miércoles, 19 de agosto de 2009

El Otro. Parte 3.

- ¿Quién es usted, realmente? –me interrogó- ¿Qué quiere de mí?
Para ser sincero, no supe que responderle, titubeé un instante y miré a mí alrededor buscando al Otro. A esa altura pensaba que me había abandonado definitivamente. Pero de pronto apareció, como siempre, bajo la forma de un reflejo, mi propio reflejo desalineado en el espejo grande que había junto a un ropero a la derecha de la cama.
- ¿Qué pasa? ¿No le vas a responder? –me dijo con esa arrogancia, ese tono de burla permanente tan propio de él.
- Te estaba esperando, creí que ya no venías –le respondí yo, olvidándome por un instante de Aguirre.
- ¿Me estaba esperando? –me preguntó algo confundido mi prisionero- ¿Y sí, no habíamos quedado a esta hora? ¿Es una broma esto?
- No estoy hablando con vos, Aguirre –le repliqué casi con fastidio y luego le señalé el espejo-. Hablo con el Otro.
- ¿Con el Otro? –Aguirre miró como pudo al espejo y luego volvió a mirarme con perplejidad-. Ahí no hay nadie. ¿Qué clase de loco es usted?
- ¡Callate! –le grité alzando la Smith & Weson y apuntándolo a la cara. Si antes había palidecido, en ese momento Aguirre estaba más blanco que la nieve. El Otro desde el espejo reía divertido.
- ¡Ahora decile lo que te voy cantando! –me indicó el Otro, y yo repetí:
- Vos no me conocés a mí, pero yo te conozco bien. Vos sos de esos que se ufanan de su hermosura, de sus logros económicos y de sus conquistas amorosas. Vos sos de esos que ven a tipos como yo meros perdedores y disfrutan humillándolos en silencio, robándoles las mujeres de las cuales están perdidamente enamorados…
- ¡No, por favor! ¡Se equivoca conmigo! ¡Yo soy una buena persona! ¡No ando con mujeres casadas, su esposa seguramente estuvo con otro! –comenzó a gemir aterrado confundiéndome con un carnudo despechado.
Yo seguí repitiendo las palabras del Otro.
- ¡Yo soy soltero, pero de todas formas me robaste una mujer: Analía!
- ¡¿Analía?! Yo no sabía que era su novia… ¡Ella me dijo que estaba sola…!
- ¡Callate, te dije!
La voz del Otro entraba en mi cabeza y parecía comprimirme el cerebro. Una furia incontrolable fue creciendo dentro de mí y ver a ese tipo, desnudo y atado, gemir y llorar como un nenito, hacía acrecentar la ira. De sólo pensar que Analía prefería estar con ese pelele que vendía una imagen de supermacho frente a todos me hacía enloquecer. Y la voz del Otro no cesaba de taladrarme la cabeza. “¡Matalo! ¡Matalo! ¡Matalo!”, me repetía como una letanía diabólica. Unas punzadas intensas comenzaron a atravesarme las sienes, todo se me tiñó de rojo…
- ¡Por favor! –estaba diciendo Aguirre retorciéndose en la cama intentado que sus manos zafaran de las esposas-. ¡Por favor, suélteme! ¡Tengo mucho dinero, puedo darle todo mi dinero!
Yo lo escuchaba a medias. Su voz me llegaba amortiguada, lejana, como si no estuviera hablando a tan solo metro y medio de mí. Lo que prevalecía, lo que escuchaba netamente, era la letanía del Otro: “¡Matalo! ¡Matalo! ¡Matalo!”. Tan rápido repetía esa palabra, tan constante era su ritmo y tan irritante me resultaban las súplicas de mi prisionero que de pronto lo único que quería era que todos se callasen o sentía que mi cabeza iba a estallar. Y había una única forma de acallar ambas voces. Callando la de uno callaría también a la del Otro…
El primer disparo me asustó y el arma se me cayó al piso. El tiro había dado en el hombro derecho y había arrancado a Aguirre terribles gritos de dolor. Tomé el arma nuevamente, nervioso como estaba, con manos temblorosas y descargué todo el tambor sobre el pobre infeliz. Esta vez me aseguré de sostener bien firmemente el revolver e intenté apuntar bien. Los cuatro primeros disparos impactaron en cualquier parte, el último dio justo en medio de los ojos. Los gritos del tipo cesaron y la voz del Otro también, pues se había ido.
De pronto me encontré solo en aquella casa perdida en medio de la nada. Con horror contemplé el cuerpo inerte amarrado a la cama, con mucho más horror miré mis manos que aun se aferraban con fuerza a la Smith & Weson cuyo cañón dejaba escapar una fina hebra de humo gris azulado. Caí de rodillas y estuve a punto de ponerme a llorar, pero el Otro surgió nuevamente.
- Nada de llantos –me dijo-. Llorar es para los débiles y vos a partir de este día dejaste de ser uno.
Fue escuchar de nuevo la voz del Otro para que mi seguridad regresara y mi aplomo también. Se me pasaron las ganas de llorar y el sentimiento de culpa desapareció.
Dejé la casa por la parte trasera, después de asegurarme de limpiar todos los lugares dónde podría haber dejado mis huellas digitales. La casa la había alquilado a nombre de Aguirre de modo que cuando lo encontraran allí no sospecharan de nadie. Todo iba a indicar que se trataba de un crimen pasional.
La segunda parte del plan se ejecutó prácticamente sola. La primer sospechosa del crimen resultó ser Analía por ser su pareja, como no tenía una buena coartada ahí intervine yo, a instancias del Otro. Me presenté a la justicia informando que la noche del crimen Analía estaba conmigo; que ella había ido a verme justamente porque su novio quería contratarme como contador. Ella quedó libre de toda sospecha y yo me gané su agradecimiento. Lo que siguió fue un fino trabajo psicológico sobre ella; el Otro me dictaba lo que tenía que decirle y al parecer conocía las palabras exactas para hacerla sentir bien y para que cada día, Analía me tuviera más estima. Nos hicimos estrechos amigos hasta que un día sucedió lo que esperábamos con el Otro. Ella me besó. Comenzamos a salir y por fin, la tuve en mi cama. Recuerdo el placer que sentí al tenerla ante mí, entregada, deseosa. Fue una noche de amor salvaje, la única en mi vida y justamente con ella. Estaba hermosa y se entregó a mí completamente, y yo sacié mis más bajos deseos con ella, toda una vida de privaciones, de censura a causa de mi corto carácter, salió a la luz instigado por las palabras del Otro que desde un espejo me azuzaba, me hostigaba para que diera rienda suelta al desenfreno feroz. Cuando me sacié de ella, llegó la venganza. El plan del Otro.
Me hizo aplicarle una poderosa droga que paralizó todo su cuerpo pero la dejó completamente consiente. No podía moverse pero sí ver y sentir todo lo que sucedía a su alrededor. La coloqué en su auto y la llevé hasta el río. En el camino le fui diciendo todo lo que me había hecho sufrir, le conté de la vida postergada que pasé pensando en ella y le dije de la humillación que me había causado la noche de la fiesta. También le confesé que yo había sido el que había asesinado a su novio. Ella solo podía mirarme de reojo, sin poder siquiera mover un músculo facial. Las lágrimas le corrían por su rostro.
Cuando llegué a la ribera, bajé del auto, coloqué a Analía en el asiento del conductor y con el auto en marcha lo empujé para que se desbarrancara. Mientras el auto se alejaba lentamente puede ver al Otro en los vidrios riéndose demencialmente lleno de satisfacción. Cómo lo odié en aquella ocasión, mientras observaba como el auto se hundía lentamente. Lo odié porque reía cuando mi amor, el gran amor de mi vida, se perdía para siempre en las turbias aguas. Lo odié porque ahora que estaba hecho, entendía que finalmente había logrado conquistar a Analía, pero las palabras del Otro me llenaron de aquel odio ponzoñoso que encendía mi ira y había cometido el más atroz de mis actos.
Encontraron el cuerpo después de una semana, la investigación se centró en un accidente o el suicidio. Nada se pudo comprobar y se inclinaron por lo último suponiendo que no se había recuperado del todo de la perdida de su anterior amor. Mis testimonios acerca de lo depresiva que la encontraba contribuyeron a eso. Mi venganza se había consumado, sin embargo no terminó ahí la cosa.
Durante un buen tiempo no quise saber más nada con el Otro, estaba resentido con él por lo que me había hecho hacerle a Analía. Se me aparecía en todos lados, en ventanas, espejos o superficies reflectantes; en mi casa, en el trabajo, por la calle o en cualquier lugar donde estuviera. Yo trataba de no escucharlo sin embargo no podía evitar que sus penetrantes palabras, sus discursos envolventes, me llegaran… Y logró convencerme nuevamente.
Me explicó que con la muerte de Aguirre y Analía no terminaba la cosa; que ahora era el turno de compañeros del trabajo, vecinos, profesores y una larga lista de personas que habían arruinado, según él, mi vida, que incluían también a los pocos amigos que yo poseía. Fue un año atroz donde cometí, sistemáticamente un acto horrendo tras otro, y con cada uno caía más bajo, y cada uno me arrojaba al pozo hediondo dónde hoy estoy metido, y con cada acto cometido fui tomando más conciencia de la aversión que sentía por el Otro, pero también el miedo que me inspiraba. Y el miedo me ataba a él hasta su última aparición en la que me dijo que había llegado la hora de vengarme de Ariel, mi mejor amigo, el que se había casado, el único que había demostrado fiel interés, genuina preocupación y verdadero amor por mí. El único amigo que se mantuvo incondicional a través de los años, el único que jamás se mofó de mí por mi torpeza ante las mujeres, mi poca picardía, mi aburrimiento innato o mi miedo a socializar. Entonces lo enfrenté y le dije todo lo que pensaba de él. Me trató de desagradecido y de injusto, y me advirtió que nunca iba a poder librarme de él, porque yo lo necesitaba y sin él estaba acabado; me explicó que él había venido a mí porque yo lo había llamado aquella noche desdichada de frío, lluvia y frustración, que él no era más que un reflejo de lo que realmente yo quería ser y no me atrevía. Entonces lo supe. Aquellas reveladoras palabras iluminaron mi mente que estaba ciega de ira, odio y fracaso.
Ahí está. Acaba de llegar. Lo veo claramente reflejado en la pantalla oscura del televisor apagado. Allí está con esa sonrisa insolente, con esa mirada perturbada cargada de odio y perversión. Allí está con su ropa vulgar, desalineada, con su cabello revuelto y descuidado y con esos ojos de un negro abismal. Voy a tener que dejar de escribir de un momento a otro, es que me será imposible hacerlo cuando haga lo tenga que hacer. Él ya sabe lo que intento, está enojado y me desafía, cree que no tengo las agallas para llevarlo a cabo y cómo se equivoca el bastardo, si él mismo me enseñó a tenerlas. Tal vez sienta un poco de miedo en este momento aciago pero mucho más fuerte es el sentimiento de liberación, mucho más fuerte es la sensación de culpa que siento ante los que martiricé, torturé y asesiné. Les pido perdón a todos, se que no lo merezco pero tengo la necesidad de pedírselos y explicarles que yo no he sido el que tramó todo sino el Otro, mi lado oscuro desencadenado. Lentamente estoy llevando el viejo pistolón de mi padre a mi sien. El Otro está frenético desde el reflejo del televisor, me insulta, trata desesperadamente convencerme de que no lo haga, de que lo necesito, de que nos necesitamos. Su voz me taladra el cerebro, como siempre, me envuelve, me opaca los sentidos, me entumece la mente. Vacilo un poco… ¡No! Sigo adelante, es imperioso. Inspiro profundamente, cierro los ojos para no verlo, pero lo veo de todas formas, dentro de mí. Siento el frío contacto del caño del arma en mi cabeza. Se me eriza la piel. Estoy sudando y me tiembla la mano como la noche en que le disparé a Aguirre. El Otro –yo mismo-, me grita furioso desde los abismos de mi mente fracturada, sabe que ha perdido. El dedo índice se mueve, vence la resistencia del gatillo… Soy libre del Otro, soy libre de mi mismo.

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