jueves, 27 de agosto de 2009

El Libro Parte 3.

Alfonso se sintió desfallecer y las manos comenzaron a temblarle. Una vez más miró a su alrededor. Se puso de pie y se acercó a la puerta que comunicaba el living con el vestíbulo. Miró al estudio aun revuelto y salpicado de sangre, y observó la escalera que conducía a la planta alta, cuya baranda era de madera bien lustrada y sus escalones estaban alfombrados de verde. Alguien tenía que estar haciéndole una broma, o lo que era peor, alguien sabía a la perfección lo qué había hecho… ¿Pero quién? ¿Y cómo podría alguien escribir todas esas cosas tan recientes y con tanto lujo de detalle? Además, allí había escritas cosas que sólo él e Ismael sabían. La puerta del gimnasio y la de la cocina estaban cerradas, no quiso ir a revisar. Regresó al living y alzó nuevamente el pesado libro. Con mucho temor, que se le presentó como un martilleo dentro de su cabeza y unas fugaces punzadas, continuó leyendo:
“…Alfonso tomó nuevamente el libro, aquel libro que inexplicablemente había aparecido en su casa. Sus manos temblaban y un sudor frío le corrió por la espalda. No podía dar crédito a lo que sus ojos leían, pero internamente sabía que era cierto, no se trataba de una alucinación ni invenciones suyas, cada palabra que leía, cada palabra que componía ese escrito siniestro, eran reales, estaban plasmadas en aquellas hojas de pergamino... De pronto, un sonido, un gran estruendo metálico que provenía del exterior llamó su atención. Cerró el libro y corrió a la ventana…”
Alfonso cerró el libro al escuchar un fuerte ruido, como de chapas desgarrándose o retorciéndose. Aun podía sentir el sudor en su espalda y el temblor de sus manos. Meditó unos segundos, como si no estuviera muy seguro de lo que hacer y, finalmente corrió junto a la ventana.
La niebla seguía flotando de una forma espectral, cubriendo la desierta calle, velando la figura del silo que se alzaba enfrente y que ahora era la tumba de su amigo, su víctima. No vio nada ni a nadie. La niebla no permitía ver nada con precisión y claridad. Volvió a abrir el libro y buscó desesperado la página donde había dejado de leer:
“…La tortuosa silueta de Ismael se recortó sobre el alambrado de la compañía de cereales. Había escapado de su improvisado sepulcro con un solo propósito: vengarse de su verdugo…”
El temblor de las manos de Alfonso se intensificó y, aunque todo su ser se negaba, volvió a acercarse a la ventana. Afuera, la forma difusa de un hombre avanzaba tambaleante abriéndose paso en la bruma densa. Intentó no alarmarse, quiso pensar que se trataba de un transeúnte ocasional, alguien que la casualidad había puesto allí para jugarle una mala pasada, pero entonces reparó en el silo. La niebla se había abierto un poco en aquel sector, desgarrándose en hilachas lechosas y le enseñó descaradamente la abertura que el depósito de granos ostentaba. Era como si algo, o alguien hubiera desgarrado el metal con las manos, con unas zarpas poderosas desde el interior. Alrededor se había formado una montaña de granos que habían escapado de él. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, lo sacudió de tal forma que casi pierde el equilibrio. Retrocedió unos pasos al tiempo que observaba como aquel hombre continuaba avanzando… Y avanzaba hacia él.
Corrió hacia el sofá, tomó el libro y recorrió sus hojas hasta dar con la que había dejado de leer. Descubrió que más adelante, las hojas estaban en blanco, completamente vacías…
“Ismael llegó hasta la casa, nada lo iba a detener, y con fuertes golpes de sus puños azotó la puerta…”, continuaba el texto del libro siniestro que sostenía en sus manos sudadas y temblorosas, y en ese momento, dos, tres, cuatro golpes resonaron contra la puerta de entrada. Tal fue la sorpresa que dio un sobresalto y el libro casi se le cae al piso, pero pudo asirlo y le echó una nueva mirada a la página. Los golpes persistían en la puerta, monótonos y violentos. ¿Sería posible? No iba a acercarse a la entrada para comprobarlo. Desesperado, bañado por un sudor frío, echó a correr escaleras arriba y se refugió en su habitación. La puerta la cerró con llave y sin detenerse se dirigió a un cajón de la cómoda y tomó un revolver, un calibre 38 que tenía por si acaso. Con tanta inseguridad nunca se sabía.
Sintiéndose un poco más seguro al tener alarma en su mano, se sentó en la cama y volvió a centrar su atención en el libro que había llevado consigo.
“Aterrado, Alfonso, corrió como un poseso, subió a la planta superior y se encerró en su cuarto. De un cajón extrajo un arma, como si un arma pudiera salvarlo de aquella venganza de ultratumba. Abajo, en el living, Ismael derribó la puerta que sonó como un trueno al desprenderse de sus bisagras. Los pasos irregulares comenzaron a escucharse sobre el lustroso piso de madera… Nada podía detenerlo…”
Simultáneamente, al concluir de leer aquella página, un estruendo llenó el silencio mortal que pesaba sobre la casa cuando la puerta de entrada se desplomó bajo la fuerza de los embates. El corazón de Alfonso dio un vuelco y soltó el libro dejándolo caer al suelo. Abajo ya retumbaban los pasos inciertos de aquel extraño. Miró el libro horrorizado y luego miró hacia la puerta. Ya sabía que sucedía, por alguna macabra razón, todo lo que él leía de aquel libro se materializaba, se hacía realidad. No volvería a leerlo y todo pasaría. Tomó el arma con ambas manos hasta asegurarse que todo hubiera terminado y aguzó su oído. No se escuchaba nada. Como lo había previsto, todo había acabado al dejar de leer el libro. Ahora lo tomaría y lo quemaría en el hogar del living. Pero de pronto, los pasos volvieron a resonar y le parecieron a él los martillazos de algún juez al dictar una sentencia de muerte. Estaban subiendo la escalera, lenta, pesadamente. El viento sopló de improviso y ululó en la ventana del cuarto como si fuera un silbido fantasmal. El corazón de Alfonso se aceleró alocadamente y todo su cuerpo fue presa de un temblor súbito e incontrolable. Tomó el libro con desesperación y leyó:
Ismael subió las escaleras lentamente. Su sed de venganza se tornaba incontrolable y sólo tenía un objetivo: Alfonso, quien continuaba detrás de la puerta, aterrado, leyendo sin dar crédito lo que revelaba el libro… Sus pensamientos, eran ahora una vorágine de ideas descabelladas, súplicas frenéticas y remordimientos tardíos. Y en eso el picaporte de la puerta giró muy despacio…”
Mientras leía tembloroso continuaron los pesados pasos por la escalera y de pronto, el picaporte se movió acompañado por un chirrido que lo había hecho toda la vida pero que esa noche le pareció excesivamente agudo y alarmante. Siguió leyendo, la curiosidad y el pánico lo tenían atado a este anticipado relato. Tal vez leyendo encontrara una forma de librarse de esto… El picaporte continuaba girando ahora con más fuerza y rapidez y Alfonso desesperado disparó tres veces a la puerta.
“Alfonso efectuó tres disparos a la puerta que se sacudía al ritmo del picaporte que giraba una y otra vez. Una estupidez que realizó impulsado por el pánico, pues con esto sólo logró facilitarle las cosas a Ismael. Uno de los impactos dio en la cerradura y, con un leve quejido, en medio de una nube de humo azulado que emanaba del arma, la puerta del cuarto se abrió lentamente dando paso a la figura tortuosa que se mantenía bamboleante detrás. Por primera vez, Alfonso pudo ver a su amigo y socio…”
Leído esto, la puerta soltó un sonido quejumbroso y muy despacio comenzó a moverse revelando de a poco una figura tan conocida por Alfonso: Ismael, su amigo, su socio, su víctima. El silbido siniestro del viento continuaba sonando en la ventana y los vidrios se agitaban levemente produciendo un tintineo exasperante. Pero eso ya no era nada comparado con la sensación de ver a su amigo allí de pie, sabiendo que él, que él mismo, le había asestado los tres golpes fatales en la cabeza. ¿O acaso no lo había matado? ¿Había confundido pérdida del conocimiento con muerte? No, había constatado muy bien que estaba muerto y ahora mismo podía comprobarlo. La cabeza destrozada por los golpes mostraba una costra pustulosa que rezumaba un asqueroso líquido negro y espeso; los ojos sin expresión, sin vida, miraban a la nada, su piel lívida…
¡¿Cómo?! ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que su amigo estuviera allí de pie? ¿Cómo era posible que ese libro maldito narrara todo premonitoriamente? ¿Quién o qué lo podría haber escrito? Alfonso creyó volverse loco; le pareció que el corazón desbocado unos segundos antes, se le había detenido por unos instantes. Bajó pesadamente la mano con que sostenía el arma. Ismael le dirigió su mirada muerta y su asesino esquivó sus ojos apagados y miró el libro que había caído abierto justo en la página que había acabado de leer. Para añadir más locura a esa noche demencial, descubrió que la página que había leído concluía a la mitad y todo el resto de la hoja y la página que seguía estaban en blanco. El relato no continuaba, allí se había detenido. Entonces sí, miró a Ismael, y se echó a llorar, de arrepentimiento, de terror. El cadáver, indiferente a las emociones de su antiguo socio y amigo, dio un paso al frente y alzó una de sus manos, ahora temibles garras. En un acto instintivo, Alfonso volvió a levantar su arma y descargó los otros tres disparos que le quedaban sobre el cuerpo inerte que avanzaba con algo de torpeza. Ninguno de los tiros afectó al muerto, ¿cómo habría de hacerlo?
Las garras de Ismael cayeron sobre Alfonso abriendo surcos sangrientos en su cuello y en el pecho. Mientras se desplomaba hacia el suelo, mientras la vida se le escapaba en borbotones de sangre, observó horrorizado como el libro se escribía solo y supo que aquella tinta era la sangre de su socio y su propia sangre.
“Ismael al fin, sin el menor esfuerzo, pudo consumar su venganza. Con total frialdad, con certera puntería, desgarró la carne de su socio, y hecho esto también él cayó al piso…”
El cuerpo de Ismael se desplomó junto a él. La herida mortal de la cabeza quedó ante sus ojos como para recordarle antes de morir que esa era la causa de todo mal. Desde el suelo, inmerso en su propio charco de sangre, Alfonso, escuchó unos nuevos pasos subir la escalera. Esta vez eran pasos firmes, regulares, pasos dados con decisión, aunque sin apuro. Unos zapatos abotinados, bien lustrados aparecieron ante sus ojos cuya visión ya se borroneaba. Reconoció esos zapatos, a pesar de todo; los zapatos, el pantalón y el ruedo del pesado abrigo. El charco de sangre estaba por alcanzar el libro, sin embargo, justo antes de que eso sucediera, el recién llegado se agachó y lo recogió. Era el Señor Natas Mort. Al agacharse, dirigió su rostro hacia el de Alfonso. Igual que en la convención, bajo el extraño sombrero de ala muy ancha, la cara de Mort, huesuda y pálida, dibujó aquella siniestra sonrisa. Esta vez, sus ojos eran rojos y brillaban con una maldad abrumadora.
- Ya lo ve, amigo, se lo había prevenido: “fíjese usted si podrá cumplir con su parte”, ¿lo recuerda? – Mort se incorporó y acomodó su ropa primero, luego su sombrero-. En realidad sabía que no lo lograrían, el escrito de su amigo era una porquería, por eso tuve que escribir uno yo, amoldado a mi propio gusto.
Mort, abrió el libro sobre la cómoda, mojó una de sus largas uñas en el charco de sangre de Alfonso y firmó la última página. Luego añadió:
- Voy a leerle el final, no sea cosa que después de haberlo leído todo vaya a dejarnos sin terminarlo.
“El Señor Natas Mort, cuyo nombre no era más que un estúpido anagrama de Satán y su apellido el vocablo francés para designar muerte, se presentó en la casa de Alfonso a reclamar lo que era suyo: el libro, y las almas de los dos socios. Alfonso yacía en su habitación sobre su propia sangre que iba invadiendo todo el suelo. A su lado estaba el cadáver de su amigo, quien él mismo había matado y quién éste le había dado muerte a su vez a él. La vida se le escapaba rápidamente, y su alma estaba transida de desesperación y arrepentimiento. Pero era tarde para lamentaciones. Mort firmó su obra y se alejó llevando el libro bien apretado contra su pecho. Alfonso lloró en silencio, un llanto sin lágrimas, un llanto interno y profundo…”
Mort Cerró el volumen, volvió a sonreírle a Alfonso y se marchó por la puerta. Poco a poco, las fuerzas abandonaron al escritor y se sumió en la oscuridad.

El Libro. Parte 2

- ¿Un desafío? ¡Explíquese por favor! –le pidió Ismael.
- Un simple desafío literario, si cabe la expresión. Les ofrezco diez millones de dólares por uno de sus relatos de horror –se explicó el hombre y los miró a ambos con esos ojos saltones tan intensos.
- Lo siento, amigo. Su oferta es muy tentadora, pero va a tener que hablar esto con nuestro agente. Es una suma que nunca nadie nos pagará, pero en este momento tenemos un contrato de exclusividad firmado con este sello editor, por tres años más –le había respondido Alfonso, lamentándose del día que había estampado la firma para la miserable editorial que tan sólo le pagaba cincuenta mil por libro.
- No se preocupen por la editorial, señores. Este relato que les pido nunca va a salir publicado en ningún lado. Es un lujo que puedo y quiero darme. Excentricidades de un poderoso, llámenle. Además, ustedes tienen contrato con esta firma bajo el nombre de Almael Galvich, que es el seudónimo que usan, ¿la fusión de sus nombres verdad? Lo que yo pretendo es otra cosa, y acá está el desafío en sí.
- ¡Explíquese de nuevo, por favor!-había vuelto a pedir Ismael.
- Lo que yo pretendo, caballeros, es que cada uno de ustedes por separado, escriba un relato de horror, el mejor que jamás hayan escrito y vayan a escribir. Les doy seis meses de tiempo. Aquel de ustedes dos que me entregue el mejor relato se llevará los diez millones de dólares. Una cifra para nada despreciable ¿eh? Sobre todo porque no habrá necesidad de compartirla con el socio... ¿Qué me dicen? ¿Aceptan o no?
Por supuesto que ambos aceptaron. Había algo que les apasionaba más que las letras, los relatos de horror y las ciencias ocultas: el dinero. Los dos dijeron que sí, casi al mismo tiempo. El tal Natas Mort, no les hizo firmar papel alguno, sólo les dio una tarjeta con una dirección donde debían entregar los trabajos. Él luego se encargaría de contactar al ganador y pagarle su premio. Cuando Alfonso dudó (y se lo hizo saber a Mort) de su palabra, o de su honestidad a la hora del pago, Mort rió de nuevo, de esa forma macabra que lo hacía y le dijo:
- No se preocupe, amigo. Yo voy a cumplir con mi parte, fíjese usted primero si podrá cumplir con la suya.
En aquellas últimas palabras pensaba Alfonso cuando cargaba una vez más a Ismael sobre sus hombros. La herida de la cabeza ya estaba un poco más seca que antes, pero aun supuraba un poco, un líquido viscoso de color negruzco.
Del alambrado hasta el silo mediaban unos escasos cuatro metros, pero para Alfonso fueron los cuatro metros más largos de su vida. Estaba exhausto, y algo fatigado a causa del esfuerzo realizado, los nervios que tenía y el peso de aquel cadáver que a cada minuto que pasaba parecía aumentar más y más. Llegó por fin al pie de aquel silo, que sería la tumba de su amigo. Ahora restaba la etapa más difícil y peligrosa: subir con el cadáver a cuestas por la, para nada segura, escalera metálica que estaba adherida a la pared exterior del depósito, único medio para poder llegar a lo más alto de éste, donde se encontraba la abertura por la cual se vertían los granos, para luego molerlos.
El ascenso fue terrible. No era nada sencillo acceder por aquella escalera sin ninguna protección con un muerto sobre los hombros. Pero, después de dos veces en que casi cae al vacío y otra en que casi se le cae el cuerpo de Ismael, pudo llegar a lo alto del silo.
Sin perder tiempo arrojó el cadáver por la oscura abertura, donde en ocasiones normales se echaban enormes cantidades de granos de cereal. El silo debería estar lleno, o en su defecto bastante cargado, pues Alfonso sólo escuchó un sonido sordo y amortiguado. Recién allí, Alfonso se permitió un descanso, breve, efímero podría decirse en comparación con el enorme esfuerzo que había realizado. Se animó a sentarse en el borde de aquel cráter metálico, y se tomó algunos segundos para recuperar las fuerzas y el aliento. El asunto estaba terminado, mañana por la mañana, cuando activaran la molienda, el cuerpo de Ismael quedaría reducido a una pulpa irreconocible de carne y huesos. Sólo faltaba limpiar la sangre que había quedado en el estudio de su casa y ya nada podría vincularlo con la desaparición de su amigo.


La bruma había aumentado un poco, no en densidad sino en volumen. La luz de la luna y del alumbrado público se veía mucho más amortajada gracias a la cortina que la niebla imponía, pero no lograba ocultar los edificios. Detrás del alambrado podía ver su casa, a escasos veinte metros, esperándolo pacientemente. Con la misma agilidad que antes, trepó la cerca, saltó a la calle y, en una carrera silenciosa, atravesó la distancia que lo separaba de su hogar y cerró la puerta con doble llave. Llegó agitado, sin aire, jadeando como si hubiera corrido los diez kilómetros ida y vuelta que solía correr todas las mañanas. Miró el vestíbulo donde se encontraba, y miró la puerta que conducía a su estudio. Había quedado la lámpara que estaba sobre el escritorio encendida, y podía verse el desorden y las manchas de sangre. En su mente revivió toda la atroz escena del crimen como si alguien se la estuviera proyectando mediante alguna clase de proyector holográfico.
Vio como Ismael entraba al vestíbulo con un aire de grandeza poco habitual en él. Llevaba algo bajo el brazo, una carpeta o algo similar que contenía muchas hojas. Después de saludarlo, había pasado directamente al estudio, que se encontraba a la derecha del vestíbulo, sin esperar siquiera a ser invitado por Alfonso, como cuando venía para escribir con él. Se había detenido en el llano de la puerta y lo miró con un gesto inquisitivo, como si le estuviera preguntando si iba a acompañarlo o lo que tenía que decirle se lo tendría que decir allí de pie. Alfonso había entrado al fin a su estudio luego de tomarse unos segundos para intentar adivinar qué era lo que le pasaba a su amigo. Mantenía una mancuerda en su mano, pues había interrumpido sus ejercicios. Ismael se acomodó en la silla que estaba frente al escritorio de robusta madera, como si fuera alguien que venía a tratar un negocio. Jamás se había sentado allí, él siempre usaba el alto taburete que se encontraba junto al equipo de música, un poco más a la izquierda. Alfonso, por último, se sentó en el sillón de su escritorio y apoyo la pesita en su regazo.
- ¡Te gané! –le había espetado Ismael con una sonrisa triunfal instalada en su ancho rostro al tiempo que aplastaba la carpeta con gran estruendo sobre la mesa del escritorio- ¡Lo hice! Escribí el libro y mañana se vence el plazo.
Alfonso se había quedado perplejo. Durante varios minutos fue incapaz de articular palabra alguna, sólo podía sentir como la bronca, la ira, la furia, se iban acumulando en su interior como el vapor dentro de una olla a presión, y como su mano apretaba con fuerza la mancuerna. Todo el tiempo lo había estado engañando. Desde que el tal Mort les había planteado el desafío, Ismael y Alfonso no se habían vuelto a ver, encerrados ambos para lograr sus respectivos relatos. Sólo se telefoneaban o se comunicaban a través de Internet, para contarse sus progresos, que para ambos eran nulos. Pero en ese momento había caído en la cuenta que Ismael lo había estado engañando todo el tiempo. Que cada vez que Alfonso lo llamaba para decirle que no lograba siquiera garabatear un borrador y su socio, su amigo, le decía que se quedara tranquilo, que a él le sucedía exactamente lo mismo, que por más que se esforzaba, que por más ideas que le venían a la cabeza, no lograba darle la forma de un relato más o menos interesante, en realidad le había estado mintiendo descaradamente. Finalmente lo había estado engañando. Mientras Alfonso se relajaba pensando que, después de todo, ambos se quedarían sin el premio y continuarían trabajando juntos, Ismael había escrito su relato y ahora se lo estaba refregando en la cara. No importaba qué tan bueno fuera, pues no había otro relato para competir. Él se llevaría los diez millones.
- ¡Te felicito! –había logrado balbucir Alfonso finalmente, e intentó dibujar una sonrisa cortés, pero no lo logró. Entonces se puso de pie- Aguardame un minuto –le pidió y abandonó el estudio.
Hizo ruido con sus pies, simulando alejarse a algún lado de su casa, pero sin embargo se quedó junto a la puerta del estudio, apretado contra la pared sopesando su pesa, mascullando su bronca y su frustración. Fue allí que la idea le acudió a la mente como un rayo oscuro. Se le instaló en su cabeza y no hizo nada por desecharla, al contrario la acogió con agrado, con satisfacción. Regresó al estudio como un autómata, balanceando la mancuerna con paso sigiloso, aunque no lo suficiente como para que Ismael no advirtiera su llegada. Al verlo con la mancuerna en la mano se puso de pie. Alfonso no lo dejó formular la pregunta que su socio pretendió hacer. Le asestó el primer golpe, cuyo impacto lo arrojó contra los estantes de una de sus bibliotecas. En el suelo, entre los discos compactos y libros desparramados, le dio los otros dos definitivos.
Alfonso sacudió la cabeza para alejar las imágenes que lo acosaban como fantasmas y miró a su alrededor como quien despierta de un mal sueño. Recordó entonces la carpeta y corrió al estudio para buscarla. Mañana la presentaría él y se llevaría el premio. Si le preguntaban por su socio, simplemente respondería haber recibido un llamado suyo comunicándole que partía de improviso al exterior no sé porqué asunto familiar. Pero al llegar al escritorio la sorpresa lo hizo sobresaltar. La carpeta de cartulina naranja había desaparecido y en su lugar había un extraño libro. Alfonso miró a su alrededor tratando de descubrir si alguien había entrado a la casa, cambiado la carpeta por el libro y, ahora, se estaría riendo por lo bajo en las sombras de algún rincón.
El libro parecía antiguo. Era un gran volumen de hojas amarillentas encuadernado con unas tapas de madera forradas con un cuero negro y algo rugoso. No tenía título ni inscripción alguna. Alfonso sabía perfectamente que aquel libro no le pertenecía. Él tenía plena memoria de cada volumen que llenaban sus anaqueles, y ese tan particular debería recordarlo fácilmente. Pero no era así, en su vida lo había visto.
Lo tomó con curiosidad y lo abrió. Sus páginas estaban escritas en letra cursiva, de un estilo muy cuidado y algo anticuado, con una tinta roja algo oscura que le hizo pensar, no supo porqué, en sangre. Con lentitud, salió del estudio hojeando el libro y se dirigió hacia el living. Cuando llegó al sillón que estaba en el centro, delante de una mesita baja, y flanqueado por otros dos sillones más pequeños, cayó sentado bruscamente. El libro narraba a la perfección su vida junto a Ismael. ¿Era esto lo qué había escrito su socio? ¿Había confundido semejante libro con una carpeta llena de hojas mecanografiadas? Continuó leyendo muy por encima; como un poseso fue pasando página tras página. Todo, todo lo que habían vivido ambos estaba plasmado allí, con lujos de detalles y gran estilo narrativo. El libro se le cayó de las manos cuando llegó al momento del asesinato de su amigo. En aquel libro estaba escrito lo que había sucedido recientemente, incluso narraba como Alfonso se había desecho del cadáver.

El Libro. Parte 1

Alfonso avanzó forzadamente, tambaleándose por el enorme peso que cargaba sobre sus hombros. A punto estuvo de caer varias veces. Era una noche fría y desolada, envuelta en una quietud sólo perturbada por el sonido que producían unos grillos. Una fina neblina estaba bajando, convirtiendo la luz de la luna y el alumbrado público en una diáfana luminosidad. Era una noche fantasmal. De algún modo bien podría ser una noche descripta en alguno de los relatos que él escribía. Bueno, que hasta ahora había escrito con su amigo Ismael Jácovich, cuyo cuerpo sin vida llevaba en sus espaldas para arrojarlo en el silo de granos que se alzaba a varios metros frente a su casa. Lo había asesinado hacía unas pocas horas atrás, sin pensarlo dos veces. Le había partido la cabeza con una de las mancuernas con las que hacía ejercicios. No tenía remordimientos, a pesar de la larga amistad que los había unido hasta aquella fatídica noche. Tres golpes arteros y certeros habían sido suficientes para liquidarlo. Por la espalda, de forma cobarde. Tal vez porque si lo hubiera intentado de frente no se habría atrevido a hacerlo. Pero el motivo, o mejor dicho, el fin por el cual lo había asesinado bien valía la pena cualquier sacrificio, incluso ese, el de matar sin piedad a un amigo.
Alfonso Esteban Gálvez e Ismael Jácovich, se conocieron en la facultad, cuando coincidieron en las mismas materias en su carrera de Letras, y de inmediato congeniaron. Eran esas personas que parecían haber nacido para encontrarse en la vida. Es que ambos tenían los mismos gustos literarios, tanto en los grandes clásicos como en los autores contemporáneos; además a ambos les gustaba escribir relatos de horror y desarrollaban un interés, podría decirse, casi fanático por las ciencias ocultas. Los años los convirtieron en grandes amigos, los años y las más escabrosas experiencias vividas juntos. Pues bien sabido era que ambos habían participado de todo tipo de macabras misas negras, rituales mágicos, vudú y otros ritos siniestros, cuyos orígenes se remontan a los albores de la civilización. Esa era su fuente de inspiración, decían. Que de sus experiencias, de las cosas que allí veían surgían sus oscuras historias que los habían llevado a convertirse en los dos escritores más famosos de relatos de horror. Ambos se encerraban durante semanas, incluso meses, en la casa que Alfonso tenía en las afueras de la ciudad, y allí turnándose al frente de una vieja máquina de escribir, plasmaban sus ideas, sus historias, que alguno de los dos imaginaba y con la ayuda del otro la iban enriqueciendo poco a poco. Aquella misma casa donde aquella noche se produjo el fatal crimen. Aquella misma casa que se iba perdiendo en las sombras nocturnas mientras Alfonso avanzaba lentamente, con esfuerzo, cargando el cadáver de su amigo y socio.
Para acceder al silo, había que franquear un alambrado, cuya puerta estaba sujeta con una gruesa cadena oxidada y un pesado candado que se cerraba en ésta. Alfonso no había previsto eso. Una estupidez, pues el silo pertenecía a una importante compañía de cereales. ¿Qué pretendía que día y noche dejaran las puertas abiertas para que cualquier maniático fuera a desechar sus cadáveres? Lo más probable era que también hubiera guardias privados de seguridad. Pero Alfonso ya no tenía tiempo para resolver esos contratiempos. Debía deshacerse del cuerpo lo más rápido posible. También cabía la posibilidad que una patrulla, en una de sus remotas rondas por aquel sector apartado de la zona poblada, lo descubriera en plena faena.
Una luna amortajada por la niebla desparramaba su luz con desgano. Alfonso llegó a la cerca y depositó el cadáver en el suelo, sobre el corto césped perlado por el rocío. Podía verse con total nitidez el lugar donde el pobre Ismael había recibido los golpes. Un lado de su inerte cabeza estaba totalmente destrozado, luciendo un gran coagulo aun sangrante.
Dejó el cadáver sin ningún cuidado, si no había tenido reparos de romperle la crisma porqué tendría que tenerlo ahora que ya no era más que un montón de huesos y carne fría. Miró un momento el alambrado, lo estudió detenidamente. No era muy alto, si lograba pasar el cuerpo de su amigo al otro lado, él podría treparlo con facilidad. Tenía casi cincuenta años, pero aun conservaba un buen estado físico, por algo se mataba cuatro horas diarias haciendo pesas en el gimnasio que había instalado en su casa. Alfonso se río por la ironía, antes de disponerse a cargar el cuerpo nuevamente. “Se mataba en el gimnasio”, había pensado, y justamente su amigo realmente había muerto por una de las pesas que allí había. Pura casualidad, claro. Ismael había irrumpido justo a la hora en que él hacía sus ejercicios.
Se cargó el cadáver al hombro, luego, haciendo acopio de todas sus fuerzas lo alzó con ambos brazos sobre su cabeza. Tambaleó un poco. Casi se le cayó el cuerpo y casi cayó él de espaldas, pero pudo mantener el equilibrio. Alfonso no había podido contener el impulso de matarlo. No pudo resistirse a esa oleada asesina que le recorrió el cuerpo. Ismael había ido a su casa con el único ánimo de mofarse de él, de restregarle en la cara que lo había vencido, que era mejor que él. Si hasta se había reído de un modo tan soberbio cuando le comunicó la noticia… Entonces Alfonso no pudo hacer otra cosa que sopesar la pesita de siete kilos que tenía en su mano derecha y estrellarla contra la cabeza de Ismael. En aquel momento, todo lo vio de un color rojo intenso. Con el primer golpe no murió, sólo quedó algo aturdido, tambaleó un poco y cayó sobre unos estantes donde estaban el equipo de música, los discos compactos y algunos trofeos de tenis, porque la otra gran afición de Alfonso era el tenis. La cabeza de Ismael chorreaba sangre como si hubieran abierto una canilla en ella. Entonces descargó el segundo golpe, con más furia, con más fuerza que antes, al mismo lado donde había golpeado primero. Entonces sí, Ismael se desplomó sin sentido. Probablemente ya había muerto, pero no quiso correr riesgos y le asestó un tercer golpe, el definitivo.
Ahogando un grito, por el esfuerzo realizado, Alfonso arrojó el cadáver por sobre el alambrado, que cayó del otro lado como una bolsa de papas. Respiró hondo, inclinó un poco su cuerpo agarrándose sus rodillas con las manos, para recobrar un poco el aliento; luego tomó un poco de carrera, apoyó un pie en la trama apretada del alambrado y trepó como un gato para caer sobre sus pies del otro lado. Allí, junto al cadáver se mantuvo unos cuantos segundos en cuclillas, un poco para descansar, un poco para cerciorarse, que nadie lo hubiera visto. Aunque enseguida sonrió. ¿Quién iba a verlo en aquel lugar descampado? Solamente la patrulla o algún auto que pasara circunstancialmente, podría haberlo visto. Pero nadie había pasado en ese momento. Entonces exploró con su vista lo que la niebla y la poca luz de aquella noche le permitían ver, para comprobar que no hubiera ningún guardia en las inmediaciones. Estaba tan cerca de su cometido, y estaba tan jugado ya que, si lo descubrían, no tendría ningún reparo en matar también al guardia, o a quién fuera. El premio bien valía cualquier sacrificio.
El premio. El premio había sido el motivo por el cual Alfonso se vio obligado a deshacerse de su mejor amigo y socio. ¿Pero quién no habría hecho lo mismo por diez millones de dólares? Un tipo se los había ofrecido durante una convención en Mar del Plata, que aglomeraba a diversos autores de terror y ciencia ficción, exactamente seis meses atrás. Ambos estaban firmando ejemplares de su último éxito editorial: “Sombras del Averno”. Tenían una fila interminable de seguidores de todas las edades, que pretendían llevarse la firma de ambos en su ejemplar. El primero que había visto al tipo había sido Ismael, él tenía como un don especial para ver tipos así. Al principio creyeron que era uno de esos “raros”, que abundan en ese tipo de convenciones, de esos que se disfrazan, y hasta hablan o adoptan las poses de sus personajes favoritos. El hombre no hacía la cola para la firma de ejemplares, permanecía parado a un costado del stand que había montado la editorial, y donde ellos se encontraban sentados detrás de un antiguo escritorio. El sello editor había decorado el stand al estilo gótico, para darle más ambiente a la cosa. Cuando Alfonso lo miró, al ser informado por Ismael, el hombre los estaba mirando con una sonrisa un tanto inquietante. Alfonso se sorprendió mucho y, a pesar que en su vida había visto muchas cosas, aquel tipo lo puso nervioso. Tal vez era por su mirada, y por esa sonrisa de Conde Drácula de película de clase B, que tenía dibujada en su rostro, o tal vez por el atuendo que había elegido para presentarse allí. Llevaba un sombrero de terciopelo negro, de ala muy ancha, que sumía a su rostro delgado y huesudo en una tenue sombra. Desde esa penumbra miraban sus saltones ojos verdes de una intensidad que provocaban intranquilidad. Un largo abrigo también negro, que parecía pesado y muy antiguo -al menos pasado de moda- le cubría el cuerpo y debajo de éste podía adivinarse una camisa blanca, con volados en el pecho, a los lados de la botonera, y en los puños de las mangas. Por calzado llevaba unos lustradísimos zapatos abotinados, de suela de madera. No era que no fuera elegante, de hecho parecía muy pulcro, pero su vestimenta conjugada con su rostro y su mirada, asustaban un poco. El ofrecimiento se los hizo cuando el último de los casi quinientos hambrientos por sus autógrafos se retiró con una sonrisa de niño al recibir su primera bicicleta de regalo. El tipo se acercó al escritorio lentamente, con sus manos entrelazadas a su espalda, sin mutar su sonrisa siniestra ni su mirada inquietante. - ¿Ismael Jácovich y Alfonso Gálvez? –les había preguntado como para asegurarse que hablaba con los que realmente deseaba hacerlo. A Alfonso le dio un poco de bronca que lo nombrara a Ismael en primer lugar, aunque esa reflexión recién encontró lugar en su mente ahora que llevaba el cadáver de su amigo encima.
- Los mismos –le había contestado Ismael ofreciéndole su mano, que el hombre estrechó al momento. Después estrechó la de Alfonso. La mano derecha de éste lucía un enorme anillo de una extraña piedra negra facetada, y tenía las uñas muy largas-. ¿En qué le podemos ser útiles? ¿Quiere nuestro autógrafo, amigo?
- No. Aunque estimo que debe ser un halago llevarse la rúbrica de ambos con una buena escalofriante dedicatoria, pero no –el tipo había hecho un silencio muy breve después de esas palabras y enseguida escupió una risita más inquietante que su mirada-. Lo que deseo es hacerles un ofrecimiento –había agregado luego. Ismael y Alfonso se miraron y miraron luego al extraño. No era la primera vez que locos como ese se le acercaban para ofrecerle cosas tan locas como peligrosas. Una vez alguien se les había acercado asegurando conocer un vampiro, que por una pequeña suma de dinero los podía llevar a él para que pudieran escribir una buena historia; el vampiro resultó ser un tipo que le daba por beber sangre de vaca en un vaso. En otra ocasión, un tipo les aseguró que podía hacer levantar a los muertos de su tumba, había sonado bastante convincente y aceptaron acompañarlo a un cementerio rural. Resultó ser un loco de remate que desenterró un cadáver y comenzó a moverlo él mismo con sus manos y hablar con la voz cambiada creyendo que el que hablaba era el muerto. Alfonso sonrió y se dirigió al hombre que ahora tenían delante.
- ¿Qué puede tener para ofrecernos que a nosotros pueda interesarnos, señor...?
- Señor Mort, Natas Mort –le había respondido el hombre y se frotó las manos tan o más huesudas que su rostro-. Bueno, lo que tengo para ofrecerles es un desafío que tal vez nunca en su vida vayan a tener la oportunidad de repetir.

miércoles, 19 de agosto de 2009

El Otro. Parte 3.

- ¿Quién es usted, realmente? –me interrogó- ¿Qué quiere de mí?
Para ser sincero, no supe que responderle, titubeé un instante y miré a mí alrededor buscando al Otro. A esa altura pensaba que me había abandonado definitivamente. Pero de pronto apareció, como siempre, bajo la forma de un reflejo, mi propio reflejo desalineado en el espejo grande que había junto a un ropero a la derecha de la cama.
- ¿Qué pasa? ¿No le vas a responder? –me dijo con esa arrogancia, ese tono de burla permanente tan propio de él.
- Te estaba esperando, creí que ya no venías –le respondí yo, olvidándome por un instante de Aguirre.
- ¿Me estaba esperando? –me preguntó algo confundido mi prisionero- ¿Y sí, no habíamos quedado a esta hora? ¿Es una broma esto?
- No estoy hablando con vos, Aguirre –le repliqué casi con fastidio y luego le señalé el espejo-. Hablo con el Otro.
- ¿Con el Otro? –Aguirre miró como pudo al espejo y luego volvió a mirarme con perplejidad-. Ahí no hay nadie. ¿Qué clase de loco es usted?
- ¡Callate! –le grité alzando la Smith & Weson y apuntándolo a la cara. Si antes había palidecido, en ese momento Aguirre estaba más blanco que la nieve. El Otro desde el espejo reía divertido.
- ¡Ahora decile lo que te voy cantando! –me indicó el Otro, y yo repetí:
- Vos no me conocés a mí, pero yo te conozco bien. Vos sos de esos que se ufanan de su hermosura, de sus logros económicos y de sus conquistas amorosas. Vos sos de esos que ven a tipos como yo meros perdedores y disfrutan humillándolos en silencio, robándoles las mujeres de las cuales están perdidamente enamorados…
- ¡No, por favor! ¡Se equivoca conmigo! ¡Yo soy una buena persona! ¡No ando con mujeres casadas, su esposa seguramente estuvo con otro! –comenzó a gemir aterrado confundiéndome con un carnudo despechado.
Yo seguí repitiendo las palabras del Otro.
- ¡Yo soy soltero, pero de todas formas me robaste una mujer: Analía!
- ¡¿Analía?! Yo no sabía que era su novia… ¡Ella me dijo que estaba sola…!
- ¡Callate, te dije!
La voz del Otro entraba en mi cabeza y parecía comprimirme el cerebro. Una furia incontrolable fue creciendo dentro de mí y ver a ese tipo, desnudo y atado, gemir y llorar como un nenito, hacía acrecentar la ira. De sólo pensar que Analía prefería estar con ese pelele que vendía una imagen de supermacho frente a todos me hacía enloquecer. Y la voz del Otro no cesaba de taladrarme la cabeza. “¡Matalo! ¡Matalo! ¡Matalo!”, me repetía como una letanía diabólica. Unas punzadas intensas comenzaron a atravesarme las sienes, todo se me tiñó de rojo…
- ¡Por favor! –estaba diciendo Aguirre retorciéndose en la cama intentado que sus manos zafaran de las esposas-. ¡Por favor, suélteme! ¡Tengo mucho dinero, puedo darle todo mi dinero!
Yo lo escuchaba a medias. Su voz me llegaba amortiguada, lejana, como si no estuviera hablando a tan solo metro y medio de mí. Lo que prevalecía, lo que escuchaba netamente, era la letanía del Otro: “¡Matalo! ¡Matalo! ¡Matalo!”. Tan rápido repetía esa palabra, tan constante era su ritmo y tan irritante me resultaban las súplicas de mi prisionero que de pronto lo único que quería era que todos se callasen o sentía que mi cabeza iba a estallar. Y había una única forma de acallar ambas voces. Callando la de uno callaría también a la del Otro…
El primer disparo me asustó y el arma se me cayó al piso. El tiro había dado en el hombro derecho y había arrancado a Aguirre terribles gritos de dolor. Tomé el arma nuevamente, nervioso como estaba, con manos temblorosas y descargué todo el tambor sobre el pobre infeliz. Esta vez me aseguré de sostener bien firmemente el revolver e intenté apuntar bien. Los cuatro primeros disparos impactaron en cualquier parte, el último dio justo en medio de los ojos. Los gritos del tipo cesaron y la voz del Otro también, pues se había ido.
De pronto me encontré solo en aquella casa perdida en medio de la nada. Con horror contemplé el cuerpo inerte amarrado a la cama, con mucho más horror miré mis manos que aun se aferraban con fuerza a la Smith & Weson cuyo cañón dejaba escapar una fina hebra de humo gris azulado. Caí de rodillas y estuve a punto de ponerme a llorar, pero el Otro surgió nuevamente.
- Nada de llantos –me dijo-. Llorar es para los débiles y vos a partir de este día dejaste de ser uno.
Fue escuchar de nuevo la voz del Otro para que mi seguridad regresara y mi aplomo también. Se me pasaron las ganas de llorar y el sentimiento de culpa desapareció.
Dejé la casa por la parte trasera, después de asegurarme de limpiar todos los lugares dónde podría haber dejado mis huellas digitales. La casa la había alquilado a nombre de Aguirre de modo que cuando lo encontraran allí no sospecharan de nadie. Todo iba a indicar que se trataba de un crimen pasional.
La segunda parte del plan se ejecutó prácticamente sola. La primer sospechosa del crimen resultó ser Analía por ser su pareja, como no tenía una buena coartada ahí intervine yo, a instancias del Otro. Me presenté a la justicia informando que la noche del crimen Analía estaba conmigo; que ella había ido a verme justamente porque su novio quería contratarme como contador. Ella quedó libre de toda sospecha y yo me gané su agradecimiento. Lo que siguió fue un fino trabajo psicológico sobre ella; el Otro me dictaba lo que tenía que decirle y al parecer conocía las palabras exactas para hacerla sentir bien y para que cada día, Analía me tuviera más estima. Nos hicimos estrechos amigos hasta que un día sucedió lo que esperábamos con el Otro. Ella me besó. Comenzamos a salir y por fin, la tuve en mi cama. Recuerdo el placer que sentí al tenerla ante mí, entregada, deseosa. Fue una noche de amor salvaje, la única en mi vida y justamente con ella. Estaba hermosa y se entregó a mí completamente, y yo sacié mis más bajos deseos con ella, toda una vida de privaciones, de censura a causa de mi corto carácter, salió a la luz instigado por las palabras del Otro que desde un espejo me azuzaba, me hostigaba para que diera rienda suelta al desenfreno feroz. Cuando me sacié de ella, llegó la venganza. El plan del Otro.
Me hizo aplicarle una poderosa droga que paralizó todo su cuerpo pero la dejó completamente consiente. No podía moverse pero sí ver y sentir todo lo que sucedía a su alrededor. La coloqué en su auto y la llevé hasta el río. En el camino le fui diciendo todo lo que me había hecho sufrir, le conté de la vida postergada que pasé pensando en ella y le dije de la humillación que me había causado la noche de la fiesta. También le confesé que yo había sido el que había asesinado a su novio. Ella solo podía mirarme de reojo, sin poder siquiera mover un músculo facial. Las lágrimas le corrían por su rostro.
Cuando llegué a la ribera, bajé del auto, coloqué a Analía en el asiento del conductor y con el auto en marcha lo empujé para que se desbarrancara. Mientras el auto se alejaba lentamente puede ver al Otro en los vidrios riéndose demencialmente lleno de satisfacción. Cómo lo odié en aquella ocasión, mientras observaba como el auto se hundía lentamente. Lo odié porque reía cuando mi amor, el gran amor de mi vida, se perdía para siempre en las turbias aguas. Lo odié porque ahora que estaba hecho, entendía que finalmente había logrado conquistar a Analía, pero las palabras del Otro me llenaron de aquel odio ponzoñoso que encendía mi ira y había cometido el más atroz de mis actos.
Encontraron el cuerpo después de una semana, la investigación se centró en un accidente o el suicidio. Nada se pudo comprobar y se inclinaron por lo último suponiendo que no se había recuperado del todo de la perdida de su anterior amor. Mis testimonios acerca de lo depresiva que la encontraba contribuyeron a eso. Mi venganza se había consumado, sin embargo no terminó ahí la cosa.
Durante un buen tiempo no quise saber más nada con el Otro, estaba resentido con él por lo que me había hecho hacerle a Analía. Se me aparecía en todos lados, en ventanas, espejos o superficies reflectantes; en mi casa, en el trabajo, por la calle o en cualquier lugar donde estuviera. Yo trataba de no escucharlo sin embargo no podía evitar que sus penetrantes palabras, sus discursos envolventes, me llegaran… Y logró convencerme nuevamente.
Me explicó que con la muerte de Aguirre y Analía no terminaba la cosa; que ahora era el turno de compañeros del trabajo, vecinos, profesores y una larga lista de personas que habían arruinado, según él, mi vida, que incluían también a los pocos amigos que yo poseía. Fue un año atroz donde cometí, sistemáticamente un acto horrendo tras otro, y con cada uno caía más bajo, y cada uno me arrojaba al pozo hediondo dónde hoy estoy metido, y con cada acto cometido fui tomando más conciencia de la aversión que sentía por el Otro, pero también el miedo que me inspiraba. Y el miedo me ataba a él hasta su última aparición en la que me dijo que había llegado la hora de vengarme de Ariel, mi mejor amigo, el que se había casado, el único que había demostrado fiel interés, genuina preocupación y verdadero amor por mí. El único amigo que se mantuvo incondicional a través de los años, el único que jamás se mofó de mí por mi torpeza ante las mujeres, mi poca picardía, mi aburrimiento innato o mi miedo a socializar. Entonces lo enfrenté y le dije todo lo que pensaba de él. Me trató de desagradecido y de injusto, y me advirtió que nunca iba a poder librarme de él, porque yo lo necesitaba y sin él estaba acabado; me explicó que él había venido a mí porque yo lo había llamado aquella noche desdichada de frío, lluvia y frustración, que él no era más que un reflejo de lo que realmente yo quería ser y no me atrevía. Entonces lo supe. Aquellas reveladoras palabras iluminaron mi mente que estaba ciega de ira, odio y fracaso.
Ahí está. Acaba de llegar. Lo veo claramente reflejado en la pantalla oscura del televisor apagado. Allí está con esa sonrisa insolente, con esa mirada perturbada cargada de odio y perversión. Allí está con su ropa vulgar, desalineada, con su cabello revuelto y descuidado y con esos ojos de un negro abismal. Voy a tener que dejar de escribir de un momento a otro, es que me será imposible hacerlo cuando haga lo tenga que hacer. Él ya sabe lo que intento, está enojado y me desafía, cree que no tengo las agallas para llevarlo a cabo y cómo se equivoca el bastardo, si él mismo me enseñó a tenerlas. Tal vez sienta un poco de miedo en este momento aciago pero mucho más fuerte es el sentimiento de liberación, mucho más fuerte es la sensación de culpa que siento ante los que martiricé, torturé y asesiné. Les pido perdón a todos, se que no lo merezco pero tengo la necesidad de pedírselos y explicarles que yo no he sido el que tramó todo sino el Otro, mi lado oscuro desencadenado. Lentamente estoy llevando el viejo pistolón de mi padre a mi sien. El Otro está frenético desde el reflejo del televisor, me insulta, trata desesperadamente convencerme de que no lo haga, de que lo necesito, de que nos necesitamos. Su voz me taladra el cerebro, como siempre, me envuelve, me opaca los sentidos, me entumece la mente. Vacilo un poco… ¡No! Sigo adelante, es imperioso. Inspiro profundamente, cierro los ojos para no verlo, pero lo veo de todas formas, dentro de mí. Siento el frío contacto del caño del arma en mi cabeza. Se me eriza la piel. Estoy sudando y me tiembla la mano como la noche en que le disparé a Aguirre. El Otro –yo mismo-, me grita furioso desde los abismos de mi mente fracturada, sabe que ha perdido. El dedo índice se mueve, vence la resistencia del gatillo… Soy libre del Otro, soy libre de mi mismo.

El Otro. Parte 2-

- ¡Analía! –resonó su voz por primera vez- Ella es la culpable de todo esto. Vos sabés bien.
No voy a negar que me asusté, sobre todo porque la voz era idéntica a la mía aunque un poco más ronca y sibilante, pero yo sabía que no había hablado.
- ¿Te das cuenta? –continuó la voz- La única responsable de esta noche de mierda es ella... y ese noviecito que trajo para mostrarse.
Sacudí la cabeza para apartarme los cabellos que chorreaban agua de mi rostro y como pude, ayudándome en los desparramados tachos de basura, me incorporé un poco. Busqué por todos lados, pero no veía a nadie. Finalmente, decidí ponerme de pie. Caminé algunos metros en una dirección, luego en otra, pero no hallé nada.
- ¿Quién sos? –grité con desesperación- ¿Dónde estás?
- ¡Acá! –me respondió, nuevamente era mi voz apenas diferente la que escuchaba- ¡Atrás tuyo!
Me di vuelta sobresaltado. Al principio no vi a nadie. Dos automóviles estaban estacionados, pero su interior estaba vacío. Rodeé los coches pensando que el tipo se estaba escondiendo, jugando conmigo. Pero no, no había nadie. Estaba definitivamente solo en medio de la calle. Entonces lo vi. Reflejado en una de las ventanillas de uno de los autos, su imagen algo borroneada por las innumerables gotas de lluvia. Era una copia exacta de mí mismo, tanto que en un principio pensé que no era más que mi propio reflejo. Pero no, tenía ciertas diferencias que me hicieron ver que estaba equivocado. El tipo tenía mi mismo rostro, y hasta mi propio cabello, podría decir que el mismo cuerpo también, pero algo lo diferenciaba radicalmente de mí. Su ropa, era de un estilo informal, demasiado informal y agresiva para mi gusto; una ropa que yo no podría usar jamás. Su peinado, si bien el tipo de cabello era igual al mío: espeso y ondeado, yo lo llevo corto y prolijo, siempre bien peinado, en cambio él lo tenía algo largo y alborotado, como si no le interesara cuidárselo. Por último, los ojos. Sus ojos miraban de una forma fría, glacial podría decir, había odio en ellos, y eran tan oscuros como un abismo sin fondo, mientras que los míos eran verdes muy claros.
Evidentemente, no se trataba del reflejo de mi imagen. Yo estaba de traje, tenía el cabello corto, ahora, empapado... Él estaba seco y vestido como un punk. Miré sobre mis hombros, para ver si descubría a este socías tan peculiar, pero no había nadie. La imagen en el vidrio me miraba mientras sonreía con malicia. Permanecí unos largos segundos mirándolo con perplejidad. Aun estaba embotado por el vino, pero la furia me había disminuido un poco. Lo único que atinaba a hacer era parpadear insistentemente y a abrir y cerrar mi boca tratando de articular alguna frase, pero sólo lograba balbucear palabras sueltas, vocablos más bien, ininteligibles.
El Otro lanzó una carcajada burlona y me miró con sorna.
- Parece que los ratones te comieron la lengua –me dijo y volvió a lanzar la carcajada.
- ¿Quién sos? -logré balbucir.
- Soy tu salvador –me respondió y volvió a reír, esta vez un poco menos teatralmente-. Soy quien te va ayudar a que pongas las cosas en su lugar.
Ahí estaba yo, empapado y tiritando de frío, hablándole al reflejo en una ventana de una persona que era idéntica a mí. No recuerdo cuánto estuvimos hablando, pero creo que fueron varias horas, pues cuando decidió irse, de manera tan misteriosa como había llegado, estaba rayando el alba. La lluvia había cesado y entre las nubes que se abrían podía verse un cielo rosado. El tipo me dio una larga explicación del porqué Analía y su novio eran los responsables de mis desgracias. En un principio, yo no lo aceptaba. Le decía que no, que el único responsable era yo, que nunca debí haber abrigado esperanzas con ella, que siempre había sabido que no era la clase de chicas que se metían con alguien como yo. Pero la voz del Otro parecía instalarse dentro de mi cabeza, adueñarse de mi mente y hacerme parecer que todo lo que decía él era verdad, que tenía absoluta razón. Al final me convenció. Íbamos a hacer justicia, me dijo, que aguardara a que él se contactara conmigo nuevamente. Por lo pronto me pidió que comprara un arma, de las grandes.
Cuando me dejó, tenía tanta furia que veía todo de color rojo. Los efectos del alcohol se habían disipado ya, de modo que me pregunté si en realidad había tenido esa charla con ese tipo o había sido una alucinación producto de mi embriaguez. Pero no, la conversación había sido real, tan real como la lluvia que me había empapado. ¿Quién era ese tipo?, o mejor dicho, ¿qué era? No lo podía decir. Un fantasma o una especie de demonio tal vez. Lo cierto es que en ese momento no me importó mucho. El tipo había logrado levantarme la autoestima. Por primera vez en la vida me sentía el hombre más seguro del mundo. Nunca voy a olvidar las palabras que me dijo antes de retirarse.
- Vos no te preocupés por nada. Con mis consejos todo va a salir bien. Vamos a poner a esos dos en su lugar y a vos en el que realmente te merecés. Muy por encima de ellos, eso seguro. Al menos unos dos metros y medio por encima –me había dicho y lanzó su carcajada antes de continuar-. ¡Andá! ¡Andá tranquilo! Comprá el arma y en pocos días va a nacer un nuevo Héctor Nuñez.
Compré el arma al día siguiente, un arma ilegal, robada seguramente, que me vendió un tipo en una villa. Nunca hubiera imaginado que alguna vez tendría el coraje suficiente para ir a un lugar cómo ese y hacer aquello. Elegí la Smith & Wesson porque la vi enorme, un cañón me pareció en realidad, supongo que se debía al hecho que yo jamás había tenido un arma en mis manos. Lo más cerca que había visto un arma era la distancia que mediaba entre el televisor y yo cuando alquilaba alguna película de acción, de esas que abundan los tiros. Esa misma noche El Otro se apareció, siempre como un reflejo, sobre el vidrio de la ventana del living. Me felicitó por la elección del arma y me pidió que hiciera averiguaciones sobre la vida de Analía y su noviecito. Tarea que me resultó sencilla, pues no tuve más que recurrir a algunas amistades en común.
El novio de Analía se llamaba Gustavo Aguirre, era Licenciado en Sistemas, actualmente estaba trabajando como gerente de una importante empresa de telecomunicaciones, pero estaba por independizarse y largarse con una compañía propia. Vivía en un moderno departamento del exclusivísimo barrio Palermo SOHO. Iba al gimnasio un par de días a la semana, se reunía con amigos a jugar tenis, almorzaba con Analía los martes, y salía con ella todas las noches.
Lo referente a Analía no me sorprendió mucho. Traductora de inglés. Trabajaba actualmente en una buena empresa como recepcionista. No tenía vicios y estaba perdidamente enamorada de Aguirre, cosa que me molestó mucho enterarme. Quizás la única mancha que se le podría endilgar fuera el hecho de haber tenido un affaire con uno de sus jefes cuando no hacía un mes que salía con Aguirre. Pero al parecer, o fue una aventura pasajera o realmente lo quería a su nuevo novio pues fue ella quien le dijo a su jefe de terminar la relación. Por supuesto que debió ser así. ¿Qué hombre en sus cabales querría dejar de disfrutar en la cama una mujer como Analía?
Lo cierto es que el Otro no apareció hasta después de unos tres días de haber adquirido el revólver. Esta vez, apareció reflejado en el espejo del botiquín de mi baño, mientras me estaba afeitando para ir al trabajo. Recuerdo que me corté el mentón del susto que me dio. De un instante a otro, mi verdadero reflejo desapareció para dar lugar al del Otro. Estaba vestido igual que la otra noche. Un hecho que me pareció curioso es que apareció cuando estaba pensando en Analía y su novio, y en la fiesta de casamiento. En ese momento experimenté la misma furia, el mismo rencor que esa noche, y fue ahí que apareció. ¡Puf! Como por arte de magia. Tal vez el hecho de pensar en todo eso había actuado como una especie de invocación.
- Aquí estoy de vuelta, mi querido amigo. Tu hada madrina ha regresado –me dijo y lanzó su típica carcajada-. ¡Tené cuidado! Esas cosas son peligrosas. ¡Mirá el tajo que te hiciste! –agregó luego aduciendo a la maquinita de afeitar que tenía en mi mano derecha y al corte que adornaba ahora con unas gotitas de sangre mi mentón. Siempre con esa mirada glacial, siempre con esa sonrisa socarrona y ese tono de voz áspero e impersonal.
- Pensé que te habías olvidado –le dije mientras recogía un pedacito de papel higiénico y lo apretaba contra la herida.
- ¡Ah! Eso quiere decir que me extrañaste. La verdad lograste conmoverme.
A cada frase suya la seguía una carcajada.
El Otro, entonces, me explicó el plan, que en realidad era bastante sencillo pero, igual, en un primer momento me aterré porque no sabía si iba a tener el coraje suficiente para llevarlo a cabo, al menos en su totalidad. La cosa iba más o menos así: debía ponerme en contacto con Aguirre con la excusa de haberme enterado que estaba buscando un contador de confianza. La idea era reunirse con él en algún lugar donde ninguno de los dos podría ser reconocido.
No fue difícil llevar a cabo la maquinaciones del Otro. Lo primero que tuve que hacer fue alquilar una casa en las afueras, un lugar tranquilo y apartado. Contactarme con él fue de lo más sencillo, mi amigo me pasó el número telefónico. Quedamos encontrarnos en mi casa -la que había alquilado- en dos días, a la nochecita. Aquel día fue extraño, lo viví entre una mezcla de excitación, nervios y miedo. Miedo porque por primera vez en mi vida iba a romper reglas, iba a salirme de lo establecido, de lo correcto; nervios porque temía que algo pudiera salir mal, a pesar que el Otro me aseguró una y mil veces que todo estaría bien; y excitación porque iba a vengarme de aquel que contribuía, según el Otro, a que mi vida fuera miserable.
Llegó poco después de la siete de la tarde. Afuera el día estaba oscuro y frío. Estaba nervioso y preocupado porque del Otro aun no tenía noticias. Aguirre me estrechó la mano con su sonrisa de galán que tanto me irritaba y un leve temblor me recorrió el cuerpo. Lo hice pasar con amabilidad y, cuando me dio la espalda saqué el arma y le di un culatazo en plena nuca. Aguirre cayó sin sentido. Cuando despertó se encontró completamente desnudo, y con las manos esposadas a la cabecera de la cama. Yo estaba a los pies, con mi arma en la mano mirándolo debatirse con sus ataduras.
Aguirre me vio y palideció súbitamente. Se miró las esposas que lo mantenían sujeto a la cama con algo de desesperación y luego volvió a mirarme con los ojos agrandados por el miedo.

El Otro. Parte 1

Son las dos de la madrugada, de un día gris y frío. Hoy se cumple un año... y estoy destrozado. Hace tiempo que dejé de ser aquel hombre bueno y amable que se manejaba con corrección por la vida. Hace tiempo que me convertí en un ser abominable, cargado de odio, de resentimiento desbordado, de ira… Hace tiempo que dejé todo lo bueno atrás. Contemplo las botellas vacías de vodka y de ginebra que yacen a mí alrededor. Esqueletos que me recuerdan lo bajo que he caído; pero necesitaba beber, y mucho. ¿Pero para qué? ¿Para darme coraje? ¿Para tratar de olvidar lo que estoy por hacer? Quizás por ambas razones. Ayer, recién ayer, después de un largo y aterrador año, pude dilucidar toda la verdad acerca del Otro, pude descubrir quién era en realidad y eso fue lo que más me aterró. Debo confesar que cuando caí en la cuenta, no sabía como reaccionar, que hacer para detenerlo. Digo estupideces. ¿A quién quiero engañar? En realidad sabía muy bien qué era lo único que debía hacer, qué es lo único que se puede hacer para detenerlo, pero me negaba a aceptarlo. Eso sería una locura mucho más grande que todas las que cometí en los últimos meses arrastrado por el Otro. Pero luego de su última visita me convencí. Lo único que se puede hacer para acabar con él, era lo que único que debía hacerse, lo que voy a llevar a cabo en unos minutos, cuando venga. Porque sé que él vendrá, en cuánto perciba algo de todo esto, el Otro se presentará. Querrá convencerme, manipularme como siempre, intentará que no acabe con él, hacerme creer que él es el único que me comprende y puede ayudarme. Pero no sucederá esta vez, no me convencerá como antes. Ahora, mientras escribo, tengo el arma junto a mí, el viejo pistolón de mi padre, el que ocultaba permanentemente bajo el mostrador de su bar. No sé por qué lo elegí, tengo mi propia arma, una moderna Smith & Weson del 44, un cañón en miniatura. Creo que la respuesta es sencilla: mi padre tenía el pistolón para defenderse, en cambio yo compré la Smith & Weson para asesinar a sangre fría. Y, precisamente, en esta ocasión yo iba a matar en defensa propia… y más que nada en defensa de las demás personas.
Decidí escribir mi historia, la espeluznante historia de cómo mi vida se transformó en un infierno desde el maldito momento en que el Otro apareció, para que comprendan tanto las autoridades como la opinión pública, por qué me incliné a tomar esta decisión tan drástica; para que entiendan que la única forma de detenerlo era por medio de la violencia más absoluta. Comprendo que ya no hay salvación para mí. Eso lo sé muy bien. No voy a pedir clemencia ni el favor de nadie. No pido indulgencia por las barbaridades que he cometido. Sólo necesito que entiendan bien que fue por causa del Otro, que me tenía completamente dominado.
Todo comenzó una fría noche de invierno, como ésta. Una despiadada noche donde el viento castigaba como nunca y el cielo gris parecía que de un momento a otro se desplomaría. Yo había asistido a una fiesta de casamiento. Uno de mis mejores amigos de la infancia había contraído matrimonio. Era de esos que más que amigos son hermanos que nos regala la vida. Hasta había sido su testigo en la ceremonia por Civil.
Debo aclarar antes, que hasta esa noche, y probablemente lo siga siendo aun a pesar de las cosas que hice este último año, yo era un tipo tímido, tal vez demasiado. Una persona retraída con grandes problemas para expresar mis sentimientos, y muchos más para relacionarme con las mujeres. Hasta ese momento, jamás se me hubiera cruzado por la mente utilizar la violencia para resolver nada. No sé si fuera un hombre pacífico, pero debido a mi carácter, jamás me atrevía, siquiera, a alzar la voz en una discusión.
La fiesta resultó ser muy divertida, claro, para las personas que suelen divertirse en las fiestas y pasarla bien, que no era mi caso. A mí esa clase de fiestas, donde corre el alcohol como agua y todos bailan y se divierten desinhibidos, me resultan asfixiantes, abrumadoras. Me mantuve sentado en mi mesa, mientras el resto se divertía en la pista de baile. Bebía yo también, sí, pero para mitigar mi amargura, mi dolor por ser como era. Sólo había una razón por la que me hubiera sentido feliz, y sin embargo, al final fue el motivo principal de mi angustia. Mi amigo me había comentado que había invitado a Analía, la bella, perfecta y sensual Analía, pero a la iglesia no había asistido y a la fiesta, que ya tenía más de dos horas de iniciada, no había llegado.
Analía era la mujer de mis sueños. Calculo que estuve, lo estoy aun, enamorado de ella desde que teníamos catorce años. Rubia, poseedora de un rostro delicado, de suaves rasgos, un par de enormes ojos verdes y unos labios carnosos que invitaban a besarlos. Nunca ella me prestó mucha atención, y tal vez no podía culparla, pues yo solía pasar desapercibido en todos lados. Pero esa noche, se me había encendido una luz de esperanza. Mi amigo me había comentado que cuando le había hablado para invitarla al casamiento, ella le había hecho muchas preguntas sobre mí. Por esa razón la esperaba ansioso, por esa razón me había propuesto beber lo suficiente para cuando llegase estar algo suelto. Esa noche tenía que conquistarla...
Analía, finalmente llegó, tarde... y acompañada. Aprovechaba la fiesta para presentar a su nuevo novio. Su entrada casi fue más espectacular que la de los propios novios. Yo hacía por lo menos unos cinco años que no la veía. La recordaba hermosa, pero aquella noche sencillamente estaba fantástica. Su cabello dorado, largo y ensortijado le caía sobre los hombros, que su vestido dejaba al desnudo, con una gracia casi mágica. El rostro iluminado por una sensual sonrisa. Sus piernas esbeltas enfundadas en unas medias negras, y las formas de su cuerpo, resaltadas por el vestido que se adhería a él, eran mucho más armoniosas de lo que recordaba antes. Un inescrupuloso escote hasta el ombligo enseñaba la redondez perfecta de sus pechos, para que pudieran ser admirados, casi podría decirse, desfachatadamente. Se movía con un andar felino, y hasta su mirada recordaba a la de una tigresa o una leona.
El tipo que la acompañaba era un idiota. Un ejecutivo, según me enteré más tarde, que trabajaba para una importante firma multinacional. Se paseaba con Analía mostrando una sonrisa sobradora, como si en realidad estuviera exhibiendo un trofeo. Todas mis esperanzas se habían esfumado en cuestión de unos pocos segundos. Si había estado interesada en mí era porque su novio estaba buscando un contador, y yo soy uno muy bueno.
Creo que se debió a la llegada de ella el hecho de haber bebido por demás. Verla llegar con aquel tipo había sido para mí como un balazo en el corazón. No me moví de la mesa en toda la noche, excepto para ir reiteradamente al baño. Finalmente, demasiado mareado y aturdido, decidí retirarme de la fiesta. No quería estropearle su noche a mi amigo. En realidad, para ser sincero, creo que no pude soportar más el hecho de ver bailar a Analía con ese engreído. Ver como su cuerpo se apretaba al suyo, como la besaba y le decía cosas al oído que la hacían soltar risitas, como sus manos se paseaban por sus hombros, por su espalda y más abajo también.
De modo que me encontré en la vereda muy mareado, demasiado confundido, y totalmente enfurecido por comprender que Analía estaba más lejos de mí que nunca. Que una vez más me había hecho vanas ilusiones.
Las calles estaban desiertas y heladas. Nadie se veía caminando, tan sólo, muy de vez en cuando, pasaban algunos autos que, de tan veloces, apenas lograba verse la estela que dejaban sus focos encendidos; o algún perezoso colectivo que pasaba pesadamente mientras su motor roncaba con desgana.
Intenté hallar un taxi, pero me fue imposible, cosa que aumentó mi enojo. Jamás me había sentido tan molesto. Malhumorado, y con los efectos del alcohol aun turbando mi mente, decidí que sería mejor caminar un poco para despejarme. De modo que, levantando las solapas del saco de mi traje, y tratando de cerrarlo lo más que pude con ambas manos, con paso tambaleante me alejé de la avenida donde me hallaba.
No puedo asegurar cuánto estuve caminando, realmente estaba en un estado tan deplorable que no me permitía llevar la cuenta de nada: ni del tiempo ni de las cuadras caminadas. Pudo haber pasado una hora o diez minutos, lo cierto es que me encontré vagando por calles desconocidas para mí. No tenía idea de la hora que era, no llevaba puesto reloj, pero aun estaba muy oscuro. Una molesta niebla había bajado, transformando los frentes de las silenciosas casas en fantasmagóricas imágenes. Tal vez, mi estado de ebriedad se estaba diluyendo un poco, pero de pronto sentí que el frío me calaba los huesos, cosa que antes no había reparado. Apreté aun más las manos contra el pecho estrujando las solapas alzadas de mi saco en un desesperado intento por contrarrestar el frío. No sé por qué alcé la vista hacia el encapotado cielo gris. Unos destellos esporádicos habían llamado mi atención. “Relámpagos”, pensé casi desesperado. No veía con mucha gracia la posibilidad de terminar aquella noche invernal empapado por un aguacero. Fue ahí, mientras observaba el cielo apenas divisable a través de la niebla que flotaba como en una danza lenta y macabra, que tropecé con algo. Mis piernas se enredaron con algunas varillas metálicas que, con estruendo atronador, quebraron el silencio mortal que se cernía sobre la ciudad. Mi caída fue mucho más ruidosa. Mi humanidad entera quedó semi sepultada entre unos cuantos cestos de basura.
Si antes estaba furioso, en ese momento creo que ponían un huevo sobre mi cabeza y lo cocinaba. Ya no sentía frío. Un calor repentino me recorrió el cuerpo en una oleada de furia y frustración y se agolpó en mi rostro. Aparté uno de los recipientes con un violento puñetazo, pero no intenté pararme. Allí, tendido como un indigente, de esos que se ven obligados a vivir en las calles, cavilé cómo había llegado a esta ridícula situación. La conclusión era clara y sencilla: el vino y Analía. Al mismo tiempo que había aumentado mi estado de embriaguez, observando a ella recibiendo las caricias y los arrumacos de su flamante novio, había crecido también mi enojo y mi frustración. Pero aun faltaba el broche de oro. El cielo se desgarró con un ensordecedor trueno que hizo temblar al pobre suelo de los mortales, y en cuestión de unos pocos segundos, un aguacero furioso y helado cayó sobre mí. Si hubiera un aparato para medir el nivel de furia de una persona, conmigo, en ese preciso instante, se hubiera salido de escala. Ese preciso instante fue el que eligió el Otro para hacer su presentación.

jueves, 13 de agosto de 2009

El Rostro de la Muerte.

Su silueta tambaleante apareció súbitamente atravesando la blanca neblina que se imponía en las calles, como un fantasma vacilante que se hubiera materializado de la nada. A pesar de su estado de embriaguez, el miedo se sobreponía a todo otro sentimiento. Era una sensación de inquietud que no lo abandonaba nunca desde aquella extraña noche hacía unos cuantos años atrás, cuando esa vieja gitana se había cruzado en su camino y él había accedido a que le leyera la palma de su mano.
La noche en cuestión había sido inusualmente quieta y callada. No recordaba de dónde venía él ni que hacía a esa hora dando vueltas, pues era bien entrada la madrugada. Las calles estaban desiertas y la gitana le había salido al paso en una esquina, casi tan súbitamente como lo acababa de hacer él ahora. Cuando los ojos negros de la anciana se clavaron en los suyos, la quietud y el silencio parecieron acentuarse aun más. El frío lo mordió con crueldad y no pudo evitar un estremecimiento. A pesar de todo, no pudo impedir que su boca pronunciara un escueto: “Sí, está bien”, cuando la vieja le propuso cambiarle su suerte por una moneda.
Los labios de la vieja se curvaron en una sonrisa despareja de dientes de oro y de huecos oscuros, pero cuando inspeccionó las líneas de su palma, la sonrisa desapareció y con su voz cascada le lanzó la temible sentencia, le anunció el sino trágico que lo aguardaría en algún rincón de la ciudad, agazapado, acechante, esperando caerle encima como un felino hambriento sobre su impotente presa. “La muerte se te presentará con un rostro conocido”, le había dicho en críptico mensaje y huyó para desaparecer en la noche confusa de la misma forma en que había surgido. Él quedó solo, de pie, aun con la mano extendida y la palma vuelta hacia arriba como un mendigo. En un primer momento quiso restarle importancia al vaticinio, quiso convencerse que solamente se trataba de los desvaríos de una vieja loca o, en el peor de los casos, de una mentirosa, una simple charlatana que utilizaba ese truco para sacarle dinero a los incautos. Pero poco a poco se fue instalando en su mente una angustia, un miedo, que al principio fue como la llamita de una vela en medio de una vasta oscuridad pero, con el correr de los segundos, creció hasta convertirse en una luz intensa que lo cegó. ¿Un rostro conocido, había dicho? ¿Y si algún amigo planeaba matarlo? ¿Un familiar? ¿Su amante, tal vez? Aunque no necesariamente debía tener un vínculo tan cercano con el asesino para que el rostro fuera conocido. Un vecino, el portero de su trabajo, sus compañeros de trabajo, algún amigo de un amigo, los comerciantes de los locales donde solía comprar…
Desde aquella noche se volvió un hombre temeroso y desconfiado. Cada día lo perdió tratando de descubrir quién podría tener motivos para matarlo y aquello se convirtió en una obsesión que no le permitió disfrutar plenamente de su vida. Cuando por fin no encontró ni un solo motivo para que alguien quisiera terminar con su vida, entonces su temor fue mayor, pues la cosa era mucho más grave de lo que creía. Quién iba a matarlo, lo haría sin tener un motivo aparente, de modo que en cualquier momento y sin previo aviso podría llegar a cumplirse el augurio de la vieja. Entonces ya no pudo disfrutar con nada ni con nadie. En medio de las fiestas recordaba la sentencia de la anciana y ya no se divertía, permanecía callado en un rincón hasta que su pavor lo obligaba a huir corriendo del lugar; cuando estaba disfrutando de la intimidad con alguna mujer recordaba las palabras de la gitana y ya no le era posible sentir placer; dejó de asistir a conciertos, a concurrir al cine, abandonó el ritual de cada viernes: fútbol y asado con amigos… Así pasaron años y su obsesión fue creciendo, y su temor lo empujó a la bebida. Beber para no sentir miedo, pero el miedo persistía aun con las borracheras más furiosas.
Esta noche había bebido mucho, lo sabía, y también sabía que había sido una imprudencia, como lo sabía cada vez que bebía, pero no podía evitarlo. En ese estado, si su asesino decidiera atacarlo, no podría defenderse, o al menos intentar defenderse; aunque estando sobrio tampoco era una garantía. Pero, el miedo lo impulsaba a beber, aun sabiendo que la bebida no lograba aplacar ese miedo. Sólo con pensar en las palabras de la vieja gitana un terror abrumador se apoderaba de él y no había trago ni bebida por fuerte que fuera que lograra disiparlo. Era como si un viento glacial lo envolviera y con su toque gélido recorriera su cuerpo y le estrujara el alma. Era como padecer una enfermedad incurable y saber que, pese al esfuerzo que hiciese por curarse, llegaría un día en que la enfermedad triunfaría. “La muerte se te presentará con un rostro conocido”, resonaron las enigmáticas palabras una vez más.
Así anduvo las calles veladas por la niebla, perseguido por los fantasmas de sus miedos. Trastabillando, cayendo a veces, maldiciendo, refunfuñando, y sobresaltándose de seres imaginarios, buscó su casa con desesperación. Finalmente, tras chocar un hombro contra un poste de luz que no vio, o mejor dicho que vio y calculó mal para esquivarlo, se apoyó pesadamente sobre la puerta de su hogar. La niebla lo envolvía aislándolo del mundo. Los faroles apenas lograban filtrar una luz difuminada. Parecía estar en otra dimensión. Su pulso se aceleró un poco más. De pronto tuvo la horrible sensación de que alguien iba a saltarle por la espalda, alguien que amparado por la niebla lo aguardaba con la paciencia del cazador, alguien cuyo rostro sería bien conocido por él. Los nervios se le alteraron completamente. La sensación de peligro inminente se agigantó. Con esfuerzo sacó la llave del bolsillo de su pantalón; luego de tres intentos logró introducirla en la cerradura y hacerla girar.
Cuando ingresó a su casa lo recibió el living inmerso en una oscuridad casi absoluta. Su mano sudorosa tanteó la pared con torpeza intentando hallar el interruptor de la luz, pero no lo halló. Después de varios intentos fútiles desistió y, aunque estaba aterrado, demasiado aterrado, prefirió atravesar la estancia en penumbras.
El corazón le trabajaba con celeridad y ahora se sumaba un sudor frío en sus manos y en su espalda. La oscuridad le hacía ver formas huidizas delante de él. Se sobresaltó un par de veces. Estaba seguro que su asesino estaba en la casa, en algún lugar de ella, aguardándolo con deleite. Se detuvo para escudriñar la negrura. El alcohol y el miedo le jugaban malas pasadas, veía formas dónde no las había, siluetas más negras que la oscuridad del recinto que danzaban ante él de una forma macabra. Sintió una punzada en su pecho. La sensación de peligro aumentaba, la intranquilidad le martillaba la cabeza. Continuó avanzando torpemente pese a todo. La paranoia era tal que hasta su casa había perdido su condición de refugio, de lugar salvador y protector. Sólo quería llegar a su cuarto y encerrarse en él.
Chocó contra la mesa, una silla cayó y, con un chasquido, dio contra el suelo. El corazón le dio un vuelco. No tenía previsto llevarse por delante ningún obstáculo. El dolor del pecho se intensificó con el susto. Lo ignoró. Avanzó nuevamente intentando captar con sus ojos algo que no fueran tinieblas. De pronto, algo, alguien, se movió ante él. Se detuvo en seco y el otro pareció detenerse también. Ya no era una figura amorfa producto de su imaginación o una ilusión que sus ojos creaban en la cerrada oscuridad. Alguien o algo se había movido delante de él y se había detenido cuando él lo había hecho. Otra vez el dolor en el pecho. Ahora le subió hasta el hombro y se apoderó del brazo izquierdo como una oleada de fuego imparable. Tan fuerte fue el dolor que intentó apretarse el pecho con su otra mano, como si apretándose pudiera detenerlo, y un ronquido entrecortado escapó de sus pulmones. Dio otro paso, con mucho esfuerzo esta vez. Un tenue resplandor se filtraba por la persiana de una ventana. Ahora pudo ver al intruso. En efecto, una figura oscura estaba frente a él cortándole el paso, la silueta de un hombre que se movía al compás de su respiración. La desesperación creció. ¿Finalmente había llegado la hora de que el augurio de la gitana se cumpliera? ¿Finalmente, estaba allí el asesino cuyo rostro le sería familiar? Intentó moverse hacia la izquierda, el intruso lo imitó. El miedo ya no lo dejaba pensar con claridad. Intentó correrse hacia la derecha, golpeando contra otra silla. El otro también se movió hacia la derecha. El dolor le retorció el corazón como si alguien le hubiera enterrado una tenaza en el pecho y lo hubiera apretado sin piedad. Miedo. Dolor. Pavor. Más dolor. Avanzó un paso, vacilante, el intruso también lo hizo y reveló su rostro, largo, pálido, con los ojos ligeramente hundidos y rodeados de unas ojeras oscuras. Reconoció el rostro, pero el infarto le impidió cualquier tipo de reacción.
Su cuerpo cayó con pesadez al piso tirando algo en su caída: un jarrón o algún otro adorno. El dolor insoportable lo hizo retorcerse dos veces en el piso, una mano estrujó la camisa con desesperación, el aire abandonó sus pulmones, y murió sin advertir que el extraño había imitado uno a uno sus movimientos y ahora yacía de igual forma en el suelo, en la misma, exacta posición que la suya.
La señora que hacía la limpieza lo encontró temprano a la mañana siguiente. Una de las sillas estaba caída y muy cerca, un jarrón yacía hecho añicos. El cadáver de su patrón estaba allí tendido, en una extraña posición, frente al gran espejo que cubría toda la pared del fondo del living. La mano derecha se aferraba a la camisa, sobre el lado izquierdo del pecho. Como una burla grotesca, su propia imagen lo imitaba dentro del vidrio espejado.

lunes, 10 de agosto de 2009

Sus Manos

En un primer momento no supe que fue lo que me llamó la atención de aquel hombre mayor que parecía agobiado, fatigado por la gente amontonada a su alrededor y por el calor insoportable del subterráneo. Fue una cosa inmediata; ni bien subí al vagón hubo algo que me hizo centrar la mirada en él. Y el tipo no era nada extraordinario, ni apuesto, ni joven, ni elegante; es más, ni siquiera podía verle el rostro, ya que su mano, grande, regordeta y arrugada se lo cubría. Pero fue algo instantáneo, algo que disparó un profundo sentimiento dentro de mí. Entonces me di cuenta que se trataba, precisamente, de sus manos. Por algún modo, esa mano que cubría aquel rostro, me remitía a mi lejana infancia; por algún modo, que yo aún ignoraba, esas manos me resultaban demasiado familiares.
Fue una tarde de verano, próxima a la navidad. El anciano, estaba sentado en el primer asiento de la derecha, junto a las puertas. Su hombro y su cabeza, levemente inclinados hacia abajo, se recostaban sobre la sucia ventanilla que mostraba, como desalentador paisaje, las grises paredes combadas del túnel y esa maraña de cables que las pueblan. Con su mano derecha se tomaba el rostro y, permanentemente exhalaba con fuerza y suspiraba quejándose del insoportable y pesado aire del tren. La gente se agolpaba una contra otra, eran las seis de la tarde y a esa hora viajan todos para regresar de sus trabajos a sus hogares; pero el rostro oculto por esa mano asomaba por entre las cabezas nevadas de dos ancianas que hablaban sobre las miserias que estaban padeciendo los jubilados. Y esa mano parecía haberme hipnotizado.
En su vertiginosa carrera, sabiéndose único dueño, rey y amo absoluto de aquellas oscuras vías, el tren fue dejando estaciones una tras otra. Y mis ojos que, diariamente se distraían observando aquellos dispares grupos de personas que aguardaban en los andenes para invadir cada vagón con la avidez de los cazadores pigmeos o las hormigas marabuntas, aquella tarde no podían apartarse de esa mano que se movía lentamente como acariciando a ese rostro misterioso. Era como si una poderosa fuerza sobrenatural los mantuviera posados allí; mientras tanto, mi mente trabajaba a mil por hora tratando de hallar una respuesta, una lógica razón para semejante atracción.
A la mitad del recorrido, logré hacerme lugar hasta quedar parada junto al asiento del viejo, y casi con una desesperación enfermiza, intenté por todos los medios ver su rostro, averiguar si sus rasgos, su cara, me revelaban algo que su mano no. Pero la mano me lo impedía. Esa mano, siempre la mano. Era como una maldición o algo semejante; ella me atraía, y sólo a ella podía ver. No había nada más que esa mano. Entonces, algo sucedió en mi cabeza, algún recuerdo remoto, perdido en el laberinto de la memoria, despertó como de un letargo. Pero en un principio fue vago y lejano, como el pantallazo de un sueño confuso.
El pasajero que se sentaba junto al anciano bajó en Olleros, ya quedaban pocas estaciones para el fin del viaje, de modo que era mi oportunidad; antes que alguien ocupara el asiento, salté como una endemoniada y me senté para así intentar ver su rostro, pero una vez más su enorme mano me lo impidió. El hombre en ningún momento alzaba la vista, que mantenía clavada en sus negros y algo gastados zapatos. Con la mayor discreción que pude, me coloqué en todas las posiciones posibles para tratar de hallar un buen ángulo de observación, pero la mano, siempre esa mano se interponía, y lo único que logré fue algunas miradas réprobas de una señora que rezaba un rosario en un asiento cercano. Y la mano seguía allí, esa mano que me era tan familiar y tan lejana al mismo tiempo; esa mano que me fascinaba, que me tenía intrigada y que me despertaba antiguos recuerdos que aun no podía definir muy bien. Una vez más era como estar recordando un brumoso sueño de la niñez.
La niñez. Y tal vez en mi niñez estaba la clave ¿pero qué? ¿Qué cosa de mi infancia podía hacerme recordar esa mano grande y regordeta ahora algo marchita por el paso de los años?
El vagón estaba casi vacío, el tren recorría ya el último tramo que lo separaba de su última estación, de modo que no me quedaba mucho tiempo. Me pasé al asiento que lo enfrentaba, y aún así, su rostro se perdía entre su mano y la sombra que su propio cuerpo inclinado producía. Solamente pude atisbar vagamente una nariz aguileña, pobladas cejas grises, ojos cansados por la vida, una incipiente barba, papada fofa y una gorra de paño negra que seguramente ocultaba una cabeza clava. Nada en particular, nada familiar me revelaba el aspecto de ese hombre excepto sus manos. Resignada, me puse de pie y me coloqué ante las puertas del vagón. Finalmente el tren llegaba a la última estación.
Descendí del tren y el anciano se bajó detrás de mí y se escurrió entre la muchedumbre. Una de sus manos apareció fugazmente al borde de mi campo visual y eso bastó para que, nuevamente me urgiera saber qué tenía ese hombre cuyas manos me atraían de esa forma. Tuve que luchar en aquella marea infernal de gente para no perderlo de vista, mientras en mi cabeza estallaban chispazos de mi niñez. De cuando era una niña, de dos o tres años. Por suerte, el hombre se detuvo a ver a dos cantantes callejeros, de esos que abundan en todas las estaciones del subterráneo y cantan por unas monedas de su ocasional público. A éstos los rodeaba mucha gente, no sé si porque los artistas eran realmente buenos o para presenciar lo que luego me sucedería a mí. El destino a veces tiene esos caprichos.
Me coloqué, con mucho disimulo –no quería que el hombre me descubriera y pensara que era una maniática que se había ensañado con él- exactamente en el lado opuesto de donde se había detenido, de modo que entre ambos se interponían los jóvenes cantantes. Me crucé de brazos y con la mayor concentración lo observé de pies a cabeza; una y otra vez, deteniéndome en sus manos… sus manos… Entonces el hombre me miró a los ojos por primera vez. Lentamente alzó su vista hasta cruzarla con la mía, y sólo unos segundos mantuvimos nuestras miradas, la del uno clavada en la del otro, y esos pocos segundos bastaron para que todo mi organismo se descompensara. Todo de pronto me dio vueltas. Me volvió a mirar y mis piernas flaquearon. Entonces con desesperación llamé a uno de los hombres que se encargan de la seguridad y le pedí que detuviera al anciano, que empezaba a retirarse observando distraídamente su reloj.
- ¿Se siente bien señora?-me preguntó el guardia- ¿Le hizo algo ese hombre? Mire que sino llamo a la policía ¿eh?
- No, no –alcancé a responder casi con un hilo de voz-. Sólo necesito saber su nombre.
El guardia se alejó en busca del hombre un poco confundido, tal vez por lo extraño de mi pedido, mientras una mujer, también de la seguridad, permanecía conmigo. A esa altura, algunas personas ya comenzaban a agruparse en torno mío. A mi mente una vez más la asaltaron imágenes de mi niñez remota, y una vez más esa fuerza sobrenatural, arrastró mis ojos hacia las manos de aquel hombre.
- Juan Gálvez –me llegó la respuesta del anciano, y al oír ese nombre terminé de derrumbarme. Todos los sonidos desaparecieron para mí. Ya no oí los acordes de la guitarra ni las voces bastante armoniosas de los músicos, ni el eco de los cientos de pasos, ni el murmullo de la gente. Todo lo que sentía era el castañeteo producto del temblor frenético de mi mandíbula y las lágrimas que arrasaban mis ojos.
Con esfuerzo sobrehumano le pedí al guardia que le preguntara al hombre por su lugar de nacimiento. Las fuerzas me abandonaban, pero no las imágenes, que se hicieron más intensas. No podía parar de llorar; y las imágenes llegaban, una tras otra. Imágenes de cuando era niña, apenas un bebé, y esas manos me acariciaban, jugaban conmigo; me aferraban con ternura, me alzaban... Las mismas que ahora se agitaban en el aire pidiéndole explicaciones al guardia del porqué de tantas averiguaciones, sólo que más jóvenes. El de seguridad me señaló con algo de fastidio, y el viejo, mirándome soltó con desdén:
- Santa Fe. Nací en Santa Fe.
Allí me desplomé y la última imagen que registró mi mente fue las de las manos del anciano. Los cantantes interrumpieron su función y la gente se agolpó a mí alrededor reemplazando el espectáculo de la música por otro que les atrae más, que les fascina: los accidentes, las tragedias, las desgracias ajenas. Cada uno, como expertos psicólogos, sociólogos, médicos o lo que fuere, comenzaron a debatir y a cambiar opiniones acerca de lo que me había sucedido y sus probables causas, mientras los guardias me llevaban a una oficina para auxiliarme.
- ¡Qué no se vaya! ¡Que no se vaya! –fue lo único que atiné a decirles con la voz casi inaudible.
Que no se vaya… Porque aquel hombre llamado Juan Gálvez, nacido en Santa Fe, era mi padre, a quien no había vuelto a ver desde los tres años, cuando discutió con mamá y se fue de casa, para siempre. Mi padre, de quien mi frágil memoria de niña, no recordaba su rostro, si no sus manos. Esas manos grandes y regordetas que yo siempre observaba, que amaba cuando me acariciaban o cuando se cerraban entorno a mi cuerpito para alzarme a upa.
Treinta y siete años pasaron desde que el destino, intrínsico y caprichoso, alejó a mi padre de mí, haciéndolo perder de mi memoria; y ahora tan caprichoso y enigmático como siempre, se encargó de devolverme para que de una vez por todas, en la recta final de su vida, podamos compartir ese amor tan grande que se profesa un padre con un hijo y viceversa. Y tal es la sutileza del destino que quiso que me cruzara, y lo viera (mejor dicho, que viera sus manos) en un lugar tan concurrido como en la línea “D” del subterráneo en hora pico. ¡Cómo hallar una aguja en un pajar! Porque yo he buscado a mi padre por años en muchos lugares; investigué y seguí su rastro por muchos pueblos y barrios sin obtener resultados, y ese día, entre miles de seres, lo encontré, lo vi, descubrí sus manos.

martes, 4 de agosto de 2009

La Verdadera Historia. Parte 3.

En ese momento me quité el casco y se lo coloqué a la niña, asegurándoselo bien y bajándole la visera para que le protegiera su rostro. No estaba bien seguro de porqué lo hacía. En primera instancia pensé que por lo menos me aseguraba que el fuego no destruyera su cara para que pudieran identificarla fácilmente cuando sacaran nuestros restos carbonizados. Era lo mínimo que podía hacer por la niña y por sus familiares, tan frustrado me sentía, tan impotente... Conmigo no habría problemas, mis compañeros sabían quién de todos los putos bomberos voluntarios se le había ocurrido meterse en el mismísimo Infierno. Pero ahora, después de tantos años transcurridos, y que lo pude pensar fríamente, creo que le coloqué el casco por los curiosos. Era mi pequeña venganza. Le quitaba la mitad del espectáculo y, tal vez, la más atractiva. No iba a permitir que su morbo se regodeara con el espectáculo de la niña totalmente quemada, con su pequeño rostro infantil convertido en el de un monstruo de película de horror. No.
Luego de ajustarle el casco, alcé la vista a un cielo que no podía ver y, mentalmente le rogué a Dios que me llevara a mí, pero que la niña se salvara. Yo me ofrecía, si es que aquella noche debía de llenarse un cupo en el Cielo o dónde fuere que vamos cuando morimos. La niña apretó un poco más fuerte mi mano, y la miré. Me sonreía a través del protector transparente del casco, y no sé porqué, para tranquilizarla, para alejar su mente de ese infierno en el que estábamos sumergidos, comencé a contarle anécdotas mías y un caballo que tenía en casa de mis padres, en las afueras del pueblo. Le conté una historia tras otra, la mayoría inventadas por mí en el momento, para que Marcela no pensara en el fuego, en sus quemaduras y en sus piernas aplastadas. Eran historias graciosas, todas basadas en mi supuesta torpeza para montar y le prometí que saldríamos vivos y la llevaría a montar mi caballo a casa de mis padres.
Pero se produjo una nueva explosión y unas llamaradas en forma de demoníacas lenguas invadieron nuestro reducido espacio y nos envolvieron. Recuerdo que cerré los ojos y vi todo rojo a través de mis párpados, e incliné mi cuerpo sobre ella, intentando que las llamas sólo se apoderaran de mí. Estaba preparado para sentir el ardor y el dolor de mi carne lacerada, tenía muchísimo miedo pero estaba preparado para sentir el poder del fuego. Sin embargo, no sucedió nada de eso. La niña se había desmayado, no sé si por la falta del aire, el tremendo calor o el miedo al oír la última explosión. Entonces abrí los ojos y volví la cabeza para ver que era lo que había sucedido, para averiguar porqué razón no había sido abrasado. Entonces lo vi...
De pie, justo detrás de mí, con su torso un poco inclinado sobre nosotros y los brazos extendidos hacia los costados. Era un hombre, al menos tenía la apariencia de un hombre muy alto, de largos cabellos dorados que le caían sobre su rostro delgado y de facciones hermosas. Tan sólo vestía una larga túnica blanca, que parecía despedir una luminosidad aun más blanca, aunque en un principio no pude decidir si era un efecto visual debido al resplandor del fuego. Sus finos labios estaban curvados en una sonrisa paternal, cálida y aliviadora y sus ojos celestes me observaban con una mirada serena que infundía una paz tremenda.
Intenté abrir la boca para preguntar algo. No sé, cualquier cosa. En ese momento en mi mente se arremolinaban varios interrogantes: ¿Quién era? ¿De dónde había salido? ¿Cómo era que el fuego no lo afectaba y cómo hacía para impedir que no llegara hasta nosotros? Porque el fuego ahora parecía separado de nosotros por una barrera invisible y el calor se había disipado tanto que, parecía haber una agradable temperatura primaveral. El aire también estaba mucho más respirable. Pero de mi boca no logró salir palabra alguna, era incapaz en aquel momento, de articular palabra. De todos modos, aquel ser me hizo un gesto con su mirada y con su boca que podía traducirse fácilmente en: No hables, no preguntes nada, es mejor así...
No sé cuánto tiempo pasó. Tal vez quince, tal vez veinte o treinta minutos más. Pero el calor del fuego ya no se sentía y el humo ya no dificultó la respiración. Marcela despertó por fin, pero no parecía advertir la presencia del ser que nos protegía con sus brazos, con su cuerpo entero. Los gritos de mis compañeros se hicieron más entusiastas y pude deducir que el fuego estaba siendo controlado y sofocado. Finalmente el foco de incendio que cubría el cartel y parte de la estructura de la estación de servicio fue apagado y por allí, entre algunos de mis compañeros y algunos paramédicos, y con la ayuda de la policía local para retirar la viga que aprisionaba las piernas de la niña, nos pudieron sacar. Ianuzzi y Donato se abrazaron a mí como si yo, en realidad, hubiera resucitado. A la niña la colocaron en una camilla mientras la gente congregada, todas personas que yo conocía bien y ellas me conocían (en un pueblo pequeño todos se conocen) me aplaudían y me vitoreaban, muchas de ellas, con lágrimas en sus ojos. Aquella noche no pudieron dejar paso a la morbosidad, y debieron conformarse con ser consecuentes con la situación y saludar al que creían había sido el héroe.
Yo estaba muy aturdido. Aun no podía comprender lo que había ocurrido. Avanzaba lentamente pegado a la camilla que transportaba a Marcela secundado por Donato. Ianuzzi había regresado junto con Márquez, Álvarez y Júdica a continuar su lucha contra el fuego que todavía abrasaba la estructura retorcida del camión. Estaban también Marcuzzi, Pérez y Longuera, que habían llegado más tarde. Ninguno tenía puesto el uniforme, apenas Marcuzzi tenía puestas las botas y el casco, el resto de la indumentaria era una casaca de fútbol y unos pantalones cortos. La muchacha no soltaba mi mano y me dedicaba miradas de profunda gratitud. Ya le habían sacado mi casco y ahora tenía una mascarilla de oxigeno. A mi me habían querido poner una también, pero me negué, aunque no podía explicarles la causa de no estar al borde la asfixia. No sabía bien donde estaba parado. Los aplausos me aturdían, mi nombre coreado por la gente me sonaba extraño. Allí vinieron los primeros flashes, la cruda foto que ilustró la nota: la niña quemada en la camilla tomándole la mano a su salvador no menos chamuscado. El morbo del periodismo había tenido su recompensa.
Miré hacia atrás, al lugar donde habíamos estado atrapados, donde mis compañeros luchaban denodadamente con sus mangueras, por terminar de sofocar el fuego, y volví a ver al ser que nos había protegido, el que, en definitiva nos había salvado la vida, el verdadero héroe. Estaba aun de pie, erguido, mirándonos partir. El hombre me dedicó una de esas sonrisas cálidas que poseía y alzó una mano a modo de despedida, entonces vi como desplegaba unas enormes alas blancas, de la misma pureza que su túnica y remontó vuelo hasta perderse en la oscuridad del cielo de aquella noche tan divina. Por mirar eso tropecé con uno de los camilleros y caí al suelo. Nadie, ninguno de los que estaba allí presente parecía haber visto lo que yo. Mi caída la atribuyeron a una descompensación de mi organismo a causa del estrés, el calor y el humo inhalado. Pero ya estábamos en la ambulancia, de modo que nos cargaron a ambos en ella y nos llevaron al hospital.
La niña se salvó, pero debieron amputarle una pierna pues una fractura expuesta debido a la viga se le infectó y no pudieron combatirla. Pero estaba viva y los padres me lo agradecieron regalándome un pequeño automóvil, fue mi primer auto, un Fiat 600. Yo cumplí con mi promesa y cabalgamos juntos el viejo caballo de mi padre.
En un primer momento había pensado contar la verdad, que yo no había sido el héroe real, que un ángel había sido el que nos había salvado a ambos, en realidad. Pero ¿quién me iba a creer semejante cosa? Lo más probable es que pensaran que el incidente me había dejado trastornado. Además ya en los diarios había salido en primera plana como el héroe de la catástrofe, los padres de Marcela me habían regalado el auto y los muchachos del cuartel me organizaron un asado en homenaje. Hasta recibí una medalla al valor de una organización internacional que nuclea a los cuerpos de bomberos voluntarios de todo el mundo.
¿Lo ve? ¿Cuesta creerle a usted? Pues le digo la verdad, aquel tipo que nos protegió del fuego era un ángel. O al menos eso supongo yo. Un ángel que envió Dios como respuesta a mis ruegos. Mi pedido había sido cambiar mi vida por la de la niña, y sin embargo Dios, me respondió enviándonos un ángel guardián para que cuidara de ambos. Usted pensará que estoy loco, o que le estoy tomando el pelo, pero no es así. Perdón, por lo menos lo segundo no. Aun no puedo decirle si estoy en mi sano juicio o no; si todo aquello fue producto de mi imaginación, incentivada por mi mente, febril y desesperada, en medio de esa prisión de fuego, humo y calor insoportable. Pero le puedo asegurar que todos estos años he vivido con un remordimiento atroz, un enorme sentimiento de culpa, como si al ocultar esta verdad, como si al no revelar este milagro al mundo, hubiera traicionado a Dios y a su inmensa misericordia. Ahora ya está, ya lo hice, puedo esperar tranquilo mi hora final, en paz. Usted haga lo que quiera, créame o no, pero le aseguro que esta es la verdadera historia.