martes, 7 de abril de 2009

El Arca de Francisco (O Crónica del Diluvio de Barracas)

Cada barrio posee, y es bien sabido, su galería de personajes, propia, única e irrepetible en otros barrios. Cada barrio posee también, sus acontecimientos, sus sucesos extraordinarios, aquellos hechos que se transforman en hitos, en leyendas podría decirse, que son recordados por los afortunados testigos por el resto de sus vidas, que son transmitidos a las nuevas generaciones como un invalorable tesoro; sucesos que marcan un antes y un después, una línea dónde todo lo que sucederá se medirá, se comparará con dicho hecho. Barracas no está exento de ellos, ni de los personajes ni de sus anécdotas. Francisco Toscani no era un tipo común, no lo fue de pequeño y mucho menos en su adultez. Para cualquiera que lo tratase casualmente, podría parecerle algo excéntrico, sin embargo, para sus vecinos no cabía dudas que estaba loco, al menos eso comenzaron a creer cuando sucedió lo que sucedió. Sí, todos lo tuvieron por loco, incluso sus amigos más cercanos, entre los que se contaba mi padre, aunque todos concordaban que se trataba de una locura sana, que era uno de esos locos lindos que le dicen. La historia de Francisco se remonta a los primeros años de la década del treinta del siglo pasado, cuando sus padres eligieron Barracas para establecerse cuando contrajeron matrimonio. Eran un matrimonio acomodado, de clase media alta que se instalaron en una elegante y pomposa casa en una cuadra de casas más modestas de familias de obreros. Era en la calle Azara, entre la Av. Iriarte y Daniel Cerri, a pocas cuadras del Riachuelo, a unos veinte metros de la casa donde naciera mi madre y años más tarde viviera yo. Quiero que me permitan destacarles la proximidad del Riachuelo porque tendrá un papel preponderante en la historia que voy a narrarles. El matrimonio Toscani tuvo dos hijos: Antonio y Francisco, o Tonio y Pancho como se los conocía. El primero devino en un joven serio y dedicado a sus estudios, fiel a la alcurnia de la familia. Jamás se mezcló con los chicos del barrio, ni cruzó un saludo con ellos. Francisco en cambio, era la oveja negra. Desde chico ya mostraba ciertas inclinaciones arrabaleras; a diferencia de su hermano mayor, le encantaba juntarse con los muchachos de la cuadra y jugar a la pelota en las empedradas calles, salir con la gomera, juntar leña para la tradicional fogata de la Noche de San Juan, y porqué no agarrase a piñas con la bandita contraria. Claro que todo esto lo hacía sin la anuencia de padre, y totalmente a escondidas suya, pues Don Toscani consideraba todas estas prácticas como “actividades bárbaras”. El mismo Don Toscani se encargaba de llamar a la policía –era el único que tenía teléfono en aquella época- en plenos festejos de San Juan para acallar a la chusma e impedir que se llevara a cabo aquel ritual pagano y peligroso de la fogata y la quema del muñeco. De modo que Francisco hacía todo aquello cuando su padre se encontraba trabajando. Se cuenta que lograba verdaderas huidas cinematográficas para que su padre no lo sorprendiera en plena calle jugando con aquellos “atorrantes”, siempre alertado por alguno de los chicos o las hermanas de éstos. Sí, Francisco fue muy distinto al resto de su familia y con los años esa diferencia pareció incrementarse. Mientras Tonio se recibió de médico y siguió siendo el mismo hombre serio y recto –un claco exacto de su padre-, Pancho fue dentista más por imposición de Don Toscani que por propia vocación; pero siguió siendo el mismo “tiro al aire” y continuó frecuentando a los muchachos del barrio, siempre a espaldas de su padre. El tiempo siguió su inexorable curso y quiso que Francisco se casara con una linda señorita de la Boca y que la antigua, pero señorial, casa paterna se convirtiera en su nido de amor, único legado bueno que le dejara al morir Don Toscani, además de la afición por la caza deportiva, único gusto que supo compartir con él. Y aquí, creo, podríamos señalar la piedra fundamental del asunto al que quiero referir.
Paulatinamente fue transformando su casa en un verdadero museo de animales embalsamados, que él traía como trofeos de sus safaris. Nunca se me borrará de la mente la horrible sensación que nos causara, a su hija y a mí, aquel comedor en penumbras lleno de cabezas de ciervos y pumas que nos observaban con sus vidriosos ojos desde las paredes en que colgaban. Ante nuestras miradas de niños, parecían malditos monstruos al asecho, esperando un descuido nuestro para echársenos encima. ¡Y ni que hablar de la salita de arriba! Un cuartito que funcionaba como altillo, dónde la señora de Toscani tenía su lavarropa y por donde había que pasar indefectiblemente si uno quería ir a la azotea. En aquella sombría buhardilla se alojaba una diabólica vitrina cargada de docenas de bichos embalsamados. Recuerdo haber estado en ese cuarto sólo un par de veces. Nuestra impresión era tan desagradable y el miedo que nos causaba, tan grande que siempre que podíamos evitábamos subir. En las interminables tardes de verano que pasábamos en el patiecito central de la casa, observábamos a través de una ventana a aquel cuarto de horrores, esperando que en cualquier momento emergieran de su oscuridad aquellos animales inmóviles pero de ojos bien abiertos y sin expresión que parecían zombis escapados de alguna película mala de terror. Pero me estoy desviando del verdadero hecho de ésta fantástica historia, y créanme que es fantástica, pues si yo no la hubiera vivido tal vez pensaría que se trata de la invención de un loco o un mentiroso como quizá ustedes lo estén creyendo ahora mismo. La cosa comienza a mediados del año setenta y ocho. El mundial de fútbol había concluido y la euforia por haber conquistado la primera copa, y de local, se había apagado. Extrañamente, Pancho, como se lo conocía en el barrio al dentista, cambió su afición casi de un día para el otro. Dejó de interesarle la caza deportiva, aunque no los animales. Dejó de traerlos a su casa muertos y embalsamados para traerlos vivitos y coleando. Comenzó a decir a todo aquel que quería oírlo que ya no le causaría más daño a los animalitos, que de ahora en más los cuidaría pues estaba en juego algo grande. Su nuevo hobbie, al principio, anduvo por los carriles normales. Compró un tortugo y una tortuga, y luego se armó dos grandes peceras: una de agua fría y otra de agua cálida. En ellas mezcló gran variedad de peces, todos siempre en parejas. En el patio instaló un gran jaulón que ocupaba casi toda una de las paredes, donde también ubicó gran variedad de pájaros, también una hembra y un macho de cada especie. Luego apareció con una pareja de perros ovejeros y una pareja de gatos de angora. Hasta aquí parecía un poco excesivo pero normal. - Siempre fue medio loco el Francisco -llegué a escuchar que le decía una vieja a otra en el almacén-. Le deben gustar mucho los animales. - Si, Doña Lucía, siempre le han gustado los animales pero antes me parece que le gustaban rellenos de algodón… A su mujer, mucho no le entusiasmó la nueva idea de su marido, sin embargo no le contradijo los gustos. Después de todo, estaba metido en el consultorio como diez horas por día mirándoles las muelas a los pacientes, con algo se tenía que distraer. Por lo menos ahora no los mataba. Pero la adquisición de animales siguió aumentando: una pareja de monos chimpancés, una de pavos reales, una de gansos, un gallo y una gallina, una pareja de coballitos, una de papagayos y una de cerdos. Hasta instaló un palomar. Ahí su mujer explotó de ira. Y no era para menos. Una noche se despertó por lo que creyó las molestas caricias de su esposo, pero cuando abrió los ojos pudo comprobar, no sin horror, que los mimos eran efectuados por el chimpancé que estaba acostado entre ambos. El grito que pegó la espantada señora despertó a todos los vecinos de la cuadra, quienes no les importó las altas horas de la madrugada para congregarse en la puerta de la casa de Pancho para ver que sucedía. Hoy me acuerdo de aquella noche y la charla que mantuvo Francisco con mi padre como si fuera un sueño. El cielo limpio de nubes pero sin luna; yo parado, en pijamas y medio dormido, entre los dos. Mi padre sólo había alcanzado a colocarse los pantalones y Pancho cubriendo su escaso metro cincuenta y siete con una sabana. Un papagayo le caminaba por la cabeza. - ¡Qué querés que te diga, gordo! -le dijo a mi padre- Tengo que salvar a estos animales. Va a venir otro diluvio ¡Creéme! Lo soñé. Un ángel del Señor me lo pidió. Recuerdo a mi padre alejándose, murmurando alguna reflexión sobre la fragilidad de la mente humana y el trabajo excesivo y sus consecuencias, mientras me arrastraba de un brazo.
Aquél incidente pronto quedó en el olvido, pero las excéntricas compras del dentista continuaron pese a los reclamos de su mujer. La cosa cada vez parecía ser peor. Un día llegaron a su casa dos camellos del Cairo y dos cocodrilos del Nilo, que alojó en la pileta “Pelopincho” que tenía en la terraza. Dos tigres de bengala, dos leones y dos boas agrandaron la lista de “mascotas”. Pero lo que fue todo un verdadero show, y motivo para que los vecinos se reunieran una vez más frente a su casa, fue la entrega de dos elefantes de la India. Tuvo que contratar una enorme grúa y un helicóptero para depositarlos en la azotea. Esto fue la gota que derramó el vaso. A partir de aquí, los hechos, se precipitaron rápidamente. En primer término, su esposa se fue a vivir a la casa de su madre llevándose a su hija.
- ¡Estoy harta! -le habría dicho a algunos vecinos que la vieron arrastrando por igual a una enorme valija de cuero y a su hija- ¡Me voy, así puede estar solo con sus animalitos! ¡Transformó la casa en un zoológico! ¡Si hasta se gasta todo el sueldo en alimentarlos! Indignada, tomó el colectivo y no se las volvió a ver más. El asunto no pareció importarle mucho a Pancho y continuó con lo suyo. Ahora se había agregado un factor más: del interior de la casa, además de la babel de onomatopeyas animales, salían extraños ruidos como de golpes de martillo y cortafierro, serruchos y taladros. Al parecer, debía estar haciendo algunas reformas en su casa para poder albergar a sus mascotas. Los vecinos comenzaron a ponerse nerviosos y ellos tampoco continuaron siendo compasivos con él. Su hermano Tonio intentó en vano un par de veces convencer a su hermano para que depusiera su actitud, al menos que dejara de hacer bochinche con tanto martillazo y serruchada. Lo único que obtuvo por respuesta fue que ya estaba terminando, que estaba haciendo un trabajito en el sótano. Tonio se alejó entre los convulsionados vecinos, murmurando algo así como que nada de esto hubiera pasado de no haberse juntado toda su vida con la chusma del barrio. A este incidente le siguieron varias largas noches de insomnio por parte de los vecinos a causa de los estrepitosos barritos de los elefantes -algunas fuentes aseguran que un veterinario acudió al domicilio de Pancho y diagnosticó otitis a los paquidermos-. La conclusión no podía haber sido otra: elevaron una denuncia a la Comisaría. Otro día de revuelo tomó a la calle Azara como escenario. Sobre el crepúsculo de un sábado de primavera, dos patrulleros se acercaron para ver que sucedía, pero Francisco no respondió a los insistentes timbrazos de los policías. La gente se volvió a juntar y esta vez también hicieron acto de presencia miembros de sociedades protectoras de animales en señal de protesta. Entonces Francisco se asomó en la azotea, con una carabina en la mano izquierda y un megáfono en la diestra. - ¡Herejes! -dijo por medio del altavoz- ¡Ustedes se quejan, me acusan, y yo lo que estoy haciendo es salvar a estos animalitos y al mundo! ¡Otro diluvio universal está por venir y yo he sido designado por Dios para preservar cada especie como lo ha hecho con Noé! Los policías quisieron forzar la puerta, pero Francisco los hizo desistir con unos tiros de su arma. La gente huyó despavorida y los policías se retiraron, tal vez, para buscar más efectivos. Mi padre y unos cuantos amigos más se lamentaron por la salud mental del odontólogo. Sin embargo, esa misma noche, quiso la casualidad o el destino, o tal vez el mismo Altísimo, que se largara un impresionante aguacero que no mermó un solo instante. Durante la madrugada, las sirenas del cuartel de bomberos comenzaron a sonar: -Sudestada -indicó mi padre.

El día siguiente amaneció con la misma fuerte lluvia. ¡Realmente era un diluvio! El viento soplaba con descaro desde el sudeste. Las turbias aguas del Riachuelo subieron su nivel y poco a poco anegaron las calles de la Boca y por supuesto de la parte de Barracas más próxima a él. Azara estaba inundada y todos sus alrededores. La sudestada no perdonaba nunca esa zona. El agua estaba metida metro y medio dentro de las casas, salvo la de Pancho que se mantenía a flote como si se tratara de una embarcación. Extrañamente, su casa, había aparecido atada por gruesas cuerdas a los árboles de la cuadra, como si fuera un navío amarrado en un puerto. Esto fue motivo para una nueva reunión en la casa del dentista. Los vecinos, mis padres y yo incluidos, sin que nos importe la torrencial lluvia ni que el agua llegara casi a la altura del pecho, nos juntamos para mirar atónitos como flotaba tranquilamente la casa sobre los turbios brazos que el Riachuelo había extendido para abrazar a las calles de Barracas. Francisco salió a la terraza vestido con un gorro para la lluvia y un impermeable amarillo, llevaba puestas también unas galochas. - ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! -gritaba eufórico mirando al cielo y cada tanto nos señalaba y descaragaba:-. ¡Herejes, no me creían! Desde dentro de la casa llegaban los alaridos de los animales en una ensalada de onomatopeyas. Estaban nerviosos. El dentista ya no prestaba más atención a la muchedumbre. Con un gran cuchillo cortó las ataduras que se aferraban a la baranda de la azotea y a los árboles, y de inmediato, pero lentamente, la casa comenzó a separarse del resto que permanecían hundidas. El público retrocedió espantado a medida que la vivienda avanzaba y muchos fueron los que, por querer salir corriendo, cayeron de cabeza a las marrones aguas. La casa cuando, derribando los árboles, ocupó la calle, comenzó a navegar con dirección al río. Mientras se alejaba, la silueta de Francisco se recortó borrosa por la lluvia intensa en la azotea; junto a él, dos jirafas alargaron sus cuellos, curiosas. Algunos vecinos lo siguieron con un bote hasta que entró en el Riachuelo propiamente dicho. Allí lo dejaron. Nunca más se volvió a ver a Francisco; a su casa tampoco. La terrible sudestada duró diez días o más y la gente, al ver que la tormenta no cesaba y las aguas no bajaban, comenzó a preguntarse si Pancho no había tenido razón. Pero finalmente, la lluvia paró y las aguas, poco a poco, fueron bajando. Fue una de las peores sudestadas que se recuerden. Una peculiar sudestada que hoy día sigue siendo tema de charla. Aquí debería, tal vez, detenerme para reflexionar y repasar uno a uno los hechos. Realmente ¿Pancho había recibido una orden divina? ¿Se le habría aparecido en sueños algún Ángel, encomendándole la misión? ¿Le hubiera sucedido esto a Francisco si, por ejemplo, el viejo Toscani, hubiera decidido construir su casa y establecerse en Caballito o Liniers o en algún otro barrio exento de sudestadas? ¿Habría sucedido esto si, por ejemplo, el viejo Toscani hubiera sido aficionado al ajedrez en lugar de a la caza? Nunca lo podremos saber. Lo cierto es que él esperaba un diluvio y lo tuvo. Quizá la casualidad caprichosa del destino y el impredecible comportamiento climatológico hayan ayudado a su rematada locura. Eso ya no importa. A él le bastó sólo uno de los muchos días de terrible inundación para ver cumplido un ansiado sueño. ¿Quién de nosotros puede decir lo mismo? ¿Quién de nosotros puede decirse satisfecho de haber cumplido el más anhelante e inalcanzable de sus sueños? No pido que me crea, pues debo reconocer que, como anticipé, la historia es inverosímil. Pero si desea sacarse la duda, lo invito a acercarse a la calle Azara, entre la Av. Iriarte y la calle Daniel Cerri, a pocas cuadras del Riachuelo, y verá que hoy aún permanece el terreno baldío que antes ocupaba la pomposa casa. Un gran cartel fue colocado por los vecinos, que reza con letras desparejas: “Francisco Toscani, no te creímos, perdónanos, que tu casa tenga siempre viento en popa.”

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