martes, 7 de abril de 2009

El Amuleto. Parte 1

Hace ocho años que ocurrió y aun, cuando cierro los ojos al acostarme me vienen las imágenes, tan vívidas, tan claras, tan frescas, como si en realidad me hubiera ocurrido hace tan sólo unos pocos días. Sé que cualquiera que haya vivido lo que yo viví aquella noche le sucedería lo mismo, incluso a algunos, las pesadillas que me asaltan no los dejarían dormir o los llevarían al borde de la locura. Lo sé, pero de todos modos eso no es un consuelo para mí, y deseo que todo termine de una vez. La Licenciada Guidi dice que voy a superarlo, de hecho creo que estoy un poco mejor, pero lo cierto es que aun es un recuerdo con el que no puedo convivir. Durante los primeros meses, después de dejar el hospital de Londres y regresar a mi casa, me aterraba el hecho de dormir o tan sólo de cerrar los ojos. Tomaba pastillas, litros de café, toda clase de drogas y de esas nuevas bebidas energizantes para mantenerme despierto. De hecho no dormía. Cada vez que pensaba que debía acostarme, cerrar los ojos y revivir todo aquello, ya fuera en forma de recuerdos o de malos sueños, me ponía a temblar y a sudar un sudor frío. De modo que, como ya dije, no dormía. Comencé a realizar distintas actividades para mantener ocupada mi mente todo el día. A toda hora buscaba algo para hacer, eso me permitía no pensar en el asunto, mantenerlo alejado de mi memoria. Y créanme que daba resultado, o al menos al principio. Lo primero que hice fue dejar de escribir. Soy un escritor bastante reconocido y exitoso y podía darme el lujo de pasarme una temporada sin generar ingresos, al menos mi cuenta bancaria me lo permitía. En cuanto a las actividades que realizaba para evitar el sueño, bueno, buscaba cualquier cosa para entretenerme y mantener mi mente libre de pensamientos. Pinté toda mi casa, por ejemplo. Cuando no tenía nada que hacer tomaba el rodillo y la pintura y me ponía a pintar. Arreglé algunas canillas que perdían, también y redecoré el living, era gracioso estar a las cuatro de la mañana cambiando muebles o colocando cortinas nuevas. La televisión fue de gran ayuda, sobre todo en aquellas tardes que no tenía ganas de hacer de plomero o de pintor. Mis programas predilectos: esos nefastos que se dedican al chusmerío de los famosos, o los que llaman realities donde unos solteros desahuciados intentan conseguir pareja con una astróloga de por medio o cosas por el estilo; por la noche solía hacer zapping buscando cualquier cosa interesante, desde una película hasta un programa de cocina en algún canal de servicios para las mujeres. Los amaneceres me encontraban jugando al Playstation; me pasaba las noches pegado a la consola con los ojos enrojecidos de tanto clavarlos en la pantalla del televisor, bebiendo café, metiéndome droga y comiendo chocolates a cada instante. Me gustan los juegos de fútbol y los simuladores de vuelo. Cuando no me daba por los jueguitos electrónicos, chateaba en internet, miraba páginas pornográficas o practicaba cibersexo con alguna remota desconocida. Cualquier cosa venía bien para no pensar en el asunto que me preocupaba y para alejar de mí a las garras de Morfeo. Por las mañanas, después de desayunar con más café, iba a pasear al parque. Me detenía para ver como jugaban a las bochas un grupito de jubilados o a observar a los que se reunían para practicar tai chi chuan. En cierta forma me relajaba mirarlos y muchas veces tuve la tentación de unirme al grupo, pero tenía plena conciencia que no estaba para eso. Llevaba casi poco más de un mes sin pegar un ojo, sobresaturado de cafeína y de todo lo demás que contuvieran las pastillas y las bebidas energizantes. No creo que pudiera alcanzar el control mental o físico que esa disciplina requiere. Pero hubo algo que me hizo desistir de mis paseos por el parque. Los paseadores de perros, mejor dicho, los perros que los paseadores llevaban al parque. Puede sonar ridículo, pero cuando conozcan mi historia tal vez me comprendan. Probablemente no me afectaba mucho ver un caniche toy o un beagle, pero sí un ovejero alemán, un roastwailler, o un siberiano… Y mucho. Ver sus rostros, sus hocicos babeantes o escuchar sus gruñidos o ladridos me llevaban directamente a aquella noche que yo intentaba olvidar fervientemente. Todo parecía funcionar, y en mi estado de eterno insomnio, los recuerdos no me afectaban. Pero al tercer mes de llevar esta vida, debieron hospitalizarme, y casi no cuento el cuento. El corazón por poco me estalla. Estuve internado cuarenta y cinco días, de los cuales, los primeros veinticinco, los pasé en terapia intensiva. Tras los análisis de rigor que me realizaron al ingresar al hospital, el médico por poco me mata al observar las grandes cantidades de cafeína y vaya a saber que otras mierdas que corrían por mi sangre. Creían, en un principio, que era un simple adicto a las drogas, hasta iban a dar parte a la policía, pero los convencí de mi historia. Bueno, no; la verdadera historia no, porque ahí sí hubiera corrido un gran riesgo de que creyeran que me daba con las drogas más poderosas o que estaba completamente loco. Sólo les dije que había tenido un horroroso accidente, de hecho pudieron comprobarlo al ver las marcas y cicatrices que tenía en casi todo el cuerpo, y que las imágenes me venían a la mente cuando dormía o cerraba los ojos. Una verdad a medias si se quiere, o una mentira disfrazada tal vez, pero el meollo del asunto era cierto, sólo que había alterado u omitido los detalles. Me pusieron una psicóloga, muy bonita por cierto, y hasta un psiquiatra, para nada bonito por cierto. Claro, eso luego de abandonar terapia intensiva, ya que los primeros veinte días me indujeron a un sueño reparador. Lo que necesitaba era dormir mucho, me había dicho el médico. Bueno, lo cierto es que todo eso me hizo bien. Fueron veintitantos días de ausencia, de permanecer en un profundo bache oscuro. Con el sueño inducido las pesadillas no me habían alcanzado. Del hospital salí como nuevo, con la advertencia severa del doctor de que si llegaba a volver a hacer un desarreglo como éste era probable que terminara en la camilla de la morgue en lugar de la cama del hospital. Claro, también salí con un montón de recetas: melatonina para regular el sueño, ansiolíticos para bajar mi carga de ansiedad y otras pastillitas para mi pobre corazón que a punto estuvo de estallar como un globo de cumpleaños. El tratamiento con la psicóloga lo continué como ella me pidió que lo hiciera, y aun hoy sigo haciendo terapia con ella. Creo que más bien seguí yendo a sus sesiones para no dejar de verla que por el tratamiento en sí. Es tan bonita la Licenciada Guidi, con su melenita rubia que apenas le roza los hombros y ese cuerpo que es más el de una modelo que el de una psicóloga, y esos ojitos verdes tras los lentes sin marco. Al psiquiatra lo despaché en cuanto abandoné el hospital, aunque también él me pidió que no dejara de verlo una vez cada quince días. Pero para ser franco, más allá de debilidades masculinas, las charlas con la licenciada me hicieron bien. De hecho, creo que hoy me animo a contar esta historia gracias a sus consejos. Tras seis meses de haber dejado el hospital, mi vida volvió a ser más o menos lo normal que era antes de lo que me ocurrió. Al menos ahora dormía mis ocho horas todas las noches, y comencé a escribir de nuevo. Debo aclarar que las imágenes de lo ocurrido me seguían asaltando cuando cerraba los ojos y, como dije al principio, aun hoy las veo nítidas, pero ya no me asustaban. En cuanto a las pesadillas, bueno, se hicieron menos frecuentes y cuando las tengo me siguen dando pavor. Despierto en medio de la noche, sudado, tembloroso y con un alarido a flor de boca. Pero gracias a Dios, se repiten más los sueños eróticos con la Licenciada Guidi que las pesadillas.

Lo que me ocurrió sucedió en Inglaterra, estando de vacaciones. El motivo por el que eligiera ese país fue curiosidad. Mera curiosidad. Soy un gran admirador de la obra de J. R. R. Tolkien, o al menos lo era antes de viajar a Gran Bretaña. Ahora, sólo con pasar cerca del estante de mi biblioteca donde se encuentran los volúmenes del Señor de los Anillos, me da escalofríos, pues me hacen acordar a mi viaje y lo que me sucedió. En realidad todo lo que tenga relación con Inglaterra me produce la misma sensación. Pero como les decía, fue mera curiosidad la que me llevó a Inglaterra, más precisamente a recorrer la campiña británica en un automóvil de alquiler. Quería comprobar si en verdad el maestro Tolkien se había inspirado en aquellos agrestes paisajes para crear su Hobbitton, y quería comprobar también, si como decían algunos estudiosos de su obra, los pequeños, simples, divertidos, chismosos, tradicionalistas y tranquilos hobbitts se parecían tanto a la gente que habitaba esos lugares. Puede parecerles ridículo, pero ese fue el real motivo de mis vacaciones en Inglaterra. Claro que, de haber sabido el horror que allí me aguardaba, hubiera escogido las populosas playas de Mar del Plata o la tranquilidad de las sierras cordobesas.
Abordé el avión de BRITISH AIRWAY el primero de enero de 2000, a las doce y media del mediodía. Inauguraba el nuevo milenio, aunque para muchos recién comenzara un año más tarde, con un viaje de placer. Había sacado pasaje en Primera Clase. Me gusta viajar en primera cuando tomo aviones, un lujo que me puedo dar, y mucho más en aquellos años en que gozábamos de una paridad con el dólar de uno a uno. Sé que ahora estamos pagando un alto precio por eso, pero en ese momento me alegraba. Realmente, uno de mis mayores placeres, al menos hasta ese momento, era viajar y, gracias a lo que se llamó Convertibilidad pude recorrer varios países por poco dinero, además de llenar mi casa de toda clase de porquerías electrónicas de importación, otra de mis pasiones. Claro, nadie podía imaginar que un año después de mi viaje, justo con el nuevo milenio para muchos, la Convertibilidad iba a desaparecer, que otra vez la devaluación y la inflación nos harían la vida imposible y que para nosotros todos los precios en dólares serían tres veces más caros, pero eso es otra historia. Lo cierto es que por unos pocos cientos de pesos tenía un asiento reservado en la primera clase del vuelo 933 de BRITISH AIRWAY con destino a Londres. Llegué quince horas más tarde, luego de una breve escala en Sao Paulo, Brasil, y de devorarme el caviar que ofrecían en el vuelo acompañado por un excelente champagne. La mayor parte del viaje lo hice dormitando, con los auriculares clavados en mis oídos escuchando viejos éxitos de rock and roll de los ´70. Aterrizamos en el aeropuerto de Londres una mañana gris y destemplada del 2 de enero, aunque mi reloj indicaba las 3:30 de la madrugada. Aun tenía el horario de Argentina. Extraño esto de los husos horarios ¿no? A mí siempre me daba como un escalofrío estos cambios, era como una especie de viaje en el tiempo en cierta forma. Por suerte, había sido previsor y en mi bolso de mano llevaba una campera de paño bastante gruesa. Supongo que esos detalles te los da la experiencia de viajar, pues vi a algunos incautos tan solo en remera o camisas livianas, lamentándose haber dejado la ropa de abrigo en las valijas. Lo primero que hice después del acuciante interrogatorio de la aduana y el papeleo en migraciones, fue comprar un mapa con las rutas de Inglaterra y un librito con información turística, de esos que edita Michellin, que tiene bonitas fotos en colores de las zonas y lugares que ofrece como alternativas para visitar. El taxi, esos sobrios y elegantes automóviles negros que parecen haberse quedado en el tiempo o, más bien, haber saltado del pasado, me llevó hasta el hotel donde había reservado una habitación sólo por dos días. El SANCTUARY HOUSE HOTEL, un elegante edificio ubicado en la esquina de 33 Tothill Street, muy cerca de Westminster Abbey, la impresionante abadía medieval donde antiguamente se coronaban a los reyes, que me costó 45 libras por día. Me recibieron con cortesía, no sé si por la famosa cortesía británica o por que pagué mi estadía por adelantado, y una vez que me registré, un botones me acompañó hasta el cuarto llevando mi bolso. No suelo usar valijas, aun en los viajes largos. Creo que las valijas son molestas, aunque sean esas modernas que poseen rueditas. El cuarto no estaba mal; a decir verdad estaba muy bueno. Realmente, aquel hotel había sido una buena elección y eso que había hecho la reserva a través de Internet. La cama de dos plazas se ubicaba en el centro junto a una mesita de noche en la cual había una lámpara de bronce con su pantalla de vidrio estilo Tiffany, y junto a ella un sobrio teléfono negro. A la derecha, junto a la puerta estaba el placard. En la pared opuesta, debajo de la amplia ventana se ubicaba una pequeña mesa con un cajón en el centro y una silla. Todos los muebles eran de un estilo distinguido y más bien con un toque de antigüedad. El piso estaba cubierto por una alfombra sintética color verde. Enfrentada a la cama estaba la puerta del baño, y a su lado un pequeño mueble donde había una maquina de café expreso y de té y un aparato de música con radio. En una esquina, colgando de un soporte un televisor con pantalla de veintiuna pulgadas, conectado a la televisión satelital. Las paredes estaban adornadas con algunos cuadros de lugares importantes de Londres. Era una habitación pequeña, pero daba una sensación de calidez, casi podría decir de hogar. Los primeros dos días no hice mucho. Recorrí las calles de Londres armado de mi cámara de fotos profesional que me acompañaba a todos mis viajes. Siguiendo los consejos de mi pequeña guía Michellin visité unos cuantos lugares interesantes: BUCKINGHAM PALACE, el LONDON ZOO, el ROYAL OPERA HOUSE, ST. PAULS CATHEDRAL, los museos de Historia Natural y de Ciencias…, y por las noches disfruté de la amabilidad británica en sus clásicos pubs. La primera noche tuve que soportar a un grupo de jóvenes ebrios que se enteraron de mi nacionalidad; toda la noche me dedicaron cantitos de cancha defendiendo los colores de su selección y vilipendiando a la Argentina. La segunda noche, en un pub distinto (obviamente, no pretendía cruzarme una segunda vez con los mismos jóvenes), me salvé de milagro que un grupito de punks estilo comienzo de los ´80 demasiados intoxicados, me destriparan con sus navajas para obtener mi billetera. Por suerte, el dueño del pub sí mantenía algo de los viejos caballeros ingleses y llamó a la policía. ¡Suficiente Londres para mí! Al día siguiente fui a una agencia de alquiler de automóviles y renté uno, un bonito Rover color verde metalizado. Pasé por el hotel por mis cosas, me despedí del conserje que éste sí había sido muy amable, y abandoné la ciudad siempre con mi guía Michellin y el mapa de rutas en el asiento del acompañante.

Tomé la ruta 133, que sabía que me llevaba al este, pues me dirigía al condado de Essex. En la guía figuraban unos pueblitos muy bonitos que tal vez, podrían tener algo de lo que buscaba. El primer pueblo que visité fue Dedham, y si bien era un pueblito pintoresco, tal vez típico de la zona rural británica, no se parecía en nada a Hobbitton. El poblado se alzaba a un costado de la ruta, apenas separado de esta por un pilar bajo donde había estacionados, con la trompa mirando al camino, unos cuantos automóviles. Las casas eran grandes, todas de dos y hasta tres pisos, de material y techo de tejas. Algunos frentes estaban semi cubiertos por plantas trepadoras. Eran como pequeñas mansiones. Había gran cantidad de negocios, y una actividad tan intensa, al menos a las once de la mañana, hora en que llegué, como en la propia Londres. Claro, estábamos en pleno siglo XXI, tendría que haber visto este pueblo cien años antes. No estuve mucho tiempo allí, el suficiente como para estirar un poco las piernas, recorrer sus calles para ver algún que otro sitio interesante, como su iglesia, que databa de cientos de años atrás, comer algo en un pequeño restaurante y cargar gasolina. El próximo pueblo que tenía apuntado se llamaba Epping, un pueblito bastante más comercial que el anterior, pero tal vez con toques más tradicionales que el otro. Digamos que conservaba más algunas de sus estructuras medievales y de siglos posteriores como la abadía de Waltham, cuyos monjes eran los que habían construido el pueblo en épocas del rey Harold; o Epping Palace y el Winchelsea House ambos construidos en el siglo XVIII sobre el lado de la ruta. Allí pasé la noche. En una pequeña hostería bastante agradable. Pero tampoco encontré en ese lugar algo de lo que había motivado mi viaje. De modo que al otro día, poco después del mediodía abandoné el pueblo. Mi próxima parada sería Rayleigh. El día había amanecido horrible. El cielo estaba cubierto por un pesado manto de nubes grises que amenazaban con descargar una intensa lluvia de un momento a otro. Hacía frío. Bueno, el frío era una constante. Todos estos días había hecho mucho frío, pero realmente no me importaba. Estaba de vacaciones, en Inglaterra, viajando con un Rover espectacular, escuchando uno de mis discos favoritos. La noche me atrapó en pleno viaje. La ruta corría monótonamente recta hasta perderse en el horizonte. El estado de los caminos daba envidia, era una maravilla recorrer aquellas rutas, sólo que nunca me acostumbré a viajar con la mano cambiada. En algún momento debí haber cometido un error. Para llegar a Rayleigh debía doblar en una intersección a la derecha, pero definitivamente me había equivocado. Debí haber doblado en el lugar incorrecto, pues el pueblo no estaba tan lejos, unos pocos kilómetros de la intersección, y sin embargo, ya llevaba todo el día conduciendo y no había miras de que hubiera pueblo alguno en las inmediaciones. Ya no estaba tan contento, y para colmo en todo el trayecto erróneo no tuve la posibilidad de retomar el camino a la inversa para remediar mi error. Sólo tuve la posibilidad de continuar hacia delante por el camino y esperar hallar un poblado, una ciudad, algo con gente que me pudiera indicar como hallar el camino correcto. Finalmente, el cielo se decidió a largar un impresionante aguacero sobre el mundo. Debía hacer mucho frío afuera, pero por suerte, la estupenda calefacción del automóvil evitaba que lo sintiera. La visibilidad se me redujo, prácticamente a nada, por mucho que mis limpiaparabrisas se esforzaran en barrer el agua del vidrio. Para que negarlo, estaba nervioso. Estaba atravesando en ese momento un terreno llano, aunque ahora no se llegaba a ver mucho. A ambos lados del camino se extendían unos extensos campos cultivados. Pude ver, gracias al resplandor de un relámpago que iluminó brevemente el cielo oscurecido, la silueta macabra de un espantapájaros. De marchar a unos ciento ochenta kilómetros por hora, había bajado a una velocidad menor a los cincuenta. Tenía miedo de salirme del camino, de que algún auto sin luces se apareciera de pronto… No sé, estaba nervioso, no me gusta viajar en rutas cuando llueve, menos de noche y, mucho menos en un país desconocido y habiéndome extraviado. En el estéreo sonaba California´s Girls, de los Beach Boys, uno de mis temas favoritos, parecía una ironía estar escuchando ese tema que remitía a playas soleadas en esa noche de tempestad. Había intentado leer el mapa de rutas unas cinco veces, para ver si podía darme cuenta en dónde había virado mal, pero me fue imposible siquiera darme cuenta en que ruta me encontraba ahora. Miré el reloj digital que titilaba en el tablero del auto. Marcaba las 20:45 horas. Una hora más habrá pasado hasta que por fin di con una zona poblada. Se trataba de un pequeño pueblito que la ruta dividía por la mitad. Pasé por él muy despacio, a paso de hombre casi, tratando de observar por la ventanilla. Las casas eran pequeñas, de piedra, con techo a dos aguas de pizarra y chimenea. Todas con unos pequeños jardincitos al frente, delimitados por una cerca bajita de madera blanca. No podía afirmarlo con esa noche de perros, pero daba toda la sensación que ese poblado era lo más parecido a Hobbitton que podía encontrar. El pueblo estaba en silencio. Ni un alma andaba por afuera, cosa que atribuí al inclemente tiempo. El pensamiento más erróneo que tuve en mi vida. Después me enteraría que había una razón un poco más siniestra y peligrosa para que la gente de ese pueblo se mantuviera a buen resguardo por las noches. No pude ver mucho de todas formas. Alcancé a divisar unos cuantos negocios, todos cerrados por supuesto, sobre la calle que daba a la ruta, de ambos lados. No vi ni estación de servicio, ni motel, ni algún barcito. De no ser porque el pueblo parecía estar bien cuidado, uno podría jurar que se trataba de un pueblo fantasma. La única luz que se veía era una roja, a gran altura, que imaginé sería de alguna torre o antena para captar el satélite para la televisión o para el teléfono. Pero a unos cuantos metros hacia delante, bastante alejada del pueblo, pude divisar una tenue luz ambarina, bastante difusa. De modo que ni siquiera me detuve, aceleré un poco hasta alcanzar la luz. La lluvia remitió un poco, como si se hubiera apiadado de mí, y ahora era tan sólo una fina llovizna, más molesta que otra cosa.
La luz resultó pertenecer a un farol que colgaba en el frente de un pub, hostería, fonda, mesón, taberna o posada. La verdad es que no sé como lo llaman los ingleses. Se trataba de un edificio bastante grande pero bajo, de piedra. Era una construcción cuadrada que recordaba bastante a las viejas posadas medievales. Unos listones de madera oscura asomaban de la pared, en la parte más alta, probablemente se trataba de las vigas que sostenían el techo en el interior. Los muros eran lisos, pintados a cal de un tono rosado y se levantaban sobre una base de bloques de piedra. En el centro de la fachada se ubicaba la puerta, no muy ancha y de escasa altura, de madera algo gastada, con una pequeña abertura cuadrada que funcionaba como mirilla y que ahora se encontraba cerrada por dentro. A cada lado había ventanas, de esas que tienen los vidrios divididos en muchos pequeños cuadrados. Sobre la puerta estaba el farol que desparramaba su luz amarillenta que sólo alcanzaba para bañar el frente y poco más. Debajo de él, un poco más hacia la derecha, se mecía a instancia del viento un letrero de madera cuyas bisagras chillaban molestamente. “WOLFKILLER INN”, decía el cartel, algo así como: “POSADA MATADOR DE LOBOS”. Y allí, bamboleante también, pero a mayor ritmo, colgaba del letrero un adorno extraño atado a un cordón rojo. Tenía la forma de una manzana muy pequeña. Sí, en un primer momento creí que se trataba de una manzana desecada al sol, pues presentaba un color grisáceo o amarronado, muy similar al color de la cáscara del kiwi. Aquel objeto, o mejor dicho, uno similar, también colgaba en ambas ventanas, del lado de adentro. Uno junto a una pizarra escrita con tizas de colores llamativos en la cual se indicaba el menú del día: “Conejo a la cazadora” y “Sopa de arvejas”. El otro, permanecía solitario, contrastando con el blanco inmaculado de las pesadas cortinas que vedaban la vista del interior. Los tres eran exactamente iguales en tamaño y color. En un principio vi esta posada como una bendición. Llevaba horas manejando, muchas horas, desde que saliera de Epping al mediodía. Tenía hambre, ganas de ir al baño y estaba muy cansado. Aquella solitaria ruta y el monótono paisaje de campos sembrados bajo aquel cielo lluvioso me habían dado una somnolencia que no remitía ni siquiera con las joviales y soleadas canciones de los Beach Boys. Estacioné el automóvil en la zona reservada para ello, frente a la ventana que no tenía cartel alguno. El suelo allí estaba pavimentado con cemento y tenía marcado con pintura amarilla cada sector para detener los autos. Había espacio para cinco, y ya había dos estacionados: una camioneta, del tipo pick up y un Land Rover cuatro por cuatro. Cuando descendí del vehículo sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo. No supe decir si fue por el cambio brusco de temperatura (pasé de unos agradables veintiún o veintidós grados de la calefacción del auto a unos dos o tres de aquella noche espantosa), o por aquellos objetos que colgaban tanto en las ventanas como del cartel. El primero que miré fue el de la ventana, pero luego me quedé observando con mayor detenimiento el que se bamboleaba al son del viento, bajo el letrero. Sin dudas era el objeto más extraño que había visto en mi vida. Repito, tenía la forma de una manzana muy pequeña y su color era de algún tono ocre o grisáceo, no puedo definirlo; pero lo más curioso o terrible, era lo que había descubierto ahora, mirándolo a escasos centímetros de distancia y sin las gotas de lluvia que borroneaban un poco mi visón a través del vidrio del auto. Debajo del objeto sobresalían lo que me pareció dos largos colmillos, parecidos a los que pudieran pertenecer a un perro grande. Pero eso no era todo. El objeto era como peludo… ¿Cómo podría explicarlo? Como las pelotas de tenis, quizás, pero este tenía las hebras más largas. Una bola de pelos parecía, pero esos pelos estaban muy bien entretejidos y quedaban de una manera pareja logrando así darle esa forma de manzana. La cosa esa me dio algo de repulsión, pero sin embargo no le di más importancia al asunto del que se merecía. Seguramente era algún fetiche que le gustaba al dueño de la posada o vaya a saber que significado supersticioso tendría. En ese momento tenía otras cosas más importantes en mente, como ser correr al baño, probar ese conejo a la cazadora que anunciaba el pizarrón, beberme un buen café caliente y averiguar como hacer para llegar a Rayleigh. De modo que, descendí los tres escalones de piedra que había ante la puerta y entré a la posada. Si mi intención era comprobar si en verdad Tolkien se había inspirado en la gente de la campiña británica para sus diminutas creaciones, había dado con el lugar indicado. El salón era mucho más pequeño de lo que yo había imaginado. El piso era de unas lajas grisáceas, algo oscuras. No había más de diez mesas, rectangulares con bancos largos. Creo que estaban hechas con troncos de eucaliptos. El mostrador se encontraba a la derecha y a su lado había dos grandes barriles abiertos que contenían, uno aceitunas verdes y otro aceitunas negras. Sobre el mostrador una chopera con la publicidad de Guinness y una vieja máquina registradora. Detrás se elevaba una gran estantería llena de bebidas y de vasos, aunque también de bastante polvo. En el otro rincón había un hogar con el fuego encendido, crepitante y amistoso, y en torno a él, un grupo de cinco personas se apiñaban. Estaban sentados en sillas y bebían brandy. Todos estaban riendo, tal vez estaban contando chistes o viejas anécdotas. Un poco más alejada se ubicaba una fonola que permanecía muda, y un poco más apartado todavía, un tipo corpulento jugaba a los dardos solo. En las paredes colgaban algunos viejos tapices; una piel de lobo y un viejo rifle, muy largo, y muy pesado se me ocurrió, adornaban la chimenea; un par de cuadros, que daban la impresión de ser más antiguos que los bordados completaban la ornamentación. Con el techo no me había equivocado, era de madera y estaba cruzado por vigas que se enterraban en la piedra de la pared del frente, y sobresalían de afuera como ya había visto. De él colgaba una lámpara de hierro negro que emulaba a las viejas lámparas con velas. El lugar me hizo pensar en una taberna de la Tierra Media, hasta había un cierto aroma a tabaco de pipa mezclado con el de la comida y la cerveza. Sí, bien podría haber sido una taberna de la Tierra Media, salvo por los toques que la modernidad implacable había dado al lugar: la publicidad luminosa de la chopera, la máquina registradora, la lámpara, el rifle y la fonola. Pero prescindiendo de aquellos aparatos, bien podría haber sido una posada de Cavada Grande, de los Gamos o de Bree. Y los parroquianos bien podrían haber sido hobbitts. A pesar que eran altos, llevaban un pesado calzado en sus pies y en lugar de chalecos elegantes y camisas de anchas mangas vestían camperas leñadoras o de cuero y pantalones de jeans, tenían caras de hobbitts. Rostros rubicundos, cabellos rizados, mejillas regordetas. Hasta las risas sonaban tan alegres como la de cualquier habitante de la Cuaderna del Norte. Pero claro, más tarde iba a caer en la cuenta que las miradas de aquellos hombres, sus expresiones, distaban mucho de parecerse a la de aquellos hombrecitos que surgieron de la imaginación de Tolkien. Estoy omitiendo un detalle, un detalle si no fundamental, demasiado importante. Aquel salón tenía más de esos objetos velludos. No sé porque casi se me olvida mencionarlo, si cuando entré al salón experimenté el mismo escalofrío que sentí al bajar del auto. Podría decirse que colgaban por todos lados. Había tres en la repisa de la chimenea, colgando como si fueran las medias que se colocan para que Papá Noel deje los obsequios navideños. Había otros tantos en el mostrador y en los estantes de la licorera, incluso uno a cada lado de la diana de los dardos. Pero el más grande, colgaba del dintel de la puerta y lo golpeé con mi cabeza cuando abrí y entré. Un silencio de muerte se produjo cuando me hice presente en el salón. Las carcajadas de los que estaban junto al hogar se cortaron en seco y todas las miradas, incluso la del que jugaba a los dardos y parecía tan abstraído, se clavaron en mí. Pude ver la desconfianza en sus ojos, desconfianza y recelo. Incluso uno de ellos me observó con dureza y observó ese objeto que me había golpeado y ahora oscilaba como el péndulo de un reloj. No sé porqué, pero me pareció que un poco se aliviaba, como si al tomar contacto con esa cosa peluda y no haber sufrido ningún efecto me hubiera hecho pasar alguna clase de prueba de admisión. El que jugaba a los dardos, los lanzó todos de una sola vez (y los clavó a todos muy cerca del centro) y se acercó a mí. Era un tipo alto y corpulento que no debía pasar los cuarenta y cinco años. Llevaba el cabello corto y aunque era de color negro, sus sienes ya habían perdido la batalla contra las canas. Sus ojos eran azules, muy intensos. No era gordo, pero llevaba algunos kilos de más que su altura llegaban a disimular. En las mejillas sonrosadas aparecieron dos hoyuelos cuando me sonrió amablemente. De todas formas era una sonrisa extraña, como forzada. Daba la sensación que él, y todos los demás aun sentían alguna clase de desconfianza hacia mí. - ¡Buenas noches! Soy Jimmy, el dueño de este lugar. ¡Bienvenido! –me dijo en un lento y correctísimo inglés y me estrechó la mano. - ¡Gracias! –le respondí, yo, en mi inglés bastante desastroso. - ¿Qué hace alguien a esta hora de la noche en un lugar como este? –me preguntó luego. - Creo que me perdí. Hace horas que estoy conduciendo. Necesito un baño y comer algo. - Por supuesto, amigo. El baño está por allá –Jimmy me señaló una puerta que antes yo no había visto. Tuve la sensación mientras orinaba, que los hombres en el salón estaban hablando de mí. Era como si discutieran, pero no pude pescar mucho, debido a mi torpeza para el idioma. Otro detalle siniestro. En la puerta del baño también había un objeto de esos, y en la pequeña ventanita que daba al exterior, también. Cuando regresé al salón se volvió a producir ese silencio tan incómodo. Era un hecho que se callaban por mí. Pero Jimmy estaba de pie aun con la amplia sonrisa en su rostro regordete aguardándome. - Póngase cómodo, amigo –me dijo señalándome una de las mesas-. ¿Va a desear conejo o sopa? - Las dos cosas, amigo. Tengo un hambre de locos –le respondí. - La sopa está muy sabrosa, pero con el conejo va a chuparse los dedos, caballero. No quiero pecar de vanidoso pero el conejo me sale buenísimo. ¿Verdad, chicos? - ¡Callate, Jimmy! La demanda te llegará de todas formas cuando el caballero se intoxique. Todos estallaron en una carcajada, incluso el posadero; y yo me vi contagiado y no pude menos que esbozar una sonrisa. No me animé a acoplarme al coro de risas, si bien todo parecía indicar que podría contar con un poco de la amabilidad británica, aun en el ambiente flotaba un clima enrarecido. Cierta frialdad hacia mí, suponía. Tal vez no le gustaban mucho los extraños, en la mayoría de los pueblos pequeños suele suceder.

No hay comentarios:

Publicar un comentario