jueves, 27 de agosto de 2009

El Libro Parte 3.

Alfonso se sintió desfallecer y las manos comenzaron a temblarle. Una vez más miró a su alrededor. Se puso de pie y se acercó a la puerta que comunicaba el living con el vestíbulo. Miró al estudio aun revuelto y salpicado de sangre, y observó la escalera que conducía a la planta alta, cuya baranda era de madera bien lustrada y sus escalones estaban alfombrados de verde. Alguien tenía que estar haciéndole una broma, o lo que era peor, alguien sabía a la perfección lo qué había hecho… ¿Pero quién? ¿Y cómo podría alguien escribir todas esas cosas tan recientes y con tanto lujo de detalle? Además, allí había escritas cosas que sólo él e Ismael sabían. La puerta del gimnasio y la de la cocina estaban cerradas, no quiso ir a revisar. Regresó al living y alzó nuevamente el pesado libro. Con mucho temor, que se le presentó como un martilleo dentro de su cabeza y unas fugaces punzadas, continuó leyendo:
“…Alfonso tomó nuevamente el libro, aquel libro que inexplicablemente había aparecido en su casa. Sus manos temblaban y un sudor frío le corrió por la espalda. No podía dar crédito a lo que sus ojos leían, pero internamente sabía que era cierto, no se trataba de una alucinación ni invenciones suyas, cada palabra que leía, cada palabra que componía ese escrito siniestro, eran reales, estaban plasmadas en aquellas hojas de pergamino... De pronto, un sonido, un gran estruendo metálico que provenía del exterior llamó su atención. Cerró el libro y corrió a la ventana…”
Alfonso cerró el libro al escuchar un fuerte ruido, como de chapas desgarrándose o retorciéndose. Aun podía sentir el sudor en su espalda y el temblor de sus manos. Meditó unos segundos, como si no estuviera muy seguro de lo que hacer y, finalmente corrió junto a la ventana.
La niebla seguía flotando de una forma espectral, cubriendo la desierta calle, velando la figura del silo que se alzaba enfrente y que ahora era la tumba de su amigo, su víctima. No vio nada ni a nadie. La niebla no permitía ver nada con precisión y claridad. Volvió a abrir el libro y buscó desesperado la página donde había dejado de leer:
“…La tortuosa silueta de Ismael se recortó sobre el alambrado de la compañía de cereales. Había escapado de su improvisado sepulcro con un solo propósito: vengarse de su verdugo…”
El temblor de las manos de Alfonso se intensificó y, aunque todo su ser se negaba, volvió a acercarse a la ventana. Afuera, la forma difusa de un hombre avanzaba tambaleante abriéndose paso en la bruma densa. Intentó no alarmarse, quiso pensar que se trataba de un transeúnte ocasional, alguien que la casualidad había puesto allí para jugarle una mala pasada, pero entonces reparó en el silo. La niebla se había abierto un poco en aquel sector, desgarrándose en hilachas lechosas y le enseñó descaradamente la abertura que el depósito de granos ostentaba. Era como si algo, o alguien hubiera desgarrado el metal con las manos, con unas zarpas poderosas desde el interior. Alrededor se había formado una montaña de granos que habían escapado de él. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, lo sacudió de tal forma que casi pierde el equilibrio. Retrocedió unos pasos al tiempo que observaba como aquel hombre continuaba avanzando… Y avanzaba hacia él.
Corrió hacia el sofá, tomó el libro y recorrió sus hojas hasta dar con la que había dejado de leer. Descubrió que más adelante, las hojas estaban en blanco, completamente vacías…
“Ismael llegó hasta la casa, nada lo iba a detener, y con fuertes golpes de sus puños azotó la puerta…”, continuaba el texto del libro siniestro que sostenía en sus manos sudadas y temblorosas, y en ese momento, dos, tres, cuatro golpes resonaron contra la puerta de entrada. Tal fue la sorpresa que dio un sobresalto y el libro casi se le cae al piso, pero pudo asirlo y le echó una nueva mirada a la página. Los golpes persistían en la puerta, monótonos y violentos. ¿Sería posible? No iba a acercarse a la entrada para comprobarlo. Desesperado, bañado por un sudor frío, echó a correr escaleras arriba y se refugió en su habitación. La puerta la cerró con llave y sin detenerse se dirigió a un cajón de la cómoda y tomó un revolver, un calibre 38 que tenía por si acaso. Con tanta inseguridad nunca se sabía.
Sintiéndose un poco más seguro al tener alarma en su mano, se sentó en la cama y volvió a centrar su atención en el libro que había llevado consigo.
“Aterrado, Alfonso, corrió como un poseso, subió a la planta superior y se encerró en su cuarto. De un cajón extrajo un arma, como si un arma pudiera salvarlo de aquella venganza de ultratumba. Abajo, en el living, Ismael derribó la puerta que sonó como un trueno al desprenderse de sus bisagras. Los pasos irregulares comenzaron a escucharse sobre el lustroso piso de madera… Nada podía detenerlo…”
Simultáneamente, al concluir de leer aquella página, un estruendo llenó el silencio mortal que pesaba sobre la casa cuando la puerta de entrada se desplomó bajo la fuerza de los embates. El corazón de Alfonso dio un vuelco y soltó el libro dejándolo caer al suelo. Abajo ya retumbaban los pasos inciertos de aquel extraño. Miró el libro horrorizado y luego miró hacia la puerta. Ya sabía que sucedía, por alguna macabra razón, todo lo que él leía de aquel libro se materializaba, se hacía realidad. No volvería a leerlo y todo pasaría. Tomó el arma con ambas manos hasta asegurarse que todo hubiera terminado y aguzó su oído. No se escuchaba nada. Como lo había previsto, todo había acabado al dejar de leer el libro. Ahora lo tomaría y lo quemaría en el hogar del living. Pero de pronto, los pasos volvieron a resonar y le parecieron a él los martillazos de algún juez al dictar una sentencia de muerte. Estaban subiendo la escalera, lenta, pesadamente. El viento sopló de improviso y ululó en la ventana del cuarto como si fuera un silbido fantasmal. El corazón de Alfonso se aceleró alocadamente y todo su cuerpo fue presa de un temblor súbito e incontrolable. Tomó el libro con desesperación y leyó:
Ismael subió las escaleras lentamente. Su sed de venganza se tornaba incontrolable y sólo tenía un objetivo: Alfonso, quien continuaba detrás de la puerta, aterrado, leyendo sin dar crédito lo que revelaba el libro… Sus pensamientos, eran ahora una vorágine de ideas descabelladas, súplicas frenéticas y remordimientos tardíos. Y en eso el picaporte de la puerta giró muy despacio…”
Mientras leía tembloroso continuaron los pesados pasos por la escalera y de pronto, el picaporte se movió acompañado por un chirrido que lo había hecho toda la vida pero que esa noche le pareció excesivamente agudo y alarmante. Siguió leyendo, la curiosidad y el pánico lo tenían atado a este anticipado relato. Tal vez leyendo encontrara una forma de librarse de esto… El picaporte continuaba girando ahora con más fuerza y rapidez y Alfonso desesperado disparó tres veces a la puerta.
“Alfonso efectuó tres disparos a la puerta que se sacudía al ritmo del picaporte que giraba una y otra vez. Una estupidez que realizó impulsado por el pánico, pues con esto sólo logró facilitarle las cosas a Ismael. Uno de los impactos dio en la cerradura y, con un leve quejido, en medio de una nube de humo azulado que emanaba del arma, la puerta del cuarto se abrió lentamente dando paso a la figura tortuosa que se mantenía bamboleante detrás. Por primera vez, Alfonso pudo ver a su amigo y socio…”
Leído esto, la puerta soltó un sonido quejumbroso y muy despacio comenzó a moverse revelando de a poco una figura tan conocida por Alfonso: Ismael, su amigo, su socio, su víctima. El silbido siniestro del viento continuaba sonando en la ventana y los vidrios se agitaban levemente produciendo un tintineo exasperante. Pero eso ya no era nada comparado con la sensación de ver a su amigo allí de pie, sabiendo que él, que él mismo, le había asestado los tres golpes fatales en la cabeza. ¿O acaso no lo había matado? ¿Había confundido pérdida del conocimiento con muerte? No, había constatado muy bien que estaba muerto y ahora mismo podía comprobarlo. La cabeza destrozada por los golpes mostraba una costra pustulosa que rezumaba un asqueroso líquido negro y espeso; los ojos sin expresión, sin vida, miraban a la nada, su piel lívida…
¡¿Cómo?! ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que su amigo estuviera allí de pie? ¿Cómo era posible que ese libro maldito narrara todo premonitoriamente? ¿Quién o qué lo podría haber escrito? Alfonso creyó volverse loco; le pareció que el corazón desbocado unos segundos antes, se le había detenido por unos instantes. Bajó pesadamente la mano con que sostenía el arma. Ismael le dirigió su mirada muerta y su asesino esquivó sus ojos apagados y miró el libro que había caído abierto justo en la página que había acabado de leer. Para añadir más locura a esa noche demencial, descubrió que la página que había leído concluía a la mitad y todo el resto de la hoja y la página que seguía estaban en blanco. El relato no continuaba, allí se había detenido. Entonces sí, miró a Ismael, y se echó a llorar, de arrepentimiento, de terror. El cadáver, indiferente a las emociones de su antiguo socio y amigo, dio un paso al frente y alzó una de sus manos, ahora temibles garras. En un acto instintivo, Alfonso volvió a levantar su arma y descargó los otros tres disparos que le quedaban sobre el cuerpo inerte que avanzaba con algo de torpeza. Ninguno de los tiros afectó al muerto, ¿cómo habría de hacerlo?
Las garras de Ismael cayeron sobre Alfonso abriendo surcos sangrientos en su cuello y en el pecho. Mientras se desplomaba hacia el suelo, mientras la vida se le escapaba en borbotones de sangre, observó horrorizado como el libro se escribía solo y supo que aquella tinta era la sangre de su socio y su propia sangre.
“Ismael al fin, sin el menor esfuerzo, pudo consumar su venganza. Con total frialdad, con certera puntería, desgarró la carne de su socio, y hecho esto también él cayó al piso…”
El cuerpo de Ismael se desplomó junto a él. La herida mortal de la cabeza quedó ante sus ojos como para recordarle antes de morir que esa era la causa de todo mal. Desde el suelo, inmerso en su propio charco de sangre, Alfonso, escuchó unos nuevos pasos subir la escalera. Esta vez eran pasos firmes, regulares, pasos dados con decisión, aunque sin apuro. Unos zapatos abotinados, bien lustrados aparecieron ante sus ojos cuya visión ya se borroneaba. Reconoció esos zapatos, a pesar de todo; los zapatos, el pantalón y el ruedo del pesado abrigo. El charco de sangre estaba por alcanzar el libro, sin embargo, justo antes de que eso sucediera, el recién llegado se agachó y lo recogió. Era el Señor Natas Mort. Al agacharse, dirigió su rostro hacia el de Alfonso. Igual que en la convención, bajo el extraño sombrero de ala muy ancha, la cara de Mort, huesuda y pálida, dibujó aquella siniestra sonrisa. Esta vez, sus ojos eran rojos y brillaban con una maldad abrumadora.
- Ya lo ve, amigo, se lo había prevenido: “fíjese usted si podrá cumplir con su parte”, ¿lo recuerda? – Mort se incorporó y acomodó su ropa primero, luego su sombrero-. En realidad sabía que no lo lograrían, el escrito de su amigo era una porquería, por eso tuve que escribir uno yo, amoldado a mi propio gusto.
Mort, abrió el libro sobre la cómoda, mojó una de sus largas uñas en el charco de sangre de Alfonso y firmó la última página. Luego añadió:
- Voy a leerle el final, no sea cosa que después de haberlo leído todo vaya a dejarnos sin terminarlo.
“El Señor Natas Mort, cuyo nombre no era más que un estúpido anagrama de Satán y su apellido el vocablo francés para designar muerte, se presentó en la casa de Alfonso a reclamar lo que era suyo: el libro, y las almas de los dos socios. Alfonso yacía en su habitación sobre su propia sangre que iba invadiendo todo el suelo. A su lado estaba el cadáver de su amigo, quien él mismo había matado y quién éste le había dado muerte a su vez a él. La vida se le escapaba rápidamente, y su alma estaba transida de desesperación y arrepentimiento. Pero era tarde para lamentaciones. Mort firmó su obra y se alejó llevando el libro bien apretado contra su pecho. Alfonso lloró en silencio, un llanto sin lágrimas, un llanto interno y profundo…”
Mort Cerró el volumen, volvió a sonreírle a Alfonso y se marchó por la puerta. Poco a poco, las fuerzas abandonaron al escritor y se sumió en la oscuridad.

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