jueves, 27 de agosto de 2009

El Libro. Parte 2

- ¿Un desafío? ¡Explíquese por favor! –le pidió Ismael.
- Un simple desafío literario, si cabe la expresión. Les ofrezco diez millones de dólares por uno de sus relatos de horror –se explicó el hombre y los miró a ambos con esos ojos saltones tan intensos.
- Lo siento, amigo. Su oferta es muy tentadora, pero va a tener que hablar esto con nuestro agente. Es una suma que nunca nadie nos pagará, pero en este momento tenemos un contrato de exclusividad firmado con este sello editor, por tres años más –le había respondido Alfonso, lamentándose del día que había estampado la firma para la miserable editorial que tan sólo le pagaba cincuenta mil por libro.
- No se preocupen por la editorial, señores. Este relato que les pido nunca va a salir publicado en ningún lado. Es un lujo que puedo y quiero darme. Excentricidades de un poderoso, llámenle. Además, ustedes tienen contrato con esta firma bajo el nombre de Almael Galvich, que es el seudónimo que usan, ¿la fusión de sus nombres verdad? Lo que yo pretendo es otra cosa, y acá está el desafío en sí.
- ¡Explíquese de nuevo, por favor!-había vuelto a pedir Ismael.
- Lo que yo pretendo, caballeros, es que cada uno de ustedes por separado, escriba un relato de horror, el mejor que jamás hayan escrito y vayan a escribir. Les doy seis meses de tiempo. Aquel de ustedes dos que me entregue el mejor relato se llevará los diez millones de dólares. Una cifra para nada despreciable ¿eh? Sobre todo porque no habrá necesidad de compartirla con el socio... ¿Qué me dicen? ¿Aceptan o no?
Por supuesto que ambos aceptaron. Había algo que les apasionaba más que las letras, los relatos de horror y las ciencias ocultas: el dinero. Los dos dijeron que sí, casi al mismo tiempo. El tal Natas Mort, no les hizo firmar papel alguno, sólo les dio una tarjeta con una dirección donde debían entregar los trabajos. Él luego se encargaría de contactar al ganador y pagarle su premio. Cuando Alfonso dudó (y se lo hizo saber a Mort) de su palabra, o de su honestidad a la hora del pago, Mort rió de nuevo, de esa forma macabra que lo hacía y le dijo:
- No se preocupe, amigo. Yo voy a cumplir con mi parte, fíjese usted primero si podrá cumplir con la suya.
En aquellas últimas palabras pensaba Alfonso cuando cargaba una vez más a Ismael sobre sus hombros. La herida de la cabeza ya estaba un poco más seca que antes, pero aun supuraba un poco, un líquido viscoso de color negruzco.
Del alambrado hasta el silo mediaban unos escasos cuatro metros, pero para Alfonso fueron los cuatro metros más largos de su vida. Estaba exhausto, y algo fatigado a causa del esfuerzo realizado, los nervios que tenía y el peso de aquel cadáver que a cada minuto que pasaba parecía aumentar más y más. Llegó por fin al pie de aquel silo, que sería la tumba de su amigo. Ahora restaba la etapa más difícil y peligrosa: subir con el cadáver a cuestas por la, para nada segura, escalera metálica que estaba adherida a la pared exterior del depósito, único medio para poder llegar a lo más alto de éste, donde se encontraba la abertura por la cual se vertían los granos, para luego molerlos.
El ascenso fue terrible. No era nada sencillo acceder por aquella escalera sin ninguna protección con un muerto sobre los hombros. Pero, después de dos veces en que casi cae al vacío y otra en que casi se le cae el cuerpo de Ismael, pudo llegar a lo alto del silo.
Sin perder tiempo arrojó el cadáver por la oscura abertura, donde en ocasiones normales se echaban enormes cantidades de granos de cereal. El silo debería estar lleno, o en su defecto bastante cargado, pues Alfonso sólo escuchó un sonido sordo y amortiguado. Recién allí, Alfonso se permitió un descanso, breve, efímero podría decirse en comparación con el enorme esfuerzo que había realizado. Se animó a sentarse en el borde de aquel cráter metálico, y se tomó algunos segundos para recuperar las fuerzas y el aliento. El asunto estaba terminado, mañana por la mañana, cuando activaran la molienda, el cuerpo de Ismael quedaría reducido a una pulpa irreconocible de carne y huesos. Sólo faltaba limpiar la sangre que había quedado en el estudio de su casa y ya nada podría vincularlo con la desaparición de su amigo.


La bruma había aumentado un poco, no en densidad sino en volumen. La luz de la luna y del alumbrado público se veía mucho más amortajada gracias a la cortina que la niebla imponía, pero no lograba ocultar los edificios. Detrás del alambrado podía ver su casa, a escasos veinte metros, esperándolo pacientemente. Con la misma agilidad que antes, trepó la cerca, saltó a la calle y, en una carrera silenciosa, atravesó la distancia que lo separaba de su hogar y cerró la puerta con doble llave. Llegó agitado, sin aire, jadeando como si hubiera corrido los diez kilómetros ida y vuelta que solía correr todas las mañanas. Miró el vestíbulo donde se encontraba, y miró la puerta que conducía a su estudio. Había quedado la lámpara que estaba sobre el escritorio encendida, y podía verse el desorden y las manchas de sangre. En su mente revivió toda la atroz escena del crimen como si alguien se la estuviera proyectando mediante alguna clase de proyector holográfico.
Vio como Ismael entraba al vestíbulo con un aire de grandeza poco habitual en él. Llevaba algo bajo el brazo, una carpeta o algo similar que contenía muchas hojas. Después de saludarlo, había pasado directamente al estudio, que se encontraba a la derecha del vestíbulo, sin esperar siquiera a ser invitado por Alfonso, como cuando venía para escribir con él. Se había detenido en el llano de la puerta y lo miró con un gesto inquisitivo, como si le estuviera preguntando si iba a acompañarlo o lo que tenía que decirle se lo tendría que decir allí de pie. Alfonso había entrado al fin a su estudio luego de tomarse unos segundos para intentar adivinar qué era lo que le pasaba a su amigo. Mantenía una mancuerda en su mano, pues había interrumpido sus ejercicios. Ismael se acomodó en la silla que estaba frente al escritorio de robusta madera, como si fuera alguien que venía a tratar un negocio. Jamás se había sentado allí, él siempre usaba el alto taburete que se encontraba junto al equipo de música, un poco más a la izquierda. Alfonso, por último, se sentó en el sillón de su escritorio y apoyo la pesita en su regazo.
- ¡Te gané! –le había espetado Ismael con una sonrisa triunfal instalada en su ancho rostro al tiempo que aplastaba la carpeta con gran estruendo sobre la mesa del escritorio- ¡Lo hice! Escribí el libro y mañana se vence el plazo.
Alfonso se había quedado perplejo. Durante varios minutos fue incapaz de articular palabra alguna, sólo podía sentir como la bronca, la ira, la furia, se iban acumulando en su interior como el vapor dentro de una olla a presión, y como su mano apretaba con fuerza la mancuerna. Todo el tiempo lo había estado engañando. Desde que el tal Mort les había planteado el desafío, Ismael y Alfonso no se habían vuelto a ver, encerrados ambos para lograr sus respectivos relatos. Sólo se telefoneaban o se comunicaban a través de Internet, para contarse sus progresos, que para ambos eran nulos. Pero en ese momento había caído en la cuenta que Ismael lo había estado engañando todo el tiempo. Que cada vez que Alfonso lo llamaba para decirle que no lograba siquiera garabatear un borrador y su socio, su amigo, le decía que se quedara tranquilo, que a él le sucedía exactamente lo mismo, que por más que se esforzaba, que por más ideas que le venían a la cabeza, no lograba darle la forma de un relato más o menos interesante, en realidad le había estado mintiendo descaradamente. Finalmente lo había estado engañando. Mientras Alfonso se relajaba pensando que, después de todo, ambos se quedarían sin el premio y continuarían trabajando juntos, Ismael había escrito su relato y ahora se lo estaba refregando en la cara. No importaba qué tan bueno fuera, pues no había otro relato para competir. Él se llevaría los diez millones.
- ¡Te felicito! –había logrado balbucir Alfonso finalmente, e intentó dibujar una sonrisa cortés, pero no lo logró. Entonces se puso de pie- Aguardame un minuto –le pidió y abandonó el estudio.
Hizo ruido con sus pies, simulando alejarse a algún lado de su casa, pero sin embargo se quedó junto a la puerta del estudio, apretado contra la pared sopesando su pesa, mascullando su bronca y su frustración. Fue allí que la idea le acudió a la mente como un rayo oscuro. Se le instaló en su cabeza y no hizo nada por desecharla, al contrario la acogió con agrado, con satisfacción. Regresó al estudio como un autómata, balanceando la mancuerna con paso sigiloso, aunque no lo suficiente como para que Ismael no advirtiera su llegada. Al verlo con la mancuerna en la mano se puso de pie. Alfonso no lo dejó formular la pregunta que su socio pretendió hacer. Le asestó el primer golpe, cuyo impacto lo arrojó contra los estantes de una de sus bibliotecas. En el suelo, entre los discos compactos y libros desparramados, le dio los otros dos definitivos.
Alfonso sacudió la cabeza para alejar las imágenes que lo acosaban como fantasmas y miró a su alrededor como quien despierta de un mal sueño. Recordó entonces la carpeta y corrió al estudio para buscarla. Mañana la presentaría él y se llevaría el premio. Si le preguntaban por su socio, simplemente respondería haber recibido un llamado suyo comunicándole que partía de improviso al exterior no sé porqué asunto familiar. Pero al llegar al escritorio la sorpresa lo hizo sobresaltar. La carpeta de cartulina naranja había desaparecido y en su lugar había un extraño libro. Alfonso miró a su alrededor tratando de descubrir si alguien había entrado a la casa, cambiado la carpeta por el libro y, ahora, se estaría riendo por lo bajo en las sombras de algún rincón.
El libro parecía antiguo. Era un gran volumen de hojas amarillentas encuadernado con unas tapas de madera forradas con un cuero negro y algo rugoso. No tenía título ni inscripción alguna. Alfonso sabía perfectamente que aquel libro no le pertenecía. Él tenía plena memoria de cada volumen que llenaban sus anaqueles, y ese tan particular debería recordarlo fácilmente. Pero no era así, en su vida lo había visto.
Lo tomó con curiosidad y lo abrió. Sus páginas estaban escritas en letra cursiva, de un estilo muy cuidado y algo anticuado, con una tinta roja algo oscura que le hizo pensar, no supo porqué, en sangre. Con lentitud, salió del estudio hojeando el libro y se dirigió hacia el living. Cuando llegó al sillón que estaba en el centro, delante de una mesita baja, y flanqueado por otros dos sillones más pequeños, cayó sentado bruscamente. El libro narraba a la perfección su vida junto a Ismael. ¿Era esto lo qué había escrito su socio? ¿Había confundido semejante libro con una carpeta llena de hojas mecanografiadas? Continuó leyendo muy por encima; como un poseso fue pasando página tras página. Todo, todo lo que habían vivido ambos estaba plasmado allí, con lujos de detalles y gran estilo narrativo. El libro se le cayó de las manos cuando llegó al momento del asesinato de su amigo. En aquel libro estaba escrito lo que había sucedido recientemente, incluso narraba como Alfonso se había desecho del cadáver.

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