viernes, 25 de septiembre de 2009

Una Charla en el Averno. Parte 3.

Tercera parte de la serie del Testigo.

- Usted aun lo ama... a Dios, me refiero –le dije casi susurrando y volví a tomar un largo trago. Mi descubrimiento debía bajarlo con algo fresco pues me había quemado la garganta.
Otra vez, Samael, hizo aquella mueca de dolor que le hacía rechinar sus afilados dientes. - ¡Le dije que no me lo nombre!
- ¡Discúlpeme! Se me escapó. Realmente ha sido involuntario. Pero aun lo ama ¿no es así?
Por primera vez, Samael, apartó aquellos ojos negros de los míos y una sombra pareció opacar su rostro apergaminado y macilento.
- No me importa en lo absoluto –dijo con sentido dolor.
- ¡Vamos, se le nota! –le dije sin poder contenerme. En ese momento no pensé en lo peligroso que podría ser despertar la cólera de Satanás.
- ¡Bueno! Es mi padre, ¿no? –me respondió al fin, y su voz sibilante de serpiente, esta vez, pareció la de un niño ofendido-. ¡¿Cuántos hijos están peleados con sus padres o viceversa y sin embargo el sentimiento no cambia aunque se oculte o se disimule?!
- ¿Entonces? ¿Por qué no hace buena letra para reconciliarse con él?
- ¡Reconciliarme! –Samael lanzó de nuevo esa carcajada, nunca mejor calificada, diabólica- Ya es un poco tarde para reconciliaciones. ¡¿Sabe los trastornos que le ocasioné desde que pasé a ser Satán?! Nunca me propuse hacer un censo, pero juraría que, si hago un recuento, tengo igual cantidad de almas calentándose en mis hornos que los que están en el Cielo. ¡Y no sé si tengo más yo que él!
“Pero a propósito, hemos llegado al punto donde quería llegar yo. Cuando lo invité a sentarse conmigo le dije que tenía algo importante que la gente debía saber. Bueno, precisamente es referido a este tema, a mi eterna pelea con..., bueno, usted ya sabe.
- ¡Explíquese!
- Estoy cansado. Cansado y aburrido de hacer esto –esta vez, sonó realmente cansado pero a la vez aliviado, como si al decir eso un enorme peso se le hubiera quitado de su espalda-. Cansado y aburrido de ser el malo de la película; cansado y aburrido de cargar con el odio y el temor de la gente, y con la indiferencia de Él. Ignorado, solo, porque estoy solo ¿sabe?... Todas mis legiones infernales me aburrieron hace ya mucho tiempo. No hablo con ellos, no los quiero ni ver. Me encierro en mis aposentos y no salgo en meses, a veces años, sin ver ni hablar con nadie. Estoy harto de ese lugar inhóspito, lúgubre que es el Infierno... ¿Sabe las ganas que tengo de mudarme a su mundo, sentarme en los bares, de esos que tienen las mesas en la vereda, al calor de un solcito otoñal, y disfrutar de un rico café, hablar con algún anciano con esa sabiduría que poseen de la vida, mirar las chicas pasar, pasear por alguna callecita silenciosa y pintorezca? –Samael abrió los brazos en un modo abatido- Me cansé de interpretar el papel de malo. Haga que la gente lo entienda, convénzalos que no soy el Enemigo, bueno al menos no quiero serlo más. La gente no quiere darse cuenta. ¡Si hasta hace siglos que yo no me presento a los pactos! Envío a otros en mi lugar: Mefistófeles, Belcebú, Asmodeo, y ellos ni lo advierten. ¡Para ellos, todos, cualquiera que sea el que vaya, soy yo! No se dan cuenta que son otros, y si lo hacen, lo arreglan diciendo que soy yo que adopto muchas formas. ¡Hágales entender que me retiro del juego, amigo!
Dicho esto, Samael se echó hacia atrás y lanzó un largo suspiro, cargado de sufrimiento; luego me sonrió nuevamente con esa sonrisa triste, que casi daba pena.
No voy a negar que me sorprendió con su confesión, y él debe haber visto mi expresión de incredulidad en mi rostro, o vaya a saber qué expresión, pues volvió a sonreír lastimosamente y me dijo:
- ¿Lo decepcioné? –su voz sonó aun más abatida y casi con un dejo de vergüenza. Inmediatamente recordé la escena de “Rey de Reyes”, la que el diablo, ese mismo que ahora estaba sentado frente a mí, o al menos un actor que lo interpretaba, intentaba tentar al hijo de Dios. Este era una sombra de aquel personaje de la película, tan arrogante y seguro de sí mismo que parecía... Una vez más me pregunté si así había sucedido realmente o había sido una exageración del actor o del que había escrito el libro del film.
- ¿Por qué lo hizo? –le pregunté omitiendo su pregunta- Porque lo hizo, ¿no?
- ¿Qué cosa? –quiso saber él con real intriga.
- Tentar a Cristo...
- ¡Tentar a Cristo! –exclamó y volvió a lanzar la carcajada- Me agarró con esa pregunta. ¡Tantos años pasaron que lo había olvidado! ¿Y por qué va ser? –me miró y el orgullo brilló nuevamente en sus ojos oscuros como pozos sin fondo- Por la misma razón de siempre... ¡Celos! Igual que con Eva. Cristo era otro ser que amaba más que a mí... casi con sus poderes y, ahora, para colmo, con el mismo aspecto que los hombres. Si le llegaba a arrebatar a su hijo... Hubiera sido mi desquite, mi gran desquite...
Al Averno llegaron unas cuantas personas nuevas. Tres hombres y cuatro mujeres, jóvenes y algo ebrios riendo a carcajadas. Samael, me miró y arqueó sus cejas cuando advirtió sus presencias. Aun se lo notaba bastante abatido.
- ¡Clientes nuevos! –me dijo- Debo ir a atenderlos, no vayan a decir que el anfitrión no sabe recibir a sus clientes... ¡Ha sido un gusto hablar con usted! Y... haga lo posible con lo que le pedí... Después de todo, es la primera vez que el Diablo le pide algo a un mortal...
- Lo intentaré, se lo juro –le dije y Samael me estrechó la mano. Era fría. Ironías del destino supongo, en un lugar tan caliente tener el cuerpo tan frío. Samael amagó con irse, pero yo no le solté la mano-. Una última pregunta –Samael me miró intrigado y asintió con la cabeza- No me aclaró para que tiene este boliche...
Samael sonrió y miró a su alrededor, los escenarios, la barra llena de borrachos, las mesas, las luces. Finalmente me acercó su boca a mi oído.
- No me lo va a creer, pero no tiene ninguna doble intención, como ya le dije antes. Siempre fue mi sueño atender un bar, una taberna o algo por el estilo –volvió a sonreír, esta vez un poco más animado-. Lo hago por diversión, y para que la gente se divierta –se encogió de hombros-. Los que vienen acá ni se imaginan quién soy realmente, y muchos, la gran mayoría, habla conmigo y me tiene por su amigo. Con este boliche, estando acá me siento menos solo. ¡Me gusta! tengo los medios, el personal, la experiencia... Creo que yo nací para esto.
Ahora sí se alejó, no sé si fue cosa mía, pero me pareció que se iba silbando. Cuando alcanzó la escalera se volvió a mí y me gritó:
- Si quiere pasar con alguna de mis chicas, vaya con confianza. ¡Yo invito! Le recomiendo a Lilith. No se va a arrepentir.
Negué con la cabeza y agité una mano. Samael se encogió de hombros nuevamente y desapareció escalera abajo. Solo, en aquel oscuro entrepiso, saqué un cigarrillo, lo encendí, le di una larga pitada y terminé mi cerveza lentamente. Luego, como sucede siempre, sólo tuve que aguardar que el sueño me arrastrara a sus brazos. Al despertar estaba en el sofá de mi casa con la Biblia en la mano, abierta en la página del versículo dónde Mateo hablaba de la tentación de Cristo. Satanás no parecía tener la soberbia del actor que lo interpretó en aquella película, más bien se lo notaba desesperado por que Jesús tropezase, como un chiquillo caprichoso que le quiere hacer una maldad a su hermano, al cual cela tremendamente.

Una Charla en el Averno. Parte 2.

Tercera parte de la serie del Testigo.

- ¿Quién es usted? –le pregunté realmente intrigado por su identidad, aunque creo que ya tenía una vaga idea de quién se trataba.
- Soy el dueño del Averno –me respondió abriendo sus brazos, pero sin vehemencia-. Casi todos me conocen como el Diablo, Satanás y Lucifer, pero usted puede llamarme Samael que, en definitiva, es mi verdadero nombre, aunque hace muchos siglos que no lo uso…
No sé por qué, aquella respuesta me dejó perplejo, si en definitiva era la respuesta que esperaba recibir. Tan sólo atiné a parpadear un par de veces. Tal vez abrigaba la leve esperanza que todo fuera ideas mías y que, el aspecto de ese tipo y el nombre del lugar fueran una mera coincidencia.
- Entonces esto es el infierno… -deduje y no pude evitar echar una mirada a las dos chicas que flanqueaban al Demonio.
- No, no se equivoque. El infierno está en otro lado… Esto es “El Averno”, simplemente un bar para pasarla bien.
- ¿Simplemente un bar? –insistí con la pregunta reacio a creerle del todo al que durante toda mi vida me enseñaron que era El Embustero.
- Así es –me dijo y por primera vez sonrió divertido-. ¡Venga! Acompáñeme con una copa. ¡Lilith, Abrahel! Para mí, mi trago favorito; al caballero, lo que pida.
- Una cerveza, para mí está bien –me sorprendí diciendo cuando los ojos de la pelirroja, Lilith, se clavaron en los míos, aunque mi primer pensamiento había sido no pedir nada.
Nos acomodamos en una mesa solitaria fundida en las sombras de un entrepiso desde el cual se tenía una visión completa del lugar. En ambos escenarios habían cambiado tanto las bailarinas como los strippers. Las bailarinas anteriores se perdían con un gordo con pinta de camionero por una puerta lateral, y los strippers que habían terminado su función le hacían el amor a una de sus espectadoras, ahí nomás, junto a la pasarela sin ningún tipo de escrúpulos. La mujer parecía sumida en un éxtasis tántrico. Miré a mi alrededor, perplejo y sorprendido de estar sentado junto a ese tipo en un lugar como aquel.
- Me dijo que me estaba esperando… -le dije algo impaciente.
- Así es. Usted es el Testigo ¿no?
- Sí.
- Bueno, yo esperaba un Testigo, tengo urgencia que la gente sepa algo.
- ¿Usted me está diciendo que me esperaba para llevarle un mensaje a la gente?
- ¿Por qué no? Es el testigo ¿no? Bien, llevará entonces su testimonio, lo que tengo para decirle… ¿No le parece interesante?
- Bueno… Como ser interesante, lo es. Pero ¿quién me va a creer que el Diablo fue quien me dijo lo que tenga para decirme?
- ¿Le parece, amigo? La gente cree más en mí, mucho más de lo que cree en… Bueno, usted ya sabe quién…
- Bueno, supongamos que sí. Pero, la gente no cree en los tipos que dicen haber hablando con el Diablo; puede que crean el Diablo, pero no en sus interlocutores…
- Puede ser –reconoció él con una expresión divertida-. Pero es por envidia, por no ser ellos esos interlocutores. Créame, yo sé lo que digo...
En ese momento aparecieron las dos mujeres. La pelirroja depositó un gran chop de espumeante cerveza ante mí, y la otra dejó un largo vaso de alguna bebida fuerte que no me atreví a preguntar qué era. El vaso echaba humo y el líquido que contenía era amarillo y espeso. Su aroma era nauseabundo.
Cuando las dos muchachas, si es que en realidad eran muchachas, se retiraron, me quedé observando a la pelirroja y su andar sensual, luego lo miré a él.
- ¿Lilith, dijo que se llamaba? ¿Esta es la famosa Lilith? –le pregunté.
- ¡Ah! Bien, veo que su espíritu inquisidor puede más... Estimo que con esta pregunta acepta lo que tengo para decirle.
“Sí, ella es la famosa Lilith, la primer mujer, aunque muchos no la conozcan y muchos no quieran reconocerle ese honor. Supongo que Eva tuvo mejor prensa. Ésta es la que echó, bueno, Él, por no someterse a Adán y a las condiciones que, bueno, ya sabemos quién, había impuesto. Un espíritu indomable que no podía vivir con la opresiva rectitud de, bueno, Él. Cuando fue echada se vino conmigo, la tomé como esposa y fue la mujer más feliz del mundo. Ella nació para gozar, para disfrutar… Yo le di la libertad que necesitaba, sin ningún tipo de restricción. Eso le valió que la llamaran “La Reina de las Prostitutas”…pero seamos sinceros, ¿cuántas amas de casa, señoras de su casa, o jóvenes que van todos los domingos a misa, damas de buen nombre y honor, equiparan a mi Lilith en la cama con sus maridos o novios? ¿Alguna pareja suya, alguna vez, no ha utilizado esa postura prohibida con usted a la hora de hacer el amor? ¿Nunca ninguna novia se entregó totalmente a usted, sin ningún tipo de tapujos ni prejuicios? Seguramente sí, y sin embargo a usted jamás se le ocurrió pensar en esa mujer como una prostituta u horrorizarse por ello…
- Dígame una cosa –lo interrumpí haciendo caso omiso a su último comentario. Como un chiquillo me había puesto colorado- ¿Qué hace usted regenteando este bar? ¿Es una nueva forma de atrapar almas?
Samael lanzó una carcajada que, para no faltar a la verdad, me erizó todos los vellos de mi cuerpo, se acomodó las mangas de su elegante saco y bebió un nuevo trago.
- ¿Atrapar almas? –dijo con curiosidad- Yo no atrapo almas. Los hombres me las entregan por propia voluntad. Con sus actos mezquinos, sus egoísmos, su codicia, su innata inclinación hacia la destrucción y hacia todo lo que sea prohibido, se arrojan de cabeza solitos a mis dominios. ¿Por qué cree, usted, que la droga, la prostitución, la pornografía, son tan buenos negocios? ¿Cree, usted, que yo ando casa por casa, golpeando puertas, instigando a todos a que consuman esas cosas? ¿Cree que yo ando por ahí, en cada esquina repartiendo volantes que instigan a asesinar, a robar, a estafar, a envidiar al prójimo…? No, amigo eso es cosa de los seguidores de... bueno, ÉL. El hombre, solito se condena… El hombre es el gran error de, bueno, ya sabe quién… Disculpe que se lo diga, no es mi intención ofenderlo a usted pero es así. Sino, mire este sitio. Hombres y mujeres, decenas y decenas de ellos, vienen aquí a diario a entregarse al gozo carnal desenfrenado, al alcoholismo y a la droga y a todo lo que está prohibido… Ellos vienen, yo no los llamo.
- ¿Y qué me dice de los pactos? –le pregunté y bebí un buen trago de cerveza que, para ser sincero, fue la mejor cerveza que probé en mi vida.
- Bueno, más claro ejemplo que ese no hay –dijo seriamente-. Son los hombres los que me llaman y son ellos los que me ofrecen realizar un pacto. Yo no tengo publicidad en televisión, ni una legión de telemarketers asediándolos las veinticuatro horas por teléfono. Repito, ellos me convocan y ellos me ofrecen hacer el pacto.
- Pero los engaña, ¿o no?
- Si a lo que usted se refiere es a que algunas veces me cobro antes las deudas… Yo no lo llamaría engaño. A todos les cumplí con lo que me pedían. Los que quisieron riquezas tuvieron riquezas; los que quisieron amor, amor; los que ansiaban poder se los di; juventud, la tuvieron, salud también… A ninguno le dejé de cumplir.
- Sí, pero como usted dijo, la parte que no cumple es en el plazo estipulado para cobrarse la deuda. El mito insiste en que se lleva sus almas antes de tiempo.
- Eso es un error, como bien dijo usted: un mito. Conmigo hay un contrato firmado. ¿Sabe qué pasa? Los hombres son descuidados de por sí y, como dije antes, egoístas y ambiciosos… En lo único que se fijan es que en el contrato figure el beneficio que ellos pretenden, el resto no les importa y no tienen la paciencia de leer el contrato por entero. Nunca, nadie que ha firmado un pacto conmigo se ha fijado lo que el contrato decía acerca del plazo de cobro. No, yo no lo llamaría engaño. Avivada comercial, puede ser, pues ese punto siempre lo coloco al final del contrato y en letra chica. ¡Pero no soy el único! ¿Acaso las financieras no hacen lo mismo con los préstamos de dinero, o las compañías de seguros con las pólizas? Todos, sin excepción, se valen de la letra chica en los contratos para sacar alguna ventaja comercial. ¡Y bueno! Yo también soy comerciante, a mi manera, claro.
Me quedé pensando un largo rato en su última respuesta, tratando de encontrar algún fundamento válido con que poder retrucársela, pero no se me ocurrió ninguno, al menos alguno que tuviera la fuerza necesaria. De modo que decidí continuar con otro tema.
- Pasemos a otra cosa ahora –me había entusiasmado y mi curiosidad me hacía olvidar realmente a quién tenía enfrente-. ¿Su origen es realmente como se cuenta? ¿En verdad intentó disputarle el trono a Dios?
Samael hizo un gesto de dolor, como cuando a nosotros algún ruido particularmente molesto nos aturde o algún chirrido nos hace mal a los dientes, y se echó un poco hacia atrás en su silla.
- ¡No lo nombre, hombre! ¡No lo nombre, por favor! –se quejó y su voz sonó más parecida a la de una serpiente que nunca, luego volvió a sentarse bien en su silla, bebió un largo trago de su brebaje y se puso serio- Por supuesto que no le quise arrebatar el trono. No soy un tonto. ¿Acaso no sabe que yo fui el ángel más bello y con más poder e inteligencia? Sería más que estúpido si hubiera pretendido hacer eso. Nuestro problema fue otro. Digamos que pudo deberse a un típico problema generacional como los que suelen tener ustedes, los hombres, entre padres e hijos. Distintos modos de ver las cosas, creo yo. En realidad, el problema principal, o el generador de nuestro choque fueron ustedes. Desde un principio le dije que una creación tan imperfecta, una vez más no pretendo ofenderlo, causaría problemas. Pero Él los ama, yo creo que mucho más de lo que ama a sus ángeles, que en definitiva son sus hijos mayores y los mejores. Llámelo celos, si quiere. Lo cierto es que pretendía que veneremos al hombre como lo venerábamos a Él y, francamente, yo no pude.
“Cuando puso delante nuestro a esa cosa hecha de barro que se llamaba Adán, y pretendió que nos postráramos ante él, como si fuera un rey, yo no pude. Me rehusé de plano. ¿Cómo iba a reverenciar a ese simio frágil y sin poderes del mismo modo que lo hacía con mi Padre que era todopoderoso? Incluso el ángel más bajo de toda la Jerarquía Celestial era mil veces más poderoso que esa cosa. Llámelo celos, si quiere; tal vez no esté tan errado. Estaba celoso del hombre y por eso junté a mis más fieles hermanos e intenté destruir a ese Adán. Ahí fue cuando me expulsó y me convirtió… en esto –Samael se miró y otra vez dibujó esa amarga sonrisa.

Una Charla en el Averno. Parte 1.

Tercera parte de la serie del Testigo.

Extraños encuentros se pueden tener en cualquier lado, lo sé. Durante un viaje en subterráneo, en la parada del colectivo, o en la cola del supermercado. Siempre hay alguien por demás inusual; siempre aparece ese que nos llama poderosamente la atención: el anciano desvariado que nos habla de las penurias que pasó en la guerra, aquel linyera con cara de asesino serial que cuando uno lo trata, de asesino tiene muy poco, y nos da detalles de cómo el juego y la bebida le arrebataron su fortuna y su familia; el gordito desaliñado y paranoide que jura que lo buscan todos los servicios de inteligencia del planeta por saber secretos de estado tales como la existencia de extraterrestres y sus planes de invasión inminente… Siempre, en la vida, nos cruzamos con personajes semejantes, pero créame, que el encuentro más extraño lo he tenido yo, cruzando la Frontera.
Estábamos en Semana Santa. Jueves Santo, para ser más exacto. Un Jueves Santo gris y lúgubre, donde un viento frío soplaba desde el este amenazando con traer la lluvia desde el río. No puedo evitar sonreír al mencionar esto, pues mi abuela solía decir que siempre debía llover en Semana Santa, pues Dios lloraba a su hijo sacrificado. No me sentía muy animado aquel jueves; no podría decir ahora la razón, pero la verdad es que andaba con los ánimos por el suelo. Creo que ya comenzaba a pesarme esta vida nueva como Testigo. Era aquel, un período de actividad muy intensa en la Frontera; al menos, mi presencia se requería mucho. Aquella tarde, luego de almorzar algo frugal, echado en mi sofá preferido, tomé una Biblia y comencé a hojearla. Nunca la había leído, tan sólo me interesé, por algún versículo al azar. Lo cierto es que esa tarde la tomé de mi biblioteca y busqué un pasaje en especial. En la televisión acababa de ver una película sobre Jesús, creo que era Rey de Reyes, o podría haber sido cualquier otra, no lo recuerdo. Pero fue una escena de aquella película la que me hizo tomar los Evangelios: cuando el Diablo tienta a Cristo en el desierto. Que soberbia y autoconfianza tenía el Demonio en aquella escena, se lo veía tan poderoso… Lo que quería comprobar en la Biblia era si en realidad la cosa había sido así, o aquella interpretación corría sólo por cuenta del actor que encarnaba a Satán. Debo decir aquí que no pude evacuar mi duda. Ni siquiera hallé el versículo que correspondía a dicho pasaje, aunque debo agregar en mi defensa que tampoco tuve mucho tiempo para hacerlo. Es que fue ahí cuando sentí el llamado. Se me requería al otro lado de la Frontera y no dilaté un segundo el asunto.
Cómo puedo explicar el escenario que me recibió al cruzar, utilizando las palabras que conocemos para que, usted lector, tenga cabal conciencia de cómo era. Era magnifico y a la vez espeluznante. Soberbio, impactante, maravilloso, pero al mismo tiempo aterrador, repelente… No era más que un bar, o mejor dicho un cabaret o uno de esos boliches donde hay bailarinas que se despojan de sus ropas en un escenario. Su fachada era roja, y parecía resplandecer, a pesar que no se veían luces. Era como una fosforescencia que se encendía y se apagaba a un ritmo acompasado e inquietante. Parecía que aquel lugar estaba latiendo, palpitando maldad. Porque ese antro no parecía irradiar nada bueno. Tenía forma de cueva, o caverna, una gruta a la perdición; es que sus puertas dobles de metal corroído sólo parecían invitar a entrar y perderse en lo peor del alma humana. Un enorme cartel, también destacado por una luminosidad rojiza, con las figuras de dos sugerentes y pulposas señoritas, rezaba en letras grandes: “El Averno”. Lo más curioso de todo esto es que el bar estaba ubicado en pleno centro porteño: sobre la Avenida Corrientes, entre Suipacha y Esmeralda, junto al famoso teatro “Gran Rex”, exactamente donde, en nuestra realidad se ubica una de esas iglesias evangelistas nuevas que utilizan los antiguos cines o teatros cerrados. Nunca supe si era producto de la coincidencia más ácida o una ironía de su dueño.
No me inspiraba mucha confianza aquel bar, y su nombre mucho menos, pero como era lo único que parecía tener vida allí, me decidí a entrar. Créame, señor lector, que si el exterior me daba escozor, al transponer sus puertas sentí que mi alma abandonaba mi cuerpo. Las dos mujeres que me recibieron con amplias sonrisas y cierto brillo lascivo en sus miradas eran por demás bellas, como aquellas señoritas que sólo forman parte del staff de Playboy o alguna de esas revistas para adultos, sin embargo poseían algo que me hacía desear tenerlas lo más lejos posible de mi cama. Un halo oscuro, una particular mezcla de maldad y lujuria, parecían irradiar, mientras sus ojos negros me recorrían de arriba abajo. La piel extremadamente blanca de sus voluptuosos cuerpos apenas cubiertos por minúscula y sensual ropa interior, parecía aun más blanca en la penumbra inquietante que allí reinaba. Una tenía el cabello de un color rubio platinado; la otra, de un rojo furioso, como si en lugar de cabellos tuviera llamas de un fuego abrasador. Sólo unas pobres luces rojas se perdían distantes por algunos sectores. Las dos se acercaron a mí, con andar felino, extremadamente sensual, contoneándose como gatas en celo; me acariciaron y se acariciaron regalándose y regalándome miradas provocativas, se lamían los rostros bellos pero cargados de malicia, se cuchicheaban al oído y lanzaban risas mucho más provocativas aun. Sus labios carnosos, intensamente rojos resaltaban en la pureza de esa piel que escondía unas almas demasiado oscuras. Se abrían lentamente para dejar liberadas sus lenguas ávidas de placer.
Pude ver que el lugar estaba lleno. Aun en la penumbra podía distinguir las siluetas de muchos hombres, algunos en torno a un escenario, que era más bien una pasarela con un caño vertical, donde dos chicas, tan o más voluptuosas que las que a mi me rodeaban, realizaban un show erótico; algunos estaban en sus mesas, jugueteando con otras mujeres; y algunos, simplemente se acodaban en una larga barra, abandonándose en los brazos del alcohol. Pero las mujeres del público también encontraban placer y éxtasis para sus sentidos, pues una pasarela similar estaba en otro sector, donde unos musculosos strippers danzaban tan sólo ataviados con minúsculos slips, y también había muchas que se entretenían con esos adonis en las mesas. Una música sexy, embriagante, envolvente, hipnotizante, llenaba la atmósfera y penetraba por los oídos invadiendo sutilmente los cuerpos de una lujuria inquietante. Estuve a punto de darme la vuelta y abandonar aquel lugar, a pesar que las suaves manos de las dos mujeres rodeaban mi cuello y me retenían invitándome, con sus voces susurrantes, a cumplir la clase de fantasías que uno quisiera cumplir con dos bellezas semejantes. Pero fue la voz de un hombre la que me retuvo. Bueno, una voz masculina, porque tan sólo con oírla, supe de inmediato que el que me hablaba no era un hombre.
Tenía un tono sibilante, como el sonido que producen las serpientes. Arrastraba las eses y producía una especie de suave silbido cuando lo hacía. También, como las dos muchachas, hablaba como susurrando, pero extrañamente, a pesar de la música que parecía opacar cualquier otro ruido, escuché sus palabras claramente en mis oídos.
- ¿No me diga que se va a ir? –me preguntó con un tono lastimoso- Si recién llega, hombre. No va a creerme, pero lo estaba esperando.
Esa última frase me alteró un poco más de lo que ya estaba. Lentamente me volví nuevamente hacia el interior del bar. Las dos chicas, ya no intentaban retenerme, ahora habían retrocedido un paso y se encontraban una a cada lado del tipo, que gentilmente las rodeaba con sus brazos por las diminutas cinturas.
Era elegante para no ser humano. Estaba vestido con un regio traje rojo, de tres piezas, de algún género brilloso, raso o algo por el estilo. La camisa también era del mismo color, pero más opaco. Llevaba un lazo en el cuello, de seda negro, y zapatos abotinados muy bien lustrados. A mi me sacaba por lo menos una cabeza; teniendo en cuenta que yo soy un tipo alto, su altura era impresionante. El cabello lo llevaba largo, recogido en una cola que le colgaba sobre la espalda y que ataba con una cinta parecida a la de su lazo. El pelo era pajoso, algo crespo y de un color ceniciento. Más bien era como si hubiera perdido su coloración natural, vaya uno a saber por qué extraña razón. Su piel tampoco era normal. Era como apergaminada, dura y resquebrajada, de un color amarillento, que se veía mucho más raro al mezclarse con el tinte carmesí de la iluminación. Pero sus ojos, sus ojos eran lo más extraño de aquel extraño tipo. Eran negros, profundamente negros, pero eran negros en su totalidad. No podían distinguírsele globo ocular, cornea o iris. Negros, como insondables profundidades abismales. Aun así me atreví a mirarlo a los ojos. Él me sonreía, y al hacerlo, enseñó un par de hileras de afilados dientes. Sin embargo, su sonrisa era amarga y en su rostro, de finas facciones a pesar de todo, había instaurada una mezcla de hondo pesar y aburrimiento.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Recuerdos de Malta. Parte 2.

Supe que estaba muerto ni bien lo vi. Por la posición extraña que tenía su cuerpo, a pesar de estar bien acomodado en aquella especie de trono de cuero negro. Vestía de una forma muy extraña. Nunca había visto ropa semejante, tampoco el material con que estaba confeccionada. Calzones y camisa formaban una sola pieza, y la tela era suave y brillosa. No llevaba túnica o capa, ni tampoco armadura, pero si un yelmo redondo que le cubría toda la cabeza y le ocultaba el rostro tras un visor de lo más extraño hecho de algún material que reflejaba las imágenes como si fuera un espejo.
Cuando le retiré el casco di un respingo. Aquel hombre llevaba muerto mucho tiempo, pues me encontré con una calavera, con algo de piel reseca en su rostro, y los cabellos crecidos de una manera rala, rubios como los míos, pero habían perdido algo de su coloración. Aquel rostro me enseñaba su sonrisa macabra, y sus cuencas, carentes ahora de ojos me miraron sin expresión. No tenía la más remota idea de cómo había llegado aquel tipo ahí, y porqué estaba solo, pero eso me dio una leve esperanza de que tal vez pudiera encontrar personas vivas en la isla. Sólo atiné a rezar una plegaria por aquel hombre y le di cristiana sepultura. En el interior de aquella cosa retorcida encontré algunas herramientas que me ayudaron para cavar, y con otros trozos que había por allí esparcidos improvisé una cruz.
Unos metros más allá había como un pequeño bolso a algo por el estilo, también de cuero negro. En su interior había papeles, ilegibles para mí, y un pequeño librito, muy pequeño y de tres o cuatro hojas tan sólo. Fue lo único que conservé de ese hombre, además de un pequeño cuchillo. No recuerdo porqué lo hice, tal vez porque en la primera hoja tenía pegada una imagen de un hombre serio, de cabello corto y bien afeitado, tan bien reproducida que superaba a cualquier artista que hubiera conocido hasta entonces. Supuse que sería el retrato del hombre que acababa de enterrar.
Continué caminando por dos días más, sin saber bien a dónde me dirigía, hasta que salí nuevamente a una playa. Recién ahí comprendí que la isla no era muy extensa y la había cruzado por completo, de punta a punta. La misma arena blanca, el mismo mar azul, tranquilo como el agua de un lago, la misma vastedad infinita. Era todo tan distinto a mi tierra natal, a mi Malta. No comprendía cómo había llegado a un lugar así, porque supuse que debería estar muy lejos de mi isla. Tampoco tuve grandes esperanzas de ser rescatado. ¿Qué navegante había alguna vez mencionado que había viajado a tierras como estas? Ninguno que yo supiera.
Pasó un nuevo día. El silencio ya me estaba abrumando. El leve rumor del mar y el canto de las gaviotas iban a hacerme enloquecer. Yo era un hombre acostumbrado a oír los timbales de las galeras, los gritos y las carcajadas de mis hombres, los cantos en las tabernas. No había nacido para el silencio absoluto de un lugar desierto, y los chillidos de los monos no se parecían en nada a las gruesas voces de los marinos, o las risitas de las muchachas en los puertos. Había encendido una gran fogata en la playa, y me alimenté de algunos frutos, había querido pescar o cazar algo pero no tuve suerte. Pero, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo un estruendo ensordecedor, un sonido jamás escuchado por mí surgió de pronto desde el cielo. El aire se agitó como si hubiera una tormenta y aquel ruido infernal era como el de un millón de truenos al mismo tiempo. Me incorporé, castigado por el fuerte viento que se había levantado, cubriéndome los ojos que el sol me hería y no me dejaba ver bien. Entonces apareció.
Primero fue su sombra que se recortó sobre la blanca arena de la playa. Luego cuando tapó al sol, pude alzar la vista nuevamente y contemplarlo aterrado. Era una especie de barco, un navío de metal, pero que en lugar de navegar sobre las aguas lo hacía a través del aire. ¡Un barco que navegaba los cielos, y sin velas! ¿Qué clase de brujería me habían hecho los turcos? Sólo podía tratarse de algún hechicero, o algún demonio, o quizás yo me había vuelto loco. Pero aquel aparato era real, y lentamente se posó en la playa, alzando con sus aspas de molino, como las que había encontrado, una nube de arena. El terrible viento que soplaba casi me derriba. Estaba aterrado, y mucho más cuando vi que una especie de puerta se habría de aquella nave y descendía alguien, para mi sorpresa igual vestido que el cadáver que yo había hallado. Apreté el cuchillo un poco más en mi mano derecha. En la otra tenía el librito con la imagen del hombre.
El que bajó alzó su mano en señal de saludo. Tuve un momento de duda, no sabía si responderle el saludo o salir corriendo hacia la selva. ¿Eran ángeles enviados del Señor o demonios que venían a condenarme? Le respondí el saludo finalmente. El hombre se quitó el yelmo con espejo adelante y me habló en un idioma que no era el mío pero pude comprender. Se parecía mucho al idioma que hablaban los sajones.
- ¡Hola! Estamos aquí para rescatarte –me dijo.
- ¡Gracias a Dios! –le dije- He naufragado con mi barco, hace algunos días…
El hombre me miró casi con compasión. En ese momento bajaba otro de la extraña nave y ambos intercambiaron unas miradas y unas sonrisas. Luego me miró nuevamente.
- Amigo, hace tres años que desapareciste.
- No, imposible…
El hombre señaló el librito con el retrato que yo aun sostenía en mi mano. Lo abrí y miré la imagen.
- John Ribbs –me dijo-. Tuviste un accidente con tu helicóptero. No podíamos encontrarte.
- ¡No! Yo no soy éste. Lo encontré en la selva… acabo de darle sepultura…
Los hombres se miraron nuevamente, ahora preocupados. Luego me pidieron que los llevara al lugar. Yo los conduje hasta el claro donde la nave, el helicóptero según ellos, había caído, y les enseñé la tumba que había hecho. Mis dos rescatadores registraron el lugar y, luego comenzaron, para mi horror, a desenterrar el cuerpo.
Pero en la tumba que yo había hecho no había cuerpo alguno, tan solo el yelmo extraño con el visor espejado. Caí de rodillas sin poder dar crédito a mis ojos. Alguna clase de maléfico estaba operando en mí que me hacía alucinar, vivir una pesadilla. Los miré implorando con mis ojos que me creyeran. Ellos me tranquilizaron y me dijeron que no me preocupara. Regresamos a la playa y, por último me invitaron a subir a esa embarcación de los cielos que llamaban helicóptero y al principio me rehusé por completo, pero finalmente lograron convencerme y subí aunque con mucha desconfianza. El cuchillo no lo solté por nada del mundo, pero entregué el librito con el retrato. Uno de los hombres lo examinó, me miró y señaló primero el librito y luego a mí. Volvió a repetir que el John Ribbs de ese libro era yo. Finalmente, abatido, asentí con la cabeza porque creí que era lo mejor. Tal vez si lo seguía negando me dejaran allí solo.
Me senté en uno de los asientos, rígido como una estatua; el corazón me latía con fuerza, sudaba un sudor frío. Hasta ese momento pensaba que el placer de volar estaba sólo reservado para las aves, y que Dios se enojaría mucho. Pero de todas formas, mi cabeza se ocupó de otros pensamientos. ¿Cómo era posible que el cadáver de ese hombre hubiera desaparecido? ¿Podía ser que en mi locura, a causa del naufragio, el sol, el hambre y la soledad, me hubiera imaginado todo el asunto del entierro? ¿Podría ser que, realmente, yo fuera ese tal John Ribbs? ¿Sería acoso una fantasía mía ser un marino maltés del siglo XVI?
La cosa ascendió lentamente y luego avanzó veloz desplazándose por el aire. Todo el trayecto me pasé mirando hacia abajo cuando el temor y el vértigo se fueron diluyendo. La vista era magnifica. Ver el mar desde esa altura, comprender realmente la dimensión de aquella extensión de agua, yo que toda mi vida había estado sobre él, navegando. Ahora podía ver como cambiaba su color: verde, azul, azul más profundo, violáceo. Y la tierra, las islas que lo salpicaban, la vegetación vista desde la lejanía, y la curvatura del mundo...
No tardamos en llegar a otra isla mucho más grande, y con mucha menos vegetación. En ella se alzaba una gran ciudad, una extraña ciudad, sin murallas de protección pero con torres tan altas como montañas. Nos detuvimos en la cima de una de esas torres, que era alta, pero nos rodeaban otras más altas todavía. Desde allí puede contemplar las calles. Estaban cargadas de carros metálicos que no necesitaban ser tirados por caballos o bueyes, y que pasaban a toda velocidad. Había luces mágicas por todos lados y unos carteles cuyas imágenes que se movían y se iluminaban vaya a saber porqué portento. Luces que titilaban, sonidos como de trompetas que surgían de los carros que rugían como leones. Yo observaba todo fascinado y al mismo tiempo aterrado. Aquellos altos edificios de metal y cristal, extrañas cosas en las esquinas, donde la gente introducía monedas y retiraban unos papeles escritos, podía escucharse música en el aire, música infernal. Todo era tan extraño y aterrador. Llegué a pensar que estaba en el infierno. El ruido de aquella ciudad era insoportable, la gente se insultaba, se gritaba. No era como en mi Malta natal. Mi rescatador me miró y se rió.
- ¿Tanto te has olvidado de cómo se ve una ciudad? –me dijo con gracia.
Fui llevado primero a un hospital, o al menos eso dijeron que era, pues en nada se parecía a los hospitales que yo conocía. Me sometieron a toda clase de estudios, introduciéndome en extraños y diabólicos aparatos que en la mayoría me rehusé a entrar. Luego apareció una mujer que con desesperación me abrazó y me besó, como nos besaban nuestras mujeres cuando llegábamos de una batalla. Según ella, y todos, era mi esposa, es decir, la esposa de Ribbs. No sé si realmente ella pensaba que era su marido o había notado que yo era otra persona. Tal vez sí lo había hecho, pero no le importó con tal de recuperar a su esposo.
Me afeitaron la barba y me cortaron el cabello pues nadie los usaba como yo, salvo algunos jóvenes que vestían ropa de cuero y andaban sobre unos vehículos de dos ruedas que parecían caballos metálicos. Debo reconocer que me parecía mucho al del retrato del librito. Con mi nuevo aspecto y las ropas que se usaban allí, parecía uno más de ellos. Me mantuvieron en ese hospital varios meses, muchos me examinaban, muchos venían a observarme, y muchos otros sólo venía a hablar conmigo y a realizar anotaciones en sus pergaminos.
- ¡Bien, señor Ribbs! –me dijo un día el Director del Hospital – Ha llegado el gran día. Puede marcharse a su casa. Le damos el alta. Ya está en condiciones. Es una suerte que lo hayamos encontrado, y un milagro que aun estuviera con vida. Los pilotos vieron el humo de su hoguera. Curioso, porque muchas veces pasaron por esa isla y nunca habían visto nada en los tres años que usted permaneció allí. ¿Recuerda usted qué sucedió? ¿Cómo cayó en esa isla?
- Una tormenta desvió el barco en el que viajaba –expliqué, pero creo que no quedó muy conforme. Decidí en ese momento no comentar nada sobre la batalla contra los turcos, la luz blanca y el remolino. Era evidente que esa versión de los hechos nunca la creerían.
El hombre sonrió.
- Señor, Ribbs, usted no naufragó con un barco. Sí lo ha agarrado una tormenta, pero en su helicóptero. No se preocupe. Es lógico que esté confundido. Han pasado tres años, el estado de shock, la soledad, el hambre que padeció, la angustia de saberse perdido, inciden en los recuerdos. Pero ya su mente se irá aclarando y lo recordará todo.
Luego me llevaron ante las autoridades, ellos me brindaron todo su apoyo y cientos de personas a los que llamaban reporteros me bombardearon con preguntas de toda índole y me apuntaban con unas cosas que disparaban luces, máquinas de foto las llamaban, pero en un principio creí que eran armas y me cubría tras los asientos. Aquellas máquinas capturaban mi imagen con gran fidelidad. Supe ahí que la del documento del cadáver era una foto y no un retrato hecho por un artista excelso. La mayoría de las personas encontraba graciosos mis temores y se divertían a costa mía.
No me costó mucho habituarme a ese nuevo mundo. Aprendí rápido las costumbres de su sociedad. Todo lo que necesitaba saber lo podía ver en un aparato que se llama televisor en cuyo interior había personas que le hablaban a la gente que las miraban, o en las grandes bibliotecas que había en la ciudad, o Internet, otra de las maravillas de este mundo. Pronto olvidé el incidente y llevé una vida normal junto a mi esposa. No necesité trabajar, pues una editorial se interesó por contar mi historia, no la mía realmente, la otra, la de John Ribbs, piloto de helicópteros por afición, vendedor de seguros, casado con Margaret Douglas. Me fue fácil inventar una historia más o menos convincente que mi editor fue mejorando. Los grandes detalles me los contó mi esposa, alegando yo no recordar nada producto de una amnesia post-traumática. El resto, mi vida en la isla por tres años lo inventé todo. Sabía de campamentos, sabía de pesca, sabía de vida a la intemperie. El libro fue un best séller, y ahora están por estrenar la película. Me mudé a una gran casona en las afueras de New York, me compré un auto deportivo y me encanta mi teléfono celular con acceso a Internet. La computadora se volvió mi más grande compañera, en ella cuando quiero y siento nostalgia, puedo bucear en la historia a través de Internet, y ver mi pueblo, mi tierra natal y a mis antiguos compatriotas. A veces alquilo algunas películas ambientadas en aquella época, y aunque no guardan fidelidad con lo verdaderamente ocurrido, me siento estar allí otra vez. De alguna manera es como volver a viajar en el tiempo.
Pero cierto día, ojeando un viejo libro, un compendio de seres mitológicos y hechos paranormales, me topé con una verdad atroz. En una gruta de Malta, fueron hallados restos de un culto ignoto, el cual reverenciaba a una deidad llamada Jonrib, y el precario dibujo que los seguidores habían plasmado en las paredes de aquella gruta se asemejaba bastante a un hombre con el traje de piloto y el casco que yo había encontrado en la isla. Se trataba de un culto prohibido que siguieron tanto otomanos como malteses que abandonaron sus creencias. Por esa razón fueron perseguidos y debieron vivir en grutas, pues el resto creía que se trataba del demonio. Al parecer, este Dios llamado Jonrib había surgido de la nada durante una batalla marítima entre musulmanes y cristianos, en medio de una tormenta que había hecho zozobrar las embarcaciones de ambos bandos.

Recuerdos de Malta.

Recuerdo muy bien aquel día. Un día como cualquiera en aquellos años. El mar agitado, el cielo cubierto de nubes grises. La infinitud que nos rodeaba, tanto en las aguas como en el aire, nos hacía sentir insectos navegando sobre hojas. Sí, un día como cualquier otro. Nuestras galeras avanzaban veloces sobre las olas, nos dirigíamos a un estrecho no muy lejano. El timbal sonaba sin cesar, y los remeros seguían su buen ritmo como si fueran una aceitada máquina. Todos al mismo tiempo, con cada ¡TUM! del tambor una remada, con cada ¡TUM!, sus músculos se tensaban por el enorme esfuerzo que realizaban para lograr desplazar aquellas embarcaciones sobre las verdosas aguas. Atrás habíamos dejado la isla, Malta, mi patria, y en ella a nuestros familiares y amigos, como cualquier día. Navegábamos para defender nuestras costas, para defender a esos familiares y amigos que dejábamos en tierra firme. Íbamos tras los turcos, los piratas dueños del mar, los lobos de Barbarroja. Ellos asolaban nuestras costas, guiados por su Alá; nosotros íbamos a defenderlas, guiados por nuestro Dios Todopoderoso.
La imprecisa línea de la costa de nuestra isla ya había desaparecido en el horizonte hacía mucho tiempo cuando la voz del vigía rompió la monotonía de los timbales y de los quejidos de los remeros al esforzarse por remar. Seis navíos turcos habían aparecido a babor. Avanzaban formando una gran V, poderosos, sombríos, amenazantes. En mi galera se produjo un gran movimiento. El timbal sonó más aprisa, el esfuerzo de los remeros se duplicó, al igual que sus quejidos. Mis hombres corrían por cubierta siguiendo mis instrucciones al pie de la letra y el timonel hizo virar el barco hacia la flotilla enemiga. Las velas cuadradas y blancas con sus enormes cruces rojas estaban hinchadas por el viento. Avanzábamos mucho más veloces. Nuestros cañones estaban listos, las mechas ansiosas por que las antorchas se les acercasen. Los turcos intentarían un abordaje, nosotros no los dejaríamos.
Finalmente los piratas otomanos se pusieron a tiro. El timbal cesó su música y los remeros detuvieron su pesada maniobra. Las mechas vieron cumplido su deseo y fueron besadas por la llama de las antorchas. Los cañones resonaron, una y otra vez escupiendo sus cargas. Todo se estremeció, el aire salobre del mar se cargó de un humo blanco que apestaba a pólvora. Alcanzamos a una embarcación turca, otras galeras también hicieron lo propio. La infinita paz que reinaba en alta mar se transformó en un infierno de estruendos y gritos. Dos barcos piratas tenían sus cascos agujereados y se hundirían indefectiblemente, a otras dos les había volado el puente de mando y el palo mayor. Pero dos naves nuestras también estaban en problemas. Las aguas se convulsionaron por las balas que caían en ellas al no dar en sus blancos. Todo era pura adrenalina.
La nave insignia de ellos logró acercarse a la nuestra. Sabíamos bien que en ella navegaba Barbarroja. No había tiempo de volver a cargar nuestros cañones, los piratas ya se preparaban para el abordaje. Podíamos ver sus rostros fieros, sus narices prominentes, sus barbas oscuras y sus ojos negros, enormes y penetrantes. Iban ataviados con sus túnicas y sus turbantes y en sus manos blandían sus temibles cimitarras. Lanzaron las cuerdas en cuyo extremo llevaban atados los ganchos de abordaje, y con precisión se aferraron a la borda de nuestro barco y a los mástiles. Pudimos desenganchar algunas, pero no todas. Los primeros turcos comenzaron a lanzarse como péndulos mortales, hendiendo el aire con sus espadas, segando vidas aun en pleno vuelo. Entonces ya todo fue un caos en la cubierta de mi nave. Nuestras largas y pesadas espadas chocaron con sus armas. El aire ahora estaba cargado de sonidos metálicos portadores de la muerte, de gritos de guerra y de agonía. Los turcos eran grandes luchadores y no tenían miedo a morir porque sabían que su Alá los recibiría orgulloso por perecer combatiendo a los infieles. Manejaban la cimitarra con habilidad, pero si la perdían, eran igual o más hábiles con sus dagas, unos largos cuchillos curvos que abrían los cuellos de mis hombres con facilidad pasmosa. Una de las velas comenzó a arder, los turcos se estaban imponiendo, vociferando en su extraña lengua. Yo, finalmente, quedé cara a cara con Barbarroja.
Ahí fue cuando el mar, que ya no era verdoso ni azul profundo a nuestro alrededor, sino rojo por la sangre vertida en él se embraveció. Una tormenta nos había sorprendido, pensé yo. Pero las aguas se agitaban violentamente, sacudiendo nuestro barco como si fuera de papel. Muchos cayeron al agua, otros rodaron por la borda, entre ellos yo. Y de pronto, una luz blanca, muy blanca, tan potente que era perfectamente visible en pleno día surgió del cielo en un has enorme, grueso, y pegó en la galera. Todo se convulsionó más. La galera zozobró y se dio vuelta. Fui lanzado al agua, junto con Barbarroja y muchos otros más. Turcos y malteses fuimos expulsados de la nave por igual. Todos estábamos aterrados, el miedo no distingue credos ni bandos. Los gritos se mezclaban.
- ¡Es la ira de Alá! –gritaban algunos turcos.
- ¡Dios nos proteja en su gloria! –imploraban mis hombres.
Las aguas se agitaron más, unas olas tremendas nos sacudían como a muñecos de trapo. Perdí mi espada y el yelmo me fue arrancado de mi cabeza. Entonces fui arrastrado por un gran remolino. Intenté desesperadamente nadar para zafarme de él, pero fue inútil. Caí en él y giré y giré a gran velocidad, sólo pude darme cuenta que el haz de luz blanco y poderoso se situaba en su centro y yo estaba yendo hacia él. Finalmente, la luz me tragó y todo lo contrario que uno pudiera pensar al ingresar en una luz tan poderosa, las tinieblas me cubrieron por completo.
Desperté en un lugar extraño. El clima era tropical y abundaba la vegetación. Aun tenía puesta mi cota de mallas, y fue una suerte no haberme hundido por su peso. La túnica blanca estaba un poco desgarrada y empapada, al igual que mis calzas de lana. Había perdido una bota. En un principio pensé que había muerto y que había llegado al Paraíso, pero después me dije que así no sería seguramente la forma en que las almas llegaban a él. Por otro lado me dolía todo el cuerpo y estaba respirando. Estaba tendido en una playa, y unas olas muy pequeñas lamían mis pies rítmicamente, pero con una serenidad que reconfortaba. Miré el cielo cuando desperté. Era tan azul, estaba tan limpio que ni una mínima nubecilla lo manchaba. El sol estaba fuerte, y brillaba mucho, tanto que me cegó cuando alcé la vista. Hacía calor, mucho calor. No muy lejos algunas gaviotas revoloteaban graznando. Me quité la cota de mallas y la arrojé lejos, me deshice de toda mi ropa, y con la túnica me hice una especie de taparrabos para cubrir mis partes íntimas. Mis largos cabellos rubios y mi espesa barba me molestaban. Estaba sudado y acalorado. Detrás de mí se alzaba ominosa una selva espesa. No tenía idea dónde estaba, ni cuánto había pasado desde aquel extraño fenómeno durante la batalla. Decidí que lo mejor sería recorrer un poco el lugar, tal vez encontrara alguna zona poblada y pudieran indicarme como regresar a casa. Lo único que se me ocurría en ese momento era que la corriente me había arrastrado hasta esa playa.
Grandes árboles, muchos de ellos con enormes y deliciosos frutos, y bellas plantas cargadas de flores, formaban parte del paisaje. Unos cuantos pequeños animalitos rehuyeron ante mi presencia y muchos monos gritaban y chillaban desde las ramas a mi paso. Caminé durante todo el día, sin encontrar rastros de persona alguna. Aparentemente la isla estaba desierta. La noche me atrapó en plena selva. Me alimenté de algunos frutos y me eché a dormir entre unos árboles, es decir pretendí dormir, pero los extraños ruidos nocturnos que surgían en aquella ominosa selva me lo impidieron. Debo admitir que estaba asustado, yo era un hombre de mar y todo aquel paisaje sombrío me aterraba. Se escuchaba también el rumor lejano de una vertiente de agua, como una cascada o un arroyo que fluía entre unas rocas. Apenas despuntó el alba fui en su busca. El calor entre aquella vegetación era insoportable. El follaje formaba un techo tan apretado que apenas si filtraba una verde luminosidad, y el aire se hacía pesado y húmedo, difícil de respirar.
Pude llegar por fin a la vertiente. Efectivamente se trataba de una pequeña cascada que caía desde lo alto de un acantilado rocoso a un lago no muy grande. Era como una especie de claro donde pude apreciar nuevamente el cielo azul y despejado y el poderoso sol de aquellas tierras. El aire allí era menos pesado y más respirable. Aspiré profundamente y corrí a bañarme en aquel lago. Pero cuando llegué a la orilla vi algo que antes no había reparado. Junto al lago, entre unas rocas que se alzaban con filosas puntas, había algo, como una especie de carro de metal retorcido; me pareció que podría ser un bote o una pequeña embarcación, pero era imposible que estuviera hecho de hierro ya que se hundiría irremediablemente. Por otro lado, ¿cómo podría haber llegado tan adentro, tan alejado del mar? Ríos no había, a no ser que aquella cascada fuera producto de la caída de un río que corriera en lo alto del acantilado. No supe lo que era. Un amasijo de metales, estrujados de tal forma como si un poderoso gigante los hubiera hecho un bollo. Una placa presentaba una escritura, pero era incomprensible para mí el idioma que había sido utilizado. Eran unas letras grandes y rojas pintadas con alguna clase de pintura brillosa. Me pareció en ese momento que se trataba de una coraza gigante destrozada por alguien más grande todavía. Más allá del lago había otro objeto grande que llamó aun más mi atención: como unas aspas de molino, también de metal, y también retorcidas. Junto a ellas, había un asiento y en él, sentado un hombre.

jueves, 27 de agosto de 2009

El Libro Parte 3.

Alfonso se sintió desfallecer y las manos comenzaron a temblarle. Una vez más miró a su alrededor. Se puso de pie y se acercó a la puerta que comunicaba el living con el vestíbulo. Miró al estudio aun revuelto y salpicado de sangre, y observó la escalera que conducía a la planta alta, cuya baranda era de madera bien lustrada y sus escalones estaban alfombrados de verde. Alguien tenía que estar haciéndole una broma, o lo que era peor, alguien sabía a la perfección lo qué había hecho… ¿Pero quién? ¿Y cómo podría alguien escribir todas esas cosas tan recientes y con tanto lujo de detalle? Además, allí había escritas cosas que sólo él e Ismael sabían. La puerta del gimnasio y la de la cocina estaban cerradas, no quiso ir a revisar. Regresó al living y alzó nuevamente el pesado libro. Con mucho temor, que se le presentó como un martilleo dentro de su cabeza y unas fugaces punzadas, continuó leyendo:
“…Alfonso tomó nuevamente el libro, aquel libro que inexplicablemente había aparecido en su casa. Sus manos temblaban y un sudor frío le corrió por la espalda. No podía dar crédito a lo que sus ojos leían, pero internamente sabía que era cierto, no se trataba de una alucinación ni invenciones suyas, cada palabra que leía, cada palabra que componía ese escrito siniestro, eran reales, estaban plasmadas en aquellas hojas de pergamino... De pronto, un sonido, un gran estruendo metálico que provenía del exterior llamó su atención. Cerró el libro y corrió a la ventana…”
Alfonso cerró el libro al escuchar un fuerte ruido, como de chapas desgarrándose o retorciéndose. Aun podía sentir el sudor en su espalda y el temblor de sus manos. Meditó unos segundos, como si no estuviera muy seguro de lo que hacer y, finalmente corrió junto a la ventana.
La niebla seguía flotando de una forma espectral, cubriendo la desierta calle, velando la figura del silo que se alzaba enfrente y que ahora era la tumba de su amigo, su víctima. No vio nada ni a nadie. La niebla no permitía ver nada con precisión y claridad. Volvió a abrir el libro y buscó desesperado la página donde había dejado de leer:
“…La tortuosa silueta de Ismael se recortó sobre el alambrado de la compañía de cereales. Había escapado de su improvisado sepulcro con un solo propósito: vengarse de su verdugo…”
El temblor de las manos de Alfonso se intensificó y, aunque todo su ser se negaba, volvió a acercarse a la ventana. Afuera, la forma difusa de un hombre avanzaba tambaleante abriéndose paso en la bruma densa. Intentó no alarmarse, quiso pensar que se trataba de un transeúnte ocasional, alguien que la casualidad había puesto allí para jugarle una mala pasada, pero entonces reparó en el silo. La niebla se había abierto un poco en aquel sector, desgarrándose en hilachas lechosas y le enseñó descaradamente la abertura que el depósito de granos ostentaba. Era como si algo, o alguien hubiera desgarrado el metal con las manos, con unas zarpas poderosas desde el interior. Alrededor se había formado una montaña de granos que habían escapado de él. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, lo sacudió de tal forma que casi pierde el equilibrio. Retrocedió unos pasos al tiempo que observaba como aquel hombre continuaba avanzando… Y avanzaba hacia él.
Corrió hacia el sofá, tomó el libro y recorrió sus hojas hasta dar con la que había dejado de leer. Descubrió que más adelante, las hojas estaban en blanco, completamente vacías…
“Ismael llegó hasta la casa, nada lo iba a detener, y con fuertes golpes de sus puños azotó la puerta…”, continuaba el texto del libro siniestro que sostenía en sus manos sudadas y temblorosas, y en ese momento, dos, tres, cuatro golpes resonaron contra la puerta de entrada. Tal fue la sorpresa que dio un sobresalto y el libro casi se le cae al piso, pero pudo asirlo y le echó una nueva mirada a la página. Los golpes persistían en la puerta, monótonos y violentos. ¿Sería posible? No iba a acercarse a la entrada para comprobarlo. Desesperado, bañado por un sudor frío, echó a correr escaleras arriba y se refugió en su habitación. La puerta la cerró con llave y sin detenerse se dirigió a un cajón de la cómoda y tomó un revolver, un calibre 38 que tenía por si acaso. Con tanta inseguridad nunca se sabía.
Sintiéndose un poco más seguro al tener alarma en su mano, se sentó en la cama y volvió a centrar su atención en el libro que había llevado consigo.
“Aterrado, Alfonso, corrió como un poseso, subió a la planta superior y se encerró en su cuarto. De un cajón extrajo un arma, como si un arma pudiera salvarlo de aquella venganza de ultratumba. Abajo, en el living, Ismael derribó la puerta que sonó como un trueno al desprenderse de sus bisagras. Los pasos irregulares comenzaron a escucharse sobre el lustroso piso de madera… Nada podía detenerlo…”
Simultáneamente, al concluir de leer aquella página, un estruendo llenó el silencio mortal que pesaba sobre la casa cuando la puerta de entrada se desplomó bajo la fuerza de los embates. El corazón de Alfonso dio un vuelco y soltó el libro dejándolo caer al suelo. Abajo ya retumbaban los pasos inciertos de aquel extraño. Miró el libro horrorizado y luego miró hacia la puerta. Ya sabía que sucedía, por alguna macabra razón, todo lo que él leía de aquel libro se materializaba, se hacía realidad. No volvería a leerlo y todo pasaría. Tomó el arma con ambas manos hasta asegurarse que todo hubiera terminado y aguzó su oído. No se escuchaba nada. Como lo había previsto, todo había acabado al dejar de leer el libro. Ahora lo tomaría y lo quemaría en el hogar del living. Pero de pronto, los pasos volvieron a resonar y le parecieron a él los martillazos de algún juez al dictar una sentencia de muerte. Estaban subiendo la escalera, lenta, pesadamente. El viento sopló de improviso y ululó en la ventana del cuarto como si fuera un silbido fantasmal. El corazón de Alfonso se aceleró alocadamente y todo su cuerpo fue presa de un temblor súbito e incontrolable. Tomó el libro con desesperación y leyó:
Ismael subió las escaleras lentamente. Su sed de venganza se tornaba incontrolable y sólo tenía un objetivo: Alfonso, quien continuaba detrás de la puerta, aterrado, leyendo sin dar crédito lo que revelaba el libro… Sus pensamientos, eran ahora una vorágine de ideas descabelladas, súplicas frenéticas y remordimientos tardíos. Y en eso el picaporte de la puerta giró muy despacio…”
Mientras leía tembloroso continuaron los pesados pasos por la escalera y de pronto, el picaporte se movió acompañado por un chirrido que lo había hecho toda la vida pero que esa noche le pareció excesivamente agudo y alarmante. Siguió leyendo, la curiosidad y el pánico lo tenían atado a este anticipado relato. Tal vez leyendo encontrara una forma de librarse de esto… El picaporte continuaba girando ahora con más fuerza y rapidez y Alfonso desesperado disparó tres veces a la puerta.
“Alfonso efectuó tres disparos a la puerta que se sacudía al ritmo del picaporte que giraba una y otra vez. Una estupidez que realizó impulsado por el pánico, pues con esto sólo logró facilitarle las cosas a Ismael. Uno de los impactos dio en la cerradura y, con un leve quejido, en medio de una nube de humo azulado que emanaba del arma, la puerta del cuarto se abrió lentamente dando paso a la figura tortuosa que se mantenía bamboleante detrás. Por primera vez, Alfonso pudo ver a su amigo y socio…”
Leído esto, la puerta soltó un sonido quejumbroso y muy despacio comenzó a moverse revelando de a poco una figura tan conocida por Alfonso: Ismael, su amigo, su socio, su víctima. El silbido siniestro del viento continuaba sonando en la ventana y los vidrios se agitaban levemente produciendo un tintineo exasperante. Pero eso ya no era nada comparado con la sensación de ver a su amigo allí de pie, sabiendo que él, que él mismo, le había asestado los tres golpes fatales en la cabeza. ¿O acaso no lo había matado? ¿Había confundido pérdida del conocimiento con muerte? No, había constatado muy bien que estaba muerto y ahora mismo podía comprobarlo. La cabeza destrozada por los golpes mostraba una costra pustulosa que rezumaba un asqueroso líquido negro y espeso; los ojos sin expresión, sin vida, miraban a la nada, su piel lívida…
¡¿Cómo?! ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que su amigo estuviera allí de pie? ¿Cómo era posible que ese libro maldito narrara todo premonitoriamente? ¿Quién o qué lo podría haber escrito? Alfonso creyó volverse loco; le pareció que el corazón desbocado unos segundos antes, se le había detenido por unos instantes. Bajó pesadamente la mano con que sostenía el arma. Ismael le dirigió su mirada muerta y su asesino esquivó sus ojos apagados y miró el libro que había caído abierto justo en la página que había acabado de leer. Para añadir más locura a esa noche demencial, descubrió que la página que había leído concluía a la mitad y todo el resto de la hoja y la página que seguía estaban en blanco. El relato no continuaba, allí se había detenido. Entonces sí, miró a Ismael, y se echó a llorar, de arrepentimiento, de terror. El cadáver, indiferente a las emociones de su antiguo socio y amigo, dio un paso al frente y alzó una de sus manos, ahora temibles garras. En un acto instintivo, Alfonso volvió a levantar su arma y descargó los otros tres disparos que le quedaban sobre el cuerpo inerte que avanzaba con algo de torpeza. Ninguno de los tiros afectó al muerto, ¿cómo habría de hacerlo?
Las garras de Ismael cayeron sobre Alfonso abriendo surcos sangrientos en su cuello y en el pecho. Mientras se desplomaba hacia el suelo, mientras la vida se le escapaba en borbotones de sangre, observó horrorizado como el libro se escribía solo y supo que aquella tinta era la sangre de su socio y su propia sangre.
“Ismael al fin, sin el menor esfuerzo, pudo consumar su venganza. Con total frialdad, con certera puntería, desgarró la carne de su socio, y hecho esto también él cayó al piso…”
El cuerpo de Ismael se desplomó junto a él. La herida mortal de la cabeza quedó ante sus ojos como para recordarle antes de morir que esa era la causa de todo mal. Desde el suelo, inmerso en su propio charco de sangre, Alfonso, escuchó unos nuevos pasos subir la escalera. Esta vez eran pasos firmes, regulares, pasos dados con decisión, aunque sin apuro. Unos zapatos abotinados, bien lustrados aparecieron ante sus ojos cuya visión ya se borroneaba. Reconoció esos zapatos, a pesar de todo; los zapatos, el pantalón y el ruedo del pesado abrigo. El charco de sangre estaba por alcanzar el libro, sin embargo, justo antes de que eso sucediera, el recién llegado se agachó y lo recogió. Era el Señor Natas Mort. Al agacharse, dirigió su rostro hacia el de Alfonso. Igual que en la convención, bajo el extraño sombrero de ala muy ancha, la cara de Mort, huesuda y pálida, dibujó aquella siniestra sonrisa. Esta vez, sus ojos eran rojos y brillaban con una maldad abrumadora.
- Ya lo ve, amigo, se lo había prevenido: “fíjese usted si podrá cumplir con su parte”, ¿lo recuerda? – Mort se incorporó y acomodó su ropa primero, luego su sombrero-. En realidad sabía que no lo lograrían, el escrito de su amigo era una porquería, por eso tuve que escribir uno yo, amoldado a mi propio gusto.
Mort, abrió el libro sobre la cómoda, mojó una de sus largas uñas en el charco de sangre de Alfonso y firmó la última página. Luego añadió:
- Voy a leerle el final, no sea cosa que después de haberlo leído todo vaya a dejarnos sin terminarlo.
“El Señor Natas Mort, cuyo nombre no era más que un estúpido anagrama de Satán y su apellido el vocablo francés para designar muerte, se presentó en la casa de Alfonso a reclamar lo que era suyo: el libro, y las almas de los dos socios. Alfonso yacía en su habitación sobre su propia sangre que iba invadiendo todo el suelo. A su lado estaba el cadáver de su amigo, quien él mismo había matado y quién éste le había dado muerte a su vez a él. La vida se le escapaba rápidamente, y su alma estaba transida de desesperación y arrepentimiento. Pero era tarde para lamentaciones. Mort firmó su obra y se alejó llevando el libro bien apretado contra su pecho. Alfonso lloró en silencio, un llanto sin lágrimas, un llanto interno y profundo…”
Mort Cerró el volumen, volvió a sonreírle a Alfonso y se marchó por la puerta. Poco a poco, las fuerzas abandonaron al escritor y se sumió en la oscuridad.

El Libro. Parte 2

- ¿Un desafío? ¡Explíquese por favor! –le pidió Ismael.
- Un simple desafío literario, si cabe la expresión. Les ofrezco diez millones de dólares por uno de sus relatos de horror –se explicó el hombre y los miró a ambos con esos ojos saltones tan intensos.
- Lo siento, amigo. Su oferta es muy tentadora, pero va a tener que hablar esto con nuestro agente. Es una suma que nunca nadie nos pagará, pero en este momento tenemos un contrato de exclusividad firmado con este sello editor, por tres años más –le había respondido Alfonso, lamentándose del día que había estampado la firma para la miserable editorial que tan sólo le pagaba cincuenta mil por libro.
- No se preocupen por la editorial, señores. Este relato que les pido nunca va a salir publicado en ningún lado. Es un lujo que puedo y quiero darme. Excentricidades de un poderoso, llámenle. Además, ustedes tienen contrato con esta firma bajo el nombre de Almael Galvich, que es el seudónimo que usan, ¿la fusión de sus nombres verdad? Lo que yo pretendo es otra cosa, y acá está el desafío en sí.
- ¡Explíquese de nuevo, por favor!-había vuelto a pedir Ismael.
- Lo que yo pretendo, caballeros, es que cada uno de ustedes por separado, escriba un relato de horror, el mejor que jamás hayan escrito y vayan a escribir. Les doy seis meses de tiempo. Aquel de ustedes dos que me entregue el mejor relato se llevará los diez millones de dólares. Una cifra para nada despreciable ¿eh? Sobre todo porque no habrá necesidad de compartirla con el socio... ¿Qué me dicen? ¿Aceptan o no?
Por supuesto que ambos aceptaron. Había algo que les apasionaba más que las letras, los relatos de horror y las ciencias ocultas: el dinero. Los dos dijeron que sí, casi al mismo tiempo. El tal Natas Mort, no les hizo firmar papel alguno, sólo les dio una tarjeta con una dirección donde debían entregar los trabajos. Él luego se encargaría de contactar al ganador y pagarle su premio. Cuando Alfonso dudó (y se lo hizo saber a Mort) de su palabra, o de su honestidad a la hora del pago, Mort rió de nuevo, de esa forma macabra que lo hacía y le dijo:
- No se preocupe, amigo. Yo voy a cumplir con mi parte, fíjese usted primero si podrá cumplir con la suya.
En aquellas últimas palabras pensaba Alfonso cuando cargaba una vez más a Ismael sobre sus hombros. La herida de la cabeza ya estaba un poco más seca que antes, pero aun supuraba un poco, un líquido viscoso de color negruzco.
Del alambrado hasta el silo mediaban unos escasos cuatro metros, pero para Alfonso fueron los cuatro metros más largos de su vida. Estaba exhausto, y algo fatigado a causa del esfuerzo realizado, los nervios que tenía y el peso de aquel cadáver que a cada minuto que pasaba parecía aumentar más y más. Llegó por fin al pie de aquel silo, que sería la tumba de su amigo. Ahora restaba la etapa más difícil y peligrosa: subir con el cadáver a cuestas por la, para nada segura, escalera metálica que estaba adherida a la pared exterior del depósito, único medio para poder llegar a lo más alto de éste, donde se encontraba la abertura por la cual se vertían los granos, para luego molerlos.
El ascenso fue terrible. No era nada sencillo acceder por aquella escalera sin ninguna protección con un muerto sobre los hombros. Pero, después de dos veces en que casi cae al vacío y otra en que casi se le cae el cuerpo de Ismael, pudo llegar a lo alto del silo.
Sin perder tiempo arrojó el cadáver por la oscura abertura, donde en ocasiones normales se echaban enormes cantidades de granos de cereal. El silo debería estar lleno, o en su defecto bastante cargado, pues Alfonso sólo escuchó un sonido sordo y amortiguado. Recién allí, Alfonso se permitió un descanso, breve, efímero podría decirse en comparación con el enorme esfuerzo que había realizado. Se animó a sentarse en el borde de aquel cráter metálico, y se tomó algunos segundos para recuperar las fuerzas y el aliento. El asunto estaba terminado, mañana por la mañana, cuando activaran la molienda, el cuerpo de Ismael quedaría reducido a una pulpa irreconocible de carne y huesos. Sólo faltaba limpiar la sangre que había quedado en el estudio de su casa y ya nada podría vincularlo con la desaparición de su amigo.


La bruma había aumentado un poco, no en densidad sino en volumen. La luz de la luna y del alumbrado público se veía mucho más amortajada gracias a la cortina que la niebla imponía, pero no lograba ocultar los edificios. Detrás del alambrado podía ver su casa, a escasos veinte metros, esperándolo pacientemente. Con la misma agilidad que antes, trepó la cerca, saltó a la calle y, en una carrera silenciosa, atravesó la distancia que lo separaba de su hogar y cerró la puerta con doble llave. Llegó agitado, sin aire, jadeando como si hubiera corrido los diez kilómetros ida y vuelta que solía correr todas las mañanas. Miró el vestíbulo donde se encontraba, y miró la puerta que conducía a su estudio. Había quedado la lámpara que estaba sobre el escritorio encendida, y podía verse el desorden y las manchas de sangre. En su mente revivió toda la atroz escena del crimen como si alguien se la estuviera proyectando mediante alguna clase de proyector holográfico.
Vio como Ismael entraba al vestíbulo con un aire de grandeza poco habitual en él. Llevaba algo bajo el brazo, una carpeta o algo similar que contenía muchas hojas. Después de saludarlo, había pasado directamente al estudio, que se encontraba a la derecha del vestíbulo, sin esperar siquiera a ser invitado por Alfonso, como cuando venía para escribir con él. Se había detenido en el llano de la puerta y lo miró con un gesto inquisitivo, como si le estuviera preguntando si iba a acompañarlo o lo que tenía que decirle se lo tendría que decir allí de pie. Alfonso había entrado al fin a su estudio luego de tomarse unos segundos para intentar adivinar qué era lo que le pasaba a su amigo. Mantenía una mancuerda en su mano, pues había interrumpido sus ejercicios. Ismael se acomodó en la silla que estaba frente al escritorio de robusta madera, como si fuera alguien que venía a tratar un negocio. Jamás se había sentado allí, él siempre usaba el alto taburete que se encontraba junto al equipo de música, un poco más a la izquierda. Alfonso, por último, se sentó en el sillón de su escritorio y apoyo la pesita en su regazo.
- ¡Te gané! –le había espetado Ismael con una sonrisa triunfal instalada en su ancho rostro al tiempo que aplastaba la carpeta con gran estruendo sobre la mesa del escritorio- ¡Lo hice! Escribí el libro y mañana se vence el plazo.
Alfonso se había quedado perplejo. Durante varios minutos fue incapaz de articular palabra alguna, sólo podía sentir como la bronca, la ira, la furia, se iban acumulando en su interior como el vapor dentro de una olla a presión, y como su mano apretaba con fuerza la mancuerna. Todo el tiempo lo había estado engañando. Desde que el tal Mort les había planteado el desafío, Ismael y Alfonso no se habían vuelto a ver, encerrados ambos para lograr sus respectivos relatos. Sólo se telefoneaban o se comunicaban a través de Internet, para contarse sus progresos, que para ambos eran nulos. Pero en ese momento había caído en la cuenta que Ismael lo había estado engañando todo el tiempo. Que cada vez que Alfonso lo llamaba para decirle que no lograba siquiera garabatear un borrador y su socio, su amigo, le decía que se quedara tranquilo, que a él le sucedía exactamente lo mismo, que por más que se esforzaba, que por más ideas que le venían a la cabeza, no lograba darle la forma de un relato más o menos interesante, en realidad le había estado mintiendo descaradamente. Finalmente lo había estado engañando. Mientras Alfonso se relajaba pensando que, después de todo, ambos se quedarían sin el premio y continuarían trabajando juntos, Ismael había escrito su relato y ahora se lo estaba refregando en la cara. No importaba qué tan bueno fuera, pues no había otro relato para competir. Él se llevaría los diez millones.
- ¡Te felicito! –había logrado balbucir Alfonso finalmente, e intentó dibujar una sonrisa cortés, pero no lo logró. Entonces se puso de pie- Aguardame un minuto –le pidió y abandonó el estudio.
Hizo ruido con sus pies, simulando alejarse a algún lado de su casa, pero sin embargo se quedó junto a la puerta del estudio, apretado contra la pared sopesando su pesa, mascullando su bronca y su frustración. Fue allí que la idea le acudió a la mente como un rayo oscuro. Se le instaló en su cabeza y no hizo nada por desecharla, al contrario la acogió con agrado, con satisfacción. Regresó al estudio como un autómata, balanceando la mancuerna con paso sigiloso, aunque no lo suficiente como para que Ismael no advirtiera su llegada. Al verlo con la mancuerna en la mano se puso de pie. Alfonso no lo dejó formular la pregunta que su socio pretendió hacer. Le asestó el primer golpe, cuyo impacto lo arrojó contra los estantes de una de sus bibliotecas. En el suelo, entre los discos compactos y libros desparramados, le dio los otros dos definitivos.
Alfonso sacudió la cabeza para alejar las imágenes que lo acosaban como fantasmas y miró a su alrededor como quien despierta de un mal sueño. Recordó entonces la carpeta y corrió al estudio para buscarla. Mañana la presentaría él y se llevaría el premio. Si le preguntaban por su socio, simplemente respondería haber recibido un llamado suyo comunicándole que partía de improviso al exterior no sé porqué asunto familiar. Pero al llegar al escritorio la sorpresa lo hizo sobresaltar. La carpeta de cartulina naranja había desaparecido y en su lugar había un extraño libro. Alfonso miró a su alrededor tratando de descubrir si alguien había entrado a la casa, cambiado la carpeta por el libro y, ahora, se estaría riendo por lo bajo en las sombras de algún rincón.
El libro parecía antiguo. Era un gran volumen de hojas amarillentas encuadernado con unas tapas de madera forradas con un cuero negro y algo rugoso. No tenía título ni inscripción alguna. Alfonso sabía perfectamente que aquel libro no le pertenecía. Él tenía plena memoria de cada volumen que llenaban sus anaqueles, y ese tan particular debería recordarlo fácilmente. Pero no era así, en su vida lo había visto.
Lo tomó con curiosidad y lo abrió. Sus páginas estaban escritas en letra cursiva, de un estilo muy cuidado y algo anticuado, con una tinta roja algo oscura que le hizo pensar, no supo porqué, en sangre. Con lentitud, salió del estudio hojeando el libro y se dirigió hacia el living. Cuando llegó al sillón que estaba en el centro, delante de una mesita baja, y flanqueado por otros dos sillones más pequeños, cayó sentado bruscamente. El libro narraba a la perfección su vida junto a Ismael. ¿Era esto lo qué había escrito su socio? ¿Había confundido semejante libro con una carpeta llena de hojas mecanografiadas? Continuó leyendo muy por encima; como un poseso fue pasando página tras página. Todo, todo lo que habían vivido ambos estaba plasmado allí, con lujos de detalles y gran estilo narrativo. El libro se le cayó de las manos cuando llegó al momento del asesinato de su amigo. En aquel libro estaba escrito lo que había sucedido recientemente, incluso narraba como Alfonso se había desecho del cadáver.

El Libro. Parte 1

Alfonso avanzó forzadamente, tambaleándose por el enorme peso que cargaba sobre sus hombros. A punto estuvo de caer varias veces. Era una noche fría y desolada, envuelta en una quietud sólo perturbada por el sonido que producían unos grillos. Una fina neblina estaba bajando, convirtiendo la luz de la luna y el alumbrado público en una diáfana luminosidad. Era una noche fantasmal. De algún modo bien podría ser una noche descripta en alguno de los relatos que él escribía. Bueno, que hasta ahora había escrito con su amigo Ismael Jácovich, cuyo cuerpo sin vida llevaba en sus espaldas para arrojarlo en el silo de granos que se alzaba a varios metros frente a su casa. Lo había asesinado hacía unas pocas horas atrás, sin pensarlo dos veces. Le había partido la cabeza con una de las mancuernas con las que hacía ejercicios. No tenía remordimientos, a pesar de la larga amistad que los había unido hasta aquella fatídica noche. Tres golpes arteros y certeros habían sido suficientes para liquidarlo. Por la espalda, de forma cobarde. Tal vez porque si lo hubiera intentado de frente no se habría atrevido a hacerlo. Pero el motivo, o mejor dicho, el fin por el cual lo había asesinado bien valía la pena cualquier sacrificio, incluso ese, el de matar sin piedad a un amigo.
Alfonso Esteban Gálvez e Ismael Jácovich, se conocieron en la facultad, cuando coincidieron en las mismas materias en su carrera de Letras, y de inmediato congeniaron. Eran esas personas que parecían haber nacido para encontrarse en la vida. Es que ambos tenían los mismos gustos literarios, tanto en los grandes clásicos como en los autores contemporáneos; además a ambos les gustaba escribir relatos de horror y desarrollaban un interés, podría decirse, casi fanático por las ciencias ocultas. Los años los convirtieron en grandes amigos, los años y las más escabrosas experiencias vividas juntos. Pues bien sabido era que ambos habían participado de todo tipo de macabras misas negras, rituales mágicos, vudú y otros ritos siniestros, cuyos orígenes se remontan a los albores de la civilización. Esa era su fuente de inspiración, decían. Que de sus experiencias, de las cosas que allí veían surgían sus oscuras historias que los habían llevado a convertirse en los dos escritores más famosos de relatos de horror. Ambos se encerraban durante semanas, incluso meses, en la casa que Alfonso tenía en las afueras de la ciudad, y allí turnándose al frente de una vieja máquina de escribir, plasmaban sus ideas, sus historias, que alguno de los dos imaginaba y con la ayuda del otro la iban enriqueciendo poco a poco. Aquella misma casa donde aquella noche se produjo el fatal crimen. Aquella misma casa que se iba perdiendo en las sombras nocturnas mientras Alfonso avanzaba lentamente, con esfuerzo, cargando el cadáver de su amigo y socio.
Para acceder al silo, había que franquear un alambrado, cuya puerta estaba sujeta con una gruesa cadena oxidada y un pesado candado que se cerraba en ésta. Alfonso no había previsto eso. Una estupidez, pues el silo pertenecía a una importante compañía de cereales. ¿Qué pretendía que día y noche dejaran las puertas abiertas para que cualquier maniático fuera a desechar sus cadáveres? Lo más probable era que también hubiera guardias privados de seguridad. Pero Alfonso ya no tenía tiempo para resolver esos contratiempos. Debía deshacerse del cuerpo lo más rápido posible. También cabía la posibilidad que una patrulla, en una de sus remotas rondas por aquel sector apartado de la zona poblada, lo descubriera en plena faena.
Una luna amortajada por la niebla desparramaba su luz con desgano. Alfonso llegó a la cerca y depositó el cadáver en el suelo, sobre el corto césped perlado por el rocío. Podía verse con total nitidez el lugar donde el pobre Ismael había recibido los golpes. Un lado de su inerte cabeza estaba totalmente destrozado, luciendo un gran coagulo aun sangrante.
Dejó el cadáver sin ningún cuidado, si no había tenido reparos de romperle la crisma porqué tendría que tenerlo ahora que ya no era más que un montón de huesos y carne fría. Miró un momento el alambrado, lo estudió detenidamente. No era muy alto, si lograba pasar el cuerpo de su amigo al otro lado, él podría treparlo con facilidad. Tenía casi cincuenta años, pero aun conservaba un buen estado físico, por algo se mataba cuatro horas diarias haciendo pesas en el gimnasio que había instalado en su casa. Alfonso se río por la ironía, antes de disponerse a cargar el cuerpo nuevamente. “Se mataba en el gimnasio”, había pensado, y justamente su amigo realmente había muerto por una de las pesas que allí había. Pura casualidad, claro. Ismael había irrumpido justo a la hora en que él hacía sus ejercicios.
Se cargó el cadáver al hombro, luego, haciendo acopio de todas sus fuerzas lo alzó con ambos brazos sobre su cabeza. Tambaleó un poco. Casi se le cayó el cuerpo y casi cayó él de espaldas, pero pudo mantener el equilibrio. Alfonso no había podido contener el impulso de matarlo. No pudo resistirse a esa oleada asesina que le recorrió el cuerpo. Ismael había ido a su casa con el único ánimo de mofarse de él, de restregarle en la cara que lo había vencido, que era mejor que él. Si hasta se había reído de un modo tan soberbio cuando le comunicó la noticia… Entonces Alfonso no pudo hacer otra cosa que sopesar la pesita de siete kilos que tenía en su mano derecha y estrellarla contra la cabeza de Ismael. En aquel momento, todo lo vio de un color rojo intenso. Con el primer golpe no murió, sólo quedó algo aturdido, tambaleó un poco y cayó sobre unos estantes donde estaban el equipo de música, los discos compactos y algunos trofeos de tenis, porque la otra gran afición de Alfonso era el tenis. La cabeza de Ismael chorreaba sangre como si hubieran abierto una canilla en ella. Entonces descargó el segundo golpe, con más furia, con más fuerza que antes, al mismo lado donde había golpeado primero. Entonces sí, Ismael se desplomó sin sentido. Probablemente ya había muerto, pero no quiso correr riesgos y le asestó un tercer golpe, el definitivo.
Ahogando un grito, por el esfuerzo realizado, Alfonso arrojó el cadáver por sobre el alambrado, que cayó del otro lado como una bolsa de papas. Respiró hondo, inclinó un poco su cuerpo agarrándose sus rodillas con las manos, para recobrar un poco el aliento; luego tomó un poco de carrera, apoyó un pie en la trama apretada del alambrado y trepó como un gato para caer sobre sus pies del otro lado. Allí, junto al cadáver se mantuvo unos cuantos segundos en cuclillas, un poco para descansar, un poco para cerciorarse, que nadie lo hubiera visto. Aunque enseguida sonrió. ¿Quién iba a verlo en aquel lugar descampado? Solamente la patrulla o algún auto que pasara circunstancialmente, podría haberlo visto. Pero nadie había pasado en ese momento. Entonces exploró con su vista lo que la niebla y la poca luz de aquella noche le permitían ver, para comprobar que no hubiera ningún guardia en las inmediaciones. Estaba tan cerca de su cometido, y estaba tan jugado ya que, si lo descubrían, no tendría ningún reparo en matar también al guardia, o a quién fuera. El premio bien valía cualquier sacrificio.
El premio. El premio había sido el motivo por el cual Alfonso se vio obligado a deshacerse de su mejor amigo y socio. ¿Pero quién no habría hecho lo mismo por diez millones de dólares? Un tipo se los había ofrecido durante una convención en Mar del Plata, que aglomeraba a diversos autores de terror y ciencia ficción, exactamente seis meses atrás. Ambos estaban firmando ejemplares de su último éxito editorial: “Sombras del Averno”. Tenían una fila interminable de seguidores de todas las edades, que pretendían llevarse la firma de ambos en su ejemplar. El primero que había visto al tipo había sido Ismael, él tenía como un don especial para ver tipos así. Al principio creyeron que era uno de esos “raros”, que abundan en ese tipo de convenciones, de esos que se disfrazan, y hasta hablan o adoptan las poses de sus personajes favoritos. El hombre no hacía la cola para la firma de ejemplares, permanecía parado a un costado del stand que había montado la editorial, y donde ellos se encontraban sentados detrás de un antiguo escritorio. El sello editor había decorado el stand al estilo gótico, para darle más ambiente a la cosa. Cuando Alfonso lo miró, al ser informado por Ismael, el hombre los estaba mirando con una sonrisa un tanto inquietante. Alfonso se sorprendió mucho y, a pesar que en su vida había visto muchas cosas, aquel tipo lo puso nervioso. Tal vez era por su mirada, y por esa sonrisa de Conde Drácula de película de clase B, que tenía dibujada en su rostro, o tal vez por el atuendo que había elegido para presentarse allí. Llevaba un sombrero de terciopelo negro, de ala muy ancha, que sumía a su rostro delgado y huesudo en una tenue sombra. Desde esa penumbra miraban sus saltones ojos verdes de una intensidad que provocaban intranquilidad. Un largo abrigo también negro, que parecía pesado y muy antiguo -al menos pasado de moda- le cubría el cuerpo y debajo de éste podía adivinarse una camisa blanca, con volados en el pecho, a los lados de la botonera, y en los puños de las mangas. Por calzado llevaba unos lustradísimos zapatos abotinados, de suela de madera. No era que no fuera elegante, de hecho parecía muy pulcro, pero su vestimenta conjugada con su rostro y su mirada, asustaban un poco. El ofrecimiento se los hizo cuando el último de los casi quinientos hambrientos por sus autógrafos se retiró con una sonrisa de niño al recibir su primera bicicleta de regalo. El tipo se acercó al escritorio lentamente, con sus manos entrelazadas a su espalda, sin mutar su sonrisa siniestra ni su mirada inquietante. - ¿Ismael Jácovich y Alfonso Gálvez? –les había preguntado como para asegurarse que hablaba con los que realmente deseaba hacerlo. A Alfonso le dio un poco de bronca que lo nombrara a Ismael en primer lugar, aunque esa reflexión recién encontró lugar en su mente ahora que llevaba el cadáver de su amigo encima.
- Los mismos –le había contestado Ismael ofreciéndole su mano, que el hombre estrechó al momento. Después estrechó la de Alfonso. La mano derecha de éste lucía un enorme anillo de una extraña piedra negra facetada, y tenía las uñas muy largas-. ¿En qué le podemos ser útiles? ¿Quiere nuestro autógrafo, amigo?
- No. Aunque estimo que debe ser un halago llevarse la rúbrica de ambos con una buena escalofriante dedicatoria, pero no –el tipo había hecho un silencio muy breve después de esas palabras y enseguida escupió una risita más inquietante que su mirada-. Lo que deseo es hacerles un ofrecimiento –había agregado luego. Ismael y Alfonso se miraron y miraron luego al extraño. No era la primera vez que locos como ese se le acercaban para ofrecerle cosas tan locas como peligrosas. Una vez alguien se les había acercado asegurando conocer un vampiro, que por una pequeña suma de dinero los podía llevar a él para que pudieran escribir una buena historia; el vampiro resultó ser un tipo que le daba por beber sangre de vaca en un vaso. En otra ocasión, un tipo les aseguró que podía hacer levantar a los muertos de su tumba, había sonado bastante convincente y aceptaron acompañarlo a un cementerio rural. Resultó ser un loco de remate que desenterró un cadáver y comenzó a moverlo él mismo con sus manos y hablar con la voz cambiada creyendo que el que hablaba era el muerto. Alfonso sonrió y se dirigió al hombre que ahora tenían delante.
- ¿Qué puede tener para ofrecernos que a nosotros pueda interesarnos, señor...?
- Señor Mort, Natas Mort –le había respondido el hombre y se frotó las manos tan o más huesudas que su rostro-. Bueno, lo que tengo para ofrecerles es un desafío que tal vez nunca en su vida vayan a tener la oportunidad de repetir.

miércoles, 19 de agosto de 2009

El Otro. Parte 3.

- ¿Quién es usted, realmente? –me interrogó- ¿Qué quiere de mí?
Para ser sincero, no supe que responderle, titubeé un instante y miré a mí alrededor buscando al Otro. A esa altura pensaba que me había abandonado definitivamente. Pero de pronto apareció, como siempre, bajo la forma de un reflejo, mi propio reflejo desalineado en el espejo grande que había junto a un ropero a la derecha de la cama.
- ¿Qué pasa? ¿No le vas a responder? –me dijo con esa arrogancia, ese tono de burla permanente tan propio de él.
- Te estaba esperando, creí que ya no venías –le respondí yo, olvidándome por un instante de Aguirre.
- ¿Me estaba esperando? –me preguntó algo confundido mi prisionero- ¿Y sí, no habíamos quedado a esta hora? ¿Es una broma esto?
- No estoy hablando con vos, Aguirre –le repliqué casi con fastidio y luego le señalé el espejo-. Hablo con el Otro.
- ¿Con el Otro? –Aguirre miró como pudo al espejo y luego volvió a mirarme con perplejidad-. Ahí no hay nadie. ¿Qué clase de loco es usted?
- ¡Callate! –le grité alzando la Smith & Weson y apuntándolo a la cara. Si antes había palidecido, en ese momento Aguirre estaba más blanco que la nieve. El Otro desde el espejo reía divertido.
- ¡Ahora decile lo que te voy cantando! –me indicó el Otro, y yo repetí:
- Vos no me conocés a mí, pero yo te conozco bien. Vos sos de esos que se ufanan de su hermosura, de sus logros económicos y de sus conquistas amorosas. Vos sos de esos que ven a tipos como yo meros perdedores y disfrutan humillándolos en silencio, robándoles las mujeres de las cuales están perdidamente enamorados…
- ¡No, por favor! ¡Se equivoca conmigo! ¡Yo soy una buena persona! ¡No ando con mujeres casadas, su esposa seguramente estuvo con otro! –comenzó a gemir aterrado confundiéndome con un carnudo despechado.
Yo seguí repitiendo las palabras del Otro.
- ¡Yo soy soltero, pero de todas formas me robaste una mujer: Analía!
- ¡¿Analía?! Yo no sabía que era su novia… ¡Ella me dijo que estaba sola…!
- ¡Callate, te dije!
La voz del Otro entraba en mi cabeza y parecía comprimirme el cerebro. Una furia incontrolable fue creciendo dentro de mí y ver a ese tipo, desnudo y atado, gemir y llorar como un nenito, hacía acrecentar la ira. De sólo pensar que Analía prefería estar con ese pelele que vendía una imagen de supermacho frente a todos me hacía enloquecer. Y la voz del Otro no cesaba de taladrarme la cabeza. “¡Matalo! ¡Matalo! ¡Matalo!”, me repetía como una letanía diabólica. Unas punzadas intensas comenzaron a atravesarme las sienes, todo se me tiñó de rojo…
- ¡Por favor! –estaba diciendo Aguirre retorciéndose en la cama intentado que sus manos zafaran de las esposas-. ¡Por favor, suélteme! ¡Tengo mucho dinero, puedo darle todo mi dinero!
Yo lo escuchaba a medias. Su voz me llegaba amortiguada, lejana, como si no estuviera hablando a tan solo metro y medio de mí. Lo que prevalecía, lo que escuchaba netamente, era la letanía del Otro: “¡Matalo! ¡Matalo! ¡Matalo!”. Tan rápido repetía esa palabra, tan constante era su ritmo y tan irritante me resultaban las súplicas de mi prisionero que de pronto lo único que quería era que todos se callasen o sentía que mi cabeza iba a estallar. Y había una única forma de acallar ambas voces. Callando la de uno callaría también a la del Otro…
El primer disparo me asustó y el arma se me cayó al piso. El tiro había dado en el hombro derecho y había arrancado a Aguirre terribles gritos de dolor. Tomé el arma nuevamente, nervioso como estaba, con manos temblorosas y descargué todo el tambor sobre el pobre infeliz. Esta vez me aseguré de sostener bien firmemente el revolver e intenté apuntar bien. Los cuatro primeros disparos impactaron en cualquier parte, el último dio justo en medio de los ojos. Los gritos del tipo cesaron y la voz del Otro también, pues se había ido.
De pronto me encontré solo en aquella casa perdida en medio de la nada. Con horror contemplé el cuerpo inerte amarrado a la cama, con mucho más horror miré mis manos que aun se aferraban con fuerza a la Smith & Weson cuyo cañón dejaba escapar una fina hebra de humo gris azulado. Caí de rodillas y estuve a punto de ponerme a llorar, pero el Otro surgió nuevamente.
- Nada de llantos –me dijo-. Llorar es para los débiles y vos a partir de este día dejaste de ser uno.
Fue escuchar de nuevo la voz del Otro para que mi seguridad regresara y mi aplomo también. Se me pasaron las ganas de llorar y el sentimiento de culpa desapareció.
Dejé la casa por la parte trasera, después de asegurarme de limpiar todos los lugares dónde podría haber dejado mis huellas digitales. La casa la había alquilado a nombre de Aguirre de modo que cuando lo encontraran allí no sospecharan de nadie. Todo iba a indicar que se trataba de un crimen pasional.
La segunda parte del plan se ejecutó prácticamente sola. La primer sospechosa del crimen resultó ser Analía por ser su pareja, como no tenía una buena coartada ahí intervine yo, a instancias del Otro. Me presenté a la justicia informando que la noche del crimen Analía estaba conmigo; que ella había ido a verme justamente porque su novio quería contratarme como contador. Ella quedó libre de toda sospecha y yo me gané su agradecimiento. Lo que siguió fue un fino trabajo psicológico sobre ella; el Otro me dictaba lo que tenía que decirle y al parecer conocía las palabras exactas para hacerla sentir bien y para que cada día, Analía me tuviera más estima. Nos hicimos estrechos amigos hasta que un día sucedió lo que esperábamos con el Otro. Ella me besó. Comenzamos a salir y por fin, la tuve en mi cama. Recuerdo el placer que sentí al tenerla ante mí, entregada, deseosa. Fue una noche de amor salvaje, la única en mi vida y justamente con ella. Estaba hermosa y se entregó a mí completamente, y yo sacié mis más bajos deseos con ella, toda una vida de privaciones, de censura a causa de mi corto carácter, salió a la luz instigado por las palabras del Otro que desde un espejo me azuzaba, me hostigaba para que diera rienda suelta al desenfreno feroz. Cuando me sacié de ella, llegó la venganza. El plan del Otro.
Me hizo aplicarle una poderosa droga que paralizó todo su cuerpo pero la dejó completamente consiente. No podía moverse pero sí ver y sentir todo lo que sucedía a su alrededor. La coloqué en su auto y la llevé hasta el río. En el camino le fui diciendo todo lo que me había hecho sufrir, le conté de la vida postergada que pasé pensando en ella y le dije de la humillación que me había causado la noche de la fiesta. También le confesé que yo había sido el que había asesinado a su novio. Ella solo podía mirarme de reojo, sin poder siquiera mover un músculo facial. Las lágrimas le corrían por su rostro.
Cuando llegué a la ribera, bajé del auto, coloqué a Analía en el asiento del conductor y con el auto en marcha lo empujé para que se desbarrancara. Mientras el auto se alejaba lentamente puede ver al Otro en los vidrios riéndose demencialmente lleno de satisfacción. Cómo lo odié en aquella ocasión, mientras observaba como el auto se hundía lentamente. Lo odié porque reía cuando mi amor, el gran amor de mi vida, se perdía para siempre en las turbias aguas. Lo odié porque ahora que estaba hecho, entendía que finalmente había logrado conquistar a Analía, pero las palabras del Otro me llenaron de aquel odio ponzoñoso que encendía mi ira y había cometido el más atroz de mis actos.
Encontraron el cuerpo después de una semana, la investigación se centró en un accidente o el suicidio. Nada se pudo comprobar y se inclinaron por lo último suponiendo que no se había recuperado del todo de la perdida de su anterior amor. Mis testimonios acerca de lo depresiva que la encontraba contribuyeron a eso. Mi venganza se había consumado, sin embargo no terminó ahí la cosa.
Durante un buen tiempo no quise saber más nada con el Otro, estaba resentido con él por lo que me había hecho hacerle a Analía. Se me aparecía en todos lados, en ventanas, espejos o superficies reflectantes; en mi casa, en el trabajo, por la calle o en cualquier lugar donde estuviera. Yo trataba de no escucharlo sin embargo no podía evitar que sus penetrantes palabras, sus discursos envolventes, me llegaran… Y logró convencerme nuevamente.
Me explicó que con la muerte de Aguirre y Analía no terminaba la cosa; que ahora era el turno de compañeros del trabajo, vecinos, profesores y una larga lista de personas que habían arruinado, según él, mi vida, que incluían también a los pocos amigos que yo poseía. Fue un año atroz donde cometí, sistemáticamente un acto horrendo tras otro, y con cada uno caía más bajo, y cada uno me arrojaba al pozo hediondo dónde hoy estoy metido, y con cada acto cometido fui tomando más conciencia de la aversión que sentía por el Otro, pero también el miedo que me inspiraba. Y el miedo me ataba a él hasta su última aparición en la que me dijo que había llegado la hora de vengarme de Ariel, mi mejor amigo, el que se había casado, el único que había demostrado fiel interés, genuina preocupación y verdadero amor por mí. El único amigo que se mantuvo incondicional a través de los años, el único que jamás se mofó de mí por mi torpeza ante las mujeres, mi poca picardía, mi aburrimiento innato o mi miedo a socializar. Entonces lo enfrenté y le dije todo lo que pensaba de él. Me trató de desagradecido y de injusto, y me advirtió que nunca iba a poder librarme de él, porque yo lo necesitaba y sin él estaba acabado; me explicó que él había venido a mí porque yo lo había llamado aquella noche desdichada de frío, lluvia y frustración, que él no era más que un reflejo de lo que realmente yo quería ser y no me atrevía. Entonces lo supe. Aquellas reveladoras palabras iluminaron mi mente que estaba ciega de ira, odio y fracaso.
Ahí está. Acaba de llegar. Lo veo claramente reflejado en la pantalla oscura del televisor apagado. Allí está con esa sonrisa insolente, con esa mirada perturbada cargada de odio y perversión. Allí está con su ropa vulgar, desalineada, con su cabello revuelto y descuidado y con esos ojos de un negro abismal. Voy a tener que dejar de escribir de un momento a otro, es que me será imposible hacerlo cuando haga lo tenga que hacer. Él ya sabe lo que intento, está enojado y me desafía, cree que no tengo las agallas para llevarlo a cabo y cómo se equivoca el bastardo, si él mismo me enseñó a tenerlas. Tal vez sienta un poco de miedo en este momento aciago pero mucho más fuerte es el sentimiento de liberación, mucho más fuerte es la sensación de culpa que siento ante los que martiricé, torturé y asesiné. Les pido perdón a todos, se que no lo merezco pero tengo la necesidad de pedírselos y explicarles que yo no he sido el que tramó todo sino el Otro, mi lado oscuro desencadenado. Lentamente estoy llevando el viejo pistolón de mi padre a mi sien. El Otro está frenético desde el reflejo del televisor, me insulta, trata desesperadamente convencerme de que no lo haga, de que lo necesito, de que nos necesitamos. Su voz me taladra el cerebro, como siempre, me envuelve, me opaca los sentidos, me entumece la mente. Vacilo un poco… ¡No! Sigo adelante, es imperioso. Inspiro profundamente, cierro los ojos para no verlo, pero lo veo de todas formas, dentro de mí. Siento el frío contacto del caño del arma en mi cabeza. Se me eriza la piel. Estoy sudando y me tiembla la mano como la noche en que le disparé a Aguirre. El Otro –yo mismo-, me grita furioso desde los abismos de mi mente fracturada, sabe que ha perdido. El dedo índice se mueve, vence la resistencia del gatillo… Soy libre del Otro, soy libre de mi mismo.