lunes, 13 de abril de 2009

La Extraña Desaparición de Eugenio Soler.

¿Quién puede decir que los rumores acerca de la desaparición de Eugenio Soler no son ciertos? ¿Quién puede rebatir, refutar o negar una sola palabra de lo que se cuenta? Debo admitir que la historia es un tanto inverosímil; que puede sonar hasta ridícula o absurda, pero, desde ya, hay que conceder que todo el asunto estuvo, y aun está, envuelto por un velo de misterio tan profundo que, tal vez, jamás se pueda descorrer para llegar a comprender lo que realmente sucedió. La policía no pudo arrojar luz al asunto y cerró el caso estancada en el mismo punto en el que comenzó, a pesar de haber pedido ayuda a la Capital. La Iglesia deslizó un escueto comentario, pero se negó a tomar parte, pues Eugenio era de pensamientos contrarios a los que ésta profesa. De modo que, después de un par de meses del hecho, todo quedó en el olvido, y los que aun lo recordaban fingieron no hacerlo.
Soler era un tipo osco y de modales bastante empobrecidos, no gustaba de la compañía de nadie y siempre exteriorizó su desagrado por la Iglesia y todo lo que fuera religioso: repudiaba a sus miembros constantemente, fastidiaba a los feligreses y blasfemaba el nombre de Dios. Incluso se lo inculpó, aunque siempre por lo bajo, del extraño asesinato del anterior cura párroco, que fue hallado degollado y colgado en una cruz invertida. La policía lo arrestó en su momento, pero el juez local debió liberarlo pues nunca se hallaron pruebas que lo incriminasen fehacientemente, aunque de buena gana lo hubiera mandado a ahorcar.
Los comentarios que recorrían las calles, acerca de Soler, eran de lo más oscuros. Algunos afirmaban, siempre por lo bajo, que practicaba la magia negra; otros juraban haberlo visto realizar no se qué prácticas necrománticas. Lo cierto es que hay testigos que lo han visto merodeando el cementerio algunas noches, incluso, gente que afirmaba que escarbaba tumbas como un simple profanador. La policía local pudo dar fe de esto, pues no habían sido pocas las veces que lo habían detenido al ser sorprendido dentro de las inmediaciones del camposanto a medianoche, aunque nunca lo encontraron removiendo tumbas o robando huesos. Lo cierto es que hoy, más allá de los rumores, las verdades y los cuentos, el pueblo entero está feliz de que Eugenio Soler ya no esté. Fuera o no fuera cierto todo lo que se decía de él, la verdad es que Soler era un hombre oscuro y violento que inquietaba a más de uno.
Desapareció la noche del miércoles de cenizas del año 1918, de esto hace exactamente dos años. La historia completa no se conoce, porque los únicos dos testigos fueron hallados, aquel día, tan horrorizados, tan histéricamente aterrados, que no se recobraron en unos cuantos días. Cuando finalmente volvieron a gozar de algo de su antigua cordura, recordaban sólo fragmentos aislados de lo que habían presenciado, imágenes inconexas que asaltaban sus mentes haciéndolos caer en febriles delirios y estremecer de miedo. Debo aclarar aquí, que la versión contada por estos dos testigos no fue tomada en cuenta por la justicia, y sólo un obispo de Buenos Aires opinó que bien podría ser cierto. En cambio, el cura párroco local no se cansó de repetir, para que lo entendieran todos, que sin duda había sido un castigo divino, refutando así el relato narrado por éstos dos.
Aurelio y Jacinto Benavides son dos hermanos que deben rondar los treinta años. Ambos se desempeñaban como tamberos en una estancia cercana al pueblo, propiedad de un inglés llamado William Connelly. Estos dos hermanos, eran muy queridos en el pueblo, pues eran solidarios y muy educados, además de ser fervientes creyentes de Dios y respetuosos de los preceptos de la Iglesia. Tal vez el único desliz que se permitían era demorarse algunas horas, luego de la jornada de trabajo, en el bar “El Zorzal”, el único bar del pueblo, para tomarse unas ginebras y jugar al truco con otros peones que frecuentaban el lugar. Esa noche, esa fatídica noche, como estaban de ligue siguieron hasta bien pasada la una de la madrugada, hasta que la última pareja que se les animó al juego de baraja perdió sus últimos pesos. Las calles, como de costumbre a esas altas horas, estaban desiertas. Una brisa fresca soplaba levemente anticipando el otoño que estaba por llegar en unos cuantos días más y de la oscuridad se desprendió el ladrido quejumbroso de algún perro que fue respondido por el de otros dos casi de inmediato. Aurelio y Jacinto caminaban por la calle principal, abrazados y a los tumbos, riendo a carcajadas, festejando por la suerte que habían tenido aquella noche. Siempre que salían del bar y se dirigían a su casa -ubicada a algunas cuadras hacia el norte, casi donde el pueblo terminaba abruptamente dando paso a la llanura sombría- atravesaban la plaza para cortar camino. Pero esa madrugada, fuera por el alto grado de embriaguez, porque el destino se encaprichó para que así fuera, o simplemente porque la noche necesitaba de testigos que presenciasen el horror que ocurriría, decidieron desviarse y llegarse hasta el cementerio.
El camposanto se ubica en lo alto de una elevación del terreno, detrás de una arboleda de antiguos tilos que se aprietan unos contra otros como queriendo, ex profeso, ocultar de la vista del pueblo las hileras de cruces y lápidas. Un poco más al este está la iglesia, una capilla no muy grande con un alto campanario. Su construcción es antiquísima, tanto que se dice que la enorme campana fue traída de una iglesia de un pueblito de Inglaterra destruida por un incendio mucho antes que los ingleses pretendieran invadir el Río de la Plata. Es imposible tener una buena visión del cementerio si no se cruza la arboleda, y aun así, por las noches, con la escasa iluminación que puede proporcionar la luna, no se logra ver con nitidez antes de llegar arriba.
Por esa razón, los hermanos Benavides, no descubrieron la oscura silueta que merodeaba las tumbas hasta que no estuvieron junto al tétrico portal de rejas oxidadas. Es posible que, si ambos no hubieran estado tan borrachos, podrían haber reconocido a la siniestra persona que vagaba por el cementerio en aquellas horas olvidadas de Dios; y es posible, también, que de haberla reconocido, hubieran huido despavoridos. La mayoría de los vecinos del pueblo, la gran mayoría, experimentaba un profundo terror cuando se encontraba con Eugenio Soler. Imagínense, como hubiera reaccionado un buen hijo de vecino si el encuentro se produjera en el cementerio y durante la madrugada como les había sucedido a los hermanos Benavides. Pero Jacinto y Aurelio, estaban ebrios, muy ebrios, tal vez por eso no huyeron como si hubiesen visto a un alma en pena, y decidieron adentrarse entre las tumbas y ocultarse para ver qué era lo que Soler hacía allí realmente.
Allí hay un blanco total en sus memorias, y la siguiente imagen que tenían era la de estar ocultos,amparados por las sombras,tras un enorme mausoleo, único que imperaba en aquel lugar plagado de antiguas tumbas de pequeñas lápidas de mármol y cruces de hierro oxidadas de lúgubres diseños. Los hermanos habían quedado a una distancia prudencial, de modo que no temían ser vistos, la luna llena, bien alta, iluminaba directamente a Soler que, se detenía ante una sepultura dejando caer una bolsa a su lado. Primero con una pala comenzó a cavar enloquecidamente, luego, colocándose en cuatro patas como un perro, continuó la tarea escarbando la tierra con sus propias manos. El silencio se imponía en aquella fría noche, apenas quebrado por el débil rasguido que las uñas de Soler producían en la blanda tierra, y la respiración forzada de éste a causa de la fatiga producida por el esfuerzo. Soler era un hombre que estaba pisando los sesenta años.
De pronto, irguió su cuerpo, quedando de rodillas como si estuviera orando, y escupió una risa que, de no ser porque los hermanos estaban viendo que era Soler el que reía, hubieran pensado que era la risa del mismo Diablo. A continuación, Soler, removió la putrefacta tapa del ataúd que contenía la tumba y lo arrojó a un costado. Tomó nuevamente algo de la bolsa, algo oscuro que se movía, se debatía entre sus manos y lo alzó con energía. Era un gallo, un gallo negro al que se le escapó un débil cacareo de pavor, pavor que contagió a los hermanos. Sin miramientos y con un tirón secó, Soler desprendió la cabeza del gallo de su cuerpo y roció con la sangre del animal el cuerpo yaciente en el ataúd mientras recitaba unas palabras ininteligibles. Cuando concluyó, arrojó el cuerpo inerte del ave a un lado y volvió a inclinar su cuerpo sobre la sepultura donde comenzó una lucha que, en un primer momento, los hermanos no llegaron a comprender de qué se trataba. La memoria de los hermanos se borra nuevamente, como si una oscuridad macabra hubiera devorado sus recuerdos, todo se pierde en una negrura profunda.

El siguiente recuerdo es el del perverso personaje erguido nuevamente, esta vez con los brazos extendidos hacia el oscuro cielo nocturno plagado de estrellas, lejanas e indiferentes, agitando triunfal en su mano derecha, un corazón reseco, haciendo caer de él una parva de gusanos. Y otra vez la risa demoníaca llenó la quietud del cementerio, cargada de malicia, de odio, pero también de satisfacción y regocijo. El hombre había despedazado el cadaver para arrancarle su corazón.Entonces el horror, finalmente el horror se había apoderado de los hermanos, haciendo que su borrachera se esfumase de golpe. Jacinto y Aurelio, pudieron reconocer la tumba de inmediato, aunque esto no pudo ser confirmado ya que, cuando la policía fue a registrar el cementerio, la sepultura estaba como siempre había estado y,al abrirla, tanto féretro como cadáver, estaban en su lugar. Faltaba el corazón, pero lo atribuyeron a la inevitable descomposición de la materia orgánica. Lo cierto es que los hermanos Benavides dijeron a las autoridades que se trataba de la tumba de Don Julián Rufino Gonzaga, el antiguo cura párroco del pueblo quien había muerto en tan extrañas circunstancias y de cuya muerte siempre se lo había acusado a Soler.
Un nuevo salto en la memoria, los recuerdos de los hermanos se interrumpen como un camino que choca contra la pared de una montaña. Aseguraron que por más que se esforzaran, no podían recordar como abandonaron el cementerio ni como consiguieron no perderle pisada a Soler. No saben si alguno, o ambos, gritaron horrorizados ante tal espectáculo, ni si el profanador los escuchó. De haberlo hecho no pareció importarle demasiado, o tal vez encontró regocijante que esos dos presenciaran su acto de maldad suprema. No saben tampoco si perdieron el conocimiento. Lo cierto es que su próximo recuerdo los sitúa en el rancho donde Soler dormía. Apenas una tapera de madera mantenida en pie de forma muy inestable. La puerta miraba al pueblo, la única ventana, al lado opuesto. Allí se ubicaron los hermanos para presenciar algo que jamás se imaginaron ver ni en sus peores pesadillas.
La trémula llama de una vela roja, que Soler ubicó en el centro de la sala, apenas les permitió ver lo que allí dentro sucedía. Todo era un macabro baile de luces temblorosas y sombras que se agigantaban o empequeñecían al son de la llama que era movida por la fría brisa nocturna. En torno a la vela, Soler trazó un círculo con sal, y dentro colocó un cuenco de madera, viejo y gastado, un gran cuchillo y un cráneo humano, no pudieron precisar si era el cráneo del sacerdote. Por último, él mismo ingresó dentro del círculo y depositó el corazón del cura junto a la calavera. De pie, muy erguido, alzó sus brazos y echó un poco su cabeza hacia atrás. Soler daba la espalda a la ventana, por eso, los dos hermanos, sobreponiéndose al terror que sentían, se atrevieron a asomarse un poco más para ver mejor el interior de aquel rancho descuidado. El profanador comenzó a murmurar palabras que los hermanos no llegaban a escuchar en un principio, pero que, poco a poco, se hicieron más nítidas pero no comprensibles. En un tono grave, que realmente espantaba a los Benavides, Soler repetía una y otra vez aquellas palabras, como si fuera una letanía. Era latín, según pudieron decir, porque sonaba como las palabras que el cura decía cuando daba la misa, pero en boca de este hombre aquellas frases provocaban escalofríos. Sin dejar de recitar, tomó el cuchillo y, lentamente, se practicó un corte profundo en uno de sus antebrazos. La sangre comenzó a manarle a borbotones, pero Soler ni se inmutó y de su boca no salió ni un mísero quejido de dolor. Igual de lento depositó el cuchillo en el suelo y tomó el cuenco, en el cual vertió la sangre que manaba de su brazo herido. Una vez más se incorporó, con el cuenco en una mano y el corazón profanado en la otra. La letanía iba cobrando un ritmo hipnótico. Mojó con sangre, primero el corazón que sostenía y luego el cráneo que yacía a sus pies. Finalmente, como broche de oro para aquella desquiciada práctica y para horror de Jacinto y Aurelio, el hombre comió una buena porción del corazón y se bebió su propia sangre. En ese momento, Soler se volvió hacia la ventana, y los hermanos contuvieron el aliento pensando que los había descubierto. Pero los ojos de Soler no miraban este mundo. Estaban completamente en blanco y su boca aun chorreaba el espeso líquido rojo que acababa de beber.
- ¡Poderoso Señor de las Tinieblas! –gritó entonces, y volvió a extender sus brazos- ¡Satán! ¡Príncipe de la Oscuridad! ¡Aquí te ofrendo el corazón de un santo, como me has pedido! ¡Hazte presente y cumple tu palabra a cambio de mi pago!
Soler comenzó a agitarse en convulsiones terribles y en ese preciso instante, la casa entera comenzó a sacudirse como si fuera una extensión de su propio cuerpo o sufriera las mismas consecuencias que él. Y en un rincón, cuando la luz huidiza de la vela, pasaba por allí, pudieron ver cómo, poco a poco, una sombra, la sombra de un hombre alto y robusto, comenzó a tomar forma. Jacinto estuvo a punto de lanzar un alarido, pero su hermano le cubrió la boca con su mano a tiempo. Soler dejó de temblar y lentamente se dio la vuelta para encarar al ser que acababa de hacerse presente.
- ¿Amo? –preguntó con voz trémula- ¿Has respondido a mi llamado?
La sombra no respondió, ni tampoco avanzó de su lugar protegido a medias por las sombras que la frágil luz proyectaba en aquel rincón de la casa. Solamente se irguió cuan alta era y esperó allí, en silencio. Soler estuvo a punto de avanzar, de abandonar el círculo de sal, pero se detuvo vacilante.
- ¿Amo? –volvió a preguntar- ¿Eres tú? ¡Oh, poderoso Príncipe de las Tinieblas!
- No –respondió una voz de ultratumba, tan gutural que los hermanos taparon sus oídos con las manos y cerraron bien fuerte sus ojos.
- ¡Tú! –se escuchó a continuación. La voz de Soler sonó desafiante con algo de odio, pero pudo percibirse también un dejo de miedo.
- Así es –fue la respuesta de aquella voz de horror que helaba la sangre y pertenecía a la sombra del rincón- ¿No me esperabas, verdad?
A continuación de aquella escueta respuesta, la casa entera se agitó violentamente, mucho más que la vez anterior. Las hojas de la ventana se abrieron, golpearon contra los muros endebles y sus vidrios se hicieron añicos. La puerta se batía también con violencia enloquecida, abriéndose y cerrándose, como si un feroz ventarrón la hubiera hecho su juguete. Soler lanzó un grito de pavor y agonía. Tan espeluznante fue el alarido que los hermanos volvieron a abrir los ojos y se obligaron a observar que era lo que estaba ocurriendo. La llama de la vela se agitaba, las sombras por momentos invadían todo el recinto, para luego una pequeña luz ganarle un poco de terreno. Un viento arremolinado sopló dentro del recinto y barrió el círculo de sal.La figura,por fin salió de su rincón de sombras y tomó por el cuello a Soler, quién se debatió con desesperación, fútilmente, para tratar de zafarse. Aquel ser vestía una especie de sotana negra, en muchas partes rasgada y putrefacta, sucia de tierra y lodo. Los muebles, los pocos muebles y cosas que había dentro de la casa se golpeaban entre sí; parecía como si un huracán se hubiera desatado dentro de la precaria casucha. Y de pronto, desafiando cualquier sentido de la realidad, la tierra del suelo comenzó a abrirse. Primero fue sólo una línea humeante que se dibujó en el piso para luego abrirse en una profunda grieta como una boca voraz de la cual surgía un resplandor rojizo como de llamas un poco distantes. La extraña figura doblegó a Soler en apenas dos sencillos movimientos y lo llevó a la rastra hacia el agujero con mucha calma. Avanzó hacia la grieta llevando a Soler tomado por un pie, mientras éste se debatía como un poseso. Intentó aferrarse de los muebles, pero la fuerza de aquella criatura era tal que no lograba mantenerse agarrado o, en su defecto, arrastraba también los muebles. Supo su destino inevitable y su desesperación creció. Finalmente, ambos se precipitaron dentro de aquellas fauces irreales (uno por propia voluntad, Soler por voluntad del otro). En medio del rugido infernal de aquel viento demoníaco que se había desatado dentro de aquella casa, se impuso un nuevo grito de Soler; esta vez, lastimero, cargado de horror. Dijeron los hermanos Benavides, que cuando se produjo el salto, pudieron ver con claridad el rostro del ser que se había llevado a Soler... A pesar de su pútrida carne y de sus ojos malvadamente enrojecidos, pudieron reconocer a Don Julián Rufino Gonzaga...
Cuando el grito desesperado de Soler se apagó, muebles, objetos, techo, paredes, puerta y ventana fueron tragados por aquella infernal abertura en la tierra, incluso Jacinto y Aurelio fueron arrastrados por aquella vorágine y, mientras se veían llevados a la perdición, perdieron la conciencia.
Los hermanos Benavides fueron hallados al amanecer, bien temprano, por unos peones de campo que se dirigían a la estancia de Connelly, a un costado del camino, a unos dos kilómetros del pueblo. No fue hasta que ellos contaron su peculiar historia que en el pueblo se reparó en que la casa de Soler ya no estaba. De la grieta no se encontró jamás un rastro, incluso se cavó en el lugar varios metros y lo único que se halló fue tierra y más tierra reseca. La policía no dio crédito a lo que finalmente declararon Jacinto y Aurelio, a pesar que a ambos se les tomó declaración por separado y narraron lo mismo. La Iglesia desestimó lo ocurrido y reprendió a los hermanos Benavides por involucrar al padre Gonzaga en cuentos tan funestos, amén de recomendarles que se alejaran de la bebida, que los llevaría a perder el camino del Señor. Lo cierto es que ya pasaron dos años, y como he dicho al principio, la investigación llegó a un punto muerto. Pronto quedó todo olvidado, y la vida en el pueblo continuó como si nada. De Soler nunca se volvió a saber, y nadie intentó hallar una respuesta medianamente razonable para explicar porqué razón su casa también había desaparecido sin dejar rastros. Creo que a nadie le importaba. Soler ya no estaba y esa era la buena noticia. Algunos aventuraron que tal vez el propio Soler había desmontado la casucha por la noche para trasladarse a otro pueblo; lo cierto es que nadie en el pueblo, ni siquiera el comisario o el sacerdote, se atrevieron a volver a pisar por el lugar donde alguna vez se alzó el rancho.
¿Quién puede decir que los hermanos Benavides lo inventaron todo? ¿Quién tiene una explicación mejor que dar al respecto? Ni clérigos ni policías, de eso seguro. “Castigo Divino”, exclama el cura párroco. “Un engendro del Infierno se lo llevó”, afirman los hermanos. Eso deberá quedar para el discernimiento del lector. Yo no emitiré juicio alguno, sólo recalcaré que la de Soler fue una extraña desaparición.

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