El reloj marcaba apenas pasada la medianoche. El timbrazo del teléfono me despertó de un sobresalto. No suelen llamarme a esa hora, nadie. Aun medio dormido tanteé el auricular teniendo ya el vago presentimiento de que se trataba de uno de esos llamados que avisan que algo malo ha sucedido. La voz quebrada de Daniel, un amigo, me lo confirmó. Hernán había fallecido alrededor de las nueve de la noche. Había sido asesinado, aparentemente en un intento de asalto a la salida de su trabajo. Aquel mensaje me despertó por completo. No lo podía creer, tenía que ser una broma de Daniel, él era el bromista del grupo. Pero ante mi insistencia y mi duro tono en la voz advirtiéndole que si se trataba de una de sus bromas la iba a pasar mal, mi amigo rompió en un llanto mal contenido y me dijo con desolación: - ¡Ojalá fuera una broma! ¡Lo mataron! ¡Al pobre Hernán lo mataron! No pude decirle nada, ni darle ánimos, ni pedirle disculpas por no creerle. Sólo atiné a anotar la dirección donde se efectuaría el sepelio y colgar el tubo del teléfono sin siquiera despedirlo. Aquella noticia había sido como un martillazo en la cabeza para mí. Jamás en la vida me había detenido a pensar, nunca me imaginé ni remotamente que alguna vez iba a enterrar a un amigo, mucho menos cuando todos los del grupo rondábamos apenas los treinta años. Me senté en el borde de la cama, con la vista perdida en la oscuridad que envolvía mi cuarto, ni siquiera había encendido la lámpara que estaba junto a mí en la mesita de noche. La angustia no me dejaba actuar, el desconcierto, la pena me arrasaba. Tuve que realizar un esfuerzo sobrehumano para poder pararme, y arrastrar mis pies para que me llevaran al baño para ducharme. Estuve como media hora bajo la ducha, no suelo tardar tanto al bañarme pero el agua no lograba despejarme, y mi mente era un torbellino de recuerdos, se me presentaban con vértigo mil imágenes de los momentos vividos con Hernán. Finalmente salí del baño, me vestí con un traje negro y una camisa del mismo tono. No era de usar ropa oscura y menos creer en que el luto es lo mejor para estos casos, pero aquella noche me sentí, casi podría decir, obligado a usar ese color. Tal vez porque reflejaba verdaderamente el tono que tenía mi alma en aquel momento. Era una noche fría, demasiado fría. Estábamos en invierno, pero creo que yo sentía mucho más frío de lo que en realidad hacía. No estaba nublado, de hecho el oscuro cielo nocturno podía verse salpicado por incontables estrellas, sin embargo unos jirones de nubes grises ocultaron la luna menguante. No recuerdo si en la calle el tráfico estaba pesado. Realmente manejé aquella noche sin ver, sin pensar en nada. Debo haber tenido una gran suerte para no matarme, pues tampoco estoy seguro de haber respetado los semáforos. El único recuerdo que tengo de mi viaje al sepelio es que encendí un cigarrillo tras otro. Probablemente las calles a esa hora de la madrugada, un día de semana de invierno hayan estado desiertas, pero sinceramente no lo recuerdo. Sólo recuerdo manejar rememorando a Hernán y todas las cosas que habíamos vivido juntos. Éramos amigos desde que nos conocimos en la escuela primaria, el mismo grupo desde entonces. Nunca nos habíamos separado hasta ese momento en que Hernán nos había dejado no por propia voluntad. El mismo grupo desde entonces, inseparables. Él siempre había sido el más tímido de todos, el de más corto carácter, y el blanco de las bromas, especialmente de las bromas pesadas de Daniel, y víctima de las pequeñas estafas y engaños de Gustavo. No es que Gustavo no lo quisiera, no. Es que él no sabía separar la amistad de su trabajo, y nos hubiera estafado a todos si hubiera podido, sólo que el único que creía en sus negocios siempre era Hernán, por más que se lo advirtiéramos muchas veces. ¡Y vaya si lo quería! Gustavo era quien lo defendía siempre cuando le querían pegar, o robar las figuritas o las bolitas. En realidad Gustavo nos defendía a todos, cuando nosotros no podíamos hacerlo por nuestros propios medios. Él era el más corpulento del grupo y el que mejor peleaba. De grande, la personalidad de Hernán no había variado mucho. Seguía siendo un tipo tímido, apocado y para nada valeroso. El típico hombre que sabe pasar desapercibido en cualquier lado, fuera fiesta, reunión de amigos, despedida de soltero o una comida del trabajo. Él llegaba y se iba del bar donde nos reuníamos, sin saludar. Nunca lo veíamos llegar, ni nunca lo veíamos partir. Nosotros siempre bromeábamos diciendo que Hernán era como una especie de duende que se materializaba y desmaterializaba en donde estábamos, en lugar de venir caminando desde su casa. Simplemente volteábamos la cabeza y ahí estaba sentado entre nosotros; simplemente volteábamos la cabeza y se había esfumado sin dejar rastros. Pero de una cosa estoy seguro, Hernán fue el amigo más valioso, el más leal, de todos. Jamás se enojó con ninguno de nosotros, ni siquiera nunca nos levantó la voz, aunque discutiéramos de fútbol. Siempre estaba dispuesto a ayudarnos cuando estábamos en problemas, y a escucharnos cuando nos aquejaban mal de amores u otras cosas. Nosotros, creo, éramos su vida. Él nunca podría haber vivido sin nosotros, y una noche, durante un asado que habíamos organizado en casa de Daniel para despedir el año nos lo hizo saber. Claro que nosotros estábamos algo ebrios, y no tomamos muy en serio sus palabras. Él, sin embargo, estaba muy sobrio. Hernán nunca en su vida bebió alcohol. Esa noche, en el auto, mientras viajaba rumbo a su sepelio recordé sus palabras en aquel asado de fin de año. “Yo jamás me podría separar de ustedes, muchachos. Si por alguna razón muriera antes, creo que volvería de la tumba y me los llevaría conmigo. Sí, es una promesa. Si muero antes que ustedes me los llevo a todos conmigo”. Solté una débil risa en el auto, recordando la risa infantil y graciosa que lanzó esa noche. Parecía un nene las pocas veces que se reía con ganas.
Llegué a la casa funeraria cerca de las dos de la madrugada. En la puerta, a pesar del frío intenso vi a algunos parientes suyos, con los rostros hinchados de tanto llorarlo. Es que la muerte cuando viene de la forma que lo hizo con Hernán, suele doler mucho más. Me demoré algunos minutos en la florería que había al lado, para comprarle una palma y colocársela sobre su pecho. Luego de saludar a sus allegados, al menos a los que conocía y darles mis condolencias, entré a la casa velatoria y subí las escaleras que me condujeron a la sala donde lo estaban velando. Sentados en un largo sillón, algunos fumando, algunos bebiendo café, estaban mis amigos, sus amigos. El primero que me vio entrar fue Daniel. Fue como si hubiera tenido un radar o algo, pues estaba con la vista clavada en el suelo, sosteniendo una taza de café entre sus manos, y la levantó en el mismo momento en que yo entré y me miró a los ojos. Se puso de pie, dejó la taza a un costado y se acercó a mí para estrecharme en un fuerte y desconsolado abrazo. Luego nos abrazamos todos, uno por uno, comentando lo increíble que parecía la muerte de Hernán, y lo trágica que había terminado su vida. Para nada condescendiente su muerte con la vida que había llevado. Morir tan violentamente después de haber vivido tan reposadamente. Si lo más violento que habría hecho en su vida habrá sido matar una mosca, aplastar una cucaracha o lanzar un improperio durante algún cotejo de fútbol, cosa que inmediatamente lo hacía ponerse colorado por la vergüenza. Lentamente me acerqué a la capilla ardiente. Mis pies parecían pesarme como si me hubiera calzado con zapatos de plomo. Tenía un nudo en la garganta, y otro que me oprimía la boca del estómago. A pesar de todo el dolor que había sentido cuando recibí la noticia por teléfono, no había podido soltar una sola lágrima. Allí me estreché en un largo abrazo con sus padres que no tenían consuelo. El ataúd estaba en frente mío, flanqueado por dos velas falsas que funcionaban con electricidad y sobre él pendía una enorme cruz bordeada por un neón violáceo. Toda aquella sala estaba repleta de coronas florales, de sus familiares y de la empresa donde se desempeñaba como cobrador. El olor a flores se hacía irritante, y mareaba bastante. Todo el aire estaba cargado de aquella mezcla de aromas florales. Y dentro del féretro, estaba él, es decir, su cuerpo sin vida, ese cuerpo tan pálido, cuya rigidez apenas sí hacía recordar a nuestro buen amigo. Estaba allí quieto, como si durmiera… Como si durmiera. Me negaba a creer que Hernán estuviera muerto. Cuando dejé delicadamente sobre su pecho la palma que le había hecho hacer en la florería, rogué poder descubrir que aun éste se moviera, aunque fuera levemente, a causa de una respiración relajada, ínfima. Pero no, el pecho estaba estático, como el resto de su cuerpo lívido. Nunca más iba a moverse, nunca más iba a abrir sus ojos de mirar esquivo, nunca más su boca iba a lanzar esa risita infantil, tan genuina y cristalina. Nunca más íbamos a poder compartir algo con él. El grupo quedaba formalmente reducido. Entonces, como una represa que sede ante la potencia arrolladora de un río incontenible, mis ojos se dejaron arrasar por las lágrimas. Sentí un dolor en el medio del pecho, dolor que me provocaba el vacío abrupto que se había formado tras su perdida. Y sentí una gran pena por él, pues había sido un hombre desdichado, hazmerreír de muchos, hasta de algunos de sus más cercanos amigos, y la vida, artera y mezquina, le había deparado encima aquel triste y violento final. “Se fue sin despedirse, como siempre lo hizo”, pensé yo en ese momento frente al ataúd. Apenas podía creerlo. Unas pocas horas antes habíamos estado juntos, charlando en el bar de siempre, y ahora estaba allí, en una caja de madera, vestido con una mortaja.
Regresé donde estaba el resto de mis amigos, sentados, fumando y bebiendo café. Encendí un cigarrillo luego de secarme las lágrimas de mis ojos, y una señorita, creo que del servicio, me alcanzó una taza de café cuando me senté. Los muchachos estaban recordando anécdotas, situaciones graciosas que tenían a Hernán como protagonista. Nada inusual, algo que en todos los velorios se escucha. Yo creo que debe ser como un mecanismo de autodefensa que se activa en los hombres. Uno quiere recordar a los muertos en sus mejores momentos de su vida para no caer en la desesperación, para hallar algo por lo que reír en ese momento trágico y doloroso. No recuerdo cuanto tiempo estuvimos allí, hablando y riendo por lo bajo, contándoles a oyentes circunstanciales, miembros de su familia, compañeros del trabajo, alguna de las desventuras que habíamos vivido con Hernán, pero recuerdo bien que muchas veces dirigí mi vista hacia la capilla ardiente, y vi que estaba vacía, sin nadie llorando a mi amigo, sin nadie para dedicarle una plegaria. A su madre la habían llevado a otro cuarto porque se había descompuesto. Unas cuantas veces estuve a punto de pararme y acercarme al cajón, aunque más no fuera para hacerle un poco de compañía. Sabía que era una tontería, pero me daba cierta lástima que estuviera allí, solo. Al menos en esos últimos momentos antes de ir a su morada final, que estuviera acompañado. Pero siempre que iba a hacerlo, alguien me preguntaba algo, o me pedía que contara tal o cual anécdota, y entonces me olvidaba. De pronto, un grito aterrador nos sacudió la soñolencia y nos hizo helar la sangre. Había sido el grito más espantoso que jamás había escuchado nunca. Un alarido de horror mezclado con sorpresa e indignación. Y el grito pertenecía a la madre de Hernán que había regresado a la capilla ardiente. Todos nos levantamos de un salto y dirigimos la vista hacia el lugar. Pude ver como la mujer se desmayaba y con un brazo hacía caer el féretro vacío de su hijo. El cuerpo de Hernán había desaparecido. Unos familiares tomaron a la mujer y se la llevaron. Todo sucedió muy rápido, alguien gritó que el cuerpo no estaba y de pronto, todos se esfumaron de la sala atropelladamente. Sólo quedamos de pie y con gran confusión, nosotros, los amigos de Hernán. Un silencio sobrecogedor invadió el lugar, desplazando al murmullo incesante que reinaba hasta ese momento. Algunas tazas estaban en el piso de parquet bien lustrado, rotas, con el café esparciéndose como una mancha malévola, y algunas coronas de flores yacían tiradas de una manera impiadosa. Nosotros nos miramos unos a otros. El cuerpo de nuestro amigo había desaparecido, era verdad, pero no podía haberse ido por sus propios medios. Alguien, alguien con un muy mal gusto para las bromas tendría que haberlo sacado y ocultado en algún sitio. Todas nuestras miradas recayeron entonces en Daniel, pero este se encogió de hombros, negando con la cabeza. Todos conocíamos su tendencia por las bromas pesadas, pero no había sido él, sinceramente creo que ninguno de nosotros pensó realmente que había sido él. A pesar de todo, tenía sus límites. Me llevé un cigarrillo a la boca y lo encendí nervioso, luego convidé a mis amigos. Todos aceptaron uno, incluso Gustavo que había dejado de fumar hacía un mes. Miramos a nuestro alrededor, a aquellas salas que se comunicaban una tras otra y ahora estaban desiertas, sumidas en el silencio total. La puerta que daba al pasillo estaba cerrada. Decidimos que debíamos buscar a Hernán, que si lo habían escondido debería estar en algún lugar por ahí cerca. No se puede sacar un cadáver de un lugar atestado de gente sin que nadie se dé cuenta. De pronto, cuando nos disponíamos a separarnos para comenzar la búsqueda, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo, y los vellos de la nuca se me erizaron. Lo mismo sintieron los otros. Dicen que es el rozar de la guadaña de la Muerte que te pasa cerca. Y tal vez ese dicho no está tan errado.
Roberto ya no estaba con nosotros. No sabíamos a cual de las tantas habitaciones que allí se abrían se había dirigido, nadie lo había visto alejarse. De pronto, el sonido amortiguado de unos pasos pesados nos llegó desde una sala contigua que se encontraba en penumbras. Todos podíamos jurar que antes esa sala estaba bien iluminada, pero ahora las luces parpadeaban como si los tubos fluorescentes estuvieran a punto de agotarse. Entonces resonó un grito, el más espeluznante de los gritos que uno puede escuchar en un lugar como ese en una situación como esa: un grito de terror, un alarido casi ahogado de voz quebrada cargado de miedo y clemencia. “¡Nooooo!” La voz era clarísima, perfectamente reconocible. Era la voz de Roberto. Se escuchó un ruido sordo, como algo pesado dando contra el piso y, de inmediato, los pasos retumbantes nuevamente. Corrimos hasta la habitación de al lado, y lo que vimos nos congeló la sangre e hizo sobresaltar nuestros corazones. Roberto yacía muerto, en una posición retorcida, y con una expresión en su rostro contraído que daba un claro indicio del espanto que había visto antes de morir. Tenía una gran mancha de sangre en su espalda, que cubría casi toda su camisa blanca, y un charco de sangre crecía lentamente bajo su cuerpo inerte. Daniel lanzó un vómito allí mismo, sobre un elegante sillón de cuero marrón de estilo inglés. Martín no resistió el espectáculo, se tomó la cabeza, dio media vuelta y abandonó la habitación a la carrera, buscando la salida. Yo sólo atiné a quitarme el saco y cubrir el cadáver de Roberto, Gustavo se santiguó. Nos disponíamos a salir cuando una vez más oímos los pasos, algo apresurados y algo torpes a la vez, y a continuación un lamento leve, apenas perceptible. Volvimos a la sala donde estábamos antes, la sala central por decirle de alguna forma, pues de allí se abría la capilla ardiente, la sala donde ahora Roberto yacía muerto y otras dos salas más, además de los baños y la cocina. En la sala central no había nada, pero otra vez nos llegó el quejido de una persona agonizante. La sangre se nos heló. Los pasos furtivos hicieron posar nuestra atención en la sala que se abría junto a la capilla ardiente, así que corrimos hacia ahí. Tal vez teníamos una leve sospecha de lo que encontraríamos al entrar, pero creo que internamente aun albergábamos una pobre esperanza de que estuviéramos equivocados. Pero no fue así, y comprobarlo fue como un mazazo en el medio del pecho. Martín estaba recostado sobre un largo sofá color verde, del mismo estilo inglés que el que Daniel había vomitado. Aun vivía, pero la vida se le estaba escapando velozmente. Nos miró con ojos vidriosos, llenos de lágrimas que le caían rodando por sus mejillas, su boca entreabierta escupía sangre a borbotones. Él también tenía reflejado el horror en su rostro. Quiso decirnos algo, estiró como pudo una mano hacia nosotros, pero un espasmo de dolor lo hizo desistir y, por fin, murió tras unas cuantas convulsiones. Por detrás de nosotros cruzó una sombra tambaleante y de nuevo llegaron a nuestros oídos esos pasos retumbando sobre la madera del piso. Gustavo lanzó un insulto a aquella sombra furtiva que jugaba con nosotros y salió tras ella, sin darme tiempo a detenerlo. Todo esto era tan extraño. De pronto sentí nuevamente el escalofrío recorrer mi cuerpo, y no sé porqué recordé la promesa que nos había hecho Hernán en aquel asado de fin de año. Luego sacudí mi cabeza y me encendí un nuevo cigarrillo. No podía ser posible. Los muertos no pueden levantarse para cumplir promesas. Fue el alarido de Gustavo lo que me alejó de mis pensamientos absurdos, y Daniel me arrebató el paquete de cigarrillos de mis manos y se encendió, él también, uno. Al grito lo siguió un silencio tan profundo que casi podía palparse. No me atreví a moverme, Daniel tampoco. El corazón parecía que iba a saltarme de la boca, la mano que sostenía el cigarrillo me temblaba, y un sudor frío comenzó a caer por mis sienes. A Daniel le sucedía algo parecido que a mí. Otra vez el alarido de Gustavo, más fuerte, más desgarrador, más temeroso, que el anterior. Nos miramos con Daniel y con la mirada decidimos salir a buscar a nuestro amigo.
En la sala central no había nada, como de costumbre. Eché un vistazo a la sala donde estaba el cuerpo de Roberto, no había nadie más que su cadáver. Las luces seguían parpadeando. En la capilla ardiente el féretro aun continuaba tirado, con sus telas de encaje blancas salidas y hechas un montoncito en la cabecera del cajón. Las coronas permanecían inclinadas, y amontonadas, algunas, unas sobre otras. Daniel corrió a los baños, que estaban a oscuras. Encendió la luz sin entrar, pero allí tampoco había nadie. Yo me arriesgué a ir solo a la cocina, pero también estaba desierta. Nos quedaban dos salas, las más pequeñas. Los dos juntos avanzamos, lentamente. El piso crujía de una manera inquietante debajo de nosotros. Llegamos junto a la puerta de una, habíamos escogido la de la derecha, la que tenía el pequeño hogar. La puerta estaba cerrada. Era una puerta corrediza. Le di una larga pitada a mi cigarrillo, lo tiré al piso y lo aplasté con mi zapato antes de descorrer la puerta fuertemente. Entonces lancé una exclamación, y esta vez fui yo el que no resistió y vomitó sobre el llano de la entrada. Daniel tuvo que sostenerme para no caer de rodillas pues las fuerzas me fallaron en ese momento. Gustavo estaba doblado por la mitad, es decir sus piernas tocaban su cabeza, pero en la parte de la nuca. Lo habían quebrado, doblado como si se tratara de un muñeco, pero eso no era todo. Lo habían colocado dentro de la chimenea encendida y el fuego estaba devorando su carne y sus huesos. El acre olor a carne y pelos quemados inundaba todo el aire de aquella habitación y casi me hacen vomitar nuevamente. - ¡¿Qué locura es esta?! –me preguntó desesperado Daniel, casi a punto de romper en un llanto y se volvió hacia mi dándole la espalda a la sala, bloqueando la entrada- ¡¿Quién está haciendo esto?! - Creo que sabemos la respuesta, Daniel –le respondí con gran abatimiento, y le recordé la promesa que Hernán nos había hecho aquella noche de fin de año-. Es él o algún loco hijo de puta que sabía de ella, y quiere que se cumpla la voluntad del muerto. - ¡No puede ser posible! Esto tiene que ser una pasadilla, o una broma de muy mal gusto… Daniel iba a agregar algo más, pero en ese momento, y sin poder dar crédito a mis ojos, la figura de Hernán apareció por detrás de él y enterró el puño cerrado en su espalda. Daniel abrió los ojos muy grandes y su rostro se contrajo en una mueca de dolor e incomprensión. Vi el puño de Hernán asomar por el estómago de mi amigo, apretando alguna de sus tripas. Nunca voy a olvidar aquella escena. La sangre de Daniel que me salpicó todo el cuerpo, su rostro compungido y desconcertado, y Hernán… Hernán allí de pie, tan blanco como una estatua de mármol, a excepción de sus ojos completamente negros como pozos abismales. Los labios algo morados apretados en un gesto que mezclaba algo de rabia y placer. Sus cabellos negros y grasosos, bien peinados hacia atrás, y la mortaja, blanca, larga, hasta los pies, con iguales encajes que la tela del cajón, ahora manchada íntegramente por la sangre de todos mis amigos, sus amigos. Hernán se deshizo del cuerpo perforado de Daniel con violencia y me miró con una maldad que me traspasó y me hizo temblar. Avanzó hacia mí, haciendo resonar sus zapatos bien lustrados contra el piso de parquet. Yo retrocedí, primero a los tumbos, hacia atrás, sin darme vuelta, pero luego me volví y comencé a correr aterrado. Mi intención era buscar la puerta de salida, bajar las escaleras y salir a la calle, pero con los nervios y el miedo, perdí la orientación y llegué a la sala donde el cuerpo de Roberto estaba cubierto por mi saco oscuro. Quise volver sobre mis pasos, para enmendar mi error, pero ya era tarde. Hernán me cortaba la retirada, en su mano aun aferraba restos de las viseras de Daniel. Retrocedí de vuelta, internándome en aquella sala. No tenía escapatoria. Corrí hasta el final, y aplasté mi cuerpo contra la pared de empapelado color crema. A mi lado colgaba un pesado matafuego. No lo pensé dos veces, lo tomé y lo blandí como un arma. Hernán avanzaba lentamente. Las luces titilantes hacían más espeluznante la escena. Cuando por fin estuvo frente a mí, lo golpeé con furia dos veces en la cabeza. Saltaron pedazos de su carne y de su cráneo, al igual que una sangre oscurecida, pero eso no lo detuvo. Volví a golpear, lanzando gritos de impotencia, miedo y frustración. Cerré bien fuerte mis ojos y golpeé sin mirar. Una, dos, tres, cuatro veces. El matafuego pegó en la cabeza, hombros, pecho y cuello de mi amigo muerto. Retrocedía con cada golpe, pero volvía a avanzar al instante, imperturbable, como si mis golpes no fueran más que débiles bofetadas de niño. Vi que en el cuello tenía un profundo corte, por el cual manaba abundante sangre negra, entonces decidí concentrar mis golpes en ese sector. Recordé en ese momento una película, no sé bien si era de vampiros o de zombis, en donde el protagonista le preguntaba a alguien: “¿Cómo se mata a alguien que ya está muerto?”. “Cortándole la cabeza”, le respondía el otro. Pues bien, mis golpes se concentraron en el cuello de mi amigo, para intentar cortarle la cabeza. Era mi única y desesperada esperanza de salir vivo de aquel lugar. Nuevamente, con los ojos apretados golpeé y golpeé entre el hombro y el cuello. La sangre salpicaba hacia todos lados, y caía sobre mi rostro y mi pecho. Hernán retrocedía y volvía a avanzar, y cuando lo hacía intentaba descargar furiosos golpes sobre mí. Dos o tres veces llegó a acertarme, y me hicieron tambalear y casi perder el sentido. Pero yo no dejé de golpear, aunque prácticamente ya no sentía mis brazos. Finalmente, la cabeza de mi amigo se separó de sus hombros y cayó como una roca, golpeó en el suelo con gran estruendo y rodó por el parquet dejando un reguero de su oscura sangre. El cuerpo cayó inmóvil hacia atrás, después de unos segundos de suspenso. Yo me apoyé contra la pared aun aferrando el matafuego con ambas manos y me deslicé lentamente hacia abajo hasta quedar sentado en el piso. La cabeza de Hernán me miraba sin ver desde un rincón. Largué el extinguidor y oculté mi rostro con ambas manos, entonces comencé a llorar como un niño. No sé cuanto tiempo lloré, en ese momento perdí toda noción de tiempo, sólo se que paré de llorar cuando entró la policía y me obligaron a echarme al suelo con las manos sobre mi nuca. Cinco policías uniformados, eran. Todos apuntándome con sus pistolas. Por supuesto no me creyeron cuando les dije a los gritos que el muerto había estado matándonos uno por uno y yo había logrado sobrevivir al cortarle la cabeza. Me acusaron de homicidio múltiple, y también dijeron que no sé por que acto morboso me había deleitado al final, cuando hube asesinado a todos mis amigos, cortándole la cabeza al muerto, que antes yo había ocultado. Estoy condenado a muerte. Mañana por la mañana, me espera la silla eléctrica. Finalmente, Hernán verá su promesa cumplida, el último de sus amigos va a reunirse con él. Ha tenido que esperar tres años, pero finalmente su promesa se verá cumplida. No me extrañaría verlo a él, mañana, en lugar del verdugo. Me miraría con sus ojos esquivos al bajar lentamente la palanca de la caja eléctrica y lanzaría esa risita infantil que lo caracterizaba.
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