martes, 7 de abril de 2009

La Jauría.

La noche parecía haberse contagiado de la quietud del lugar. Una paz regocijante envolvía a la solitaria cabaña que casi se perdía en la inmensidad de aquel paisaje montañoso. Su morador acababa de cenar. El antiguo reloj de la pared de la sala marcaba las doce. Estaba feliz de haber escogido aquel lugar para escapar de la opresiva ciudad. Dio una vuelta por la casa, estaba algo cansado pero aun no quería retirarse a su cuarto. Decidió leer algo en su sillón favorito y disfrutar de un habano y un buen vaso de whisky, como solía hacer a menudo. Le gustaba leer allí, mientras en el hogar de piedra crepitaba un fuego amistoso. Desde el gran ventanal junto a él, podía ver el bosque que se alzaba no muy lejos de la cabaña, ahora tan sólo un conjunto de informes siluetas que no parecían árboles. El cielo oscuro, profundo, estaba salpicado de estrellas y la enorme luna llena asomaba entre unas hebras deshilachadas de sombrías nubes. Sólo una lámpara de pie iluminaba el pequeño living, además del tenue resplandor del fuego de la chimenea. Los muros de troncos apenas se veían bañados por una leve luz ambarina, y los anaqueles cargados de libros casi no llegaban a divisarse. Le gustaba aquel sitio, lo prefería por sobre todos los rincones de su cabaña, por la sensación de intimidad, confort, y seguridad que le ofrecía. El libro cayó de sus manos cuando el puro era una fría colilla en el cenicero que estaba sobre la pequeña mesita junto al sillón y en el ancho vaso solamente quedaba un vago vestigio de un hielo derretido. La noche parecía haberse contagiado de la quietud del lugar, y ésta parecía haberlo contagiado a él, para arrastrarlo y arrojarlo al más profundo de los sueños. Y el hombre soñó. Soñó que dormía cómodamente sentado en su sillón favorito. Un vaso de whisky, ahora vacío, descansaba en la mesita que estaba a su lado, y junto al vaso los restos quemados de un cigarro. El bosque sombrío de las cercanías se asomaba sin escrúpulos por la enorme ventana de la sala, bajo un cielo poblado de indiferentes y distantes estrellas y una enorme luna llena. Los aullidos lo despertaron con sobresalto. Eran aullidos o el ulular del viento; sin embargo, afuera, la noche continuaba igual de quieta y serena ocultando sus misterios. Aullidos, eran aullidos lejanos. No pudo precisar cuántos resonaban en la lejanía, pero escuchó más de uno. Eran ahora plenamente identificables. Unos parecían llamar, otros responder. Supo enseguida que se trataba de una jauría, tal vez de lobos, que se estaban reuniendo; pero también supo que se reunían porque lo buscaban a él. Pronto los aullidos se escucharon más cerca. Aullidos y ladridos, desesperados ladridos cargados de rabia, de furia asesina y de apetito voraz. Ladraban y aullaban ahora al unísono transformando su avance en una música macabra, aterradora. Desesperado, el hombre corrió por la cabaña, cuarto por cuarto, atrancando puertas y ventanas, cerrando postigos, asegurándose que nada quedara abierto. Los ladridos y los aullidos se escuchaban más claros, con la nitidez que les daba la cercanía, haciendo añicos la tranquilidad de aquella noche. Era una letanía de ultratumba, una canción de muerte cuyas notas agudas lo hacían estremecer. Agitado y tembloroso regresó al living, donde el enorme ventanal miraba impasible a la gigantesca masa oscura que era el bosque. No estaba seguro porqué, pero sabía que de allí surgirían. Los aullidos eran cada vez más desafiantes, cada vez más espeluznantes, aumentaban su rabia y su nitidez. Ya no eran los vagos aullidos lejanos. El corazón del hombre golpeaba su pecho enloquecidamente y un nudo le oprimió la boca del estómago. Estaban cerca, muy cerca, y venían hambrientos, por él. Finalmente, la angustiosa espera concluyó. Uno a uno, como maléficas luciérnagas, fueron surgiendo entre las profundas sombras de los árboles innumerables pares de ojos que destellaban una luz rojiza de maldad. El hombre tomó el atizador de la chimenea, única arma de la que disponía, y lo aferró contra su pecho. Retrocedió torpemente algunos pasos cuando aquellos ojos se lanzaron en desenfrenada carrera hacia la cabaña. Aullidos y ladridos lo atronaban ahora y retumbaban dentro de su cabeza. Eran enormes perros salvajes de alguna diabólica naturaleza, de pelaje oscuro y ralo y amenazadores dientes, largos y filosos, que mostraban con crueldad. Avanzaban con decisión, veloces como si el mismo viento de la noche los transportara. Sus hocicos babeantes rezumaban odio; sus rojizos ojos destilaban furia, instinto asesino y deleite por la muerte.
Uno, particularmente grande, se detuvo frente al ventanal y clavó su mirada letal en los temerosos ojos del hombre. Supo que era el líder de la jauría, el mismo animal se lo comunicaba desde aquellos ojos perturbados. Le decía que habían venido por él, no por hambre sino por satisfacción, por placer. Porque ellos disfrutaban destrozando, destruyendo a los hombres, desgarrando su carne, deshaciéndolos lentamente. Eran los chacales del Infierno que una vez cada cien años salían a darse un festín de carne humana. El hombre, horrorizado comenzó a rezar, a implorar, en el nombre de Dios, protección. Volvió a retroceder sollozando mientras oraba, y tropezó con su libro que no había recogido, trastabilló y cayó de espaldas sobre el piso alfombrado. Los aullidos cesaron entonces. Los ladridos se callaron. Lentamente, el hombre se incorporó manteniendo los ojos bien cerrados y sus labios apretados, tanto que se le habían puesto blancos. Imploró porque todo hubiera terminado, porque sus oraciones hubieran ahuyentado a aquellos demonios. Una vez en pie, abrió lentamente sus ojos. El gran perro ya no estaba en la ventana. La quietud del lugar parecía haber contagiado nuevamente a la noche. Aguardó algunos instantes, el silencio lo envolvía, lo abrazaba. Aliviado, apenas con una leve sonrisa temblorosa en sus labios, avanzó hasta la ventana seguro de que los perros se habían marchado. Dejó el atizador a un costado y aplastó su rostro contra el vidrio. Lo aullidos volvieron a llenar el aire allí afuera, y los ladridos redoblaron su furia. Espectralmente habían resurgido atravesando las sombras. Puertas y ventanas eran golpeadas ahora con violencia brutal. El hombre no atinó a hacer nada, sólo permaneció allí, de pie observando con estupor, incredulidad y espanto como aquellos perros daban vueltas y vueltas en torno a su casa, aullando desenfrenadamente con sus hocicos alzados a la luna, como practicando una danza maléfica. De cuando en cuando, alguno se lanzaba contra alguna puerta o un postigo y parecía sacudirse la cabaña entera. Al no lograr entrar, su furia aumentaba al igual que la intensidad de los aullidos. De pronto, dos ojos rojos volvieron a detenerse frente a él. Los mismos ojos sanguinarios, furiosos y maléficos de antes. La sangre del hombre se heló en sus venas. El miedo ya no lo dejaba mover, le atenazaba el corazón, le ataba sus piernas… Aquellos ojos siniestros retrocedieron un poco, perdiéndose por un instante en la oscuridad que rodeaba a la cabaña, que parecía ser mucho más profunda que antes, y luego el enorme perro líder atravesó la ventana arrojando una lluvia de infinitos fragmentos de vidrio a su paso. El hombre cayó bajo el peso del diabólico animal, ahora posado con sus cuatro patas sobre su cuerpo, inmovilizándolo. Quiso gritar, pero la voz se ahogaba en su garganta. El miedo lo dominó aun más cuando, uno a uno, fueron entrando los otros perros. Idénticos ojos rojos a los de su líder tenían; igual pelaje oscuro y ralo, tan ralo que parecían deshilachados y podía verse su cuero gris y pustuloso. En todo eran idénticos a su jefe excepto en el tamaño, ellos eran mucho más pequeños. Con desesperación se lanzaron sobre el hombre. Las fuertes mandíbulas pestilentes apresaron sus piernas y brazos. Los largos colmillos se enterraron en su carne como agujas mortíferas por todo el cuerpo. Con salvajismo sus miembros eran desgarrados. No sabía cuantos tenía encima, pero había muchos aun aguardando su turno, dando rodeos y aullando. Ninguno quería perderse el festín y muchos eran los que se peleaban con ferocidad para conseguir un lugar. El dolor que sentía el hombre era infinito, la agonía lenta, y sus alaridos seguían sin poder escapar de su boca contorsionada en una mueca de desesperación. Finalmente, uno a uno, tal como habían entrado, los perros se fueron retirando una vez que vieron saciado su apetito voraz y sus ansias de muerte y dolor. Se marchaban con sangre y restos de carne chorreando de sus bocas. Pero el líder no se movió, y permaneció mirándolo un buen rato, clavándole sus ojos demenciales en los suyos. Tal vez se deleitaba observando su mudo gesto de dolor y las lágrimas que arrasaban su rostro. Tal vez se saciaba con su miedo. Finalmente, abrió sus fauces babeantes y, con certero movimiento, dirigió sus filosos dientes al cuello ensangrentado. Al hombre lo envolvió la oscuridad, y finalmente sus ojos se cerraron. Los aullidos lo despertaron con sobresalto. Eran aullidos o el ulular del viento; sin embargo afuera la noche continuaba igual de quieta y serena, ocultando sus misterios. Aullidos, eran aullidos lejanos. No pudo precisar cuántos resonaban en la lejanía, pero escuchó más de uno. Eran ahora plenamente identificables. Unos parecían llamar, otros responder. Supo enseguida que se trataba de una jauría, tal vez de lobos, que se estaban alejando. Estaba sentado en su sillón favorito. En la mesita junto a él descansaba un vaso de whisky, ahora vacío, y un cenicero que albergaba las colillas recientes de un habano. El libro que estaba leyendo había caído de sus manos. Quiso alcanzarlo, pero no pudo. Ninguno de sus miembros le respondió y un dolor abrasador le recorrió el cuerpo. Entonces se miró, para ver que sucedía, y sus ojos se agrandaron de horror. Su cuerpo estaba destrozado, su carne desgarrada horriblemente, sus extremidades salvajemente mutiladas. Estaba empapado en sangre, él y su sillón favorito, y debajo, en el piso alfombrado, una macha rojiza seguía creciendo. Por la ventana, cuyos vidrios rotos se esparcían por toda la sala, le llegó el rumor lejano de los aullidos que ya se perdían en la espesura del bosque cercano. Sonaban furiosos, pero a la vez satisfechos. Al hombre lo envolvió la oscuridad y finalmente sus ojos se cerraron.

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