miércoles, 29 de julio de 2009

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 2.

Segunda entrega de la serie del Testigo.

Me puse de pie, cuando ante mí se detuvo el tren, con sus metálicas ruedas chirriando al frenarse contra los brillantes rieles de la vía. Nadie bajó, y sin embargo, el tren estaba lleno. Todos parecían felices allí arriba; cada pasajero, cada rostro que yo divisaba por las ventanillas de aquellos vagones marrones y plateados, tal cual eran en la época en que los ferrocarriles eran estatales. Todos gozaban de una dicha inconmensurable, que provocaba envidia. Esa felicidad se reflejaba en su mirada, de brillosos ojos, en sus sonrisas amplias, hasta en sus posturas distendidas. Había allí una pareja de recién casados, un hombre adinerado, varios músicos, deportistas y médicos, actores, y modelos; una abuela rodeada por una gran familia de hijos y nietos... Todos, todos los que estaban en aquellos vagones parecían, perdón, no parecían, eran inmensamente dichosos, cada cual a su manera, cada cual con las cosas que le gustaban y amaban.
De pronto, el pito de la locomotora sonó con un silbido prolongado que me sobresaltó y, lentamente, el tren comenzó a ponerse en marcha. Yo me quedé inmóvil observando cada rostro, cada personaje, cada escena que pasaba frente a mí, y no atiné a hacer nada. En realidad, en un primer momento, había pensado que debía subir al tren, y realmente daban ganas de abordarlo viendo tanta felicidad, tanta alegría, pero las puertas permanecieron cerradas, nadie las abrió, ninguno me hizo señas para que subiera, y ningún guarda se asomó ni bajó a soplar el silbato y agitar la franela verde para indicar al maquinista que podían abandonar la estación. Confieso que me quedé un poco desilusionado. No podía ser que me hubieran hecho cruzar la Frontera sólo para observar pasar un tren cargado de gente feliz. Al menos, eso no me cerraba, en la manera en que pensaba para que servían los Testigos. Pero, cuando más de la mitad de la formación ya había dejado atrás el olvidado andén, tres hombres surgieron corriendo por el extremo opuesto.
Parecían desesperados, corrían con toda la potencia que sus cuerpos le permitían y agitaban los brazos haciendo señas al tren que huía como para que se detuviese. Finalmente, cuando el ferrocarril, indiferente, se perdió entre la niebla y la oscuridad de la noche, y el silencio volvió a caer sobre aquella estación, los tres hombres dejaron de correr desesperanzados. Uno de ellos dejó caer sus hombros y la cabeza con abatimiento; otro se tomó la frente trágicamente; el tercero descargó su impotencia dándole un violento puntapié a la caseta de la boletería abandonada. Los tres lanzaron insultos y maldiciones, se lamentaron por su destino, pegaron media vuelta y se retiraron abrazándose mutuamente sin siquiera haber reparado en mí.
Volví a sentarme, disconforme, esperando que sucediera algo que en verdad valiera la pena haberme hecho despertar en medio de la noche, abandonar mi casa furtivamente y adentrarme en este paisaje casi demencial, podría decirse. Calculo que permanecí sentado allí unas dos horas, más o menos, el reloj de la estación, como era de esperar, no funcionaba y el mío había olvidado de colocármelo al salir. Fumé un par de cigarrillos más, canturreé algunas canciones para matar el tiempo, por último, el sueño me venció y me dormí.
Cuando desperté, como en la primera experiencia, al abrir los ojos comprobé con estupor que ya no estaba en la estación sino en mi propia casa, acostado en mi cama. Intenté permanecer indiferente a esta situación inexplicable, quise pensar de nuevo que todo había sido un simple sueño, y de inmediato miré mi ropa que se amontonaba en un banquito junto a la cama. No era la misma con la que me había vestido para atravesar la Frontera. Una vez más me cuestioné todo, una vez más tuve la sospecha de que todo era producto de mi imaginación, pero el antiguo atado de Jockey, que yo había conservado y ahora exponía como alguna especie de raro souvenir sobre mi mesita de luz, me obligó a reconocer la veracidad de mis viajes. Eso, y los zapatos que estaban manchados de barro y tenían algunas briznas de pasto pegadas en la suela.
Pasó el día. Como de costumbre, salí tarde de mi trabajo, pero durante todo aquel día estuve disperso, distraído. Una y otra vez me venía a la mente aquella desolada estación, en el medio de la nada, y la escena de esos tres pobres tipos persiguiendo el tren como si la vida se les fuera en él. Esa noche tuve una fiesta y regresé muy tarde a casa, sin embargo, a pesar del cansancio, di vueltas y más vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. El tren, esas caras felices en los vagones, contrastando con la desesperación de esos tres en el andén... No podía borrarlas de mi mente. Una vez más sentí ese llamado silencioso, esa fuerza que me obligaba a salir a la calle. Esta vez tenía la seguridad que debía cruzar la Frontera, y otra vez de noche. ¿La noche sería el momento propicio para hacerlo? No me preocupé por esos interrogantes sin respuestas, al menos por ahora no tenía sentido. Me levanté, me vestí y salí.
Caminé, ya con la seguridad de saber donde dirigirme. Otra vez el alambrado, las vías muertas y la estación desvencijada. En esta ocasión no me había olvidado el reloj, eran las dos y media de la madrugada. Extraño, porque me pareció que cuando abandoné mi casa eran casi las cinco; luego recordé que la primera vez, también el reloj marcaba la misma hora. Me acomodé en el viejo banco, encendí un cigarrillo como para mantener la cábala y, en pocos minutos, emergió el tren desgarrando la niebla con su luz, ahuyentando el silencio sepulcral con su bocina. La misma escena del día anterior, las mismas caras dichosas, pero ahora percibí detalles que se me habían escapado antes. En todos los vagones sonaba música, una música alegre, casi festiva y el sentimiento de felicidad parecía trascender la formación y formar como un halo a su alrededor. Uno podía sentirla, uno podía notarla atravesándolo, y esa fuerza transmitía unas irrefrenables ganas de abordar el tren. Para completar el cuadro de la otra vez, también aparecieron los tres tipejos corriendo cuando el tren ya estaba en movimiento. Los mismos gestos desesperados, la misma desolación en sus expresiones. Todo había sucedido tal cual, como si se tratara de una película en la que proyectaban siempre la misma escena. Aún seguía sin entender, esperé a que los hombres se me acercaran, me dijeran algo, pero nada de eso sucedió. Los tres repitieron su pantomima, dieron la vuelta y se marcharon sin siquiera dedicarme una mirada fugaz. En cambio, esta vez, yo sí los observé detenidamente.
El que dejaba caer los hombros abatido, era gordo; no, gordo no, más bien panzón. Vestía unos pantalones de vestir, una camisa y un suéter demasiado viejos y gastados. Los puños de la camisa le sobresalían por debajo de las mangas del suéter gris que tenía un agujero en uno de sus codos. El pulóver parecía demasiado chico, tanto que, en la parte de su prominente vientre se le levantaba bastante, dejando ver que algunos botones de la camisa se habían perdido. En cambio, los pantalones le colgaban por todas partes, como si fueran uno o dos talles más grandes de lo que necesitara. En la parte superior de su cabeza presentaba una calvicie pronunciada, pero el resto estaba cubierta por unos cabellos grises, despeinados y algo grasosos. Tenía los ojos hundidos rodeados por unas profundas ojeras. Su rostro era flaco, muy chupado, en el cual resaltaban los huesos de sus pómulos. Remataba todo ese aspecto descuidado una barba de algunos días. Realmente tenía el aspecto de un linyera o, como se les dice ahora, un sin techo.
El segundo tipo, el que pateaba la boletería, era corpulento, y el más alto de los tres, y aunque se notaba que en otro tiempo había tenido un físico privilegiado, ahora estaba gordo, tirando a obeso. El cabello entrecano, cortado casi al ras, revelaba que no era un hombre muy mayor, y las gráciles facciones de su rostro, a pesar de, la ahora, abultada papada y los cachetes regordetes, decían que el hombre había gozado de una pinta sin igual. Vestía ropa deportiva, cosa que francamente le quedaba ridícula.
El último, el que se llevaba la mano a la frente, era el más curioso de los tres. Delgado y bastante elegante, de una pulcritud extrema, iba peinado con raya al costado y un jopo algo ridículo logrado con litros de fijador, y usaba unos lentes de gruesos cristales y anticuado marco negro. Vestía un traje marrón, de calidad, pero pasado de moda, una camisa amarilla y corbata bordó.
Los observé mientras llegaban corriendo, mientras se abatían y se lamentaban, y mientras pegaban la vuelta y se marchaban. Extraño trío era aquel, extraño trío. Lancé un suspiro cuando quedé sólo. Encendí un cigarrillo y comencé a caminar en dirección a donde los tipos se habían ido. Esta vez no me iba a quedar sentado hasta que me ganara el sueño. Estaba totalmente lúcido y despejado, no me iba a dormir enseguida. Bajé los escaloncitos del andén, volví a caminar por ese descampado de alta maleza, esperando no sé qué cosa hallar. Caminé por varios minutos, media hora para ser exactos, y no encontré nada, a excepción de la niebla, los yuyos y, de cuando en cuando, alguna vía. De los tipos ni rastros. Era esa una condición que me inquietaba bastante, en esas realidades a las que visitaba, todos parecían desaparecer. Ante la inutilidad de mi caminata, decidí regresar a la estación y rogué que aún estuviera allí. Gracias a Dios, mis ruegos fueron escuchados y la estación apareció de pronto, como siempre. Me desplomé en el banco, una vez más traté de adivinar el nombre de la estación. Sólo se distinguía una “E”, al comienzo, y la mitad de una “R” casi en el centro del letrero... Allí me quedé, esperando que el sueño me viniera a rescatar de aquella desolación.

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