miércoles, 29 de julio de 2009

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 3.

Segunda entrega de la serie del Testigo.

La noche siguiente volvió a suceder. A la misma hora. Cuando salí a la calle, la bruma estaba allí; no tengo ni idea si la neblina está afuera cuando todavía yo permanezco en mi casa o si surge instantáneamente al transponer la puerta. Lo cierto es que siempre que salgo, la niebla ya lo cubre todo.
La estación emergió como siempre, como si se materializara en ese preciso instante. Era increíble el sentimiento de pena, de desolación y abandono que transmitía aquella estación maltratada por el tiempo. A pesar que yo ya estaba familiarizado con ella, todavía seguía sintiendo lo mismo que la primera vez que la había visto. El tren pasó exactamente a la misma hora, y los mismos pasajeros, felices, dichosos, estaban en él. Y los mismos tres tipos surgieron corriendo, cuando el ferrocarril inevitablemente se alejaba.
Esta vez, decidido a establecer contacto con ese trío dispar, no me había sentado en el descascarado banco de madera. Me dirigí al extremo del andén, por donde sabía que aparecerían ellos, y permanecí de pie apoyado contra una de las oxidadas columnas de hierro, saboreando un cigarrillo. En un primer momento se me cruzó por la mente que tal vez, en esa realidad, yo podría ser invisible, porque los tipos repitieron sus gestos dramáticos, sus lamentaciones y se disponían a marcharse sin presentarme la más mínima atención. Daba lo mismo haber estado parado yo, que un cartel con publicidad de un Centro de Meditación Hindú. Pero estaba decidido a entablar, o intentarlo por lo menos, algún tipo de diálogo con ellos. Entonces me volví hacia ellos y le tomé el brazo a uno, al flaco anticuado. Éste se sobresaltó y los otros dos me miraron. No era invisible.
- ¿Usted también se perdió el tren? –me preguntó el obeso de ropa deportiva.
- No –le respondí-. Yo estoy acá desde hace rato.
Los tres me miraron alarmados, como quien mira a un loco peligroso, luego se miraron entre sí.
- ¡Pero hombre! ¿Por qué no subió? –quiso saber el de aspecto lastimoso y me echó una mirada casi compasiva.
- ¿Por qué iba a subir? ¿Dónde me lleva el tren?
Otra vez se miraron. Daba la impresión que el flaco estaba a punto de llorar.
- Mire, amigo, ese tren que acaba de pasar es el tren de las oportunidades... Y usted que hubiera podido abordarlo, no lo hizo.
- ¿El tren de las oportunidades?
- Sí –respondió el flaco y se alzó un poco sus gruesos lentes empujándolos con su índice derecho-. De ser feliz, de casarse con el amor de su vida, de realizar una carrera exitosa, de consagrarse en el deporte que lo apasiona... ¡¿Qué sé yo?! Las oportunidades que tiene uno en la vida... y las desaprovecha.
- ¡Eso mismo! –exclamó el gordo, sus ojos azules rezumaban pena-Nosotros hace años que intentamos alcanzar el tren, pero siempre es igual... Cuando llegamos, el tren parte. Y usted, que podía haberlo tomado... ¿lo dejó escapar?
- Vea, yo no estoy aquí para tomar ningún tren –le respondí-. Pero hay algo que no entiendo. Ustedes dicen que hace años que intentan tomarlo y siempre pasa lo mismo: cuando llegan, el tren se va. ¿Nunca pensaron en venir a la estación un poco antes?
El linyera me escupió una risa, diría yo, algo impertinente, casi como burlándose de mí; pero el flaco me miró con gran pesar.
- ¿Qué hora tiene, caballero? –me preguntó insólitamente.
- Dos y media de la madrugada –le contesté luego de constatarlo en mi reloj.
- ¿Y a qué hora calcula que llegó el tren? –prosiguió con el interrogatorio.
- No sé, hará diez minutos que pasó... A las dos y cuarto, dos y veinte...
- Bien – intervino entonces el linyera y se rascó nerviosamente la cabeza, introduciendo sus gruesos dedos entre los cabellos desordenados y grasosos-. ¿Sabe qué hubiera pasado si nosotros hubiésemos llegado aquí, supóngase, a las doce de la noche? El tren hubiera pasado a las doce menos cinco...
- Esa es nuestra condena, amigo –añadió el gordo-, perder eternamente el tren de las oportunidades...
Los miré a los tres con incredulidad al principio, pero al ver las expresiones serias y abatidas de sus rostros, supe que me decían la verdad. Luego miré el banco que permanecía ajeno a todo, indiferente.
- Creo que me gustaría mucho conocer más a fondo toda esta cuestión. ¿No les gustaría sentarse un rato y conversar conmigo?
Los tres volvieron a mirarse, se interrogaron con las miradas, se encogieron de hombros y luego me contestaron casi al unísono que sí, que total no tenían otra cosa que hacer, y que la verdad hacía mucho tiempo que no charlaban con nadie que no fueran ellos mismos.
- Pero mire que nuestra historia es triste –me advirtió el flacucho con pinta de tragalibros.
- No hay problema –le contesté y nos ubicamos en el viejo banco -, me gustan las historias tristes.
A mi izquierda se ubicaron el flaco y el gordo, y a mi derecha el pordiosero.
- ¿Y qué quiere qué le contemos? –me peguntó precisamente este último.
- Por empezar, me gustaría que especifiquen mejor lo del tren de las oportunidades y lo de su condena.
- Bueno, eso es sencillo –comenzó el flaco, se empujó de nuevo los lentes y adoptó una pose de profesor de filosofía o alguna de esas materias aburridas-. Ese tren que usted vio pasar, ese mismo tren que nosotros estamos condenados a no poder tomar nunca, está cargado de personas que no desaprovecharon su vida... Es decir, que supieron tomar partido de las oportunidades que se les presentaron durante su existencia.
- ¡Un momento! –interrumpí- Por como usted habla, me hace pensar que la gente del tren, y ustedes, están muertos...
Los tres se miraron nuevamente, con gestos que los hacían parecer a una versión un poco más bizarra de Los Tres Chiflados. Los tres lanzaron una risita.
- ¡Claro, hombre! ¿Usted no lo está? –exclamó sorprendido el gordo.
Sólo atiné a negar con la cabeza. De pronto un escalofrío me corrió por el cuerpo. Me encontraba sentado en el medio de la nada, hablando con tres almas en pena. Sentí miedo. ¿Cómo no sentirlo? ¿Usted qué sentiría si se encontrara en un mundo diferente, ajeno al suyo, del cual no sabe regresar por sus propios medios, y se entera que está hablando con muertos, espíritus, fantasmas, o lo que fueran esos tres? Para colmo de males, la ambientación no ayudaba mucho para que uno se sintiera cómodo, o por lo menos tranquilo. Estaba en una estación fantasma hablando con fantasmas.
- No está muerto- musitó el linyera.
- No, pero no importa, continúen por favor.
- Bien –volvió a tomar la palabra el flaco-. ¿Cómo es qué llegamos a padecer esta condena se estará preguntando? Sencillo, nosotros no supimos aprovechar esas oportunidades que la vida nos dio. Por diferentes motivos, sin ser plenamente concientes de ello, cada uno de nosotros desperdició su oportunidad de ser feliz con lo que uno quería realmente –se empujó los lentes con su índice derecho y sonrió penosamente.
- Así es, amigo –continuó el gordo desalineado. Respiró hondo y entrecruzó sus manos posándolas sobre su barriga desmesurada-. Fíjese mi historia sino. Yo era hijo de un matrimonio de clase media bastante acomodada. Tuve una buena niñez y una adolescencia sin quejas. En casa estábamos bien, no faltaba nada. Mi padre laburaba como un burro, pero ni a mi madre ni a mí nunca nos faltó nada. Sí, tuve una niñez feliz y una adolescencia muy buena, por lo único que me tenía que preocupar era por la escuela, que no me gustaba para nada. Lo mío era el tango, sabe. Desde muy pequeño me gustó el tango y soñaba con ser cantor de tangos.
“Mi problema comenzó cuando pasé, luego de dos intentos, a segundo año de la secundaria. El sueño de mi padre era que me recibiera de Perito Mercantil en el colegio Carlos Pellegrini.´Tu futuro es ser bancario, m´hijo´, me había dicho cuando me inscribió. Pero no hubo caso, a mí el estudio no me gustaba. ¡Yo quería ser cantor de Tangos! Como Gardel, como Floreal Ruiz… Entonces largué el colegio, yo tenía dieciséis años y mi viejo, herido en su orgullo me mandó a laburar o me rajaba de casa. Bueno, conseguí un trabajito como lavacopas en un bar donde tocaban los grandes del tango: Darienzo, Pugliese, Troilo… Era un sueño para mí. A los veinte años me pasaron al salón, como mozo y me conocía a todos los maestros del tango. Me sabía todas sus canciones y practicaba. ¡Tenía buena voz, ojo! Una noche, en el baño me enganchó Troilo cantando. Nunca me voy a olvidar esa noche. Me acuerdo que me dijo con su voz arrabalera: 'Pibe, ¿qué haces laburando de mozo, vos? Tendrías un gran futuro como cantor. Dejame ver, voy a hablar con un par de conocidos a ver si te dan una oportunidad' –el gordo se detuvo con los ojos empañados en lágrimas-. ¿Se imagina? ¡Recomendado por Pichuco! Debuté en un barsucho de Barracas. Iban tres gatos locos, y la mayoría tenían una curda que ni veían, pero yo era el hombre más feliz del mundo. Guita y fama no ganaba, pero me sentí tocar el cielo con las manos. Seguía trabajando de mozo, ahora a la mañana, y por la noche cantaba.
“Dos años estuve así. Tuve más ofertas. Además del barcito de Barracas, cantaba ahora en uno de San Telmo, cerquita de donde trabajaba como mozo. Una vez vino a verme Pichuco y todo, y me felicitó. Ese fue un año bueno, primero porque Pichuco me vino a ver, y segundo porque conocí a mi señora, Rosa. Fue durante una presentación en carnaval. Ella había ido al club de su barrio con sus padres, había un baile familiar y yo cantaba en él. Era tan hermosa y tan modosita. En ese momento creí que me había enamorado… No pude resistirme y cuando terminó mi presentación la saqué a bailar. El padre casi me mata. 'Mi hija no baila con artistas', me dijo de muy malos modos, pero la madre intercedió y pude finalmente bailar tres piezas con ella. Suficientes para sacarle su dirección. Nos pusimos de novios al mes. Cuando se enteró el padre casi se muere y me dio un ultimátum: si quería seguir noviando con Rosa debía largar el tango. 'Con el tanguito lo van a comer los piojos', me dijo. Ahí fue cuando dejé escapar el tren –el gordo suspiró-. Pichuco me había conseguido una audición en Radio Nacional, me iban a hacer una prueba. No fui. Yo creía que estaba enamorado de Rosa… Me casé con ella, y el tango lo dejé para cantarlo sólo en la ducha. Después vinieron los hijos. ¡Seis! La plata no alcanzaba, me tuve que buscar otro laburo, mi esposa se puso gorda y protestona…
"Me dediqué a la bebida. Ahora estaba seguro que Rosa no era la mujer de mi vida; a los chicos los quería pero ellos me veían como un fracasado: un mozo borracho, y extrañaba esas noches cantando en los bares… Perdí los dos trabajos, y le pegué flor de paliza a mi señora cuando me gritó por haberlos perdido. Me echó de casa. Terminé de linyera, viviendo en una estación de tren abandonada. ¡Je! ¡Igualita que ésta! Morí una noche de crudo invierno, congelado, canturreando un tango. Y ahora pago mi condena… Cuando morí, me encontré con Troilo. Me dijo que fui un gil, que si hubiera ido a esa audición ahora estaría entre los grandes del tango… “Te la perdiste, pibe: guita, fama, minas…”, me dijo.

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