los tipos de la posada me podían haber seguido por algún camino alternativo, desconocido por mí, para llevar más a fondo su pesada broma para turistas. - ¡¿Quién anda ahí?! –pregunté con toda la potencia que mi voz me permitió en ese momento. Debo decir que mi inglés falló bastante. No estaba como para andar fijándome en pronunciaciones. No obtuve respuesta alguna. Me moví con cierto nerviosismo, mucho en realidad, y miré hacia ambas direcciones de la ruta. Hacia el norte, aun quedaban muchos cientos de metros de bosque. Hacia el sur, el auto ya no se veía para nada, sólo una débil luminosidad que provenía de los faros. - ¡Muy bien! –volví a gritar-. ¡Ya ha ido muy lejos la broma! ¡Chuck! ¡Jimmy! ¡Samuel! ¡Lo han logrado! ¡Estoy asustado!

Una vez más un silencio de muerte siguió a mis palabras. De pronto sentí más frío. No pude saber si era natural, por el clima, o interno, por el temor que me volvía a invadir completamente. Comencé a caminar, muy rígido, golpeteando el bidón en el costado de mi pierna. Y de pronto, un aullido me volvió a paralizar. Fue el aullido más espeluznante, prolongado y grave que jamás había escuchado. Bueno, no es que hubiera escuchado muchos aullidos personalmente, pero había visto algunos documentales sobre lobos en Animal Planet y estaba seguro que ninguno sonaba como éste. Me detuve de golpe, como paralizado por alguna fuerza y, en realidad, una fuerza externa lo había hecho: el miedo. Los músculos se me tensaron y un escalofrío me recorrió la columna vertebral. De pronto no tuve más frío, y mi rostro se perló de sudor. El aullido se dejó oír nuevamente. Propiamente un aullido de película de terror. Avancé unos pasos, rígido, sin siquiera mover mis brazos, con la vista al frente. Por nada del mundo quería mirar hacia mi derecha, que era de donde provenía el aullido. Y en ese momento sucedió lo que yo deseaba fervientemente que no sucediera. Un ser descomunal, como de dos metros de altura y una masa muscular súper desarrollada saltó al medio de la ruta cortándome el paso. Era un hombre, eso se veía a las claras, de no ser porque todo su cuerpo estaba cubierto de un pelaje oscuro y brilloso, y su rostro era el de un enfurecido lobo de amarillentos ojos inyectados en sangre y mirada asesina, y un largo hocico babeante que enseñaba unos largos dientes afilados como dagas en miniatura. Unos quince metros nos separaban. El bidón se soltó de mi mano y pegó contra el duro asfalto, es decir, mi mano soltó al bidón, porque en ese instante mi cuerpo entero se aflojó. Debió haber hecho un gran ruido ese recipiente al caer, pero yo no oí nada. Me sentía como embotado, y el único sonido que me llegaba era el de la respiración jadeante de aquel ser. Sus ojos, que no llegaban a ser humanos, pero tampoco lobunos, se clavaron en los míos. Pude ver perfectamente la maldad que despedían, la furia asesina que estaba impresa en ellos, y supe que esa cosa ansiaba devorarme a un nivel casi paroxismal. Deben de haber pasado unos pocos segundos, que a mí me parecieron años. De pronto, cuando mi mente comenzó a funcionar de nuevo (porque durante esos breves segundos tuve la sensación que mi mente se había reseteado como el C. P. U. de una computadora) me maldije por no haberles creído a los tipos de la posada, por creerme tan racional como para aceptar la idea de un hombre lobo y, por sobre todo, por haber dejado el amuleto en el asiento del acompañante del automóvil. Fue en ese momento, como si alguien me comandara por control remoto y hubiera recibido su orden, que di media vuelta y empecé a correr exigiendo al máximo a mis piernas (que no sentía) y a mis pulmones poco habituados a las exigencias físicas. Corrí en dirección al coche. Debía llegar al vehículo y tomar el amuleto si pretendía salvar el pellejo. El hombre lobo se lanzó tras de mí lanzando un gruñido que no supe si era de furia o, simplemente, su grito cuando emprendía una caza. No estaba para resolver esos dilemas. Podía sentir sus pasos, sus jadeos, sus gruñidos, su maléfica presencia, y tenía muy en claro que, cada vez acortaba más las distancias. Mientras corría, con los ojos cerrados, bien apretados, como si mantenerlos así hiciera que aquel monstruo se esfumara, rezaba a toda velocidad y repetidas veces Padres Nuestros y Aves Marías como un fanático religioso. No soy, o por lo menos no era en ese momento, creyente, pero supongo que hasta el más ateo, en circunstancias como esa, se debe encomendar a Dios y a todos los Santos del Cielo. En mi afán religioso, trastabillé. Por estar con los ojos cerrados y demasiado concentrado en lugares menos terrenales, pisé una piedra que había en el camino y caí. Rodé por el asfalto y quedé tendido como un niño que recién comienza a dar sus primeros pasos. Abrí los ojos. El auto aun estaba lejos. El hombre lobo aterrizó con agilidad, perfectamente parado sobre sus patas o piernas, no sé como se le dicen, junto a mis pies. Tal vez había pegado un salto para acortar definitivamente la escasa distancia que nos separaba. Sentí su mano, su garra mejor dicho, posarse con brusquedad sobre mi espalda, a la altura de mi nuca. Sentí sus dedos velludos cerrarse en el cuello de mi campera. Sentí su respiración, su aliento cálido sobre mi cabeza y su aroma fétido en mis narices. Con una facilidad asombrosa me alzó en vilo y me colocó de espaldas contra el pavimento, sin ninguna delicadeza. El golpe me cortó el aliento por unos segundos. No sé por qué razón se tomó la molestia de darme vuelta, pero esa acción me salvó la vida. Tal vez, aquel monstruo conservaba algo de conciencia de su torturada parte humana, porque al fin y al cabo, si nos ponemos a pensarlo fríamente, los licántropos no son más que hombres con una terrible maldición. Tal vez, me había volteado porque su monstruosa perversión lo instaba a mirar la cara de su víctima en el momento de la masacre. Yo lloraba como un niño y su rostro lobuno se me borroneaba a causa de las lágrimas que empañaban mis ojos. Lo cierto es que esos segundos no los desaproveché. La zarpa del hombre lobo se elevó y bajó veloz cortando el aire frío de aquella noche de pesadilla. Instintivamente alcé mi brazo izquierdo para protegerme, y con mi mano derecha manoteé la piedra que me había hecho caer y la así con fuerza. Las filosas uñas del licántropo desgarraron la carne de mi antebrazo alzado cortando la gruesa tela de la campera, el suéter y la camisa. La vista se me nubló ya no por las lágrimas sino por el dolor que también había entrecortado mi respiración. De todas formas un agudo alarido escapó de mi garganta para hacer añicos el silencio que imperaba. Pude ver el rostro convulsionado del monstruo, echando espuma por la boca y soltando ruidos guturales. Como un autómata (otra vez experimenté esa sensación de estar siendo controlado a distancia), mi brazo derecho viajó con la piedra en la mano hasta la cabeza del monstruo que ahora inclinaba su cuerpo sobre mí. La piedra golpeó de lleno en su sien, junto a su puntiaguda oreja. El licántropo lanzó un largo aullido, distinto de los anteriores. Éste era uno cargado de dolor y furia. Algunas gotas de sangre se mezclaron con la mía que manaba a chorros de mi brazo. Finalmente, el licántropo se irguió y con el dorso de su mano grande y pesada me propinó un golpe, como para hacerme saber lo equivocada que había sido mi acción. Tal era la fuerza que tenía que salí despedido varios metros, derrapando sobre el asfalto. Lo que fue una bendición, más allá de los raspones, pues me alejó bastante de él y me acercó al auto un poco más. Con un esfuerzo enorme me incorporé y comencé a correr nuevamente. El brazo herido parecía que lo tenía en llamas y no podía moverlo sin que un dolor penetrante recorriera todo mi cuerpo. Quizás me había roto el hueso. La espalda y una pierna también me ardían producto de los raspones producidos al ser arrastrado por la ruta. El auto ya lo podía ver claramente, pero entonces me desesperé en lugar de tranquilizarme un poco. Había trabado las puertas cuando me dispuse a ir en busca de una estación de servicio. Una tontería, porque quien iba andar por la ruta esa noche como para robarme el vehículo, más aun sabiendo lo que rondaba por el bosque. Supongo que fue la costumbre, por vivir en Argentina. Otra vez sentía acercarse al maldito hombre lobo que ahora aullaba y gruñía como un loco. Torpemente, con mi brazo sano, hurgué los bolsillos hasta que encontré el llavero.
Las puertas se trababan por medio de un control remoto, un pequeño pulsador no más grande que un chicle globo, de modo que sólo tenía que volver a presionar el botón para que se abrieran. Y eso fue lo que hice, aun cuando faltaban poco menos de cien metros para llegar al vehículo. Los pulmones parecían que de un momento a otro me iban a estallar. Lloraba y todo mi cuerpo temblaba. En el instante en que accioné el control remoto, un nuevo salto del licántropo lo acercó a mí y me dio un topetazo y un nuevo zarpazo en la espalda simultáneamente. El control voló de mi mano cuando salí despedido hacia delante y lo perdí de vista. Si las puertas no se habían destrabado estaba perdido. Aterricé con la mitad izquierda de mi rostro y el hombro contra el asfalto. Si antes no me había roto el brazo, ahora seguro que sí, pues me quedó aprisionado entre mi cuerpo y el suelo, en muy mala posición. Además, ahora debía agregar a mi lista de lesiones el tabique de la nariz y unos nuevos tajos que me iban desde el hombro derecho hasta la mitad de la espalda justo junto a la columna a causa del nuevo zarpazo. Intenté levantarme, pero no pude. Me desplomé al primer intento. Estaba tan cerca del auto… Comencé a arrastrarme, apoyándome en mi brazo sano, tratando de concentrarme para no sentir el dolor de mis heridas que me asolaba el cuerpo en oleadas intensas. No sé si porque el licántropo pensaba que me tenía ya dominado (si es que esa bestia era capaz de pensar) o porque realmente esa noche tuve un Dios aparte que me protegió, pero no me atacó nuevamente, sino que se limitó a seguirme, saltando primero a un lado, luego al otro de mi cuerpo, como si me estuviera arriando o, simplemente, jugando conmigo. Por esa razón, penosamente, al borde del desmayo, logré llegar al auto. Ahora sólo restaba comprobar si el control remoto había cumplido con su trabajo antes de perderlo. Haciendo acopio de una voluntad tremenda, soportando el dolor que me torturaba, estiré el brazo y me aferré al picaporte de la puerta delantera. Suspiré de alivio cuando ésta se abrió. Es curioso, pero en cuanto se abrió, la música que estaba tocando el estéreo surgió como de la nada, vibrante, a todo volumen como me gustaba escucharla a mí, eran acordes de una furiosa música y sin embargo me pareció que se trataba de una música aterradora. Estaba sonando “Simpatía por el Demonio”, de los Rolling Stones, tema que me encantaba. Pude ver el amuleto. Dejado con desdén en el asiento del acompañante, como si fuera algo para desechar. Bueno, hacía bastantes minutos atrás había tenido esa idea, y fue una suerte que lo hubiera dejado allí en lugar de arrojarlo por la ventanilla. Supongo que no lo hice a causa del frío que calaba los huesos fuera del auto. En ese momento no tenía intenciones de bajar ni un milímetro el vidrio. Allí estaba, entonces, con el cordón colgando lastimosamente entre ambos asientos, pero había algo más que, hasta ahora lo tenía olvidado por completo: el puñal que el Viejo Chuck me diera antes de abandonar la posada. Se desprendieron de su hoja algunos destellos plateados, como si hubiera pretendido llamar mi atención. ¡Y vaya que lo logró! En ese momento pensé en aquel cuchillo como algo divino, un objeto dejado allí por algún dios bondadoso. La desesperación no me dejaba pensar bien. La desesperación y el terror. Porque el miedo obnubila la mente. No pude trazar un plan más o menos coherente en mi cabeza. No sabía que agarrar primero, si el amuleto o el puñal. “¡Qué boludo que sos! ¿Por qué no te colgaste el amuleto del cuello cuando te lo dieron? ¿Por qué no te metiste el puñal en un bolsillo de la campera?”, me reproché, pero ese no era momento para reproches. El licántropo había decidido dar por terminado mi recreo. Un dolor punzante, un dolor nuevo en mi pierna derecha, me lo hizo saber. Sentí como sus garras se enterraban con saña. Por un instante se me volvió a nublar la vista, bueno no fue exactamente que se me haya nublado; más bien fue como un borrón rojo. Sin dejar recuperarme, comenzó a arrastrarme pretendiendo alejarme del auto. Mis manos se aferraron instintivamente a los bordes del coche, y con mi pierna sana pegué una patada furiosa. Creo que lo golpeé en el rostro, y creo que no se esperaba el golpe, pues me soltó y lanzó un rugido. Tiempo suficiente para arrastrarme y meter medio cuerpo dentro del automóvil. El licántropo volvió a asirme, de la misma pierna. Otra vez el dolor. Con desesperación manoteé a ciegas. Quería agarrar algo, cuchillo o amuleto, lo que fuera. Otra vez comenzó a arrastrarme, esta vez con más impulso. Mis dedos, torpemente, se enredaron casi sin querer en el cordón del amuleto y pude llevarlo conmigo. En aquel instante ni me acordé de la repulsión que me causaba ese objeto. Lo que ocurrió a continuación sucedió con tal rapidez que mis recuerdos son borrosos y fugaces, como los recuerdos de un viejo sueño. Eso no significa que, cuando acuden a mí, no dejen de ser terroríficos. Recuerdo que intenté aferrarme nuevamente al automóvil pero no lo logré. Mi cabeza golpeó contra el borde del piso del vehículo, un golpe fuerte que me aturdió más y me produjo un tajo bastante importante en la frente. Estuve a punto de perder el conocimiento, pero creo que el intenso dolor que sentí en el costado me lo impidió. La garra del licántropo se había vuelto a clavar, justo encima de la cadera. Me arrastró por el frío suelo de la ruta, me dio vuelta y aulló elevando su hocico al cielo cubierto por el techo de hojas que formaban las copas de los árboles. Algo que nunca voy a olvidar, y que para nada es un recuerdo borroso, es aquel rostro entre animal y humano alzado, mostrando sus dientes demenciales y aullando espeluznantemente, como cantándole a la luna llena que en algún lado debería estar, esa misma luna que marcaba su condena. Después me miró, con sus ojos amarillos inyectados en sangre, con esa mirada asesina cargada de furia incontenible y alzó de nuevo la garra, bien alto, tal vez para darme el zarpazo definitivo. Entonces recordé el amuleto que aferraba en mi mano derecha, tan fuerte como si estuviera aferrando mi propia vida, y se lo mostré. Debo decir que, si no hubiera estado en una situación tan desesperada, me hubiera sentido ridículo. Parecía Van Helssing enseñando una riestra de ajos a Drácula. Pero para mi asombro, la cosa dio resultado.
Esta vez, el monstruo lanzó una especie de alarido lastimoso, casi podría decir de dolor, pero no dolor físico, mezclado con furia e impotencia. Intentó abalanzarse contra mí, pero yo volví a enseñarle el amuleto, esta vez con más convicción, todo lo que mi dañado cuerpo me lo permitió. El licántropo volvió a aullar y retrocedió a los tumbos. Me paré, haciendo caso omiso a mis dolores, sabía que, tal vez, ésta era la única chance que tenía. El hombre lobo me amagó de nuevo, y volví a enseñarle el amuleto. Dicen que la tercera es la vencida, pues bien, el hombre lobo retrocedió hasta que se perdió entre las sombras del bosque. Lo había hecho huir. Tambaleando me dirigí al auto, aun con el terror dominándome. Logré sentarme y asirme del volante. Necesitaba tomarme unos minutos para recobrar el aliento. Como si se hubiera ganado el derecho, me colgué el amuleto del cuello, después de todo me había salvado la vida. Pero cuando fui a cerrar la puerta, para estar más tranquilo, y disfrutar de las bondades de la calefacción, el licántropo apareció nuevamente, súbitamente, y la detuvo con uno de sus poderosos brazos. A la puerta la arrancó de cuajo, literalmente. Sabía que al próximo que arrancaría del auto sería a mí. Me apresuré a tomar el puñal. Los nervios, el miedo y el dolor de las heridas me hacían maniobrar con torpeza. El puñal casi se me cae de las manos. El licántropo estaba furioso, ansioso por tomarse venganza por lo que le había hecho. Sentí sus manos en mi hombro lastimado y al segundo estaba volando por los aires. Golpeé contra un árbol y caí en seco sobre el mullido suelo del bosque. Un ¡CRAC!, y un nuevo dolor agudo en mi costado izquierdo me hicieron saber que algunas costillas se habían fracturado, o al menos fisurado. Quedé un buen rato tendido en el suelo, ya no tenía voluntad de levantarme ni de luchar. Me era muy difícil respirar. El licántropo por fin se acercó, me tomó por el cuello y me alzó en vilo. Yo no tenía voluntad de nada, pero el instinto de supervivencia pudo más. Aproveché un momento de confusión que tuvo la bestia al ver nuevamente el amuleto que colgaba en mi pecho y acometí con el cuchillo aun a pesar del dolor. El filo de plata cortó primero un brazo, el izquierdo, y el licántropo lanzó un agudo aullido de dolor, esta vez sí de dolor físico; luego cortó un hombro, un nuevo aullido y la mano que ya me estaba asfixiando me soltó y caí al piso. Había en el aire un acre olor a pelo y carne quemada. No quise perder el tiempo, y allí en el piso corté uno de sus tobillos. Ahí, el licántropo, entre aullidos de dolor y gruñidos de furia, descargó todo su poder sobre mí. Sentí uñas, puños y dientes en todo mi cuerpo, hasta que finalmente comencé a perder las fuerzas. El cuchillo cayó de mis manos y la vista se me empezó a oscurecer. Escuché un estruendo cuando mis rodillas chocaban contra el suelo, que confundí con un trueno. Supe que había sido un disparo cuando el hombre lobo saltó hacia atrás y de su pecho soltó un reguero de sangre oscura. Luego se oyeron otros disparos, el sonido de un vehículo clavando los frenos, pasos acelerados, nuevos disparos, un rumor de voces gritando y el hombre lobo huyendo torpemente. Lo último que vi fue el rostro preocupado del viejo Chuck. - ¡Resista, amigo, ya viene una ambulancia en camino! ¿Lo ha mordido? ¿Lo ha mordido a usted? –escuché que me decía antes de perder el conocimiento. Alcancé a negar con la cabeza, aunque no estaba muy seguro de saberlo o recordarlo, y entonces sí, las tinieblas me envolvieron. Cuando abrí los ojos estaba internado en un hospital de Londres, y me sentía muy débil. Estaba conectado a toda clase de aparatos que medían mi ritmo cardíaco, mis funciones cerebrales y que se yo que más. Tenía una sonda enchufada en mi nariz por la que me suministraban oxígeno y una cánula enterrada en mi brazo vendado conectada al suero. Fue relajante encontrarme en un lugar tan blanco, tan luminoso como ese, después de tantas tinieblas. Más tarde, el médico que me vino a revisar, me comentó que había tenido una suerte tremenda, que había estado a punto de morir, que los primeros auxilios me los habían dado en Rayleigh, se habían encargado de detenerme las hemorragias y estabilizarme hemodinámicamente, y allí en Londres me habían operado la pierna y el brazo, que tenían fracturas expuestas y unos tajos terribles. Habían tenido que reparar hasta los tendones. Me habían hecho cirugía reparadora en el rostro, pero lo demás no podían mejorarlo. Las horribles cicatrices me quedarían para siempre. Cuando le pregunté si habían logrado matar al hombre lobo que me había atacado, el médico se echó a reír, con esa afectación que tienen algunos ingleses. - No, amigo. Hubiera sido interesante para contar a sus nietos, no lo dudo, pero no lo atacó un hombre lobo, sino una jauría de perros hambrientos. La gente que lo salvó mató a los perros. Sin duda lo del licántropo ha de haber sido una pesadilla que tuvo mientras estuvo inconsciente. - Pero… ¿y el amuleto que tenía en mi cuello? –le pregunté apenas con un hilo de voz totalmente desconcertado. - ¿Amuleto? Yo no vi ninguno, amigo. Cuando usted llegó aquí no llevaba más que un delgado camisón. Tal vez esté en su bolso, con el resto de sus pertenencias… Por supuesto que en mi bolso no había más que la ropa, la cámara de fotos, mi guía Michellin y el mapa de rutas, mi documentación y el dinero. Ni amuleto ni puñal. Abandoné el hospital cuatro meses más tarde, aun dependiendo de un par de muletas para movilizarme, con la convicción de que todo había sido un terrible sueño. ¡Me habían atacado perros salvajes pero mi mente, vaya uno a saber porque extraño mecanismo, había inventado eso del licántropo! Ni siquiera sabía si aquellos hombres o la taberna existían, si había existido esa charla que tuve con ellos aquella noche. Pero las imágenes horrorosas de lo que yo creía que me había sucedido me asaltaban con furia cada noche. Ahora estoy mejor. Las imágenes continúan, como dije antes, creo que me estoy acostumbrando a ellas. De todas formas son más frecuentes los sueños eróticos con la Licenciada Guidi. Ustedes deben haber oído hablar de ella, en las noticias de las ocho. La hallaron muerta en su cama; estaba desnuda y decían que parecía haber sido atacada por alguna clase de animal salvaje. Es curioso, pero la noche que murió había soñado con ella. Estaba desnuda en su cama, yo irrumpía por su ventana. Era un hombre lobo, y entraba furioso rompiendo persiana y vidrios. Llegaba hasta su cama y la destrozaba con mis garras filosas. Fue curioso, pero lo más curioso sucedió cuando desperté. Estaba en el zoológico, acostado junto a la jaula de los lobos. No tengo idea cómo llegué allí, ni porqué.

El Amuleto. Parte 1

Hace ocho años que ocurrió y aun, cuando cierro los ojos al acostarme me vienen las imágenes, tan vívidas, tan claras, tan frescas, como si en realidad me hubiera ocurrido hace tan sólo unos pocos días. Sé que cualquiera que haya vivido lo que yo viví aquella noche le sucedería lo mismo, incluso a algunos, las pesadillas que me asaltan no los dejarían dormir o los llevarían al borde de la locura. Lo sé, pero de todos modos eso no es un consuelo para mí, y deseo que todo termine de una vez. La Licenciada Guidi dice que voy a superarlo, de hecho creo que estoy un poco mejor, pero lo cierto es que aun es un recuerdo con el que no puedo convivir. Durante los primeros meses, después de dejar el hospital de Londres y regresar a mi casa, me aterraba el hecho de dormir o tan sólo de cerrar los ojos. Tomaba pastillas, litros de café, toda clase de drogas y de esas nuevas bebidas energizantes para mantenerme despierto. De hecho no dormía. Cada vez que pensaba que debía acostarme, cerrar los ojos y revivir todo aquello, ya fuera en forma de recuerdos o de malos sueños, me ponía a temblar y a sudar un sudor frío. De modo que, como ya dije, no dormía. Comencé a realizar distintas actividades para mantener ocupada mi mente todo el día. A toda hora buscaba algo para hacer, eso me permitía no pensar en el asunto, mantenerlo alejado de mi memoria. Y créanme que daba resultado, o al menos al principio. Lo primero que hice fue dejar de escribir. Soy un escritor bastante reconocido y exitoso y podía darme el lujo de pasarme una temporada sin generar ingresos, al menos mi cuenta bancaria me lo permitía. En cuanto a las actividades que realizaba para evitar el sueño, bueno, buscaba cualquier cosa para entretenerme y mantener mi mente libre de pensamientos. Pinté toda mi casa, por ejemplo. Cuando no tenía nada que hacer tomaba el rodillo y la pintura y me ponía a pintar. Arreglé algunas canillas que perdían, también y redecoré el living, era gracioso estar a las cuatro de la mañana cambiando muebles o colocando cortinas nuevas. La televisión fue de gran ayuda, sobre todo en aquellas tardes que no tenía ganas de hacer de plomero o de pintor. Mis programas predilectos: esos nefastos que se dedican al chusmerío de los famosos, o los que llaman realities donde unos solteros desahuciados intentan conseguir pareja con una astróloga de por medio o cosas por el estilo; por la noche solía hacer zapping buscando cualquier cosa interesante, desde una película hasta un programa de cocina en algún canal de servicios para las mujeres. Los amaneceres me encontraban jugando al Playstation; me pasaba las noches pegado a la consola con los ojos enrojecidos de tanto clavarlos en la pantalla del televisor, bebiendo café, metiéndome droga y comiendo chocolates a cada instante. Me gustan los juegos de fútbol y los simuladores de vuelo. Cuando no me daba por los jueguitos electrónicos, chateaba en internet, miraba páginas pornográficas o practicaba cibersexo con alguna remota desconocida. Cualquier cosa venía bien para no pensar en el asunto que me preocupaba y para alejar de mí a las garras de Morfeo. Por las mañanas, después de desayunar con más café, iba a pasear al parque. Me detenía para ver como jugaban a las bochas un grupito de jubilados o a observar a los que se reunían para practicar tai chi chuan. En cierta forma me relajaba mirarlos y muchas veces tuve la tentación de unirme al grupo, pero tenía plena conciencia que no estaba para eso. Llevaba casi poco más de un mes sin pegar un ojo, sobresaturado de cafeína y de todo lo demás que contuvieran las pastillas y las bebidas energizantes. No creo que pudiera alcanzar el control mental o físico que esa disciplina requiere. Pero hubo algo que me hizo desistir de mis paseos por el parque. Los paseadores de perros, mejor dicho, los perros que los paseadores llevaban al parque. Puede sonar ridículo, pero cuando conozcan mi historia tal vez me comprendan. Probablemente no me afectaba mucho ver un caniche toy o un beagle, pero sí un ovejero alemán, un roastwailler, o un siberiano… Y mucho. Ver sus rostros, sus hocicos babeantes o escuchar sus gruñidos o ladridos me llevaban directamente a aquella noche que yo intentaba olvidar fervientemente. Todo parecía funcionar, y en mi estado de eterno insomnio, los recuerdos no me afectaban. Pero al tercer mes de llevar esta vida, debieron hospitalizarme, y casi no cuento el cuento. El corazón por poco me estalla. Estuve internado cuarenta y cinco días, de los cuales, los primeros veinticinco, los pasé en terapia intensiva. Tras los análisis de rigor que me realizaron al ingresar al hospital, el médico por poco me mata al observar las grandes cantidades de cafeína y vaya a saber que otras mierdas que corrían por mi sangre. Creían, en un principio, que era un simple adicto a las drogas, hasta iban a dar parte a la policía, pero los convencí de mi historia. Bueno, no; la verdadera historia no, porque ahí sí hubiera corrido un gran riesgo de que creyeran que me daba con las drogas más poderosas o que estaba completamente loco. Sólo les dije que había tenido un horroroso accidente, de hecho pudieron comprobarlo al ver las marcas y cicatrices que tenía en casi todo el cuerpo, y que las imágenes me venían a la mente cuando dormía o cerraba los ojos. Una verdad a medias si se quiere, o una mentira disfrazada tal vez, pero el meollo del asunto era cierto, sólo que había alterado u omitido los detalles. Me pusieron una psicóloga, muy bonita por cierto, y hasta un psiquiatra, para nada bonito por cierto. Claro, eso luego de abandonar terapia intensiva, ya que los primeros veinte días me indujeron a un sueño reparador. Lo que necesitaba era dormir mucho, me había dicho el médico. Bueno, lo cierto es que todo eso me hizo bien. Fueron veintitantos días de ausencia, de permanecer en un profundo bache oscuro. Con el sueño inducido las pesadillas no me habían alcanzado. Del hospital salí como nuevo, con la advertencia severa del doctor de que si llegaba a volver a hacer un desarreglo como éste era probable que terminara en la camilla de la morgue en lugar de la cama del hospital. Claro, también salí con un montón de recetas: melatonina para regular el sueño, ansiolíticos para bajar mi carga de ansiedad y otras pastillitas para mi pobre corazón que a punto estuvo de estallar como un globo de cumpleaños. El tratamiento con la psicóloga lo continué como ella me pidió que lo hiciera, y aun hoy sigo haciendo terapia con ella. Creo que más bien seguí yendo a sus sesiones para no dejar de verla que por el tratamiento en sí. Es tan bonita la Licenciada Guidi, con su melenita rubia que apenas le roza los hombros y ese cuerpo que es más el de una modelo que el de una psicóloga, y esos ojitos verdes tras los lentes sin marco. Al psiquiatra lo despaché en cuanto abandoné el hospital, aunque también él me pidió que no dejara de verlo una vez cada quince días. Pero para ser franco, más allá de debilidades masculinas, las charlas con la licenciada me hicieron bien. De hecho, creo que hoy me animo a contar esta historia gracias a sus consejos. Tras seis meses de haber dejado el hospital, mi vida volvió a ser más o menos lo normal que era antes de lo que me ocurrió. Al menos ahora dormía mis ocho horas todas las noches, y comencé a escribir de nuevo. Debo aclarar que las imágenes de lo ocurrido me seguían asaltando cuando cerraba los ojos y, como dije al principio, aun hoy las veo nítidas, pero ya no me asustaban. En cuanto a las pesadillas, bueno, se hicieron menos frecuentes y cuando las tengo me siguen dando pavor. Despierto en medio de la noche, sudado, tembloroso y con un alarido a flor de boca. Pero gracias a Dios, se repiten más los sueños eróticos con la Licenciada Guidi que las pesadillas.

Lo que me ocurrió sucedió en Inglaterra, estando de vacaciones. El motivo por el que eligiera ese país fue curiosidad. Mera curiosidad. Soy un gran admirador de la obra de J. R. R. Tolkien, o al menos lo era antes de viajar a Gran Bretaña. Ahora, sólo con pasar cerca del estante de mi biblioteca donde se encuentran los volúmenes del Señor de los Anillos, me da escalofríos, pues me hacen acordar a mi viaje y lo que me sucedió. En realidad todo lo que tenga relación con Inglaterra me produce la misma sensación. Pero como les decía, fue mera curiosidad la que me llevó a Inglaterra, más precisamente a recorrer la campiña británica en un automóvil de alquiler. Quería comprobar si en verdad el maestro Tolkien se había inspirado en aquellos agrestes paisajes para crear su Hobbitton, y quería comprobar también, si como decían algunos estudiosos de su obra, los pequeños, simples, divertidos, chismosos, tradicionalistas y tranquilos hobbitts se parecían tanto a la gente que habitaba esos lugares. Puede parecerles ridículo, pero ese fue el real motivo de mis vacaciones en Inglaterra. Claro que, de haber sabido el horror que allí me aguardaba, hubiera escogido las populosas playas de Mar del Plata o la tranquilidad de las sierras cordobesas.
Abordé el avión de BRITISH AIRWAY el primero de enero de 2000, a las doce y media del mediodía. Inauguraba el nuevo milenio, aunque para muchos recién comenzara un año más tarde, con un viaje de placer. Había sacado pasaje en Primera Clase. Me gusta viajar en primera cuando tomo aviones, un lujo que me puedo dar, y mucho más en aquellos años en que gozábamos de una paridad con el dólar de uno a uno. Sé que ahora estamos pagando un alto precio por eso, pero en ese momento me alegraba. Realmente, uno de mis mayores placeres, al menos hasta ese momento, era viajar y, gracias a lo que se llamó Convertibilidad pude recorrer varios países por poco dinero, además de llenar mi casa de toda clase de porquerías electrónicas de importación, otra de mis pasiones. Claro, nadie podía imaginar que un año después de mi viaje, justo con el nuevo milenio para muchos, la Convertibilidad iba a desaparecer, que otra vez la devaluación y la inflación nos harían la vida imposible y que para nosotros todos los precios en dólares serían tres veces más caros, pero eso es otra historia. Lo cierto es que por unos pocos cientos de pesos tenía un asiento reservado en la primera clase del vuelo 933 de BRITISH AIRWAY con destino a Londres. Llegué quince horas más tarde, luego de una breve escala en Sao Paulo, Brasil, y de devorarme el caviar que ofrecían en el vuelo acompañado por un excelente champagne. La mayor parte del viaje lo hice dormitando, con los auriculares clavados en mis oídos escuchando viejos éxitos de rock and roll de los ´70. Aterrizamos en el aeropuerto de Londres una mañana gris y destemplada del 2 de enero, aunque mi reloj indicaba las 3:30 de la madrugada. Aun tenía el horario de Argentina. Extraño esto de los husos horarios ¿no? A mí siempre me daba como un escalofrío estos cambios, era como una especie de viaje en el tiempo en cierta forma. Por suerte, había sido previsor y en mi bolso de mano llevaba una campera de paño bastante gruesa. Supongo que esos detalles te los da la experiencia de viajar, pues vi a algunos incautos tan solo en remera o camisas livianas, lamentándose haber dejado la ropa de abrigo en las valijas. Lo primero que hice después del acuciante interrogatorio de la aduana y el papeleo en migraciones, fue comprar un mapa con las rutas de Inglaterra y un librito con información turística, de esos que edita Michellin, que tiene bonitas fotos en colores de las zonas y lugares que ofrece como alternativas para visitar. El taxi, esos sobrios y elegantes automóviles negros que parecen haberse quedado en el tiempo o, más bien, haber saltado del pasado, me llevó hasta el hotel donde había reservado una habitación sólo por dos días. El SANCTUARY HOUSE HOTEL, un elegante edificio ubicado en la esquina de 33 Tothill Street, muy cerca de Westminster Abbey, la impresionante abadía medieval donde antiguamente se coronaban a los reyes, que me costó 45 libras por día. Me recibieron con cortesía, no sé si por la famosa cortesía británica o por que pagué mi estadía por adelantado, y una vez que me registré, un botones me acompañó hasta el cuarto llevando mi bolso. No suelo usar valijas, aun en los viajes largos. Creo que las valijas son molestas, aunque sean esas modernas que poseen rueditas. El cuarto no estaba mal; a decir verdad estaba muy bueno. Realmente, aquel hotel había sido una buena elección y eso que había hecho la reserva a través de Internet. La cama de dos plazas se ubicaba en el centro junto a una mesita de noche en la cual había una lámpara de bronce con su pantalla de vidrio estilo Tiffany, y junto a ella un sobrio teléfono negro. A la derecha, junto a la puerta estaba el placard. En la pared opuesta, debajo de la amplia ventana se ubicaba una pequeña mesa con un cajón en el centro y una silla. Todos los muebles eran de un estilo distinguido y más bien con un toque de antigüedad. El piso estaba cubierto por una alfombra sintética color verde. Enfrentada a la cama estaba la puerta del baño, y a su lado un pequeño mueble donde había una maquina de café expreso y de té y un aparato de música con radio. En una esquina, colgando de un soporte un televisor con pantalla de veintiuna pulgadas, conectado a la televisión satelital. Las paredes estaban adornadas con algunos cuadros de lugares importantes de Londres. Era una habitación pequeña, pero daba una sensación de calidez, casi podría decir de hogar. Los primeros dos días no hice mucho. Recorrí las calles de Londres armado de mi cámara de fotos profesional que me acompañaba a todos mis viajes. Siguiendo los consejos de mi pequeña guía Michellin visité unos cuantos lugares interesantes: BUCKINGHAM PALACE, el LONDON ZOO, el ROYAL OPERA HOUSE, ST. PAULS CATHEDRAL, los museos de Historia Natural y de Ciencias…, y por las noches disfruté de la amabilidad británica en sus clásicos pubs. La primera noche tuve que soportar a un grupo de jóvenes ebrios que se enteraron de mi nacionalidad; toda la noche me dedicaron cantitos de cancha defendiendo los colores de su selección y vilipendiando a la Argentina. La segunda noche, en un pub distinto (obviamente, no pretendía cruzarme una segunda vez con los mismos jóvenes), me salvé de milagro que un grupito de punks estilo comienzo de los ´80 demasiados intoxicados, me destriparan con sus navajas para obtener mi billetera. Por suerte, el dueño del pub sí mantenía algo de los viejos caballeros ingleses y llamó a la policía. ¡Suficiente Londres para mí! Al día siguiente fui a una agencia de alquiler de automóviles y renté uno, un bonito Rover color verde metalizado. Pasé por el hotel por mis cosas, me despedí del conserje que éste sí había sido muy amable, y abandoné la ciudad siempre con mi guía Michellin y el mapa de rutas en el asiento del acompañante.

Tomé la ruta 133, que sabía que me llevaba al este, pues me dirigía al condado de Essex. En la guía figuraban unos pueblitos muy bonitos que tal vez, podrían tener algo de lo que buscaba. El primer pueblo que visité fue Dedham, y si bien era un pueblito pintoresco, tal vez típico de la zona rural británica, no se parecía en nada a Hobbitton. El poblado se alzaba a un costado de la ruta, apenas separado de esta por un pilar bajo donde había estacionados, con la trompa mirando al camino, unos cuantos automóviles. Las casas eran grandes, todas de dos y hasta tres pisos, de material y techo de tejas. Algunos frentes estaban semi cubiertos por plantas trepadoras. Eran como pequeñas mansiones. Había gran cantidad de negocios, y una actividad tan intensa, al menos a las once de la mañana, hora en que llegué, como en la propia Londres. Claro, estábamos en pleno siglo XXI, tendría que haber visto este pueblo cien años antes. No estuve mucho tiempo allí, el suficiente como para estirar un poco las piernas, recorrer sus calles para ver algún que otro sitio interesante, como su iglesia, que databa de cientos de años atrás, comer algo en un pequeño restaurante y cargar gasolina. El próximo pueblo que tenía apuntado se llamaba Epping, un pueblito bastante más comercial que el anterior, pero tal vez con toques más tradicionales que el otro. Digamos que conservaba más algunas de sus estructuras medievales y de siglos posteriores como la abadía de Waltham, cuyos monjes eran los que habían construido el pueblo en épocas del rey Harold; o Epping Palace y el Winchelsea House ambos construidos en el siglo XVIII sobre el lado de la ruta. Allí pasé la noche. En una pequeña hostería bastante agradable. Pero tampoco encontré en ese lugar algo de lo que había motivado mi viaje. De modo que al otro día, poco después del mediodía abandoné el pueblo. Mi próxima parada sería Rayleigh. El día había amanecido horrible. El cielo estaba cubierto por un pesado manto de nubes grises que amenazaban con descargar una intensa lluvia de un momento a otro. Hacía frío. Bueno, el frío era una constante. Todos estos días había hecho mucho frío, pero realmente no me importaba. Estaba de vacaciones, en Inglaterra, viajando con un Rover espectacular, escuchando uno de mis discos favoritos. La noche me atrapó en pleno viaje. La ruta corría monótonamente recta hasta perderse en el horizonte. El estado de los caminos daba envidia, era una maravilla recorrer aquellas rutas, sólo que nunca me acostumbré a viajar con la mano cambiada. En algún momento debí haber cometido un error. Para llegar a Rayleigh debía doblar en una intersección a la derecha, pero definitivamente me había equivocado. Debí haber doblado en el lugar incorrecto, pues el pueblo no estaba tan lejos, unos pocos kilómetros de la intersección, y sin embargo, ya llevaba todo el día conduciendo y no había miras de que hubiera pueblo alguno en las inmediaciones. Ya no estaba tan contento, y para colmo en todo el trayecto erróneo no tuve la posibilidad de retomar el camino a la inversa para remediar mi error. Sólo tuve la posibilidad de continuar hacia delante por el camino y esperar hallar un poblado, una ciudad, algo con gente que me pudiera indicar como hallar el camino correcto. Finalmente, el cielo se decidió a largar un impresionante aguacero sobre el mundo. Debía hacer mucho frío afuera, pero por suerte, la estupenda calefacción del automóvil evitaba que lo sintiera. La visibilidad se me redujo, prácticamente a nada, por mucho que mis limpiaparabrisas se esforzaran en barrer el agua del vidrio. Para que negarlo, estaba nervioso. Estaba atravesando en ese momento un terreno llano, aunque ahora no se llegaba a ver mucho. A ambos lados del camino se extendían unos extensos campos cultivados. Pude ver, gracias al resplandor de un relámpago que iluminó brevemente el cielo oscurecido, la silueta macabra de un espantapájaros. De marchar a unos ciento ochenta kilómetros por hora, había bajado a una velocidad menor a los cincuenta. Tenía miedo de salirme del camino, de que algún auto sin luces se apareciera de pronto… No sé, estaba nervioso, no me gusta viajar en rutas cuando llueve, menos de noche y, mucho menos en un país desconocido y habiéndome extraviado. En el estéreo sonaba California´s Girls, de los Beach Boys, uno de mis temas favoritos, parecía una ironía estar escuchando ese tema que remitía a playas soleadas en esa noche de tempestad. Había intentado leer el mapa de rutas unas cinco veces, para ver si podía darme cuenta en dónde había virado mal, pero me fue imposible siquiera darme cuenta en que ruta me encontraba ahora. Miré el reloj digital que titilaba en el tablero del auto. Marcaba las 20:45 horas. Una hora más habrá pasado hasta que por fin di con una zona poblada. Se trataba de un pequeño pueblito que la ruta dividía por la mitad. Pasé por él muy despacio, a paso de hombre casi, tratando de observar por la ventanilla. Las casas eran pequeñas, de piedra, con techo a dos aguas de pizarra y chimenea. Todas con unos pequeños jardincitos al frente, delimitados por una cerca bajita de madera blanca. No podía afirmarlo con esa noche de perros, pero daba toda la sensación que ese poblado era lo más parecido a Hobbitton que podía encontrar. El pueblo estaba en silencio. Ni un alma andaba por afuera, cosa que atribuí al inclemente tiempo. El pensamiento más erróneo que tuve en mi vida. Después me enteraría que había una razón un poco más siniestra y peligrosa para que la gente de ese pueblo se mantuviera a buen resguardo por las noches. No pude ver mucho de todas formas. Alcancé a divisar unos cuantos negocios, todos cerrados por supuesto, sobre la calle que daba a la ruta, de ambos lados. No vi ni estación de servicio, ni motel, ni algún barcito. De no ser porque el pueblo parecía estar bien cuidado, uno podría jurar que se trataba de un pueblo fantasma. La única luz que se veía era una roja, a gran altura, que imaginé sería de alguna torre o antena para captar el satélite para la televisión o para el teléfono. Pero a unos cuantos metros hacia delante, bastante alejada del pueblo, pude divisar una tenue luz ambarina, bastante difusa. De modo que ni siquiera me detuve, aceleré un poco hasta alcanzar la luz. La lluvia remitió un poco, como si se hubiera apiadado de mí, y ahora era tan sólo una fina llovizna, más molesta que otra cosa.
La luz resultó pertenecer a un farol que colgaba en el frente de un pub, hostería, fonda, mesón, taberna o posada. La verdad es que no sé como lo llaman los ingleses. Se trataba de un edificio bastante grande pero bajo, de piedra. Era una construcción cuadrada que recordaba bastante a las viejas posadas medievales. Unos listones de madera oscura asomaban de la pared, en la parte más alta, probablemente se trataba de las vigas que sostenían el techo en el interior. Los muros eran lisos, pintados a cal de un tono rosado y se levantaban sobre una base de bloques de piedra. En el centro de la fachada se ubicaba la puerta, no muy ancha y de escasa altura, de madera algo gastada, con una pequeña abertura cuadrada que funcionaba como mirilla y que ahora se encontraba cerrada por dentro. A cada lado había ventanas, de esas que tienen los vidrios divididos en muchos pequeños cuadrados. Sobre la puerta estaba el farol que desparramaba su luz amarillenta que sólo alcanzaba para bañar el frente y poco más. Debajo de él, un poco más hacia la derecha, se mecía a instancia del viento un letrero de madera cuyas bisagras chillaban molestamente. “WOLFKILLER INN”, decía el cartel, algo así como: “POSADA MATADOR DE LOBOS”. Y allí, bamboleante también, pero a mayor ritmo, colgaba del letrero un adorno extraño atado a un cordón rojo. Tenía la forma de una manzana muy pequeña. Sí, en un primer momento creí que se trataba de una manzana desecada al sol, pues presentaba un color grisáceo o amarronado, muy similar al color de la cáscara del kiwi. Aquel objeto, o mejor dicho, uno similar, también colgaba en ambas ventanas, del lado de adentro. Uno junto a una pizarra escrita con tizas de colores llamativos en la cual se indicaba el menú del día: “Conejo a la cazadora” y “Sopa de arvejas”. El otro, permanecía solitario, contrastando con el blanco inmaculado de las pesadas cortinas que vedaban la vista del interior. Los tres eran exactamente iguales en tamaño y color. En un principio vi esta posada como una bendición. Llevaba horas manejando, muchas horas, desde que saliera de Epping al mediodía. Tenía hambre, ganas de ir al baño y estaba muy cansado. Aquella solitaria ruta y el monótono paisaje de campos sembrados bajo aquel cielo lluvioso me habían dado una somnolencia que no remitía ni siquiera con las joviales y soleadas canciones de los Beach Boys. Estacioné el automóvil en la zona reservada para ello, frente a la ventana que no tenía cartel alguno. El suelo allí estaba pavimentado con cemento y tenía marcado con pintura amarilla cada sector para detener los autos. Había espacio para cinco, y ya había dos estacionados: una camioneta, del tipo pick up y un Land Rover cuatro por cuatro. Cuando descendí del vehículo sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. No supe decir si fue por el cambio brusco de temperatura (pasé de unos agradables veintiún o veintidós grados de la calefacción del auto a unos dos o tres de aquella noche espantosa), o por aquellos objetos que colgaban tanto en las ventanas como del cartel. El primero que miré fue el de la ventana, pero luego me quedé observando con mayor detenimiento el que se bamboleaba al son del viento, bajo el letrero. Sin dudas era el objeto más extraño que había visto en mi vida. Repito, tenía la forma de una manzana muy pequeña y su color era de algún tono ocre o grisáceo, no puedo definirlo; pero lo más curioso o terrible, era lo que había descubierto ahora, mirándolo a escasos centímetros de distancia y sin las gotas de lluvia que borroneaban un poco mi visón a través del vidrio del auto. Debajo del objeto sobresalían lo que me pareció dos largos colmillos, parecidos a los que pudieran pertenecer a un perro grande. Pero eso no era todo. El objeto era como peludo… ¿Cómo podría explicarlo? Como las pelotas de tenis, quizás, pero este tenía las hebras más largas. Una bola de pelos parecía, pero esos pelos estaban muy bien entretejidos y quedaban de una manera pareja logrando así darle esa forma de manzana. La cosa esa me dio algo de repulsión, pero sin embargo no le di más importancia al asunto del que se merecía. Seguramente era algún fetiche que le gustaba al dueño de la posada o vaya a saber que significado supersticioso tendría. En ese momento tenía otras cosas más importantes en mente, como ser correr al baño, probar ese conejo a la cazadora que anunciaba el pizarrón, beberme un buen café caliente y averiguar como hacer para llegar a Rayleigh. De modo que, descendí los tres escalones de piedra que había ante la puerta y entré a la posada. Si mi intención era comprobar si en verdad Tolkien se había inspirado en la gente de la campiña británica para sus diminutas creaciones, había dado con el lugar indicado. El salón era mucho más pequeño de lo que yo había imaginado. El piso era de unas lajas grisáceas, algo oscuras. No había más de diez mesas, rectangulares con bancos largos. Creo que estaban hechas con troncos de eucaliptos. El mostrador se encontraba a la derecha y a su lado había dos grandes barriles abiertos que contenían, uno aceitunas verdes y otro aceitunas negras. Sobre el mostrador una chopera con la publicidad de Guinness y una vieja máquina registradora. Detrás se elevaba una gran estantería llena de bebidas y de vasos, aunque también de bastante polvo. En el otro rincón había un hogar con el fuego encendido, crepitante y amistoso, y en torno a él, un grupo de cinco personas se apiñaban. Estaban sentados en sillas y bebían brandy. Todos estaban riendo, tal vez estaban contando chistes o viejas anécdotas. Un poco más alejada se ubicaba una fonola que permanecía muda, y un poco más apartado todavía, un tipo corpulento jugaba a los dardos solo. En las paredes colgaban algunos viejos tapices; una piel de lobo y un viejo rifle, muy largo, y muy pesado se me ocurrió, adornaban la chimenea; un par de cuadros, que daban la impresión de ser más antiguos que los bordados completaban la ornamentación. Con el techo no me había equivocado, era de madera y estaba cruzado por vigas que se enterraban en la piedra de la pared del frente, y sobresalían de afuera como ya había visto. De él colgaba una lámpara de hierro negro que emulaba a las viejas lámparas con velas. El lugar me hizo pensar en una taberna de la Tierra Media, hasta había un cierto aroma a tabaco de pipa mezclado con el de la comida y la cerveza. Sí, bien podría haber sido una taberna de la Tierra Media, salvo por los toques que la modernidad implacable había dado al lugar: la publicidad luminosa de la chopera, la máquina registradora, la lámpara, el rifle y la fonola. Pero prescindiendo de aquellos aparatos, bien podría haber sido una posada de Cavada Grande, de los Gamos o de Bree. Y los parroquianos bien podrían haber sido hobbitts. A pesar que eran altos, llevaban un pesado calzado en sus pies y en lugar de chalecos elegantes y camisas de anchas mangas vestían camperas leñadoras o de cuero y pantalones de jeans, tenían caras de hobbitts. Rostros rubicundos, cabellos rizados, mejillas regordetas. Hasta las risas sonaban tan alegres como la de cualquier habitante de la Cuaderna del Norte. Pero claro, más tarde iba a caer en la cuenta que las miradas de aquellos hombres, sus expresiones, distaban mucho de parecerse a la de aquellos hombrecitos que surgieron de la imaginación de Tolkien. Estoy omitiendo un detalle, un detalle si no fundamental, demasiado importante. Aquel salón tenía más de esos objetos velludos. No sé porque casi se me olvida mencionarlo, si cuando entré al salón experimenté el mismo escalofrío que sentí al bajar del auto. Podría decirse que colgaban por todos lados. Había tres en la repisa de la chimenea, colgando como si fueran las medias que se colocan para que Papá Noel deje los obsequios navideños. Había otros tantos en el mostrador y en los estantes de la licorera, incluso uno a cada lado de la diana de los dardos. Pero el más grande, colgaba del dintel de la puerta y lo golpeé con mi cabeza cuando abrí y entré. Un silencio de muerte se produjo cuando me hice presente en el salón. Las carcajadas de los que estaban junto al hogar se cortaron en seco y todas las miradas, incluso la del que jugaba a los dardos y parecía tan abstraído, se clavaron en mí. Pude ver la desconfianza en sus ojos, desconfianza y recelo. Incluso uno de ellos me observó con dureza y observó ese objeto que me había golpeado y ahora oscilaba como el péndulo de un reloj. No sé porqué, pero me pareció que un poco se aliviaba, como si al tomar contacto con esa cosa peluda y no haber sufrido ningún efecto me hubiera hecho pasar alguna clase de prueba de admisión. El que jugaba a los dardos, los lanzó todos de una sola vez (y los clavó a todos muy cerca del centro) y se acercó a mí. Era un tipo alto y corpulento que no debía pasar los cuarenta y cinco años. Llevaba el cabello corto y aunque era de color negro, sus sienes ya habían perdido la batalla contra las canas. Sus ojos eran azules, muy intensos. No era gordo, pero llevaba algunos kilos de más que su altura llegaban a disimular. En las mejillas sonrosadas aparecieron dos hoyuelos cuando me sonrió amablemente. De todas formas era una sonrisa extraña, como forzada. Daba la sensación que él, y todos los demás aun sentían alguna clase de desconfianza hacia mí. - ¡Buenas noches! Soy Jimmy, el dueño de este lugar. ¡Bienvenido! –me dijo en un lento y correctísimo inglés y me estrechó la mano. - ¡Gracias! –le respondí, yo, en mi inglés bastante desastroso. - ¿Qué hace alguien a esta hora de la noche en un lugar como este? –me preguntó luego. - Creo que me perdí. Hace horas que estoy conduciendo. Necesito un baño y comer algo. - Por supuesto, amigo. El baño está por allá –Jimmy me señaló una puerta que antes yo no había visto. Tuve la sensación mientras orinaba, que los hombres en el salón estaban hablando de mí. Era como si discutieran, pero no pude pescar mucho, debido a mi torpeza para el idioma. Otro detalle siniestro. En la puerta del baño también había un objeto de esos, y en la pequeña ventanita que daba al exterior, también. Cuando regresé al salón se volvió a producir ese silencio tan incómodo. Era un hecho que se callaban por mí. Pero Jimmy estaba de pie aun con la amplia sonrisa en su rostro regordete aguardándome. - Póngase cómodo, amigo –me dijo señalándome una de las mesas-. ¿Va a desear conejo o sopa? - Las dos cosas, amigo. Tengo un hambre de locos –le respondí. - La sopa está muy sabrosa, pero con el conejo va a chuparse los dedos, caballero. No quiero pecar de vanidoso pero el conejo me sale buenísimo. ¿Verdad, chicos? - ¡Callate, Jimmy! La demanda te llegará de todas formas cuando el caballero se intoxique. Todos estallaron en una carcajada, incluso el posadero; y yo me vi contagiado y no pude menos que esbozar una sonrisa. No me animé a acoplarme al coro de risas, si bien todo parecía indicar que podría contar con un poco de la amabilidad británica, aun en el ambiente flotaba un clima enrarecido. Cierta frialdad hacia mí, suponía. Tal vez no le gustaban mucho los extraños, en la mayoría de los pueblos pequeños suele suceder.

La Jauría.

La noche parecía haberse contagiado de la quietud del lugar. Una paz regocijante envolvía a la solitaria cabaña que casi se perdía en la inmensidad de aquel paisaje montañoso. Su morador acababa de cenar. El antiguo reloj de la pared de la sala marcaba las doce. Estaba feliz de haber escogido aquel lugar para escapar de la opresiva ciudad. Dio una vuelta por la casa, estaba algo cansado pero aun no quería retirarse a su cuarto. Decidió leer algo en su sillón favorito y disfrutar de un habano y un buen vaso de whisky, como solía hacer a menudo. Le gustaba leer allí, mientras en el hogar de piedra crepitaba un fuego amistoso. Desde el gran ventanal junto a él, podía ver el bosque que se alzaba no muy lejos de la cabaña, ahora tan sólo un conjunto de informes siluetas que no parecían árboles. El cielo oscuro, profundo, estaba salpicado de estrellas y la enorme luna llena asomaba entre unas hebras deshilachadas de sombrías nubes. Sólo una lámpara de pie iluminaba el pequeño living, además del tenue resplandor del fuego de la chimenea. Los muros de troncos apenas se veían bañados por una leve luz ambarina, y los anaqueles cargados de libros casi no llegaban a divisarse. Le gustaba aquel sitio, lo prefería por sobre todos los rincones de su cabaña, por la sensación de intimidad, confort, y seguridad que le ofrecía. El libro cayó de sus manos cuando el puro era una fría colilla en el cenicero que estaba sobre la pequeña mesita junto al sillón y en el ancho vaso solamente quedaba un vago vestigio de un hielo derretido. La noche parecía haberse contagiado de la quietud del lugar, y ésta parecía haberlo contagiado a él, para arrastrarlo y arrojarlo al más profundo de los sueños. Y el hombre soñó. Soñó que dormía cómodamente sentado en su sillón favorito. Un vaso de whisky, ahora vacío, descansaba en la mesita que estaba a su lado, y junto al vaso los restos quemados de un cigarro. El bosque sombrío de las cercanías se asomaba sin escrúpulos por la enorme ventana de la sala, bajo un cielo poblado de indiferentes y distantes estrellas y una enorme luna llena. Los aullidos lo despertaron con sobresalto. Eran aullidos o el ulular del viento; sin embargo, afuera, la noche continuaba igual de quieta y serena ocultando sus misterios. Aullidos, eran aullidos lejanos. No pudo precisar cuántos resonaban en la lejanía, pero escuchó más de uno. Eran ahora plenamente identificables. Unos parecían llamar, otros responder. Supo enseguida que se trataba de una jauría, tal vez de lobos, que se estaban reuniendo; pero también supo que se reunían porque lo buscaban a él. Pronto los aullidos se escucharon más cerca. Aullidos y ladridos, desesperados ladridos cargados de rabia, de furia asesina y de apetito voraz. Ladraban y aullaban ahora al unísono transformando su avance en una música macabra, aterradora. Desesperado, el hombre corrió por la cabaña, cuarto por cuarto, atrancando puertas y ventanas, cerrando postigos, asegurándose que nada quedara abierto. Los ladridos y los aullidos se escuchaban más claros, con la nitidez que les daba la cercanía, haciendo añicos la tranquilidad de aquella noche. Era una letanía de ultratumba, una canción de muerte cuyas notas agudas lo hacían estremecer. Agitado y tembloroso regresó al living, donde el enorme ventanal miraba impasible a la gigantesca masa oscura que era el bosque. No estaba seguro porqué, pero sabía que de allí surgirían. Los aullidos eran cada vez más desafiantes, cada vez más espeluznantes, aumentaban su rabia y su nitidez. Ya no eran los vagos aullidos lejanos. El corazón del hombre golpeaba su pecho enloquecidamente y un nudo le oprimió la boca del estómago. Estaban cerca, muy cerca, y venían hambrientos, por él. Finalmente, la angustiosa espera concluyó. Uno a uno, como maléficas luciérnagas, fueron surgiendo entre las profundas sombras de los árboles innumerables pares de ojos que destellaban una luz rojiza de maldad. El hombre tomó el atizador de la chimenea, única arma de la que disponía, y lo aferró contra su pecho. Retrocedió torpemente algunos pasos cuando aquellos ojos se lanzaron en desenfrenada carrera hacia la cabaña. Aullidos y ladridos lo atronaban ahora y retumbaban dentro de su cabeza. Eran enormes perros salvajes de alguna diabólica naturaleza, de pelaje oscuro y ralo y amenazadores dientes, largos y filosos, que mostraban con crueldad. Avanzaban con decisión, veloces como si el mismo viento de la noche los transportara. Sus hocicos babeantes rezumaban odio; sus rojizos ojos destilaban furia, instinto asesino y deleite por la muerte.
Uno, particularmente grande, se detuvo frente al ventanal y clavó su mirada letal en los temerosos ojos del hombre. Supo que era el líder de la jauría, el mismo animal se lo comunicaba desde aquellos ojos perturbados. Le decía que habían venido por él, no por hambre sino por satisfacción, por placer. Porque ellos disfrutaban destrozando, destruyendo a los hombres, desgarrando su carne, deshaciéndolos lentamente. Eran los chacales del Infierno que una vez cada cien años salían a darse un festín de carne humana. El hombre, horrorizado comenzó a rezar, a implorar, en el nombre de Dios, protección. Volvió a retroceder sollozando mientras oraba, y tropezó con su libro que no había recogido, trastabilló y cayó de espaldas sobre el piso alfombrado. Los aullidos cesaron entonces. Los ladridos se callaron. Lentamente, el hombre se incorporó manteniendo los ojos bien cerrados y sus labios apretados, tanto que se le habían puesto blancos. Imploró porque todo hubiera terminado, porque sus oraciones hubieran ahuyentado a aquellos demonios. Una vez en pie, abrió lentamente sus ojos. El gran perro ya no estaba en la ventana. La quietud del lugar parecía haber contagiado nuevamente a la noche. Aguardó algunos instantes, el silencio lo envolvía, lo abrazaba. Aliviado, apenas con una leve sonrisa temblorosa en sus labios, avanzó hasta la ventana seguro de que los perros se habían marchado. Dejó el atizador a un costado y aplastó su rostro contra el vidrio. Lo aullidos volvieron a llenar el aire allí afuera, y los ladridos redoblaron su furia. Espectralmente habían resurgido atravesando las sombras. Puertas y ventanas eran golpeadas ahora con violencia brutal. El hombre no atinó a hacer nada, sólo permaneció allí, de pie observando con estupor, incredulidad y espanto como aquellos perros daban vueltas y vueltas en torno a su casa, aullando desenfrenadamente con sus hocicos alzados a la luna, como practicando una danza maléfica. De cuando en cuando, alguno se lanzaba contra alguna puerta o un postigo y parecía sacudirse la cabaña entera. Al no lograr entrar, su furia aumentaba al igual que la intensidad de los aullidos. De pronto, dos ojos rojos volvieron a detenerse frente a él. Los mismos ojos sanguinarios, furiosos y maléficos de antes. La sangre del hombre se heló en sus venas. El miedo ya no lo dejaba mover, le atenazaba el corazón, le ataba sus piernas… Aquellos ojos siniestros retrocedieron un poco, perdiéndose por un instante en la oscuridad que rodeaba a la cabaña, que parecía ser mucho más profunda que antes, y luego el enorme perro líder atravesó la ventana arrojando una lluvia de infinitos fragmentos de vidrio a su paso. El hombre cayó bajo el peso del diabólico animal, ahora posado con sus cuatro patas sobre su cuerpo, inmovilizándolo. Quiso gritar, pero la voz se ahogaba en su garganta. El miedo lo dominó aun más cuando, uno a uno, fueron entrando los otros perros. Idénticos ojos rojos a los de su líder tenían; igual pelaje oscuro y ralo, tan ralo que parecían deshilachados y podía verse su cuero gris y pustuloso. En todo eran idénticos a su jefe excepto en el tamaño, ellos eran mucho más pequeños. Con desesperación se lanzaron sobre el hombre. Las fuertes mandíbulas pestilentes apresaron sus piernas y brazos. Los largos colmillos se enterraron en su carne como agujas mortíferas por todo el cuerpo. Con salvajismo sus miembros eran desgarrados. No sabía cuantos tenía encima, pero había muchos aun aguardando su turno, dando rodeos y aullando. Ninguno quería perderse el festín y muchos eran los que se peleaban con ferocidad para conseguir un lugar. El dolor que sentía el hombre era infinito, la agonía lenta, y sus alaridos seguían sin poder escapar de su boca contorsionada en una mueca de desesperación. Finalmente, uno a uno, tal como habían entrado, los perros se fueron retirando una vez que vieron saciado su apetito voraz y sus ansias de muerte y dolor. Se marchaban con sangre y restos de carne chorreando de sus bocas. Pero el líder no se movió, y permaneció mirándolo un buen rato, clavándole sus ojos demenciales en los suyos. Tal vez se deleitaba observando su mudo gesto de dolor y las lágrimas que arrasaban su rostro. Tal vez se saciaba con su miedo. Finalmente, abrió sus fauces babeantes y, con certero movimiento, dirigió sus filosos dientes al cuello ensangrentado. Al hombre lo envolvió la oscuridad, y finalmente sus ojos se cerraron. Los aullidos lo despertaron con sobresalto. Eran aullidos o el ulular del viento; sin embargo afuera la noche continuaba igual de quieta y serena, ocultando sus misterios. Aullidos, eran aullidos lejanos. No pudo precisar cuántos resonaban en la lejanía, pero escuchó más de uno. Eran ahora plenamente identificables. Unos parecían llamar, otros responder. Supo enseguida que se trataba de una jauría, tal vez de lobos, que se estaban alejando. Estaba sentado en su sillón favorito. En la mesita junto a él descansaba un vaso de whisky, ahora vacío, y un cenicero que albergaba las colillas recientes de un habano. El libro que estaba leyendo había caído de sus manos. Quiso alcanzarlo, pero no pudo. Ninguno de sus miembros le respondió y un dolor abrasador le recorrió el cuerpo. Entonces se miró, para ver que sucedía, y sus ojos se agrandaron de horror. Su cuerpo estaba destrozado, su carne desgarrada horriblemente, sus extremidades salvajemente mutiladas. Estaba empapado en sangre, él y su sillón favorito, y debajo, en el piso alfombrado, una macha rojiza seguía creciendo. Por la ventana, cuyos vidrios rotos se esparcían por toda la sala, le llegó el rumor lejano de los aullidos que ya se perdían en la espesura del bosque cercano. Sonaban furiosos, pero a la vez satisfechos. Al hombre lo envolvió la oscuridad y finalmente sus ojos se cerraron.