viernes, 25 de septiembre de 2009

Una Charla en el Averno. Parte 1.

Tercera parte de la serie del Testigo.

Extraños encuentros se pueden tener en cualquier lado, lo sé. Durante un viaje en subterráneo, en la parada del colectivo, o en la cola del supermercado. Siempre hay alguien por demás inusual; siempre aparece ese que nos llama poderosamente la atención: el anciano desvariado que nos habla de las penurias que pasó en la guerra, aquel linyera con cara de asesino serial que cuando uno lo trata, de asesino tiene muy poco, y nos da detalles de cómo el juego y la bebida le arrebataron su fortuna y su familia; el gordito desaliñado y paranoide que jura que lo buscan todos los servicios de inteligencia del planeta por saber secretos de estado tales como la existencia de extraterrestres y sus planes de invasión inminente… Siempre, en la vida, nos cruzamos con personajes semejantes, pero créame, que el encuentro más extraño lo he tenido yo, cruzando la Frontera.
Estábamos en Semana Santa. Jueves Santo, para ser más exacto. Un Jueves Santo gris y lúgubre, donde un viento frío soplaba desde el este amenazando con traer la lluvia desde el río. No puedo evitar sonreír al mencionar esto, pues mi abuela solía decir que siempre debía llover en Semana Santa, pues Dios lloraba a su hijo sacrificado. No me sentía muy animado aquel jueves; no podría decir ahora la razón, pero la verdad es que andaba con los ánimos por el suelo. Creo que ya comenzaba a pesarme esta vida nueva como Testigo. Era aquel, un período de actividad muy intensa en la Frontera; al menos, mi presencia se requería mucho. Aquella tarde, luego de almorzar algo frugal, echado en mi sofá preferido, tomé una Biblia y comencé a hojearla. Nunca la había leído, tan sólo me interesé, por algún versículo al azar. Lo cierto es que esa tarde la tomé de mi biblioteca y busqué un pasaje en especial. En la televisión acababa de ver una película sobre Jesús, creo que era Rey de Reyes, o podría haber sido cualquier otra, no lo recuerdo. Pero fue una escena de aquella película la que me hizo tomar los Evangelios: cuando el Diablo tienta a Cristo en el desierto. Que soberbia y autoconfianza tenía el Demonio en aquella escena, se lo veía tan poderoso… Lo que quería comprobar en la Biblia era si en realidad la cosa había sido así, o aquella interpretación corría sólo por cuenta del actor que encarnaba a Satán. Debo decir aquí que no pude evacuar mi duda. Ni siquiera hallé el versículo que correspondía a dicho pasaje, aunque debo agregar en mi defensa que tampoco tuve mucho tiempo para hacerlo. Es que fue ahí cuando sentí el llamado. Se me requería al otro lado de la Frontera y no dilaté un segundo el asunto.
Cómo puedo explicar el escenario que me recibió al cruzar, utilizando las palabras que conocemos para que, usted lector, tenga cabal conciencia de cómo era. Era magnifico y a la vez espeluznante. Soberbio, impactante, maravilloso, pero al mismo tiempo aterrador, repelente… No era más que un bar, o mejor dicho un cabaret o uno de esos boliches donde hay bailarinas que se despojan de sus ropas en un escenario. Su fachada era roja, y parecía resplandecer, a pesar que no se veían luces. Era como una fosforescencia que se encendía y se apagaba a un ritmo acompasado e inquietante. Parecía que aquel lugar estaba latiendo, palpitando maldad. Porque ese antro no parecía irradiar nada bueno. Tenía forma de cueva, o caverna, una gruta a la perdición; es que sus puertas dobles de metal corroído sólo parecían invitar a entrar y perderse en lo peor del alma humana. Un enorme cartel, también destacado por una luminosidad rojiza, con las figuras de dos sugerentes y pulposas señoritas, rezaba en letras grandes: “El Averno”. Lo más curioso de todo esto es que el bar estaba ubicado en pleno centro porteño: sobre la Avenida Corrientes, entre Suipacha y Esmeralda, junto al famoso teatro “Gran Rex”, exactamente donde, en nuestra realidad se ubica una de esas iglesias evangelistas nuevas que utilizan los antiguos cines o teatros cerrados. Nunca supe si era producto de la coincidencia más ácida o una ironía de su dueño.
No me inspiraba mucha confianza aquel bar, y su nombre mucho menos, pero como era lo único que parecía tener vida allí, me decidí a entrar. Créame, señor lector, que si el exterior me daba escozor, al transponer sus puertas sentí que mi alma abandonaba mi cuerpo. Las dos mujeres que me recibieron con amplias sonrisas y cierto brillo lascivo en sus miradas eran por demás bellas, como aquellas señoritas que sólo forman parte del staff de Playboy o alguna de esas revistas para adultos, sin embargo poseían algo que me hacía desear tenerlas lo más lejos posible de mi cama. Un halo oscuro, una particular mezcla de maldad y lujuria, parecían irradiar, mientras sus ojos negros me recorrían de arriba abajo. La piel extremadamente blanca de sus voluptuosos cuerpos apenas cubiertos por minúscula y sensual ropa interior, parecía aun más blanca en la penumbra inquietante que allí reinaba. Una tenía el cabello de un color rubio platinado; la otra, de un rojo furioso, como si en lugar de cabellos tuviera llamas de un fuego abrasador. Sólo unas pobres luces rojas se perdían distantes por algunos sectores. Las dos se acercaron a mí, con andar felino, extremadamente sensual, contoneándose como gatas en celo; me acariciaron y se acariciaron regalándose y regalándome miradas provocativas, se lamían los rostros bellos pero cargados de malicia, se cuchicheaban al oído y lanzaban risas mucho más provocativas aun. Sus labios carnosos, intensamente rojos resaltaban en la pureza de esa piel que escondía unas almas demasiado oscuras. Se abrían lentamente para dejar liberadas sus lenguas ávidas de placer.
Pude ver que el lugar estaba lleno. Aun en la penumbra podía distinguir las siluetas de muchos hombres, algunos en torno a un escenario, que era más bien una pasarela con un caño vertical, donde dos chicas, tan o más voluptuosas que las que a mi me rodeaban, realizaban un show erótico; algunos estaban en sus mesas, jugueteando con otras mujeres; y algunos, simplemente se acodaban en una larga barra, abandonándose en los brazos del alcohol. Pero las mujeres del público también encontraban placer y éxtasis para sus sentidos, pues una pasarela similar estaba en otro sector, donde unos musculosos strippers danzaban tan sólo ataviados con minúsculos slips, y también había muchas que se entretenían con esos adonis en las mesas. Una música sexy, embriagante, envolvente, hipnotizante, llenaba la atmósfera y penetraba por los oídos invadiendo sutilmente los cuerpos de una lujuria inquietante. Estuve a punto de darme la vuelta y abandonar aquel lugar, a pesar que las suaves manos de las dos mujeres rodeaban mi cuello y me retenían invitándome, con sus voces susurrantes, a cumplir la clase de fantasías que uno quisiera cumplir con dos bellezas semejantes. Pero fue la voz de un hombre la que me retuvo. Bueno, una voz masculina, porque tan sólo con oírla, supe de inmediato que el que me hablaba no era un hombre.
Tenía un tono sibilante, como el sonido que producen las serpientes. Arrastraba las eses y producía una especie de suave silbido cuando lo hacía. También, como las dos muchachas, hablaba como susurrando, pero extrañamente, a pesar de la música que parecía opacar cualquier otro ruido, escuché sus palabras claramente en mis oídos.
- ¿No me diga que se va a ir? –me preguntó con un tono lastimoso- Si recién llega, hombre. No va a creerme, pero lo estaba esperando.
Esa última frase me alteró un poco más de lo que ya estaba. Lentamente me volví nuevamente hacia el interior del bar. Las dos chicas, ya no intentaban retenerme, ahora habían retrocedido un paso y se encontraban una a cada lado del tipo, que gentilmente las rodeaba con sus brazos por las diminutas cinturas.
Era elegante para no ser humano. Estaba vestido con un regio traje rojo, de tres piezas, de algún género brilloso, raso o algo por el estilo. La camisa también era del mismo color, pero más opaco. Llevaba un lazo en el cuello, de seda negro, y zapatos abotinados muy bien lustrados. A mi me sacaba por lo menos una cabeza; teniendo en cuenta que yo soy un tipo alto, su altura era impresionante. El cabello lo llevaba largo, recogido en una cola que le colgaba sobre la espalda y que ataba con una cinta parecida a la de su lazo. El pelo era pajoso, algo crespo y de un color ceniciento. Más bien era como si hubiera perdido su coloración natural, vaya uno a saber por qué extraña razón. Su piel tampoco era normal. Era como apergaminada, dura y resquebrajada, de un color amarillento, que se veía mucho más raro al mezclarse con el tinte carmesí de la iluminación. Pero sus ojos, sus ojos eran lo más extraño de aquel extraño tipo. Eran negros, profundamente negros, pero eran negros en su totalidad. No podían distinguírsele globo ocular, cornea o iris. Negros, como insondables profundidades abismales. Aun así me atreví a mirarlo a los ojos. Él me sonreía, y al hacerlo, enseñó un par de hileras de afilados dientes. Sin embargo, su sonrisa era amarga y en su rostro, de finas facciones a pesar de todo, había instaurada una mezcla de hondo pesar y aburrimiento.

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