miércoles, 29 de julio de 2009

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 1.

Segunda entrega de la serie del Testigo

En la vida hay cosas que no deben dejarse escapar, porque puede que sólo exista una única oportunidad para alcanzarlas. Pero el comportamiento de las personas muchas veces -en el mayor de los casos- es extraño y, sea por estupidez, negligencia o ignorancia, se desperdician esas ocasiones que suelen presentarse. Mi madre no se cansaba de repetírmelo, y yo mismo me reía de su insistencia, pensando que eran cosas de gente grande para hacernos estudiar, o simplemente manías de una madre un poco exigente y sobreprotectora. “La vida no es muy generosa con uno”, me decía, “pero de vez en cuando te ofrece la oportunidad para que puedas ser feliz, vivir bien o conocer el éxito”. “El secreto es saber cuándo esa oportunidad se presenta, y cómo atraparla”. “Muchas veces deberás esforzarte, la mayoría de las veces quizá; nada es fácil, nada es mágico”. Entonces agregaba que yo tenía una gran oportunidad en ese mismo momento, que podía estudiar gracias al esfuerzo de mi padre, que nunca abandonara los estudios, y que si pensaba hacerlo, me fijara en los pobres que querían estudiar y no podían porque tenían que trabajar, y cosas por el estilo. Yo tenía unos doce o trece años, recién ingresado al secundario, cuando me recalcaba esto, y debo confesar que jamás reparé en sus palabras a lo largo de mi adolescencia. Pero cuando me convertí en un adulto, con un titulo bajo el brazo, un titulo que me permitía trabajar de lo que realmente me gustaba, allí supe valorar aquellas palabras de mi madre; y mucho más cuando tuve esta insólita experiencia bajo mi condición de Testigo, que pasaré a relatarles.
No habían pasado muchos días de aquella extraña noche en que tuve ese encuentro con aquel hombre en el barcito anticuado de Santiago del Estero y Venezuela. Aún albergaba firmes esperanzas de que se hubiera tratado sólo de mi imaginación o producto de un engañoso sueño. Había ido al lugar donde yo creía que se encontraba ese bar, pero no encontré ninguno allí… Había un lavadero, una casa de venta de motores, una librería y, lo que más se le acercaba, un maxi-quiosco donde vendían panchos y hamburguesas; pero no había ningún bar. No sé exactamente cuánto tiempo había transcurrido de aquella primera noche, tal vez una semana, no lo sé; en realidad, no me propuse llevar la cuenta. Lo cierto es que nunca más había cruzado la Frontera, como la había llamado el tipo; tal vez porque no había, hasta el momento, nada que presenciar, nada que testimoniar.
Pero cierta noche, siempre parecía ser que sucedía de noche, me desperté, sin sobresaltos esta vez, placidamente como quien despierta luego de haber dormido un día entero. No soy de despertar en medio de la noche, mi sueño es pesado y generalmente duermo de un tirón. Algunas veces, debo admitirlo, me despierto con unas incontenibles ganas de fumar, de modo que me siento en la cama y enciendo un cigarrillo para luego seguir durmiendo. Pero aquella noche, no fue así. Supe de algún modo, tuve la certeza en lo más profundo de mi mente, que me había despertado por otro motivo. Permanecí inmóvil un buen tiempo, envuelto en la penumbra, esa oscuridad apenas burlada por la débil luz de la luna que se colaba por la ventana de mi cuarto, sentado al borde de mi cama, casi con la mente en blanco. Sentía que debía ponerme de pie, vestirme y salir a la calle, pero tenía miedo. De sólo pensar que podía vivir otra noche de locos como la primera vez, me paralizaba, me crispaba los nervios. Pero la sensación, el llamado que sentía, era fuerte, como una fuerza irrefrenable e ineludible que no podía resistir.
Finalmente me vestí rápidamente, con lo primero que encontré y abandoné el cuarto. El barrio, como en la otra noche, había desaparecido bajo la espesa niebla. Por largos minutos permanecí quieto en la puerta de mi edificio, ahora tenía la certeza que volvía a cruzar la Frontera, que si caminaba unos cuantos metros me internaría en una realidad alternativa, en la cual no sabía con qué iba a encontrarme. El frío me hizo estremecer. ¿Sería siempre así, fría, la transición? ¿O simplemente era por qué nos encontrábamos en invierno? Por último, cayendo en la cuenta que, era totalmente en vano haberme levantado para, solamente, mantenerme en la puerta de mi domicilio observando una niebla fantasmal que lo cubría todo, comencé a caminar.
La primera sorpresa la tuve de inmediato, al oír mis pasos. No estaba pisando baldosas ni pavimento. A mis oídos no llegaba el típico golpeteo de lo tacos de mis zapatos contra las duras veredas o las calles. Mis pasos se vieron amortiguados por una superficie blanda e irregular y producían un murmullo sordo. Era como si, más bien, estuviera caminando sobre tierra blanda o sobre hierba. Solté una risa, no podía ser. Tendría que estar caminando sobre los gastados adoquines típicos de ciertas calles de Barracas, que aún hoy todavía resisten al progreso malvado que pretende robarles su historia de arrabal a fuerza de alquitrán. No, no podía ser. Es más, no me había alejado de mi casa más de cinco metros; si retrocedía sobre mis pasos, tendría que hallar mi vereda, de anchas baldosas lisas y grises. De hecho, como para comprobar lo que pensaba, di media vuelta y desanduve el camino. La segunda sorpresa. Me llevé por delante una especie de alambrado o cerco. Mi edificio, los edificios vecinos, los negocios de la cuadra habían desaparecido. Definitivamente había cruzado la Frontera y un nuevo temor me invadió. El tipo de la otra noche me había dicho que mis incursiones serían aleatorias hasta que aprendiera a cruzarla solo, pero... nada me había dicho acerca de cómo regresar a mi realidad. ¿Y si me quedaba varado en una realidad ajena? ¿Y si al regresar no regresaba a mi mundo? Otra vez el sudor frío en las manos, otra vez el nudo en el estómago. Traté de serenarme y, cuando lo conseguí a medias, decidí caminar siguiendo el recorrido del alambrado, para ver si terminaba en algún momento o bien, tenía una puerta o abertura de algún tipo. Por supuesto, no hallé nada de eso, y el cerco parecía extenderse infinitamente. Decidí, entonces, alejarme de él, para ver que encontraba, si es que en ese lugar había algo para encontrar más que aquel cerco.
Algo más había, pues apenas di un par de pasos, tropecé con algo duro que sobresalía del terreno. Casi pierdo el equilibrio y caigo de bruces al suelo. La niebla implacable no me permitía ver nada más allá de unos pocos centímetros de mis ojos. Me puse en cuclillas para averiguar qué era lo que me había hecho tropezar. Entonces pude ver el terreno por el que andaba: era un suelo llano, de tierra, cubierto por unos ralos pastos de unos diez o quince centímetros de alto; pero lo más curioso era que entre la hierba, pasaban dos vías con sus oscuros y resecos durmientes de quebracho. Con uno de esos rieles me había tropezado. Parecía que se trataba de una vía muerta; de varios años en desuso, estimé. Me incorporé nuevamente y paseé mis ojos por mí alrededor, para ver si entre aquella bruma podía divisar algo, un punto de referencia que me ubicara, pero no descubrí nada, sólo niebla gris.
Volví a caminar, ahora con más cuidado, por miedo a tropezar nuevamente. Sorteé otras vías, muy cerca de las anteriores y, de pronto, como si hubiera surgido de la nada, o como si fuera el único edificio que podía imponerse al maleficio de la neblina, apareció ante mí una pequeña estación de ferrocarril. ¿O acaso, las realidades alternativas se iban armando poco a poco, reuniendo fragmentos aislados quién sabe de dónde?
No era más que una miserable pared descascarada y agrietada que en muchos puntos mostraba descaradamente sus ladrillos, húmedos y enmohecidos; el andén, gris y mugriento, y cuatro gruesas vigas de hierro oxidadas que funcionaban como columnas sosteniendo un precario techo de chapas anaranjadas. La boletería, una casuchita ubicada en un extremo del andén, permanecía cerrada, y por su aspecto parecía que hacía añares que había dejado de funcionar. En el centro, se ubicaba un largo banco de madera, de esos que suelen haber en las estaciones, para soportar un poco más la larga espera del ansiado tren. Justo encima, contra el muro, había un cartel, seguramente con el nombre de la estación; un poco más allá, un gran reloj, redondo, de cuadrante blanco y números romanos, y un farol negro, de hierro, que por la mugre que tenía en sus vidrios emitía una luz débil y muy difusa.
Una estación, en el medio de la nada. Saqué el paquete de cigarrillos del bolsillo de mi pantalón, me llevé uno a la boca y lo encendí; después me acerqué a ella. Tuve una extraña sensación de desasosiego cuando me detuve en el centro del andén y observé todo con más detalle, solo, envuelto en la penumbra, rodeado de la niebla que tornaba todo más lúgubre, acariciado por una leve brisa fría que soplaba serenamente desde todas direcciones. No sabía bien que hacer, ni si era allí, a esa estación, donde debía dirigirme, pero como pasó el tiempo y no surgió calle o edificio nuevo alguno, decidí que lo mejor sería sentarme un rato en el viejo y despintado banco.
No tenía idea en que estación me encontraba, pues el cartel había perdido casi la totalidad de sus letras gracias a la corrosión y el óxido. Me encendí un nuevo cigarrillo porque intuí que la espera podía ser larga, sino inútil. Pero, de pronto, como para refregarme en la cara lo errado de mis pensamientos, alcancé a oír la lejana bocina de un tren que se acercaba desde mi izquierda. Unos segundos más tarde, la poderosa luz de una locomotora diesel, de esas locomotoras que antes acostumbrábamos ver, pintadas de rojo y amarillo, rompió la cortina que la niebla imponía y se acercó velozmente hacia la estación.

1 comentario:

  1. Muy bueno Leon!
    Tus relatos son como... viste esas peliculas que te sumergen en una historia perteneciente a la vida que te gustaria vivir y entonces no queres que terminen nunca? bueno, asi. Ahora me preparo un cafecito y me voy a mi sillon preferido a leer las partes siguientes.
    Abrazo.

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