miércoles, 29 de julio de 2009

El Tren de las Oportunidades Perdidas. Parte 5.

- ¡Je! Por lo menos, ustedes se bajaron del tren. Yo ni siquiera lo vi venir –saltó de pronto el flaco de lentes-. Vos llegaste a cantar tangos –le dijo al linyera-, y vos te dedicaste al deporte que te gustaba y tuviste muchos logros –le indicó al obeso-. En cambio yo, por estudiar, cosa que no me gustaba, no me di cuenta que dejaba escapar al amor de mi vida. ¡Ven, hasta eso! Ustedes anduvieron con mujeres, tuvieron sexo a lo loco y yo, ni me acosté con ninguna muchacha, ni siquiera con una profesional del sexo.
“Desde chico, mi madre, viuda desde muy joven ella, me inculcó las ventajas del estudio. Me decía que yo debía recibirme de algo importante para poder sacarla a ella de la miseria. Cuando enviudó debió dedicarse a limpiar casas para que ambos subsistiéramos. Y yo le prometí que lo iba a lograr, que la sacaría de ahí, que la convertiría en una reina y que jamás tendría que volver a limpiar para vivir. No me gustaba la escuela, pero fui muy estudioso, tanto que mis compañeros me tenían como el traga del grado. Yo siempre fui más bien tímido y para nada aficionado a los deportes, debe ser por haber crecido sin la figura de un hombre cerca, de modo que en lugar de jugar al fútbol en los recreos con los otros chicos prefería leer un libro. Ni siquiera me quedaba hablando con las chicas, debido a mi timidez. Eso provocó que yo siempre fuera el destinatario de todas las cargadas y las bromas más pesadas. En el secundario no varió mucho la cosa, también se sumaba ahora que tampoco salía por las noches cuando todos comenzaron a hacerlo. Ni milonga ni nada… Mi mamá me decía que la noche no era buena para un chico que quería ser alguien en la vida. Me acuerdo que yo le dije que si no salía no iba poder conocer nunca una chica para que sea mi novia. Ella me respondió que no me hiciera problema, que para eso iba a tener tiempo; que estudiara, que me recibiera de Contador que después, con el titulo bajo el brazo iba a poder conseguir una buena muchacha, de su casa y no alguna de esas locas que andaban de boliche en boliche. ¡Je! Así que le hice caso –el hombre se empujó los lentes con su dedo índice y perdió su mirada entre la niebla que flotaba alrededor nuestro-. Había una chica, en el secundario… La única que me trataba bien, que no se sumaba a las bromas de los demás… Siempre buscaba alguna excusa, siempre encontraba alguna forma para estar conmigo. Me pedía de ir a mi casa para estudiar conmigo, me regalaba cosas… -el flaco metió la mano en un bolsillo de su saco y extrajo una lapicera fuente y me la enseñó con gran orgullo y las mejillas arrebatadas por un rubor avergonzado-. Esta me la regaló ella, aun la conservo.
“La verdad es que siempre me preguntaba por qué ella me trataba así, yo suponía que era por lastima, porque ella era tan buena. No era como los demás. La verdad es que yo estaba tan enamorado de ella… Pero nunca le dije nada. Primero que mi mamá no quería, ella, Esther se llamaba, era de ir a los boliches; y segundo, que ella seguro no sentía nada por mí, y si le decía algo lo más probable sería que se iba a enojar y no iba a estar más al lado mío. ¿Cómo iba a sentir algo por un tipo como yo? Así que preferí tenerla como amiga, mi única amiga, además del portero de mi edificio, Don Zenón, que jugaba conmigo al ajedrez. Pero cuando terminamos el secundario no la vi más. Se había mudado de barrio durante el verano. Bueno, en realidad, al año la volví a encontrar, en la facultad. Se había cambiado de carrera; ella había comenzado Derecho, pero se aburrió y se pasó a Ciencias Económicas. Y otra vez, como antes, siempre me llamaba, me esperaba a la salida de la facultad, íbamos a cátedras diferentes y no coincidíamos en los horarios. Yo estaba contento, hasta que una vez pasó algo que me hizo ver que yo le estaba haciendo mal a ella. Me invitó a una fiesta, donde iban a ir todos chicos de la facultad. Fui, me peleé con mi madre pero fui, porque Esther me había dicho que si no iba se iba a enojar conmigo. Esa noche sufrí como un condenado. ¡Bah! Estuve sólo dos horas. Todos se reían de mí y también la cargaban a ella porque sabían que me había traído. Imagínense. Plena época hippie, pelo largo, ropa ridícula, y yo de traje y corbata y pelo corto a la gomina, y estos anteojos –el tipo se miró la ropa y sonrió amargamente-. ¡Bah! Como siempre. Bueno, desde ese día no la vi más, y hacía las mil peripecias para no encontrarla o esquivarla. Hasta me cambié de turno en la facultad. Un día se me apareció en mi casa, muy enojada y me preguntó si yo era maricón. ¡Avisá! ¡Qué maricón! Yo soy bien hombrecito', le dije más ofendido que ella. Entonces ella me miró confundida y me dijo: 'Entonces no entiendo', y se fue llorando. La verdad que el que no entendía era yo. Supuse que estaba así por el hecho de que no me juntaba más con ella, pero que tenía que ver ser maricón con eso… Desde ese día no volví a saber más nada de ella. Los años pasaron, me recibí de Licenciado en Ciencias Económicas, pero a mi madre no la pude sacar de la miseria. Se murió a los dos días de haberme recibido. La muy turra se murió después de haberme hecho estudiar una carrera que no me gustaba, después de haberme hecho perderme la posibilidad de disfrutar mi juventud como un joven normal…
“No puedo negar que tuve buenos trabajos, excelentes puestos en empresas importantes; no puedo negar que gané mucho dinero, pero ya era un tipo grande, sin experiencia en el plano sentimental ni sexual. Me daba vergüenza salir con alguna chica y decirle que era virgen, y lo peor, que ni siquiera nunca había besado. El título y el dinero no me sirvieron de nada. Me convertí en un solterón amargado que de lo único que sabía era de números; ni de música, ni de literatura, ni de nada… Cada vez que llegaba a mi casa me acordaba de Esther, mi gran amor que no fue, deseando, soñando que era mi mujer y que me esperaba con su bonita sonrisa…
“Hasta que una tarde me la encontré por la calle. Ella fue la que me vio y me paró. Nos saludamos y hablamos un rato largo, del colegio, de los viejos tiempos. Ella seguía muy hermosa, era ahora una mujer madura de aspecto jovial, yo parecía un viejo, el padre, a su lado. Me la quedé mirando largo rato, como embobado, y ella sonreía y bajaba la vista. De pronto me dijo: 'Me casé ¿sabés? Tengo dos hijas… Yo me hubiera casado con vos ¿sabés? Estaba super enamorada de vos… No eras como los otros; vos eras educado, amable, caballero, respetuoso… No sé, tan tierno, tan inocente… Sí, me hubiera casado con vos. ¡Lástima que a vos no te pasaba lo mismo conmigo! Todos estos años que no nos vimos siempre pensaba en vos… Pero decime, ¿te casaste?' 'Sí, me casé. Hace poco…', le respondí. Nos despedimos, intercambiamos teléfonos para organizar una cena los dos matrimonios juntos y nos fuimos. Llegué a mi casa y me metí un balazo en la cabeza…
Nuevamente el silencio sepulcral, esta vez mucho más prolongado pues los tres habían concluido sus penosas historias. Yo no sabía que decirles, ni si cabía la posibilidad de añadir algo. ¿Qué se les puede decir a tres tipos muertos que cargan sobre sus espaldas terrible condena por toda la eternidad, sabiendo que pudieron haberla evitado con sólo haber modificado el curso de sus vidas? Es difícil, debe ser difícil saber en que curva hay que pegar el volantazo, pero los caminos están llenos de letreros, sólo es cuestión de saber mirar a tiempo.
El desconsuelo, la desdicha, estaban impresas en sus rostros. Tal vez, se me ocurrió, porque hacía tiempo que no refrescaban los recuerdos de sus patéticas vidas.
El primero que se puso de pie fue el linyera, intentó arreglarse un poco sus ropas y miró nervioso a sus dos compañeros, algo impaciente, más bien.
- Si. Debemos irnos – –dijo el flaco cuando descubrió la mirada de su compañero y echó una mirada aprensiva a su alrededor. Como si ya no soportara más estar en esa estación que los recibiría eternamente noche tras noche. De pronto se me ocurrió preguntarles que hacían el resto del tiempo, cuando no venían aquí, pero me callé. Ya habían hecho bastantes confesiones por el día de hoy.
El otro tipo, el obeso vestido de deportista, se paró como si las palabras del flaco hubieran sido una orden. Entonces los tres se marcharon, cabizbajos, arrastrando sus pies, sin siquiera saludarme.
No voy a negar que todo este asunto me movilizó bastante. Con lentitud saqué un cigarrillo, lo encendí, miré hacia donde los tres hombres se habían dirigido y di una larga pitada. La niebla ya se los había tragado. Sólo estaba yo, envuelto en el silencio, como si esos tres nunca hubieran estado. Estaba seguro que si los corría, si intentaba darles alcance, ya no podría hallarlos. Casi como asaltándome violentamente, acudieron a mi mente las palabras que solía repetirme mi madre sobre dejar pasar las oportunidades y repasé mi vida. Regresé a mi realidad como siempre. Me dormí en el banco de la estación y cuando desperté lo hice en mi cama. Esta vez, con un regusto de amargura en mi boca y una punzada en el estómago. Estaba seguro de no haber desaprovechado las oportunidades que la vida me presentó, pero cómo uno puede estar seguro de eso…

2 comentarios: