miércoles, 29 de julio de 2009

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 4.

Segunda entrega de la serie del Testigo.

Se produjo un largo silencio. La pena en el rostro de ese pobre hombre parecía una máscara sombría.
- Mi historia no es mucho más dichosa que la de él –dijo por fin el otro, el que vestía ropa deportiva-. No me pasó exactamente lo mismo, pero también dejé pasar el tren, o mejor dicho, me bajé de él.
“De pequeño demostré gran interés y habilidad por los deportes. Mi padre era remero y creo que adquirí el espíritu deportivo de él. Jugaba bien al fútbol, en la escuela era el crack del grado; me gustaba el básquetbol donde descollaba en el club del barrio, y practicaba tenis. Ya en la adolescencia me dediqué al levantamiento de pesas y a la lucha libre, ambas disciplinas mis verdaderas pasiones. Con el tiempo, comencé a participar en distintos torneos, interbarriales o provinciales, y a acumular medallas. La verdad, no cabía en mí mismo. Yo también era el hombre más feliz del mundo. Cuando vine un poco más grande, a los veinte años más o menos, llegaron las grandes competencias. Primero logré el Campeonato Metropolitano de Lucha Libre, y un año más tarde el Campeonato Argentino. También gané el Campeonato Nacional de Halterofilia, con record argentino y todo. Usted debe haberme sentido nombrar: Gustavo Lascardi, El Titán, me decían. Hasta fui tapa de un Gráfico. Eso fue cuando gané el Campeonato Panamericano. También obtuve medalla de oro en el Mundial de pesas de España. ¿Dije que era un hombre feliz? Feliz era poco. Era dichoso, me sentía un Dios. Era popular, mis padres estaban orgullosos de mí y tenía un arrastre bárbaro con las minas… Y bueno, las minas, justamente, fueron las que me condujeron a la perdición. Me dejé seducir por su canto melodioso para estrellarme contra las rocas de la frustración.
“Comencé a salir de joda noche por medio, siempre con una muchacha distinta que, generalmente, conocía en el club donde entrenaba. Pero la noche es mala consejera y no va de la mano con los deportistas. Cigarrillo, alcohol, sexo… Cada vez comencé a entrenar menos y a salir más, y en eso llegan los Juegos Olímpicos, la competencia que me podría haber dado la consagración definitiva. Pero en ese momento yo estaba muy embalado con la farra y me creía invencible. Hacía rato que no entrenaba, pero de todos modos participé de las olimpíadas. Estaba achanchado, pesado, falto de ritmo. En lucha libre hice un papelón histórico, no pasé la primera rueda, vencido por un tirifilo que no tenía ni la tercera parte de mis títulos ganados. En levantamiento de pesas no llegué a levantar siquiera treinta kilos menos que los de mi record, y encima me jorobé la columna vertebral. Hernia de disco. Ahí se terminó mi carrera como deportista. Los diarios me dieron con un caño, fui criticado en cuanto programa deportivo había en radio y televisión. Yo era la esperanza de aquellos juegos, ¿sabe? La hernia me la operaron mal y ahí me desplomé. Tuve un ataque de angustia, a mí me dio por la comida y engordé como cuarenta kilos. ¡Qué va ser! A otros le da por la bebida, otros por no comer… Yo me comía la vida. Terminé de encargado de un gimnasio de mala muerte, obeso y, claro, sin minas. Cuando la fama y la pinta se te piantan, se te piantan las minas también. Y ahí uno, recién ahí uno se da cuenta que fue un pelotudo –el obeso suspiró y me dedicó una larga mirada. Parecía una vaca que sabía que la estaban por carnear-. Esa es mi triste historia. Si hasta me perdí la oportunidad de ser parte de la trouppe de Martín Karadagian. De Caballero Rojo me había ofrecido hacer, pero la columna me lo impidió.
Otro largo silencio, cada vez más tenso. Los tres hombres mantenían la vista clavada en el sucio piso del andén.

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