martes, 7 de abril de 2009

Vida de Insectos.

La mosca parecía mirarlo de forma burlona desde el borde del vaso que recién le había dejado el mozo. Abel le devolvió una mirada un poco molesta. Odiaba a los insectos, fueran o no fueran dañinos o nocivos para el hombre. No podía soportar la presencia de ninguno. Nunca pudo explicar bien su rechazo tan extremo, ni siquiera a su analista. Repugnancia no era, de eso estaba seguro. Lo que lo irritaba, en realidad, era el hecho de que esos seres pudieran ser tan inferiores y, sin embargo, se movieran con toda impunidad y libertad por donde quisieran. No podía tolerarlo. Por esa razón los mataba, los aplastaba como los insectos que eran. Así les dejaba bien en claro quien era el ser superior, quien gobernaba el mundo y lo equivocado que estaban ellos si pensaban que podían pulular por donde quisiesen. Súbitamente, Abel, dio un manotazo para tratar de atrapar a la insolente mosca, pero el insecto remontó vuelo mucho antes de que su mano se cerrase sobre el borde del vaso. Abel golpeó la mesa y lanzó un improperio. La mosca, como desafiándolo, volvió a posarse en el vaso y a mirarlo con sus múltiples ojos. Intentó el manotazo una vez más, también falló. - ¡Pará un poco, fanático! –le espetó Omar, un compañero de oficina con el que siempre se juntaba a tomar alguna cerveza a la salida del trabajo, sorprendido ante el fastidio que le provocaba el insecto- ¡Dejá al pobre bicho en paz! ¡Si no te hace nada! - ¡No hace nada! –farfulló Abel- Mirá como provoca… ¿Cómo puede ser que me tome el pelo una mosca? En ese momento, el insecto se posaba en la mesa, esta vez mirando hacia Omar. Más rápido que un rayo, Abel estampó un manotazo sobre la mesa que retumbó en todo el bar e hizo saltar botella y vasos. Lentamente levantó la mano y, al comprobar que del insecto tan sólo quedaba una mancha irreconocible aplastada sobre la tabla de fórmica, sonrió perversamente con satisfacción. - ¡Tomá! ¡Te hice mierda! –le escupió a la aplastada mosca antes de hacer volar sus restos con un golpe de su dedo índice. - ¿Por qué hace eso, señor? –la pregunta le llegó desde otra mesa con cierto tono de reproche. Abel dirigió la vista hacia el tipo que había formulado la pregunta. Un viejito encorvado, de piel muy blanca surcada por varias arrugas, se notaba que el tipo tenía muchos años. La cabeza apenas poblada de unos cabellos blancos y ondeados; las cejas espesas estaban arqueadas sobre un par de enormes, pero hundidos, ojos azules, esperando la respuesta. Estaba vestido con un traje grueso, de invierno, muy antiguo, a pesar que la temperatura en esos momentos debería superar los treinta grados. La camisa era amarillenta, pero algo le dijo a Abel que había conocido épocas mejores en que era inmaculadamente blanca. Remataba esa extraña vestimenta un gran moño azul y un par de zapatos blancos algo gastados. - ¿Por qué hace eso, señor? –repitió la pregunta el viejo. - Vea, abuelo, la mosca me estaba molestando. - No debería hacer eso, hijo, algún día se lo podrían hacer a usted. Abel no solía ser descortés o mal educado, pero ante aquella afirmación no pudo evitar soltar una carcajada. - ¿A mí? ¿Usted me dice que alguien me puede asesinar? - Yo lo que le digo es que puede venir alguien mucho más grande que usted y lo puede aplastar, así como usted aplastó a esa pobre mosca –la cara del viejo no expresaba nada extraño, ni demencia, ni exceso de alcohol, ni burla. Abel escupió otra carcajada y miró a su compañero. - ¿Un gigante? Omar, ¿vos escuchaste lo mismo? ¿Me quiso decir que un gigante va a venir y me va a aplastar? Omar abrió los brazos y con un gesto de su cara le dio a entender que no quería formar parte de esa alocada conversación. Abel volvió a mirar al anciano, entonces. - ¿Un gigante? –repitió. El viejo meneó la cabeza, se puso de pie lentamente y con paso vacilante se acercó a Abel. - ¿Un gigante? –le susurró al oído y parecía estar meditándolo-. No, un dios. Hay dioses que a nosotros nos ven como a insectos… ¿Por qué cree que ocurren los accidentes aéreos o automovilísticos, o los descarrilamientos de trenes? ¿Vio que hay algunos accidentes donde no se encuentran fallas técnicas? - Un error –respondió Abel, se rió de nuevo, pero esta vez se removió nervioso en su asiento-. Negligencia humana, que le dicen. El viejo volvió a menear la cabeza, y otra vez pareció meditar las palabras de Abel, luego comenzó a alejarse en dirección a la puerta. - Sí, negligencia humana… Con ese título se conforman los hombres para aclarar lo inexplicable… El anciano abandonó el bar y pronto se perdió entre el mar de gente que inundaba la calle Lavalle. Abel se volvió hacia su compañero aun soltando risitas. - ¿Lo escuchaste? Resulta que hay dioses que aplastan aviones y autos como a insectos. - ¡Dejalo, pobre! Andá a saber que tiene en la cabeza el viejo ese. Demencia senil, alzheimer… Bebieron tres cervezas más; a la segunda ya se habían olvidado del viejo. Abel se dio el gusto de aplastar a otra mosca y a un mosquito. Después, cada uno se fue por su camino, a sus casas.
El niño había llegado junto al terrario de su padre, sin que éste lo supiera. Se había acercado a hurtadillas porque él no le permitía acercarse. Al niño le provocaba repugnancia aquel terrario redondo, y no entendía como su padre cuidaba tanto de él. Esa cosa redonda estaba llena de tierra y piedras, y muchas plantas, agua y los nidos… los nidos donde habitaban los insectos que pululaban en él. ¿Cómo su padre podía preocuparse tanto por aquellos seres inferiores? Algunos eran diminutos y al parecer los más frágiles; otros, más grandes. Algunos otros eran anchos y chatos y de distintos colores. Había también unos largos gusanos que se desplazaban a gran velocidad, y otros que volaban y hacían un zumbido molesto… Los que más curiosidad le provocaban eran los más diminutos. Él había matado a unos cuantos de esos. Le gustaba hacerlo sólo porque con un simple golpecito leve de su dedo, caían muertos. También había destruido muchas madrigueras, por la misma razón. Le causaba curiosidad el hecho de que parecieran tan sólidas y, sin embargo, sólo debía empujar suavemente con un dedo una de ellas, para que se derrumbara sin remedio. Los que eran todo un desafío eran los gusanos; eran rápidos y escurridizos, pero había aprendido que, si colocaba un dedo en medio de su trayectoria, este insecto se retorcía, quedaba patas arriba en la mayoría de los casos y ya no volvía a moverse. Con los insectos voladores se divertía mucho. Los podía atrapar en pleno vuelo, aplastarlos contra la tierra o las piedras que se elevaban en el terrario, incluso los había chocado contra los nidos y hasta los había sumergido bajo el agua. A veces, en vez de atraparlos, se divertía golpeándolos en pleno vuelo, en alguna de sus alas o en la cabeza, y luego miraba como caían y se deshacían contra el suelo. Otra cosa que le molestaba mucho era el salvajismo despiadado de estos insectos, sobre todo el de los más diminutos. Cuando caía uno volador o moría algún gusano, llegaban cantidades de estos insectos diminutos, y mucho de los otros, de los coloridos, anchos y pesados, y se llevaban a los caídos desmenuzándolos en pedazos; se llevaban todo lo que podían y luego lo almacenaban en nidos más grandes que tenían destinados para eso. Mientras pensaba esas cosas, vio pasar un gusano a gran velocidad, entre dos grandes elevaciones de piedras, pero enseguida se enterró ingresando por un agujero. Se reprochó a sí mismo, por estar divagando se había perdido la oportunidad de matar a un gusano. Frustrado, se apartó un mechón largo y dorado y dio una vuelta alrededor del gran terrario. Con desdén introdujo una mano en el agua y la agitó con fuerza. Eso le gustaba mucho también. Se había olvidado de los insectos que andaban por el agua. Le gustaba ver como se debatían entre las aguas turbulentas, y también le gustaba golpear con su mano abierta en la superficie líquida y ver como se inundaba la tierra y arrastraba a los insectos terrestres. Sonrió con un gesto travieso, y se dispuso a hacer eso cuando vio de pronto a uno de los que volaban. Había levantado vuelo súbitamente entre medio de unas plantas. Su zumbido delator era lo que había hecho advertir su presencia. El niño lo siguió con la mirada, mientras decidía que le haría. Golpearle un ala era divertido, pues caían dando vueltas; golpearle en la cabeza también, pues se desplomaban pesadamente hasta estrellarse contra el suelo; pero lo mejor era atraparlos en pleno vuelo y después arrojarlos contra algo. Eso es lo que haría. Con gran sigilo se colocó por detrás. El insecto seguía ascendiendo, el zumbido no cesaba. Cuando juzgó que era el momento oportuno, con gran destreza atrapó al bicho. Lo aferró bien entre dos de sus dedos, lo sacudió un poco y lo acercó a su rostro para mirarlo mejor. Con la otra mano le arrancó un ala y, cuando le iba a arrancar la otra, le llegó el grito que lo sobresaltó. ¡Su padre lo había descubierto! Soltó al insecto que, irremediablemente, cayó dando vueltas sobre sí mismo y corrió junto a su padre intentando hallar una buena excusa para explicar su presencia cerca del terrario al que tenía prohibido acercarse.
La noticia les había caído a todos en la oficina como un baldazo de agua fría. Sobre todo a Omar, que era quien más tiempo libre había compartido con él. Omar, precisamente, había sido el primero que se había enterado, mirando las noticias la noche anterior. En el noticiero habían sido categóricos, y las imágenes que mostraban lo habían sido más. El vuelo 309 de Aerolíneas Argentinas se había estrellado pocos minutos después de despegar del aeropuerto internacional de Ezeiza. No había habido sobrevivientes. Las autoridades estaban desconcertadas, ya que la caja negra no revelaba fallas técnicas y aparentemente tampoco fallos humanos. Los rumores que corrían afirmaban que los motores de la aeronave se habían detenido en pleno vuelo, y que un ala se había desprendido, probablemente por la acción de un rayo. Si bien no se registró ningún frente de tormenta, en el mismo instante en que el avión se desplomaba, se había escuchado un poderoso trueno. En la oficina realmente reinaba un clima de velorio. En cada escritorio podía verse un ejemplar de algún diario matutino, en la primera plana de todos, sin excepción, estaban las fotos del accidente, y todos cubrían la crónica en extensas páginas. Abel estaba a bordo de aquel fatídico vuelo. Viajaba rumbo a Panamá, a realizar una auditoria a una de las filiales de la empresa. Abel era un tipo macanudo, gran compañero y muy capaz en sus tareas. Todos le tenían gran afecto, no se le conocía enemigo alguno más que los insectos. Sin ir más lejos, discutiéndolo entre todos, en la oficina, mientras comentaban el desastre, llegaron a la conclusión que la única manía, lo único malo, si podía llegarse a llamar malo, era justamente eso, que Abel odiaba cualquier clase de insectos, hasta las simpáticas Vaquitas de San Antonio. Al concluir el horario de trabajo, los muchachos se reunieron en el bar de siempre, al que solía ir Abel cada tarde junto con Omar, para beber unas cervezas en su honor. Sepelio no habría por que los cuerpos habían quedado irreconocibles, imposibles de identificar. Las anécdotas que tenían al difunto como protagonista se sucedían unas detrás de la otra. Omar, entonces narró la peculiar charla que había tenido la última vez con aquel viejo extraño. En ese momento, para su sorpresa, Omar descubrió que en una mesa estaba sentado, precisamente, el anciano. Lo estaba mirando a él. Parecía muy apenado, afligido. El anciano meneó la cabeza tristemente, sus espesas cejas estaban arrugadas en una expresión apesadumbrada, y le pareció a Omar que trataba de decirle que lo sentía mucho, que se lo había advertido, pero que ninguno puede escapar a eso, así como los insectos no pueden escapar a su destino de ser aplastados por los humanos. Omar cerró los ojos, tomó su chopp de cerveza y bebió un largo trago. Cuando apoyó el vaso de nuevo sobre la mesa y abrió los ojos, el anciano se había esfumado. Omar sonrió y sacudió su cabeza. Seguramente la mente le había jugado una mala pasada. Brindó por su compañero y se bebió otro trago.
Llegó al aeropuerto de Ezeiza con los minutos contados. Abel se había quedado dormido, no había escuchado el despertador, y casi perdió el avión. Pero, finalmente, pudo abordar y aplastó su cuerpo relajadamente en el confortable asiento de la “Clase Bussiness”. Le gustaba viajar, aunque no le gustaba el destino que tenía esta vez; Panamá era un lugar plagado de insectos molestos. De todas formas era un viaje, y no podía evitarlo porque era un viaje por cuestiones laborales. En todo caso, podría disfrutar hasta el paroxismo matando toda clase de bichos allí. Sería como un ejercicio. Esa misma mañana, de intenso y abrumador calor, ya había despachado al menos una veintena de mosquitos. Sonrió. No recordaba cuando había empezado a contar a sus víctimas, pero era un buen entretenimiento. Si pudiera, también guardaría los cadáveres en un frasco, como trofeos de su guerra personal, pero pensó que ya sería pasarse de la raya. La voz de la azafata, dando todas las instrucciones de rutina, le advirtió que estaban próximos a despegar. Entonces llegó la orden de abrocharse los cinturones de seguridad. Abel, ajustó el suyo, como solicitaban, recostó su cabeza contra el respaldo y cerró sus ojos. Siempre cerraba los ojos durante el despegue, le gustaba disfrutar la sensación de ascender, imaginando que lo hacía por sus propios medios, no gracias al avión. La voz del piloto dándoles la bienvenida le hizo abrir los ojos. Desabrochó el cinturón y observó por la ventanilla. Siempre viajaba del lado de la ventanilla, le gustaba observar el cielo, la diminuta tierra allá abajo y las luces lejanas de las ciudades. Se aflojó el nudo de la corbata, y le pidió a la azafata un vaso de gaseosa bien fría. Miró a la bella señorita rubia que viajaba en el asiento junto a él, y sonrió distendido. Prometía ser un viaje placentero después de todo. Pero en ese instante comprendió cuan equivocado había sido su pensamiento. De pronto, el avión se detuvo en seco. Las azafatas cayeron al suelo. Abel pegó la frente contra el respaldo del asiento de adelante. Hubo gritos, exclamaciones de miedo… El avión no podía moverse, como si alguna extraña fuerza lo tuviera atrapado. - ¡Atención, por favor! –sonó una voz en los parlantes- ¡Les habla el capitán! ¡Tenemos un pequeño inconveniente, pero les ruego que mantengan la calma! Estamos trabajando para solucionarlo. “¡Mantener la calma! ¡Los aviones no se frenan en seco en pleno vuelo!”, pensó Abel. En ese momento, la aeronave dio un sacudón y se desplazó con inusitada velocidad hacia la izquierda, en sentido ascendente. ¡Una locura! ¡Los aviones no pueden volar de costado! Abel miró por la ventana, aterrado como el resto. Todo era un caos. Algunos rezaban, las mujeres lloraban en su gran mayoría, se escuchaban gritos, algunos bolsos habían caído; las máscaras de oxigeno colgaban bamboleantes. Abel había dirigido su vista hacia fuera para no ver el horror del interior de la nave, pero nunca lamentó más esa decisión. Atónito, ya ni siquiera podía pensar en miedo, descubrió algo completamente inverosímil. Su mente se negaba a creerlo, pero sus ojos se esforzaban por que lo hiciera. El rostro de un gigantesco niño de largos cabellos dorados se asomaba entre las nubes. Su descomunal brazo se flexionaba, cargando en su mano al avión. Con estupor, Abel, pudo ver como los curiosos ojos de aquel niño enorme recorrían el aparato. Miró a la gente, necesitaba saber si ellos veían lo mismo que él, pero el resto no tenía intenciones de mirar por las ventanillas. La histeria era generalizada. Abel volvió a mirar hacia fuera, lamentando nuevamente haberlo hecho. Aquel niño aun estaba allí, no era una alucinación suya. Apareció en escena la otra mano del niño, que, con tan sólo dos de sus dedos, partió el ala izquierda del avión como si fuera de plástico. Ahí Abel lanzó un grito que se confundió con los tantos gritos que retumbaban dentro. En ese momento, resonó en el cielo un terrible, furioso trueno. La expresión traviesa del niño se transformó en una mueca de sobresalto y miedo. Miró hacia atrás y soltó el avión. Abel, mientras se precipitaban velozmente vio desaparecer el rostro del niño aquel entre las nubes. Él, no supo por qué, recordó a aquel viejo extraño que se había encontrado en el bar.

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