miércoles, 2 de septiembre de 2009

Recuerdos de Malta. Parte 2.

Supe que estaba muerto ni bien lo vi. Por la posición extraña que tenía su cuerpo, a pesar de estar bien acomodado en aquella especie de trono de cuero negro. Vestía de una forma muy extraña. Nunca había visto ropa semejante, tampoco el material con que estaba confeccionada. Calzones y camisa formaban una sola pieza, y la tela era suave y brillosa. No llevaba túnica o capa, ni tampoco armadura, pero si un yelmo redondo que le cubría toda la cabeza y le ocultaba el rostro tras un visor de lo más extraño hecho de algún material que reflejaba las imágenes como si fuera un espejo.
Cuando le retiré el casco di un respingo. Aquel hombre llevaba muerto mucho tiempo, pues me encontré con una calavera, con algo de piel reseca en su rostro, y los cabellos crecidos de una manera rala, rubios como los míos, pero habían perdido algo de su coloración. Aquel rostro me enseñaba su sonrisa macabra, y sus cuencas, carentes ahora de ojos me miraron sin expresión. No tenía la más remota idea de cómo había llegado aquel tipo ahí, y porqué estaba solo, pero eso me dio una leve esperanza de que tal vez pudiera encontrar personas vivas en la isla. Sólo atiné a rezar una plegaria por aquel hombre y le di cristiana sepultura. En el interior de aquella cosa retorcida encontré algunas herramientas que me ayudaron para cavar, y con otros trozos que había por allí esparcidos improvisé una cruz.
Unos metros más allá había como un pequeño bolso a algo por el estilo, también de cuero negro. En su interior había papeles, ilegibles para mí, y un pequeño librito, muy pequeño y de tres o cuatro hojas tan sólo. Fue lo único que conservé de ese hombre, además de un pequeño cuchillo. No recuerdo porqué lo hice, tal vez porque en la primera hoja tenía pegada una imagen de un hombre serio, de cabello corto y bien afeitado, tan bien reproducida que superaba a cualquier artista que hubiera conocido hasta entonces. Supuse que sería el retrato del hombre que acababa de enterrar.
Continué caminando por dos días más, sin saber bien a dónde me dirigía, hasta que salí nuevamente a una playa. Recién ahí comprendí que la isla no era muy extensa y la había cruzado por completo, de punta a punta. La misma arena blanca, el mismo mar azul, tranquilo como el agua de un lago, la misma vastedad infinita. Era todo tan distinto a mi tierra natal, a mi Malta. No comprendía cómo había llegado a un lugar así, porque supuse que debería estar muy lejos de mi isla. Tampoco tuve grandes esperanzas de ser rescatado. ¿Qué navegante había alguna vez mencionado que había viajado a tierras como estas? Ninguno que yo supiera.
Pasó un nuevo día. El silencio ya me estaba abrumando. El leve rumor del mar y el canto de las gaviotas iban a hacerme enloquecer. Yo era un hombre acostumbrado a oír los timbales de las galeras, los gritos y las carcajadas de mis hombres, los cantos en las tabernas. No había nacido para el silencio absoluto de un lugar desierto, y los chillidos de los monos no se parecían en nada a las gruesas voces de los marinos, o las risitas de las muchachas en los puertos. Había encendido una gran fogata en la playa, y me alimenté de algunos frutos, había querido pescar o cazar algo pero no tuve suerte. Pero, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo un estruendo ensordecedor, un sonido jamás escuchado por mí surgió de pronto desde el cielo. El aire se agitó como si hubiera una tormenta y aquel ruido infernal era como el de un millón de truenos al mismo tiempo. Me incorporé, castigado por el fuerte viento que se había levantado, cubriéndome los ojos que el sol me hería y no me dejaba ver bien. Entonces apareció.
Primero fue su sombra que se recortó sobre la blanca arena de la playa. Luego cuando tapó al sol, pude alzar la vista nuevamente y contemplarlo aterrado. Era una especie de barco, un navío de metal, pero que en lugar de navegar sobre las aguas lo hacía a través del aire. ¡Un barco que navegaba los cielos, y sin velas! ¿Qué clase de brujería me habían hecho los turcos? Sólo podía tratarse de algún hechicero, o algún demonio, o quizás yo me había vuelto loco. Pero aquel aparato era real, y lentamente se posó en la playa, alzando con sus aspas de molino, como las que había encontrado, una nube de arena. El terrible viento que soplaba casi me derriba. Estaba aterrado, y mucho más cuando vi que una especie de puerta se habría de aquella nave y descendía alguien, para mi sorpresa igual vestido que el cadáver que yo había hallado. Apreté el cuchillo un poco más en mi mano derecha. En la otra tenía el librito con la imagen del hombre.
El que bajó alzó su mano en señal de saludo. Tuve un momento de duda, no sabía si responderle el saludo o salir corriendo hacia la selva. ¿Eran ángeles enviados del Señor o demonios que venían a condenarme? Le respondí el saludo finalmente. El hombre se quitó el yelmo con espejo adelante y me habló en un idioma que no era el mío pero pude comprender. Se parecía mucho al idioma que hablaban los sajones.
- ¡Hola! Estamos aquí para rescatarte –me dijo.
- ¡Gracias a Dios! –le dije- He naufragado con mi barco, hace algunos días…
El hombre me miró casi con compasión. En ese momento bajaba otro de la extraña nave y ambos intercambiaron unas miradas y unas sonrisas. Luego me miró nuevamente.
- Amigo, hace tres años que desapareciste.
- No, imposible…
El hombre señaló el librito con el retrato que yo aun sostenía en mi mano. Lo abrí y miré la imagen.
- John Ribbs –me dijo-. Tuviste un accidente con tu helicóptero. No podíamos encontrarte.
- ¡No! Yo no soy éste. Lo encontré en la selva… acabo de darle sepultura…
Los hombres se miraron nuevamente, ahora preocupados. Luego me pidieron que los llevara al lugar. Yo los conduje hasta el claro donde la nave, el helicóptero según ellos, había caído, y les enseñé la tumba que había hecho. Mis dos rescatadores registraron el lugar y, luego comenzaron, para mi horror, a desenterrar el cuerpo.
Pero en la tumba que yo había hecho no había cuerpo alguno, tan solo el yelmo extraño con el visor espejado. Caí de rodillas sin poder dar crédito a mis ojos. Alguna clase de maléfico estaba operando en mí que me hacía alucinar, vivir una pesadilla. Los miré implorando con mis ojos que me creyeran. Ellos me tranquilizaron y me dijeron que no me preocupara. Regresamos a la playa y, por último me invitaron a subir a esa embarcación de los cielos que llamaban helicóptero y al principio me rehusé por completo, pero finalmente lograron convencerme y subí aunque con mucha desconfianza. El cuchillo no lo solté por nada del mundo, pero entregué el librito con el retrato. Uno de los hombres lo examinó, me miró y señaló primero el librito y luego a mí. Volvió a repetir que el John Ribbs de ese libro era yo. Finalmente, abatido, asentí con la cabeza porque creí que era lo mejor. Tal vez si lo seguía negando me dejaran allí solo.
Me senté en uno de los asientos, rígido como una estatua; el corazón me latía con fuerza, sudaba un sudor frío. Hasta ese momento pensaba que el placer de volar estaba sólo reservado para las aves, y que Dios se enojaría mucho. Pero de todas formas, mi cabeza se ocupó de otros pensamientos. ¿Cómo era posible que el cadáver de ese hombre hubiera desaparecido? ¿Podía ser que en mi locura, a causa del naufragio, el sol, el hambre y la soledad, me hubiera imaginado todo el asunto del entierro? ¿Podría ser que, realmente, yo fuera ese tal John Ribbs? ¿Sería acoso una fantasía mía ser un marino maltés del siglo XVI?
La cosa ascendió lentamente y luego avanzó veloz desplazándose por el aire. Todo el trayecto me pasé mirando hacia abajo cuando el temor y el vértigo se fueron diluyendo. La vista era magnifica. Ver el mar desde esa altura, comprender realmente la dimensión de aquella extensión de agua, yo que toda mi vida había estado sobre él, navegando. Ahora podía ver como cambiaba su color: verde, azul, azul más profundo, violáceo. Y la tierra, las islas que lo salpicaban, la vegetación vista desde la lejanía, y la curvatura del mundo...
No tardamos en llegar a otra isla mucho más grande, y con mucha menos vegetación. En ella se alzaba una gran ciudad, una extraña ciudad, sin murallas de protección pero con torres tan altas como montañas. Nos detuvimos en la cima de una de esas torres, que era alta, pero nos rodeaban otras más altas todavía. Desde allí puede contemplar las calles. Estaban cargadas de carros metálicos que no necesitaban ser tirados por caballos o bueyes, y que pasaban a toda velocidad. Había luces mágicas por todos lados y unos carteles cuyas imágenes que se movían y se iluminaban vaya a saber porqué portento. Luces que titilaban, sonidos como de trompetas que surgían de los carros que rugían como leones. Yo observaba todo fascinado y al mismo tiempo aterrado. Aquellos altos edificios de metal y cristal, extrañas cosas en las esquinas, donde la gente introducía monedas y retiraban unos papeles escritos, podía escucharse música en el aire, música infernal. Todo era tan extraño y aterrador. Llegué a pensar que estaba en el infierno. El ruido de aquella ciudad era insoportable, la gente se insultaba, se gritaba. No era como en mi Malta natal. Mi rescatador me miró y se rió.
- ¿Tanto te has olvidado de cómo se ve una ciudad? –me dijo con gracia.
Fui llevado primero a un hospital, o al menos eso dijeron que era, pues en nada se parecía a los hospitales que yo conocía. Me sometieron a toda clase de estudios, introduciéndome en extraños y diabólicos aparatos que en la mayoría me rehusé a entrar. Luego apareció una mujer que con desesperación me abrazó y me besó, como nos besaban nuestras mujeres cuando llegábamos de una batalla. Según ella, y todos, era mi esposa, es decir, la esposa de Ribbs. No sé si realmente ella pensaba que era su marido o había notado que yo era otra persona. Tal vez sí lo había hecho, pero no le importó con tal de recuperar a su esposo.
Me afeitaron la barba y me cortaron el cabello pues nadie los usaba como yo, salvo algunos jóvenes que vestían ropa de cuero y andaban sobre unos vehículos de dos ruedas que parecían caballos metálicos. Debo reconocer que me parecía mucho al del retrato del librito. Con mi nuevo aspecto y las ropas que se usaban allí, parecía uno más de ellos. Me mantuvieron en ese hospital varios meses, muchos me examinaban, muchos venían a observarme, y muchos otros sólo venía a hablar conmigo y a realizar anotaciones en sus pergaminos.
- ¡Bien, señor Ribbs! –me dijo un día el Director del Hospital – Ha llegado el gran día. Puede marcharse a su casa. Le damos el alta. Ya está en condiciones. Es una suerte que lo hayamos encontrado, y un milagro que aun estuviera con vida. Los pilotos vieron el humo de su hoguera. Curioso, porque muchas veces pasaron por esa isla y nunca habían visto nada en los tres años que usted permaneció allí. ¿Recuerda usted qué sucedió? ¿Cómo cayó en esa isla?
- Una tormenta desvió el barco en el que viajaba –expliqué, pero creo que no quedó muy conforme. Decidí en ese momento no comentar nada sobre la batalla contra los turcos, la luz blanca y el remolino. Era evidente que esa versión de los hechos nunca la creerían.
El hombre sonrió.
- Señor, Ribbs, usted no naufragó con un barco. Sí lo ha agarrado una tormenta, pero en su helicóptero. No se preocupe. Es lógico que esté confundido. Han pasado tres años, el estado de shock, la soledad, el hambre que padeció, la angustia de saberse perdido, inciden en los recuerdos. Pero ya su mente se irá aclarando y lo recordará todo.
Luego me llevaron ante las autoridades, ellos me brindaron todo su apoyo y cientos de personas a los que llamaban reporteros me bombardearon con preguntas de toda índole y me apuntaban con unas cosas que disparaban luces, máquinas de foto las llamaban, pero en un principio creí que eran armas y me cubría tras los asientos. Aquellas máquinas capturaban mi imagen con gran fidelidad. Supe ahí que la del documento del cadáver era una foto y no un retrato hecho por un artista excelso. La mayoría de las personas encontraba graciosos mis temores y se divertían a costa mía.
No me costó mucho habituarme a ese nuevo mundo. Aprendí rápido las costumbres de su sociedad. Todo lo que necesitaba saber lo podía ver en un aparato que se llama televisor en cuyo interior había personas que le hablaban a la gente que las miraban, o en las grandes bibliotecas que había en la ciudad, o Internet, otra de las maravillas de este mundo. Pronto olvidé el incidente y llevé una vida normal junto a mi esposa. No necesité trabajar, pues una editorial se interesó por contar mi historia, no la mía realmente, la otra, la de John Ribbs, piloto de helicópteros por afición, vendedor de seguros, casado con Margaret Douglas. Me fue fácil inventar una historia más o menos convincente que mi editor fue mejorando. Los grandes detalles me los contó mi esposa, alegando yo no recordar nada producto de una amnesia post-traumática. El resto, mi vida en la isla por tres años lo inventé todo. Sabía de campamentos, sabía de pesca, sabía de vida a la intemperie. El libro fue un best séller, y ahora están por estrenar la película. Me mudé a una gran casona en las afueras de New York, me compré un auto deportivo y me encanta mi teléfono celular con acceso a Internet. La computadora se volvió mi más grande compañera, en ella cuando quiero y siento nostalgia, puedo bucear en la historia a través de Internet, y ver mi pueblo, mi tierra natal y a mis antiguos compatriotas. A veces alquilo algunas películas ambientadas en aquella época, y aunque no guardan fidelidad con lo verdaderamente ocurrido, me siento estar allí otra vez. De alguna manera es como volver a viajar en el tiempo.
Pero cierto día, ojeando un viejo libro, un compendio de seres mitológicos y hechos paranormales, me topé con una verdad atroz. En una gruta de Malta, fueron hallados restos de un culto ignoto, el cual reverenciaba a una deidad llamada Jonrib, y el precario dibujo que los seguidores habían plasmado en las paredes de aquella gruta se asemejaba bastante a un hombre con el traje de piloto y el casco que yo había encontrado en la isla. Se trataba de un culto prohibido que siguieron tanto otomanos como malteses que abandonaron sus creencias. Por esa razón fueron perseguidos y debieron vivir en grutas, pues el resto creía que se trataba del demonio. Al parecer, este Dios llamado Jonrib había surgido de la nada durante una batalla marítima entre musulmanes y cristianos, en medio de una tormenta que había hecho zozobrar las embarcaciones de ambos bandos.

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