martes, 4 de agosto de 2009

La Verdadera Historia. Parte 1.

¿Usted quiere saber que sucedió realmente aquel día? La verdad es que es una pregunta interesante, sorprendente, si se quiere. Porque de aquel hecho trágico y dichoso a la vez han pasado exactamente treinta años. Me sorprende que alguien, un periodista de un diario tan reconocido como usted, se interese por este hecho que a muchos, a lo largo de todo este tiempo transcurrido, le pareció tan sólo un suceso más, cotidiano referente a mi profesión. Perdón, a mi vocación. Es verdad que en aquel entonces, algunos diarios locales me dedicaron una nota, bastante extensa por cierto, y fui nombrado ciudadano del año. Eso fue, como usted bien sabe, en 1974. Pero la noticia fue furor de unos pocos días, y con el correr de las semanas la cosa se fue calmando y yo volví al anonimato de siempre, volví a ser nuevamente la persona de carne y hueso que se ganaba la vida como empleado de la estafeta postal del pueblo y salía disparado a cumplir con su vocación cada vez que la sirena se dejaba oír en el pueblo avisando de alguna tragedia. En resumidas cuentas, pasado unos días, ya nadie vio interesante a un simple bombero voluntario de un pueblito como Trenque Lauquen. Por eso me llama la atención su llamado, y la insistencia en querer hacerme esta nota. Pasaron treinta años, y a la distancia, hasta a mí el hecho me parece aun más nimio de lo que fue. De no ser porque yo conozco un detalle que no revelé a nadie, en su momento ni nunca, y egoístamente me lo guardé para mí, en lo más profundo de mis recuerdos. Pero ahora, aprovechando su denodado interés, estoy dispuesto a revelarlo. No me pregunte qué fue lo que me llevó a tomar tal decisión, pues yo mismo no estoy muy seguro del porqué. Tal vez usted me caiga simpático, tal vez es porque usted se ha interesado tanto por aquel suceso o, simplemente, porque treinta años creo que son suficientes años de mantener una mentira. Sí, así como lo escuchó: una mentira. Porque aquel día, en ese trágico incendio yo no fui el héroe real, hubo alguien más, que desde su anonimato, contribuyó a que esa niña y yo saliéramos con vida. ¡Qué quede claro que yo no le quito méritos a mi acción! Yo estuve allí y me metí entre las llamas para rescatarla, pero quedé atrapado igual que ella en ese infierno... De no ser por él, no hubiera contado el cuento, ni hubiera salido en las tapas de los diarios, ni me hubieran nombrado ciudadano del año, aunque no lo mereciera. Puede que esté pensando que tal vez usted se topó con un loco, permítame decirle que no. No se preocupe, no soy un lunático, sí un mentiroso, o un cobarde, o las dos cosas juntas, no lo sé. La cosa es que no dije nada acerca del que nos salvó. ¿Por qué? Los flashes de las cámaras encandilan; las medallas y el reconocimiento son un bálsamo para el ego; y las ventajas de ser el héroe del pueblo, muchas, aunque éstas durasen unos pocos días. En el restaurante frente a la estación de tren pude cenar gratis todos los viernes de aquel mes. Comer en ese establecimiento era un lujo que yo no me podía dar. También obtuve entradas gratis para el único cine del pueblo; ese mes me vi tres estrenos. Tuve corte de pelo y afeitada gratis en la peluquería que por aquel entonces manejaba Vitorio Riccesare; pude cargar dos veces nafta a mi auto sin pagar un peso; el sastre me confeccionó dos trajes con corte europeo que eran una delicia; y el padre de la niña, que era un tipo de buena posición del pueblo, me regaló un auto como agradecimiento por haberle salvado la vida a su pequeña. Pero me voy a dejar de rodeos estúpidos y le voy a contar todo desde el principio. Porque a usted le interesa la historia completa ¿no? Pues bien, yo le voy a contar la verdadera historia.
Fue un 28 de agosto, recuerdo bien la fecha por el diario, por la nota que salió en su momento y ahora tengo frente a mí, enmarcada y colgada en la pared. 28 de agosto de 1974. Eran las seis de la tarde, de un día particularmente caluroso. La temperatura máxima había alcanzado los veintinueve grados a las dos de la tarde, pero a esa hora, con la caída del sol, teníamos unos agradables veinticuatro. El cielo estaba despejado y las primeras estrellas se dejaban ver. Era un veranito atípico que nos daba un respiro ante el crudo frío al que nos sometía el invierno de aquel año. Las viejas del pueblo aseguraban que ese calorcito era el preludio a la clásica tormenta de Santa Rosa. Lo cierto es que aquella noche prometía ser apacible y tranquila. Muchas parejas ocuparon los bancos de la plaza principal, la cual estaba rodeada por negocios y algunos bares que colocaron sus mesas en las veredas. Jóvenes y grandes se encontraban allí, comiendo pizza, bebiendo gaseosa o cerveza; los matrimonios paseaban con sus hijos; en las puertas de las casas, los más ancianos charlaban con sus vecinos. Era, sin dudas, una noche espectacular.
Yo había terminado mi jornada de trabajo a las 18:30 horas, media hora más tarde de lo habitual. Es que aquel día había ingresado tal cantidad de correspondencia que nos llevó un poco más de tiempo clasificarla. En aquella época, treinta años atrás, era un joven soltero sin ningún tipo de obligaciones, de modo que aprovechando el clima benévolo, caminé un buen rato distraídamente observando aquellas calles con tanta vida. En una disquería sonaba una balada de los Beatles que se mezclaba con la música de Sui Generis que escapaba de un bar de enfrente. Mis pasos, sin proponérmelo, me llevaron al cuartel de bomberos. No sé por qué fui allí, pues no era mi día de guardia. Cada miembro del cuerpo de bomberos voluntarios tenemos un régimen de guardias; un mínimo de cinco miembros permanecemos en el cuartel en los horarios que nuestras actividades particulares nos lo permiten, la rotación es cada dos días. El resto, si sucede alguna catástrofe acude desde donde se encuentre en ese momento. Aquella noche, yo debería haber ido a mi casa, mirar un poco de televisión, cenar algo y acostarme, como un día normal. Sin embargo, no sentía deseos de ir a mi hogar, supongo que con una nochecita tan agradable no me gustaba mucho la idea de encerrarme en mi casa solo.
En el cuartel estaba Álvarez y Júdica lavando uno de los dos autobombas de los que disponíamos. Márquez miraba televisión en la oficina, puteando a cada instante porque la antena hacía interferencia con la de la radio del cuartel y distorsionaba la imagen. Álvarez y Júdica me saludaron y se sorprendieron al verme allí; Márquez, ni se dio por enterado de mi llegada. Cada dos segundos le daba un golpe al televisor como si el problema fuera del aparato.
En el cuarto de arriba, donde teníamos dos catres, una heladera, un anafe con una garrafita y una mesa con cuatro sillas, Ianuzzi y Donato jugaban al truco. Me recibieron con alegría, de todos mis compañeros bomberos, con Ianuzzi y Donato era con los que mejor me llevaba; es más, los tres nos habíamos hecho grandes amigos.
El partido de truco estaba por terminar. Ianuzzi iba ganando catorce buenas a once malas, y había ganado el primer chico, lo que se dice una paliza. Donato estaba que explotaba de la bronca y me pidió por favor que fuera a buscar a cualquiera de los de abajo para jugar un partido nuevo en parejas. Logré convencer a Márquez que se cansó de ver la televisión con la imagen deformada. Jugamos Donato y yo contra Ianuzzi y Márquez, siempre formábamos pareja con Donato y teníamos de hijos al resto, por eso había insistido en jugar. De todos modos, el partido no duró mucho. Íbamos ganando el primer chico por algo así como ocho tantos cuando sonó el teléfono en la planta baja y, al minuto, la voz de Álvarez nos estaba arengando para que nos pusiéramos los uniformes y los cascos y saliéramos pitando hacia el centro. Júdica, en tanto, hacía sonar la sirena del cuartel para avisar a los demás muchachos que no se encontraban allí. Eran las 19:20 horas. A las 19:22 ya estábamos en el camión yendo a toda velocidad hacia la plaza principal. Sí, la misma plaza por la que había pasado minutos antes y estaba atestada de gente. La cosa podría llegar a ser un desastre.

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