miércoles, 29 de julio de 2009

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 5.

- ¡Je! Por lo menos, ustedes se bajaron del tren. Yo ni siquiera lo vi venir –saltó de pronto el flaco de lentes-. Vos llegaste a cantar tangos –le dijo al linyera-, y vos te dedicaste al deporte que te gustaba y tuviste muchos logros –le indicó al obeso-. En cambio yo, por estudiar, cosa que no me gustaba, no me di cuenta que dejaba escapar al amor de mi vida. ¡Ven, hasta eso! Ustedes anduvieron con mujeres, tuvieron sexo a lo loco y yo, ni me acosté con ninguna muchacha, ni siquiera con una profesional del sexo.
“Desde chico, mi madre, viuda desde muy joven ella, me inculcó las ventajas del estudio. Me decía que yo debía recibirme de algo importante para poder sacarla a ella de la miseria. Cuando enviudó debió dedicarse a limpiar casas para que ambos subsistiéramos. Y yo le prometí que lo iba a lograr, que la sacaría de ahí, que la convertiría en una reina y que jamás tendría que volver a limpiar para vivir. No me gustaba la escuela, pero fui muy estudioso, tanto que mis compañeros me tenían como el traga del grado. Yo siempre fui más bien tímido y para nada aficionado a los deportes, debe ser por haber crecido sin la figura de un hombre cerca, de modo que en lugar de jugar al fútbol en los recreos con los otros chicos prefería leer un libro. Ni siquiera me quedaba hablando con las chicas, debido a mi timidez. Eso provocó que yo siempre fuera el destinatario de todas las cargadas y las bromas más pesadas. En el secundario no varió mucho la cosa, también se sumaba ahora que tampoco salía por las noches cuando todos comenzaron a hacerlo. Ni milonga ni nada… Mi mamá me decía que la noche no era buena para un chico que quería ser alguien en la vida. Me acuerdo que yo le dije que si no salía no iba poder conocer nunca una chica para que sea mi novia. Ella me respondió que no me hiciera problema, que para eso iba a tener tiempo; que estudiara, que me recibiera de Contador que después, con el titulo bajo el brazo iba a poder conseguir una buena muchacha, de su casa y no alguna de esas locas que andaban de boliche en boliche. ¡Je! Así que le hice caso –el hombre se empujó los lentes con su dedo índice y perdió su mirada entre la niebla que flotaba alrededor nuestro-. Había una chica, en el secundario… La única que me trataba bien, que no se sumaba a las bromas de los demás… Siempre buscaba alguna excusa, siempre encontraba alguna forma para estar conmigo. Me pedía de ir a mi casa para estudiar conmigo, me regalaba cosas… -el flaco metió la mano en un bolsillo de su saco y extrajo una lapicera fuente y me la enseñó con gran orgullo y las mejillas arrebatadas por un rubor avergonzado-. Esta me la regaló ella, aun la conservo.
“La verdad es que siempre me preguntaba por qué ella me trataba así, yo suponía que era por lastima, porque ella era tan buena. No era como los demás. La verdad es que yo estaba tan enamorado de ella… Pero nunca le dije nada. Primero que mi mamá no quería, ella, Esther se llamaba, era de ir a los boliches; y segundo, que ella seguro no sentía nada por mí, y si le decía algo lo más probable sería que se iba a enojar y no iba a estar más al lado mío. ¿Cómo iba a sentir algo por un tipo como yo? Así que preferí tenerla como amiga, mi única amiga, además del portero de mi edificio, Don Zenón, que jugaba conmigo al ajedrez. Pero cuando terminamos el secundario no la vi más. Se había mudado de barrio durante el verano. Bueno, en realidad, al año la volví a encontrar, en la facultad. Se había cambiado de carrera; ella había comenzado Derecho, pero se aburrió y se pasó a Ciencias Económicas. Y otra vez, como antes, siempre me llamaba, me esperaba a la salida de la facultad, íbamos a cátedras diferentes y no coincidíamos en los horarios. Yo estaba contento, hasta que una vez pasó algo que me hizo ver que yo le estaba haciendo mal a ella. Me invitó a una fiesta, donde iban a ir todos chicos de la facultad. Fui, me peleé con mi madre pero fui, porque Esther me había dicho que si no iba se iba a enojar conmigo. Esa noche sufrí como un condenado. ¡Bah! Estuve sólo dos horas. Todos se reían de mí y también la cargaban a ella porque sabían que me había traído. Imagínense. Plena época hippie, pelo largo, ropa ridícula, y yo de traje y corbata y pelo corto a la gomina, y estos anteojos –el tipo se miró la ropa y sonrió amargamente-. ¡Bah! Como siempre. Bueno, desde ese día no la vi más, y hacía las mil peripecias para no encontrarla o esquivarla. Hasta me cambié de turno en la facultad. Un día se me apareció en mi casa, muy enojada y me preguntó si yo era maricón. ¡Avisá! ¡Qué maricón! Yo soy bien hombrecito', le dije más ofendido que ella. Entonces ella me miró confundida y me dijo: 'Entonces no entiendo', y se fue llorando. La verdad que el que no entendía era yo. Supuse que estaba así por el hecho de que no me juntaba más con ella, pero que tenía que ver ser maricón con eso… Desde ese día no volví a saber más nada de ella. Los años pasaron, me recibí de Licenciado en Ciencias Económicas, pero a mi madre no la pude sacar de la miseria. Se murió a los dos días de haberme recibido. La muy turra se murió después de haberme hecho estudiar una carrera que no me gustaba, después de haberme hecho perderme la posibilidad de disfrutar mi juventud como un joven normal…
“No puedo negar que tuve buenos trabajos, excelentes puestos en empresas importantes; no puedo negar que gané mucho dinero, pero ya era un tipo grande, sin experiencia en el plano sentimental ni sexual. Me daba vergüenza salir con alguna chica y decirle que era virgen, y lo peor, que ni siquiera nunca había besado. El título y el dinero no me sirvieron de nada. Me convertí en un solterón amargado que de lo único que sabía era de números; ni de música, ni de literatura, ni de nada… Cada vez que llegaba a mi casa me acordaba de Esther, mi gran amor que no fue, deseando, soñando que era mi mujer y que me esperaba con su bonita sonrisa…
“Hasta que una tarde me la encontré por la calle. Ella fue la que me vio y me paró. Nos saludamos y hablamos un rato largo, del colegio, de los viejos tiempos. Ella seguía muy hermosa, era ahora una mujer madura de aspecto jovial, yo parecía un viejo, el padre, a su lado. Me la quedé mirando largo rato, como embobado, y ella sonreía y bajaba la vista. De pronto me dijo: 'Me casé ¿sabés? Tengo dos hijas… Yo me hubiera casado con vos ¿sabés? Estaba super enamorada de vos… No eras como los otros; vos eras educado, amable, caballero, respetuoso… No sé, tan tierno, tan inocente… Sí, me hubiera casado con vos. ¡Lástima que a vos no te pasaba lo mismo conmigo! Todos estos años que no nos vimos siempre pensaba en vos… Pero decime, ¿te casaste?' 'Sí, me casé. Hace poco…', le respondí. Nos despedimos, intercambiamos teléfonos para organizar una cena los dos matrimonios juntos y nos fuimos. Llegué a mi casa y me metí un balazo en la cabeza…
Nuevamente el silencio sepulcral, esta vez mucho más prolongado pues los tres habían concluido sus penosas historias. Yo no sabía que decirles, ni si cabía la posibilidad de añadir algo. ¿Qué se les puede decir a tres tipos muertos que cargan sobre sus espaldas terrible condena por toda la eternidad, sabiendo que pudieron haberla evitado con sólo haber modificado el curso de sus vidas? Es difícil, debe ser difícil saber en que curva hay que pegar el volantazo, pero los caminos están llenos de letreros, sólo es cuestión de saber mirar a tiempo.
El desconsuelo, la desdicha, estaban impresas en sus rostros. Tal vez, se me ocurrió, porque hacía tiempo que no refrescaban los recuerdos de sus patéticas vidas.
El primero que se puso de pie fue el linyera, intentó arreglarse un poco sus ropas y miró nervioso a sus dos compañeros, algo impaciente, más bien.
- Si. Debemos irnos – –dijo el flaco cuando descubrió la mirada de su compañero y echó una mirada aprensiva a su alrededor. Como si ya no soportara más estar en esa estación que los recibiría eternamente noche tras noche. De pronto se me ocurrió preguntarles que hacían el resto del tiempo, cuando no venían aquí, pero me callé. Ya habían hecho bastantes confesiones por el día de hoy.
El otro tipo, el obeso vestido de deportista, se paró como si las palabras del flaco hubieran sido una orden. Entonces los tres se marcharon, cabizbajos, arrastrando sus pies, sin siquiera saludarme.
No voy a negar que todo este asunto me movilizó bastante. Con lentitud saqué un cigarrillo, lo encendí, miré hacia donde los tres hombres se habían dirigido y di una larga pitada. La niebla ya se los había tragado. Sólo estaba yo, envuelto en el silencio, como si esos tres nunca hubieran estado. Estaba seguro que si los corría, si intentaba darles alcance, ya no podría hallarlos. Casi como asaltándome violentamente, acudieron a mi mente las palabras que solía repetirme mi madre sobre dejar pasar las oportunidades y repasé mi vida. Regresé a mi realidad como siempre. Me dormí en el banco de la estación y cuando desperté lo hice en mi cama. Esta vez, con un regusto de amargura en mi boca y una punzada en el estómago. Estaba seguro de no haber desaprovechado las oportunidades que la vida me presentó, pero cómo uno puede estar seguro de eso…

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 4.

Segunda entrega de la serie del Testigo.

Se produjo un largo silencio. La pena en el rostro de ese pobre hombre parecía una máscara sombría.
- Mi historia no es mucho más dichosa que la de él –dijo por fin el otro, el que vestía ropa deportiva-. No me pasó exactamente lo mismo, pero también dejé pasar el tren, o mejor dicho, me bajé de él.
“De pequeño demostré gran interés y habilidad por los deportes. Mi padre era remero y creo que adquirí el espíritu deportivo de él. Jugaba bien al fútbol, en la escuela era el crack del grado; me gustaba el básquetbol donde descollaba en el club del barrio, y practicaba tenis. Ya en la adolescencia me dediqué al levantamiento de pesas y a la lucha libre, ambas disciplinas mis verdaderas pasiones. Con el tiempo, comencé a participar en distintos torneos, interbarriales o provinciales, y a acumular medallas. La verdad, no cabía en mí mismo. Yo también era el hombre más feliz del mundo. Cuando vine un poco más grande, a los veinte años más o menos, llegaron las grandes competencias. Primero logré el Campeonato Metropolitano de Lucha Libre, y un año más tarde el Campeonato Argentino. También gané el Campeonato Nacional de Halterofilia, con record argentino y todo. Usted debe haberme sentido nombrar: Gustavo Lascardi, El Titán, me decían. Hasta fui tapa de un Gráfico. Eso fue cuando gané el Campeonato Panamericano. También obtuve medalla de oro en el Mundial de pesas de España. ¿Dije que era un hombre feliz? Feliz era poco. Era dichoso, me sentía un Dios. Era popular, mis padres estaban orgullosos de mí y tenía un arrastre bárbaro con las minas… Y bueno, las minas, justamente, fueron las que me condujeron a la perdición. Me dejé seducir por su canto melodioso para estrellarme contra las rocas de la frustración.
“Comencé a salir de joda noche por medio, siempre con una muchacha distinta que, generalmente, conocía en el club donde entrenaba. Pero la noche es mala consejera y no va de la mano con los deportistas. Cigarrillo, alcohol, sexo… Cada vez comencé a entrenar menos y a salir más, y en eso llegan los Juegos Olímpicos, la competencia que me podría haber dado la consagración definitiva. Pero en ese momento yo estaba muy embalado con la farra y me creía invencible. Hacía rato que no entrenaba, pero de todos modos participé de las olimpíadas. Estaba achanchado, pesado, falto de ritmo. En lucha libre hice un papelón histórico, no pasé la primera rueda, vencido por un tirifilo que no tenía ni la tercera parte de mis títulos ganados. En levantamiento de pesas no llegué a levantar siquiera treinta kilos menos que los de mi record, y encima me jorobé la columna vertebral. Hernia de disco. Ahí se terminó mi carrera como deportista. Los diarios me dieron con un caño, fui criticado en cuanto programa deportivo había en radio y televisión. Yo era la esperanza de aquellos juegos, ¿sabe? La hernia me la operaron mal y ahí me desplomé. Tuve un ataque de angustia, a mí me dio por la comida y engordé como cuarenta kilos. ¡Qué va ser! A otros le da por la bebida, otros por no comer… Yo me comía la vida. Terminé de encargado de un gimnasio de mala muerte, obeso y, claro, sin minas. Cuando la fama y la pinta se te piantan, se te piantan las minas también. Y ahí uno, recién ahí uno se da cuenta que fue un pelotudo –el obeso suspiró y me dedicó una larga mirada. Parecía una vaca que sabía que la estaban por carnear-. Esa es mi triste historia. Si hasta me perdí la oportunidad de ser parte de la trouppe de Martín Karadagian. De Caballero Rojo me había ofrecido hacer, pero la columna me lo impidió.
Otro largo silencio, cada vez más tenso. Los tres hombres mantenían la vista clavada en el sucio piso del andén.

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 3.

Segunda entrega de la serie del Testigo.

La noche siguiente volvió a suceder. A la misma hora. Cuando salí a la calle, la bruma estaba allí; no tengo ni idea si la neblina está afuera cuando todavía yo permanezco en mi casa o si surge instantáneamente al transponer la puerta. Lo cierto es que siempre que salgo, la niebla ya lo cubre todo.
La estación emergió como siempre, como si se materializara en ese preciso instante. Era increíble el sentimiento de pena, de desolación y abandono que transmitía aquella estación maltratada por el tiempo. A pesar que yo ya estaba familiarizado con ella, todavía seguía sintiendo lo mismo que la primera vez que la había visto. El tren pasó exactamente a la misma hora, y los mismos pasajeros, felices, dichosos, estaban en él. Y los mismos tres tipos surgieron corriendo, cuando el ferrocarril inevitablemente se alejaba.
Esta vez, decidido a establecer contacto con ese trío dispar, no me había sentado en el descascarado banco de madera. Me dirigí al extremo del andén, por donde sabía que aparecerían ellos, y permanecí de pie apoyado contra una de las oxidadas columnas de hierro, saboreando un cigarrillo. En un primer momento se me cruzó por la mente que tal vez, en esa realidad, yo podría ser invisible, porque los tipos repitieron sus gestos dramáticos, sus lamentaciones y se disponían a marcharse sin presentarme la más mínima atención. Daba lo mismo haber estado parado yo, que un cartel con publicidad de un Centro de Meditación Hindú. Pero estaba decidido a entablar, o intentarlo por lo menos, algún tipo de diálogo con ellos. Entonces me volví hacia ellos y le tomé el brazo a uno, al flaco anticuado. Éste se sobresaltó y los otros dos me miraron. No era invisible.
- ¿Usted también se perdió el tren? –me preguntó el obeso de ropa deportiva.
- No –le respondí-. Yo estoy acá desde hace rato.
Los tres me miraron alarmados, como quien mira a un loco peligroso, luego se miraron entre sí.
- ¡Pero hombre! ¿Por qué no subió? –quiso saber el de aspecto lastimoso y me echó una mirada casi compasiva.
- ¿Por qué iba a subir? ¿Dónde me lleva el tren?
Otra vez se miraron. Daba la impresión que el flaco estaba a punto de llorar.
- Mire, amigo, ese tren que acaba de pasar es el tren de las oportunidades... Y usted que hubiera podido abordarlo, no lo hizo.
- ¿El tren de las oportunidades?
- Sí –respondió el flaco y se alzó un poco sus gruesos lentes empujándolos con su índice derecho-. De ser feliz, de casarse con el amor de su vida, de realizar una carrera exitosa, de consagrarse en el deporte que lo apasiona... ¡¿Qué sé yo?! Las oportunidades que tiene uno en la vida... y las desaprovecha.
- ¡Eso mismo! –exclamó el gordo, sus ojos azules rezumaban pena-Nosotros hace años que intentamos alcanzar el tren, pero siempre es igual... Cuando llegamos, el tren parte. Y usted, que podía haberlo tomado... ¿lo dejó escapar?
- Vea, yo no estoy aquí para tomar ningún tren –le respondí-. Pero hay algo que no entiendo. Ustedes dicen que hace años que intentan tomarlo y siempre pasa lo mismo: cuando llegan, el tren se va. ¿Nunca pensaron en venir a la estación un poco antes?
El linyera me escupió una risa, diría yo, algo impertinente, casi como burlándose de mí; pero el flaco me miró con gran pesar.
- ¿Qué hora tiene, caballero? –me preguntó insólitamente.
- Dos y media de la madrugada –le contesté luego de constatarlo en mi reloj.
- ¿Y a qué hora calcula que llegó el tren? –prosiguió con el interrogatorio.
- No sé, hará diez minutos que pasó... A las dos y cuarto, dos y veinte...
- Bien – intervino entonces el linyera y se rascó nerviosamente la cabeza, introduciendo sus gruesos dedos entre los cabellos desordenados y grasosos-. ¿Sabe qué hubiera pasado si nosotros hubiésemos llegado aquí, supóngase, a las doce de la noche? El tren hubiera pasado a las doce menos cinco...
- Esa es nuestra condena, amigo –añadió el gordo-, perder eternamente el tren de las oportunidades...
Los miré a los tres con incredulidad al principio, pero al ver las expresiones serias y abatidas de sus rostros, supe que me decían la verdad. Luego miré el banco que permanecía ajeno a todo, indiferente.
- Creo que me gustaría mucho conocer más a fondo toda esta cuestión. ¿No les gustaría sentarse un rato y conversar conmigo?
Los tres volvieron a mirarse, se interrogaron con las miradas, se encogieron de hombros y luego me contestaron casi al unísono que sí, que total no tenían otra cosa que hacer, y que la verdad hacía mucho tiempo que no charlaban con nadie que no fueran ellos mismos.
- Pero mire que nuestra historia es triste –me advirtió el flacucho con pinta de tragalibros.
- No hay problema –le contesté y nos ubicamos en el viejo banco -, me gustan las historias tristes.
A mi izquierda se ubicaron el flaco y el gordo, y a mi derecha el pordiosero.
- ¿Y qué quiere qué le contemos? –me peguntó precisamente este último.
- Por empezar, me gustaría que especifiquen mejor lo del tren de las oportunidades y lo de su condena.
- Bueno, eso es sencillo –comenzó el flaco, se empujó de nuevo los lentes y adoptó una pose de profesor de filosofía o alguna de esas materias aburridas-. Ese tren que usted vio pasar, ese mismo tren que nosotros estamos condenados a no poder tomar nunca, está cargado de personas que no desaprovecharon su vida... Es decir, que supieron tomar partido de las oportunidades que se les presentaron durante su existencia.
- ¡Un momento! –interrumpí- Por como usted habla, me hace pensar que la gente del tren, y ustedes, están muertos...
Los tres se miraron nuevamente, con gestos que los hacían parecer a una versión un poco más bizarra de Los Tres Chiflados. Los tres lanzaron una risita.
- ¡Claro, hombre! ¿Usted no lo está? –exclamó sorprendido el gordo.
Sólo atiné a negar con la cabeza. De pronto un escalofrío me corrió por el cuerpo. Me encontraba sentado en el medio de la nada, hablando con tres almas en pena. Sentí miedo. ¿Cómo no sentirlo? ¿Usted qué sentiría si se encontrara en un mundo diferente, ajeno al suyo, del cual no sabe regresar por sus propios medios, y se entera que está hablando con muertos, espíritus, fantasmas, o lo que fueran esos tres? Para colmo de males, la ambientación no ayudaba mucho para que uno se sintiera cómodo, o por lo menos tranquilo. Estaba en una estación fantasma hablando con fantasmas.
- No está muerto- musitó el linyera.
- No, pero no importa, continúen por favor.
- Bien –volvió a tomar la palabra el flaco-. ¿Cómo es qué llegamos a padecer esta condena se estará preguntando? Sencillo, nosotros no supimos aprovechar esas oportunidades que la vida nos dio. Por diferentes motivos, sin ser plenamente concientes de ello, cada uno de nosotros desperdició su oportunidad de ser feliz con lo que uno quería realmente –se empujó los lentes con su índice derecho y sonrió penosamente.
- Así es, amigo –continuó el gordo desalineado. Respiró hondo y entrecruzó sus manos posándolas sobre su barriga desmesurada-. Fíjese mi historia sino. Yo era hijo de un matrimonio de clase media bastante acomodada. Tuve una buena niñez y una adolescencia sin quejas. En casa estábamos bien, no faltaba nada. Mi padre laburaba como un burro, pero ni a mi madre ni a mí nunca nos faltó nada. Sí, tuve una niñez feliz y una adolescencia muy buena, por lo único que me tenía que preocupar era por la escuela, que no me gustaba para nada. Lo mío era el tango, sabe. Desde muy pequeño me gustó el tango y soñaba con ser cantor de tangos.
“Mi problema comenzó cuando pasé, luego de dos intentos, a segundo año de la secundaria. El sueño de mi padre era que me recibiera de Perito Mercantil en el colegio Carlos Pellegrini.´Tu futuro es ser bancario, m´hijo´, me había dicho cuando me inscribió. Pero no hubo caso, a mí el estudio no me gustaba. ¡Yo quería ser cantor de Tangos! Como Gardel, como Floreal Ruiz… Entonces largué el colegio, yo tenía dieciséis años y mi viejo, herido en su orgullo me mandó a laburar o me rajaba de casa. Bueno, conseguí un trabajito como lavacopas en un bar donde tocaban los grandes del tango: Darienzo, Pugliese, Troilo… Era un sueño para mí. A los veinte años me pasaron al salón, como mozo y me conocía a todos los maestros del tango. Me sabía todas sus canciones y practicaba. ¡Tenía buena voz, ojo! Una noche, en el baño me enganchó Troilo cantando. Nunca me voy a olvidar esa noche. Me acuerdo que me dijo con su voz arrabalera: 'Pibe, ¿qué haces laburando de mozo, vos? Tendrías un gran futuro como cantor. Dejame ver, voy a hablar con un par de conocidos a ver si te dan una oportunidad' –el gordo se detuvo con los ojos empañados en lágrimas-. ¿Se imagina? ¡Recomendado por Pichuco! Debuté en un barsucho de Barracas. Iban tres gatos locos, y la mayoría tenían una curda que ni veían, pero yo era el hombre más feliz del mundo. Guita y fama no ganaba, pero me sentí tocar el cielo con las manos. Seguía trabajando de mozo, ahora a la mañana, y por la noche cantaba.
“Dos años estuve así. Tuve más ofertas. Además del barcito de Barracas, cantaba ahora en uno de San Telmo, cerquita de donde trabajaba como mozo. Una vez vino a verme Pichuco y todo, y me felicitó. Ese fue un año bueno, primero porque Pichuco me vino a ver, y segundo porque conocí a mi señora, Rosa. Fue durante una presentación en carnaval. Ella había ido al club de su barrio con sus padres, había un baile familiar y yo cantaba en él. Era tan hermosa y tan modosita. En ese momento creí que me había enamorado… No pude resistirme y cuando terminó mi presentación la saqué a bailar. El padre casi me mata. 'Mi hija no baila con artistas', me dijo de muy malos modos, pero la madre intercedió y pude finalmente bailar tres piezas con ella. Suficientes para sacarle su dirección. Nos pusimos de novios al mes. Cuando se enteró el padre casi se muere y me dio un ultimátum: si quería seguir noviando con Rosa debía largar el tango. 'Con el tanguito lo van a comer los piojos', me dijo. Ahí fue cuando dejé escapar el tren –el gordo suspiró-. Pichuco me había conseguido una audición en Radio Nacional, me iban a hacer una prueba. No fui. Yo creía que estaba enamorado de Rosa… Me casé con ella, y el tango lo dejé para cantarlo sólo en la ducha. Después vinieron los hijos. ¡Seis! La plata no alcanzaba, me tuve que buscar otro laburo, mi esposa se puso gorda y protestona…
"Me dediqué a la bebida. Ahora estaba seguro que Rosa no era la mujer de mi vida; a los chicos los quería pero ellos me veían como un fracasado: un mozo borracho, y extrañaba esas noches cantando en los bares… Perdí los dos trabajos, y le pegué flor de paliza a mi señora cuando me gritó por haberlos perdido. Me echó de casa. Terminé de linyera, viviendo en una estación de tren abandonada. ¡Je! ¡Igualita que ésta! Morí una noche de crudo invierno, congelado, canturreando un tango. Y ahora pago mi condena… Cuando morí, me encontré con Troilo. Me dijo que fui un gil, que si hubiera ido a esa audición ahora estaría entre los grandes del tango… “Te la perdiste, pibe: guita, fama, minas…”, me dijo.

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 2.

Segunda entrega de la serie del Testigo.

Me puse de pie, cuando ante mí se detuvo el tren, con sus metálicas ruedas chirriando al frenarse contra los brillantes rieles de la vía. Nadie bajó, y sin embargo, el tren estaba lleno. Todos parecían felices allí arriba; cada pasajero, cada rostro que yo divisaba por las ventanillas de aquellos vagones marrones y plateados, tal cual eran en la época en que los ferrocarriles eran estatales. Todos gozaban de una dicha inconmensurable, que provocaba envidia. Esa felicidad se reflejaba en su mirada, de brillosos ojos, en sus sonrisas amplias, hasta en sus posturas distendidas. Había allí una pareja de recién casados, un hombre adinerado, varios músicos, deportistas y médicos, actores, y modelos; una abuela rodeada por una gran familia de hijos y nietos... Todos, todos los que estaban en aquellos vagones parecían, perdón, no parecían, eran inmensamente dichosos, cada cual a su manera, cada cual con las cosas que le gustaban y amaban.
De pronto, el pito de la locomotora sonó con un silbido prolongado que me sobresaltó y, lentamente, el tren comenzó a ponerse en marcha. Yo me quedé inmóvil observando cada rostro, cada personaje, cada escena que pasaba frente a mí, y no atiné a hacer nada. En realidad, en un primer momento, había pensado que debía subir al tren, y realmente daban ganas de abordarlo viendo tanta felicidad, tanta alegría, pero las puertas permanecieron cerradas, nadie las abrió, ninguno me hizo señas para que subiera, y ningún guarda se asomó ni bajó a soplar el silbato y agitar la franela verde para indicar al maquinista que podían abandonar la estación. Confieso que me quedé un poco desilusionado. No podía ser que me hubieran hecho cruzar la Frontera sólo para observar pasar un tren cargado de gente feliz. Al menos, eso no me cerraba, en la manera en que pensaba para que servían los Testigos. Pero, cuando más de la mitad de la formación ya había dejado atrás el olvidado andén, tres hombres surgieron corriendo por el extremo opuesto.
Parecían desesperados, corrían con toda la potencia que sus cuerpos le permitían y agitaban los brazos haciendo señas al tren que huía como para que se detuviese. Finalmente, cuando el ferrocarril, indiferente, se perdió entre la niebla y la oscuridad de la noche, y el silencio volvió a caer sobre aquella estación, los tres hombres dejaron de correr desesperanzados. Uno de ellos dejó caer sus hombros y la cabeza con abatimiento; otro se tomó la frente trágicamente; el tercero descargó su impotencia dándole un violento puntapié a la caseta de la boletería abandonada. Los tres lanzaron insultos y maldiciones, se lamentaron por su destino, pegaron media vuelta y se retiraron abrazándose mutuamente sin siquiera haber reparado en mí.
Volví a sentarme, disconforme, esperando que sucediera algo que en verdad valiera la pena haberme hecho despertar en medio de la noche, abandonar mi casa furtivamente y adentrarme en este paisaje casi demencial, podría decirse. Calculo que permanecí sentado allí unas dos horas, más o menos, el reloj de la estación, como era de esperar, no funcionaba y el mío había olvidado de colocármelo al salir. Fumé un par de cigarrillos más, canturreé algunas canciones para matar el tiempo, por último, el sueño me venció y me dormí.
Cuando desperté, como en la primera experiencia, al abrir los ojos comprobé con estupor que ya no estaba en la estación sino en mi propia casa, acostado en mi cama. Intenté permanecer indiferente a esta situación inexplicable, quise pensar de nuevo que todo había sido un simple sueño, y de inmediato miré mi ropa que se amontonaba en un banquito junto a la cama. No era la misma con la que me había vestido para atravesar la Frontera. Una vez más me cuestioné todo, una vez más tuve la sospecha de que todo era producto de mi imaginación, pero el antiguo atado de Jockey, que yo había conservado y ahora exponía como alguna especie de raro souvenir sobre mi mesita de luz, me obligó a reconocer la veracidad de mis viajes. Eso, y los zapatos que estaban manchados de barro y tenían algunas briznas de pasto pegadas en la suela.
Pasó el día. Como de costumbre, salí tarde de mi trabajo, pero durante todo aquel día estuve disperso, distraído. Una y otra vez me venía a la mente aquella desolada estación, en el medio de la nada, y la escena de esos tres pobres tipos persiguiendo el tren como si la vida se les fuera en él. Esa noche tuve una fiesta y regresé muy tarde a casa, sin embargo, a pesar del cansancio, di vueltas y más vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. El tren, esas caras felices en los vagones, contrastando con la desesperación de esos tres en el andén... No podía borrarlas de mi mente. Una vez más sentí ese llamado silencioso, esa fuerza que me obligaba a salir a la calle. Esta vez tenía la seguridad que debía cruzar la Frontera, y otra vez de noche. ¿La noche sería el momento propicio para hacerlo? No me preocupé por esos interrogantes sin respuestas, al menos por ahora no tenía sentido. Me levanté, me vestí y salí.
Caminé, ya con la seguridad de saber donde dirigirme. Otra vez el alambrado, las vías muertas y la estación desvencijada. En esta ocasión no me había olvidado el reloj, eran las dos y media de la madrugada. Extraño, porque me pareció que cuando abandoné mi casa eran casi las cinco; luego recordé que la primera vez, también el reloj marcaba la misma hora. Me acomodé en el viejo banco, encendí un cigarrillo como para mantener la cábala y, en pocos minutos, emergió el tren desgarrando la niebla con su luz, ahuyentando el silencio sepulcral con su bocina. La misma escena del día anterior, las mismas caras dichosas, pero ahora percibí detalles que se me habían escapado antes. En todos los vagones sonaba música, una música alegre, casi festiva y el sentimiento de felicidad parecía trascender la formación y formar como un halo a su alrededor. Uno podía sentirla, uno podía notarla atravesándolo, y esa fuerza transmitía unas irrefrenables ganas de abordar el tren. Para completar el cuadro de la otra vez, también aparecieron los tres tipejos corriendo cuando el tren ya estaba en movimiento. Los mismos gestos desesperados, la misma desolación en sus expresiones. Todo había sucedido tal cual, como si se tratara de una película en la que proyectaban siempre la misma escena. Aún seguía sin entender, esperé a que los hombres se me acercaran, me dijeran algo, pero nada de eso sucedió. Los tres repitieron su pantomima, dieron la vuelta y se marcharon sin siquiera dedicarme una mirada fugaz. En cambio, esta vez, yo sí los observé detenidamente.
El que dejaba caer los hombros abatido, era gordo; no, gordo no, más bien panzón. Vestía unos pantalones de vestir, una camisa y un suéter demasiado viejos y gastados. Los puños de la camisa le sobresalían por debajo de las mangas del suéter gris que tenía un agujero en uno de sus codos. El pulóver parecía demasiado chico, tanto que, en la parte de su prominente vientre se le levantaba bastante, dejando ver que algunos botones de la camisa se habían perdido. En cambio, los pantalones le colgaban por todas partes, como si fueran uno o dos talles más grandes de lo que necesitara. En la parte superior de su cabeza presentaba una calvicie pronunciada, pero el resto estaba cubierta por unos cabellos grises, despeinados y algo grasosos. Tenía los ojos hundidos rodeados por unas profundas ojeras. Su rostro era flaco, muy chupado, en el cual resaltaban los huesos de sus pómulos. Remataba todo ese aspecto descuidado una barba de algunos días. Realmente tenía el aspecto de un linyera o, como se les dice ahora, un sin techo.
El segundo tipo, el que pateaba la boletería, era corpulento, y el más alto de los tres, y aunque se notaba que en otro tiempo había tenido un físico privilegiado, ahora estaba gordo, tirando a obeso. El cabello entrecano, cortado casi al ras, revelaba que no era un hombre muy mayor, y las gráciles facciones de su rostro, a pesar de, la ahora, abultada papada y los cachetes regordetes, decían que el hombre había gozado de una pinta sin igual. Vestía ropa deportiva, cosa que francamente le quedaba ridícula.
El último, el que se llevaba la mano a la frente, era el más curioso de los tres. Delgado y bastante elegante, de una pulcritud extrema, iba peinado con raya al costado y un jopo algo ridículo logrado con litros de fijador, y usaba unos lentes de gruesos cristales y anticuado marco negro. Vestía un traje marrón, de calidad, pero pasado de moda, una camisa amarilla y corbata bordó.
Los observé mientras llegaban corriendo, mientras se abatían y se lamentaban, y mientras pegaban la vuelta y se marchaban. Extraño trío era aquel, extraño trío. Lancé un suspiro cuando quedé sólo. Encendí un cigarrillo y comencé a caminar en dirección a donde los tipos se habían ido. Esta vez no me iba a quedar sentado hasta que me ganara el sueño. Estaba totalmente lúcido y despejado, no me iba a dormir enseguida. Bajé los escaloncitos del andén, volví a caminar por ese descampado de alta maleza, esperando no sé qué cosa hallar. Caminé por varios minutos, media hora para ser exactos, y no encontré nada, a excepción de la niebla, los yuyos y, de cuando en cuando, alguna vía. De los tipos ni rastros. Era esa una condición que me inquietaba bastante, en esas realidades a las que visitaba, todos parecían desaparecer. Ante la inutilidad de mi caminata, decidí regresar a la estación y rogué que aún estuviera allí. Gracias a Dios, mis ruegos fueron escuchados y la estación apareció de pronto, como siempre. Me desplomé en el banco, una vez más traté de adivinar el nombre de la estación. Sólo se distinguía una “E”, al comienzo, y la mitad de una “R” casi en el centro del letrero... Allí me quedé, esperando que el sueño me viniera a rescatar de aquella desolación.

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 1.

Segunda entrega de la serie del Testigo

En la vida hay cosas que no deben dejarse escapar, porque puede que sólo exista una única oportunidad para alcanzarlas. Pero el comportamiento de las personas muchas veces -en el mayor de los casos- es extraño y, sea por estupidez, negligencia o ignorancia, se desperdician esas ocasiones que suelen presentarse. Mi madre no se cansaba de repetírmelo, y yo mismo me reía de su insistencia, pensando que eran cosas de gente grande para hacernos estudiar, o simplemente manías de una madre un poco exigente y sobreprotectora. “La vida no es muy generosa con uno”, me decía, “pero de vez en cuando te ofrece la oportunidad para que puedas ser feliz, vivir bien o conocer el éxito”. “El secreto es saber cuándo esa oportunidad se presenta, y cómo atraparla”. “Muchas veces deberás esforzarte, la mayoría de las veces quizá; nada es fácil, nada es mágico”. Entonces agregaba que yo tenía una gran oportunidad en ese mismo momento, que podía estudiar gracias al esfuerzo de mi padre, que nunca abandonara los estudios, y que si pensaba hacerlo, me fijara en los pobres que querían estudiar y no podían porque tenían que trabajar, y cosas por el estilo. Yo tenía unos doce o trece años, recién ingresado al secundario, cuando me recalcaba esto, y debo confesar que jamás reparé en sus palabras a lo largo de mi adolescencia. Pero cuando me convertí en un adulto, con un titulo bajo el brazo, un titulo que me permitía trabajar de lo que realmente me gustaba, allí supe valorar aquellas palabras de mi madre; y mucho más cuando tuve esta insólita experiencia bajo mi condición de Testigo, que pasaré a relatarles.
No habían pasado muchos días de aquella extraña noche en que tuve ese encuentro con aquel hombre en el barcito anticuado de Santiago del Estero y Venezuela. Aún albergaba firmes esperanzas de que se hubiera tratado sólo de mi imaginación o producto de un engañoso sueño. Había ido al lugar donde yo creía que se encontraba ese bar, pero no encontré ninguno allí… Había un lavadero, una casa de venta de motores, una librería y, lo que más se le acercaba, un maxi-quiosco donde vendían panchos y hamburguesas; pero no había ningún bar. No sé exactamente cuánto tiempo había transcurrido de aquella primera noche, tal vez una semana, no lo sé; en realidad, no me propuse llevar la cuenta. Lo cierto es que nunca más había cruzado la Frontera, como la había llamado el tipo; tal vez porque no había, hasta el momento, nada que presenciar, nada que testimoniar.
Pero cierta noche, siempre parecía ser que sucedía de noche, me desperté, sin sobresaltos esta vez, placidamente como quien despierta luego de haber dormido un día entero. No soy de despertar en medio de la noche, mi sueño es pesado y generalmente duermo de un tirón. Algunas veces, debo admitirlo, me despierto con unas incontenibles ganas de fumar, de modo que me siento en la cama y enciendo un cigarrillo para luego seguir durmiendo. Pero aquella noche, no fue así. Supe de algún modo, tuve la certeza en lo más profundo de mi mente, que me había despertado por otro motivo. Permanecí inmóvil un buen tiempo, envuelto en la penumbra, esa oscuridad apenas burlada por la débil luz de la luna que se colaba por la ventana de mi cuarto, sentado al borde de mi cama, casi con la mente en blanco. Sentía que debía ponerme de pie, vestirme y salir a la calle, pero tenía miedo. De sólo pensar que podía vivir otra noche de locos como la primera vez, me paralizaba, me crispaba los nervios. Pero la sensación, el llamado que sentía, era fuerte, como una fuerza irrefrenable e ineludible que no podía resistir.
Finalmente me vestí rápidamente, con lo primero que encontré y abandoné el cuarto. El barrio, como en la otra noche, había desaparecido bajo la espesa niebla. Por largos minutos permanecí quieto en la puerta de mi edificio, ahora tenía la certeza que volvía a cruzar la Frontera, que si caminaba unos cuantos metros me internaría en una realidad alternativa, en la cual no sabía con qué iba a encontrarme. El frío me hizo estremecer. ¿Sería siempre así, fría, la transición? ¿O simplemente era por qué nos encontrábamos en invierno? Por último, cayendo en la cuenta que, era totalmente en vano haberme levantado para, solamente, mantenerme en la puerta de mi domicilio observando una niebla fantasmal que lo cubría todo, comencé a caminar.
La primera sorpresa la tuve de inmediato, al oír mis pasos. No estaba pisando baldosas ni pavimento. A mis oídos no llegaba el típico golpeteo de lo tacos de mis zapatos contra las duras veredas o las calles. Mis pasos se vieron amortiguados por una superficie blanda e irregular y producían un murmullo sordo. Era como si, más bien, estuviera caminando sobre tierra blanda o sobre hierba. Solté una risa, no podía ser. Tendría que estar caminando sobre los gastados adoquines típicos de ciertas calles de Barracas, que aún hoy todavía resisten al progreso malvado que pretende robarles su historia de arrabal a fuerza de alquitrán. No, no podía ser. Es más, no me había alejado de mi casa más de cinco metros; si retrocedía sobre mis pasos, tendría que hallar mi vereda, de anchas baldosas lisas y grises. De hecho, como para comprobar lo que pensaba, di media vuelta y desanduve el camino. La segunda sorpresa. Me llevé por delante una especie de alambrado o cerco. Mi edificio, los edificios vecinos, los negocios de la cuadra habían desaparecido. Definitivamente había cruzado la Frontera y un nuevo temor me invadió. El tipo de la otra noche me había dicho que mis incursiones serían aleatorias hasta que aprendiera a cruzarla solo, pero... nada me había dicho acerca de cómo regresar a mi realidad. ¿Y si me quedaba varado en una realidad ajena? ¿Y si al regresar no regresaba a mi mundo? Otra vez el sudor frío en las manos, otra vez el nudo en el estómago. Traté de serenarme y, cuando lo conseguí a medias, decidí caminar siguiendo el recorrido del alambrado, para ver si terminaba en algún momento o bien, tenía una puerta o abertura de algún tipo. Por supuesto, no hallé nada de eso, y el cerco parecía extenderse infinitamente. Decidí, entonces, alejarme de él, para ver que encontraba, si es que en ese lugar había algo para encontrar más que aquel cerco.
Algo más había, pues apenas di un par de pasos, tropecé con algo duro que sobresalía del terreno. Casi pierdo el equilibrio y caigo de bruces al suelo. La niebla implacable no me permitía ver nada más allá de unos pocos centímetros de mis ojos. Me puse en cuclillas para averiguar qué era lo que me había hecho tropezar. Entonces pude ver el terreno por el que andaba: era un suelo llano, de tierra, cubierto por unos ralos pastos de unos diez o quince centímetros de alto; pero lo más curioso era que entre la hierba, pasaban dos vías con sus oscuros y resecos durmientes de quebracho. Con uno de esos rieles me había tropezado. Parecía que se trataba de una vía muerta; de varios años en desuso, estimé. Me incorporé nuevamente y paseé mis ojos por mí alrededor, para ver si entre aquella bruma podía divisar algo, un punto de referencia que me ubicara, pero no descubrí nada, sólo niebla gris.
Volví a caminar, ahora con más cuidado, por miedo a tropezar nuevamente. Sorteé otras vías, muy cerca de las anteriores y, de pronto, como si hubiera surgido de la nada, o como si fuera el único edificio que podía imponerse al maleficio de la neblina, apareció ante mí una pequeña estación de ferrocarril. ¿O acaso, las realidades alternativas se iban armando poco a poco, reuniendo fragmentos aislados quién sabe de dónde?
No era más que una miserable pared descascarada y agrietada que en muchos puntos mostraba descaradamente sus ladrillos, húmedos y enmohecidos; el andén, gris y mugriento, y cuatro gruesas vigas de hierro oxidadas que funcionaban como columnas sosteniendo un precario techo de chapas anaranjadas. La boletería, una casuchita ubicada en un extremo del andén, permanecía cerrada, y por su aspecto parecía que hacía añares que había dejado de funcionar. En el centro, se ubicaba un largo banco de madera, de esos que suelen haber en las estaciones, para soportar un poco más la larga espera del ansiado tren. Justo encima, contra el muro, había un cartel, seguramente con el nombre de la estación; un poco más allá, un gran reloj, redondo, de cuadrante blanco y números romanos, y un farol negro, de hierro, que por la mugre que tenía en sus vidrios emitía una luz débil y muy difusa.
Una estación, en el medio de la nada. Saqué el paquete de cigarrillos del bolsillo de mi pantalón, me llevé uno a la boca y lo encendí; después me acerqué a ella. Tuve una extraña sensación de desasosiego cuando me detuve en el centro del andén y observé todo con más detalle, solo, envuelto en la penumbra, rodeado de la niebla que tornaba todo más lúgubre, acariciado por una leve brisa fría que soplaba serenamente desde todas direcciones. No sabía bien que hacer, ni si era allí, a esa estación, donde debía dirigirme, pero como pasó el tiempo y no surgió calle o edificio nuevo alguno, decidí que lo mejor sería sentarme un rato en el viejo y despintado banco.
No tenía idea en que estación me encontraba, pues el cartel había perdido casi la totalidad de sus letras gracias a la corrosión y el óxido. Me encendí un nuevo cigarrillo porque intuí que la espera podía ser larga, sino inútil. Pero, de pronto, como para refregarme en la cara lo errado de mis pensamientos, alcancé a oír la lejana bocina de un tren que se acercaba desde mi izquierda. Unos segundos más tarde, la poderosa luz de una locomotora diesel, de esas locomotoras que antes acostumbrábamos ver, pintadas de rojo y amarillo, rompió la cortina que la niebla imponía y se acercó velozmente hacia la estación.