jueves, 27 de agosto de 2009

El Libro. Parte 1

Alfonso avanzó forzadamente, tambaleándose por el enorme peso que cargaba sobre sus hombros. A punto estuvo de caer varias veces. Era una noche fría y desolada, envuelta en una quietud sólo perturbada por el sonido que producían unos grillos. Una fina neblina estaba bajando, convirtiendo la luz de la luna y el alumbrado público en una diáfana luminosidad. Era una noche fantasmal. De algún modo bien podría ser una noche descripta en alguno de los relatos que él escribía. Bueno, que hasta ahora había escrito con su amigo Ismael Jácovich, cuyo cuerpo sin vida llevaba en sus espaldas para arrojarlo en el silo de granos que se alzaba a varios metros frente a su casa. Lo había asesinado hacía unas pocas horas atrás, sin pensarlo dos veces. Le había partido la cabeza con una de las mancuernas con las que hacía ejercicios. No tenía remordimientos, a pesar de la larga amistad que los había unido hasta aquella fatídica noche. Tres golpes arteros y certeros habían sido suficientes para liquidarlo. Por la espalda, de forma cobarde. Tal vez porque si lo hubiera intentado de frente no se habría atrevido a hacerlo. Pero el motivo, o mejor dicho, el fin por el cual lo había asesinado bien valía la pena cualquier sacrificio, incluso ese, el de matar sin piedad a un amigo.
Alfonso Esteban Gálvez e Ismael Jácovich, se conocieron en la facultad, cuando coincidieron en las mismas materias en su carrera de Letras, y de inmediato congeniaron. Eran esas personas que parecían haber nacido para encontrarse en la vida. Es que ambos tenían los mismos gustos literarios, tanto en los grandes clásicos como en los autores contemporáneos; además a ambos les gustaba escribir relatos de horror y desarrollaban un interés, podría decirse, casi fanático por las ciencias ocultas. Los años los convirtieron en grandes amigos, los años y las más escabrosas experiencias vividas juntos. Pues bien sabido era que ambos habían participado de todo tipo de macabras misas negras, rituales mágicos, vudú y otros ritos siniestros, cuyos orígenes se remontan a los albores de la civilización. Esa era su fuente de inspiración, decían. Que de sus experiencias, de las cosas que allí veían surgían sus oscuras historias que los habían llevado a convertirse en los dos escritores más famosos de relatos de horror. Ambos se encerraban durante semanas, incluso meses, en la casa que Alfonso tenía en las afueras de la ciudad, y allí turnándose al frente de una vieja máquina de escribir, plasmaban sus ideas, sus historias, que alguno de los dos imaginaba y con la ayuda del otro la iban enriqueciendo poco a poco. Aquella misma casa donde aquella noche se produjo el fatal crimen. Aquella misma casa que se iba perdiendo en las sombras nocturnas mientras Alfonso avanzaba lentamente, con esfuerzo, cargando el cadáver de su amigo y socio.
Para acceder al silo, había que franquear un alambrado, cuya puerta estaba sujeta con una gruesa cadena oxidada y un pesado candado que se cerraba en ésta. Alfonso no había previsto eso. Una estupidez, pues el silo pertenecía a una importante compañía de cereales. ¿Qué pretendía que día y noche dejaran las puertas abiertas para que cualquier maniático fuera a desechar sus cadáveres? Lo más probable era que también hubiera guardias privados de seguridad. Pero Alfonso ya no tenía tiempo para resolver esos contratiempos. Debía deshacerse del cuerpo lo más rápido posible. También cabía la posibilidad que una patrulla, en una de sus remotas rondas por aquel sector apartado de la zona poblada, lo descubriera en plena faena.
Una luna amortajada por la niebla desparramaba su luz con desgano. Alfonso llegó a la cerca y depositó el cadáver en el suelo, sobre el corto césped perlado por el rocío. Podía verse con total nitidez el lugar donde el pobre Ismael había recibido los golpes. Un lado de su inerte cabeza estaba totalmente destrozado, luciendo un gran coagulo aun sangrante.
Dejó el cadáver sin ningún cuidado, si no había tenido reparos de romperle la crisma porqué tendría que tenerlo ahora que ya no era más que un montón de huesos y carne fría. Miró un momento el alambrado, lo estudió detenidamente. No era muy alto, si lograba pasar el cuerpo de su amigo al otro lado, él podría treparlo con facilidad. Tenía casi cincuenta años, pero aun conservaba un buen estado físico, por algo se mataba cuatro horas diarias haciendo pesas en el gimnasio que había instalado en su casa. Alfonso se río por la ironía, antes de disponerse a cargar el cuerpo nuevamente. “Se mataba en el gimnasio”, había pensado, y justamente su amigo realmente había muerto por una de las pesas que allí había. Pura casualidad, claro. Ismael había irrumpido justo a la hora en que él hacía sus ejercicios.
Se cargó el cadáver al hombro, luego, haciendo acopio de todas sus fuerzas lo alzó con ambos brazos sobre su cabeza. Tambaleó un poco. Casi se le cayó el cuerpo y casi cayó él de espaldas, pero pudo mantener el equilibrio. Alfonso no había podido contener el impulso de matarlo. No pudo resistirse a esa oleada asesina que le recorrió el cuerpo. Ismael había ido a su casa con el único ánimo de mofarse de él, de restregarle en la cara que lo había vencido, que era mejor que él. Si hasta se había reído de un modo tan soberbio cuando le comunicó la noticia… Entonces Alfonso no pudo hacer otra cosa que sopesar la pesita de siete kilos que tenía en su mano derecha y estrellarla contra la cabeza de Ismael. En aquel momento, todo lo vio de un color rojo intenso. Con el primer golpe no murió, sólo quedó algo aturdido, tambaleó un poco y cayó sobre unos estantes donde estaban el equipo de música, los discos compactos y algunos trofeos de tenis, porque la otra gran afición de Alfonso era el tenis. La cabeza de Ismael chorreaba sangre como si hubieran abierto una canilla en ella. Entonces descargó el segundo golpe, con más furia, con más fuerza que antes, al mismo lado donde había golpeado primero. Entonces sí, Ismael se desplomó sin sentido. Probablemente ya había muerto, pero no quiso correr riesgos y le asestó un tercer golpe, el definitivo.
Ahogando un grito, por el esfuerzo realizado, Alfonso arrojó el cadáver por sobre el alambrado, que cayó del otro lado como una bolsa de papas. Respiró hondo, inclinó un poco su cuerpo agarrándose sus rodillas con las manos, para recobrar un poco el aliento; luego tomó un poco de carrera, apoyó un pie en la trama apretada del alambrado y trepó como un gato para caer sobre sus pies del otro lado. Allí, junto al cadáver se mantuvo unos cuantos segundos en cuclillas, un poco para descansar, un poco para cerciorarse, que nadie lo hubiera visto. Aunque enseguida sonrió. ¿Quién iba a verlo en aquel lugar descampado? Solamente la patrulla o algún auto que pasara circunstancialmente, podría haberlo visto. Pero nadie había pasado en ese momento. Entonces exploró con su vista lo que la niebla y la poca luz de aquella noche le permitían ver, para comprobar que no hubiera ningún guardia en las inmediaciones. Estaba tan cerca de su cometido, y estaba tan jugado ya que, si lo descubrían, no tendría ningún reparo en matar también al guardia, o a quién fuera. El premio bien valía cualquier sacrificio.
El premio. El premio había sido el motivo por el cual Alfonso se vio obligado a deshacerse de su mejor amigo y socio. ¿Pero quién no habría hecho lo mismo por diez millones de dólares? Un tipo se los había ofrecido durante una convención en Mar del Plata, que aglomeraba a diversos autores de terror y ciencia ficción, exactamente seis meses atrás. Ambos estaban firmando ejemplares de su último éxito editorial: “Sombras del Averno”. Tenían una fila interminable de seguidores de todas las edades, que pretendían llevarse la firma de ambos en su ejemplar. El primero que había visto al tipo había sido Ismael, él tenía como un don especial para ver tipos así. Al principio creyeron que era uno de esos “raros”, que abundan en ese tipo de convenciones, de esos que se disfrazan, y hasta hablan o adoptan las poses de sus personajes favoritos. El hombre no hacía la cola para la firma de ejemplares, permanecía parado a un costado del stand que había montado la editorial, y donde ellos se encontraban sentados detrás de un antiguo escritorio. El sello editor había decorado el stand al estilo gótico, para darle más ambiente a la cosa. Cuando Alfonso lo miró, al ser informado por Ismael, el hombre los estaba mirando con una sonrisa un tanto inquietante. Alfonso se sorprendió mucho y, a pesar que en su vida había visto muchas cosas, aquel tipo lo puso nervioso. Tal vez era por su mirada, y por esa sonrisa de Conde Drácula de película de clase B, que tenía dibujada en su rostro, o tal vez por el atuendo que había elegido para presentarse allí. Llevaba un sombrero de terciopelo negro, de ala muy ancha, que sumía a su rostro delgado y huesudo en una tenue sombra. Desde esa penumbra miraban sus saltones ojos verdes de una intensidad que provocaban intranquilidad. Un largo abrigo también negro, que parecía pesado y muy antiguo -al menos pasado de moda- le cubría el cuerpo y debajo de éste podía adivinarse una camisa blanca, con volados en el pecho, a los lados de la botonera, y en los puños de las mangas. Por calzado llevaba unos lustradísimos zapatos abotinados, de suela de madera. No era que no fuera elegante, de hecho parecía muy pulcro, pero su vestimenta conjugada con su rostro y su mirada, asustaban un poco. El ofrecimiento se los hizo cuando el último de los casi quinientos hambrientos por sus autógrafos se retiró con una sonrisa de niño al recibir su primera bicicleta de regalo. El tipo se acercó al escritorio lentamente, con sus manos entrelazadas a su espalda, sin mutar su sonrisa siniestra ni su mirada inquietante. - ¿Ismael Jácovich y Alfonso Gálvez? –les había preguntado como para asegurarse que hablaba con los que realmente deseaba hacerlo. A Alfonso le dio un poco de bronca que lo nombrara a Ismael en primer lugar, aunque esa reflexión recién encontró lugar en su mente ahora que llevaba el cadáver de su amigo encima.
- Los mismos –le había contestado Ismael ofreciéndole su mano, que el hombre estrechó al momento. Después estrechó la de Alfonso. La mano derecha de éste lucía un enorme anillo de una extraña piedra negra facetada, y tenía las uñas muy largas-. ¿En qué le podemos ser útiles? ¿Quiere nuestro autógrafo, amigo?
- No. Aunque estimo que debe ser un halago llevarse la rúbrica de ambos con una buena escalofriante dedicatoria, pero no –el tipo había hecho un silencio muy breve después de esas palabras y enseguida escupió una risita más inquietante que su mirada-. Lo que deseo es hacerles un ofrecimiento –había agregado luego. Ismael y Alfonso se miraron y miraron luego al extraño. No era la primera vez que locos como ese se le acercaban para ofrecerle cosas tan locas como peligrosas. Una vez alguien se les había acercado asegurando conocer un vampiro, que por una pequeña suma de dinero los podía llevar a él para que pudieran escribir una buena historia; el vampiro resultó ser un tipo que le daba por beber sangre de vaca en un vaso. En otra ocasión, un tipo les aseguró que podía hacer levantar a los muertos de su tumba, había sonado bastante convincente y aceptaron acompañarlo a un cementerio rural. Resultó ser un loco de remate que desenterró un cadáver y comenzó a moverlo él mismo con sus manos y hablar con la voz cambiada creyendo que el que hablaba era el muerto. Alfonso sonrió y se dirigió al hombre que ahora tenían delante.
- ¿Qué puede tener para ofrecernos que a nosotros pueda interesarnos, señor...?
- Señor Mort, Natas Mort –le había respondido el hombre y se frotó las manos tan o más huesudas que su rostro-. Bueno, lo que tengo para ofrecerles es un desafío que tal vez nunca en su vida vayan a tener la oportunidad de repetir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario