martes, 7 de abril de 2009

La Timba de la Vida

Como todas las tardecitas, Manuel fue al bar de Ismael. Como todas las tardecitas, entró y saludó, apenas con un cabeceo, a los que con los años se convirtieron en compañeros de discusiones futboleras, económicas o de lo que fuera, y de aquellas bravas partidas de generala. Cada tarde se reunían y luego de las charlas de rigor se armaba la timba. La “clientela selecta”, como llamaba Ismael a ese grupo de perdedores; Manuel nunca supo si lo decía con sorna o de verdad pensaba que eran selectos. Al menos eran los únicos clientes fieles, los únicos que, durante cuarenta años iban a ese bar de mala muerte fuera invierno o verano, llueva, truene o el sol parta la tierra. El Chino Álvarez, un burrero empedernido, sin un mango en el bolsillo, ni donde caerse muerto, soñó toda su vida con agarrar “una fija que lo salve para toda la cosecha”; Armando Martínez y Horacio Costas, dos jubilados bancarios que se daban dique de potentados, esperaron siempre llegar, como mínimo a tesoreros, nunca pasaron de simples cajeros, hoy cobran la jubilación mínima; el Gallego, un asturiano cabrón como él solo que se ofendía cuando era llamado Gallego, había llegado a la Argentina “para hacerse la América”, trabajó como un burro en una fábrica por un sueldo miserable, se cortó dos dedos y se lastimó la espalda, encima lo despidieron cuando le faltaban unos pocos años para jubilarse, nunca más consiguió un trabajo en blanco, hoy vive haciendo changuitas de electricidad; y por último el Tano Bernuncio, un milanés que en sus años vivía de rentas, dueño de muchos departamentos que alquilaba hasta que su hijo le sacó todo para administrarlo él. Por supuesto, la selecta clientela se completaba con Manuel, de joven, pintón y gran bailarín de tango, estudiante de medicina con excelentes calificaciones; todos auguraban que sería un gran médico, hasta que su padre falleció prematuramente y tuvo que hacerse cargo de su madre y sus dos hermanos menores, tuvo que dejar los estudios, olvidarse del bailongo y buscarse dos trabajos, hoy atiende un puestito de diarios. El bar “La Esperanza” estaba igual que siempre, como si en él el tiempo no transcurriera, o mejor dicho para él no transcurriera, porque Manuel sentía en sus huesos y lo notaba en su pronunciada calva como el tiempo había hecho estragos con su cuerpo. Las puertas de la ochava, mantenían la misma posición, una hoja cerrada y la otra apenas entornada. Manuel no quería pecar de exagerado, pero juraba que cada día durante estos cuarenta años, Ismael colocaba la puerta en la misma, exacta posición, ni un centímetro más ni un centímetro menos. Las letras en rojo que conformaban el nombre del establecimiento, en sus vidrios, apenas estaban un poco despintadas. El piso lucía las mismas baldosas, blancas y negras, con la única alteración de una hilera menos gastada, porque había tenido que cambiarlas en una ocasión, cuando se pinchó un caño de agua que pasaba por debajo. Al fondo estaba el mostrador, igual que siempre, de esos que son, además, heladera, viejo y gastado, hasta mantenía la fórmica levantada en una de sus puntas hace vaya a saber uno cuántos años. Detrás, las estanterías polvorientas apenas pobladas de botellas de licores y algunos vinos, la mayoría tan añejos como el mismo bar. Las mismas mesas, cuadradas y pequeñas, las sillas tonette con asiento de esterilla; las puertas de los baños al fondo, separadas por el perchero de madera y hierro, la vieja máquina de café y las prehistóricas licuadoras, los dos gigantescos ventiladores que colgaban del techo cubiertos por una capa de grasa y pelusa; el enorme espejo; los carteles de “Teen” y “Cynar”… Todo, todo estaba igual, como en cada tardecita, en los últimos cuarenta años. Sin embargo, algo extraño, fuera de lugar había notado al entrar, pero no supo precisar qué cosa era.
Se sentó en su mesa, como siempre, la que estaba en el fondo, junto a la ventana que daba a la avenida Vieytes, y pidió, como siempre un vermouth con hielo y limón. Entonces se dio cuenta. Un personaje nuevo ocupaba una mesa en el centro del salón. ¡Un personaje nuevo! En cuarenta años, a la hora en que ellos se reunían, nunca, jamás, había entrado alguien distinto, alguien que no fuera parte de ese selecto grupo. Al mediodía sí, se llenaba de obreros y changarines que a esa hora abundaban por esa parte del barrio de Barracas, pero a la tardecita, nunca nadie había entrado al bar más que ellos. El tipo éste era extraño. Era un hombre mayor, de largos cabellos blancos recogidos en una cola que le colgaba sobre su espalda atada con un lazo de seda negro. Su rostro no estaba arrugado -a pesar de notarse que era un hombre de mucha edad-, pero era un rostro huesudo, flaco, de pómulos excesivamente prominentes y ojos oscuros demasiado hundidos. La nariz era larga y filosa, y su boca, ancha, de finos labios algo pálidos como su piel. Vestía un traje negro de elegante factura, de corte clásico y una camisa del mismo tono con una corbata gris perla. Podía verse, por debajo de las mangas del saco, como brillaban unos soberbios gemelos de oro en los puños de su camisa. Delante suyo tenía una taza de café que humeaba, y sus dedos largos, delgados y nudosos, de uñas un poco largas y esmaltadas, repicaban sobre la tabla de la mesa con cierto ritmo. Tenía una expresión imperturbable, seria, casi podría decirse, un gesto de gravedad que sólo los jueces o los reyes de antaño, o cualquier persona que tuviera la responsabilidad de evaluar las cosas con justicia, poseían. Manuel no pudo evitar echarle una ojeada al extraño. Éste advirtió que lo miraba y le hizo un gesto con su cabeza a manera de saludo. Algo tenía en su mirada, algo que no podía definir pero que no le gustó en absoluto. Había algo de frialdad que metía miedo. ¿Acaso sería un mafioso o alguna clase de asesino? A Manuel le corrió un frío por la espalda. En eso, Ismael, encendió el televisor, como de costumbre, para ver las noticias. El mismo televisor de siempre, viejo, armatoste, de esos que fueron los primeros televisores a color en llegar al país, que uno podía ir a comprar por mucho menos precio a una ciudad brasileña. El noticioso estaba mostrando una nota sobre un accidente automovilístico. Un pibe de unos veinte años se había matado corriendo picadas contra otro tipo que al parecer, se había dado a la fuga. La nota, por supuesto, captó el interés de todos, incluso del extraño anciano. Pero al contrario del resto, que se lamentaba por la muerte tan atroz que había sufrido el pibe ese, que tenía toda la vida por delante, éste parecía mirar la nota con cierto placer, y hasta parecía que le causaba gracia. Al menos, una pícara sonrisa mantenía dibujada en sus labios. Eso molestó mucho a Manuel. -¿Qué le causa gracia, amigo? La muerte no es para tomársela en joda… –le espetó sin importarle su supuesto origen mafioso o su potencial condición de asesino. El tipo lo miró con esos ojos negros cargados de no sabía que extraña mirada y acentuó su sonrisa. Unos dientes parejos y perlados se asomaron entre sus finos labios. - No, si yo no me la tomo en joda –respondió el hombre-. Yo me la tomo muy, muy en serio. - ¿Entonces que fue lo que le causó tanta gracia de esa noticia? –quiso saber Manuel. - Es que yo estuve ahí, cuando ocurrió el accidente, y hay algunos errores del cronista, y de los testigos mismos –dijo casi con desdén-. Me reía de lo mal que perciben las cosas los hombres. La mayoría de las veces ven lo que quieren ver, o lo que les parece más correcto con respecto de su realidad.
- ¿Estuvo allí? –preguntó Ismael desde su mostrador, con la curiosidad característica de los morbosos. Ismael era el típico hombre que se interesa por los detalles más escabrosos de este tipo de accidentes. - Así es, mi amigo –respondió el extraño volviéndose hacia Ismael-. Casi siempre estoy en lugares donde pasan esas cosas… Por los hospitales ando mucho, también. A Manuel le volvió un poco el alma al cuerpo. El tipo sería médico. - ¿Y en que le pifiaron los del informativo? –quiso saber el Chino Álvarez. - Por empezar, el que corría la picada contra el pibe no se dio a la fuga… El otro tipo era yo. - ¡Sinvergüenza! ¡Caradura! –saltó el Gallego ofuscado, se ve que al tipo ya lo tenía entre ceja y ceja por invadir su lugar sagrado de encuentro y aprovechó la primer excusa para descargarse. Con una mano estrujó el diario Crónica que estaba leyendo y con la otra golpeaba frenéticamente la mesa- Por su culpa murió un pobre chico; usted encima se escapó y ahora viene lo más orondo a contarlo acá como una hazaña. -Tranquilo, amigo. El chico no murió por mi culpa, aunque eso depende del punto de vista que se lo mire. ¡Qué yo tuve que intervenir no lo niego! Pero no fue mi culpa. El chico ya estaba condenado… ¡Es más, yo lo único que hice fue darle una oportunidad para ver si zafaba! Pero claro, tengo que admitir que es un poco difícil ganarme a mí, a lo que sea. El alboroto y la indignación se generalizaron en aquel bar perdido de Barracas “Viejo”. Martínez lo insultaba a gritos y Costas le insistía a Ismael para que llamase a la policía. Manuel tuvo ganas de ponerse de pie y pegarle una buena trompada, pero la mirada serena del viejo ante tanto atropello lo disuadió. Finalmente, el extraño se puso de pie y pidió calma con un gesto de sus manos. - ¡Señores cálmense, por favor! –dijo y luego miró a Ismael que ya estaba con el tubo del teléfono en la mano- Y usted cuelgue, no hay necesidad de llamar a nadie. Déjenme que termine de explicarles. A sus palabras, ahora, siguió un largo silencio. Ismael dudaba en si dejar el tubo en su lugar o realizar la llamada, pero ante la insistente mirada del extraño, colgó. Por último, Manuel dando un suspiro asintió con su cabeza y le dijo al viejo: - ¡Dele, explíquese! Y espero que sea una buena explicación, si no… ¿Si no, qué? ¿Qué iba hacer contra ese tipo de lo más siniestro? Manuel alzó un poco la vista como pidiendo al cielo y deseó que la explicación del tipo fuera lo suficientemente convincente, y que todo se tratase nada más de una confusión. - Bien. Como les dije antes, yo siempre suelo estar en accidentes como ese, y en hospitales, aunque también a veces voy por oficinas, escuelas, negocios, obras en construcción o, simplemente, en casas particulares. Es decir, allá donde haya una muerte ahí estoy yo. - ¡Ah! El señor es policía –intentó adivinar Ismael. El extraño negó con la cabeza y Manuel creyó notar una sombra de diversión en su media sonrisa. - ¿Vos so uno de esos dotore forense que le dichen? –probó el Tano Bernuncio con ese cocoliche tan característico en su hablar. El tipo volvió a negar con la cabeza. - No es médico forense, pero trabaja en la morgue… Es camillero… - No, señores. Mi oficio es un poco más antiguo. Porque, señores, yo soy La Muerte –el hombre se detuvo un momento para estudiar la reacción de sus interlocutores que, por supuesto, comenzaron a mirarlo como a un loco. Pero de todas formas el tipo continuó-. Ese chico del accidente se llamaba Ignacio Segura y, como también dije anteriormente, ya estaba condenado. Le había llegado su hora, como dicen ustedes.
El tipo extrajo un papel plegado de un bolsillo interior de su elegante saco. Lo abrió y lo arrojó sobre la mesa ante su improvisado y silencioso público. Todos se lanzaron hacia allí para ver de qué se trataba. Una planilla, era una simple planilla mecanografiada. - Esa es la Planilla de Bajas que Dios confecciona cada semana. Fíjense, el nombre del pibe está ahí. - ¡Acá está! –exclamó el Gallego metiendo inescrupulosamente uno de sus gruesos dedos sobre el lugar donde podía leerse: Ignacio Segura- ¡Pero, hombre! Aquí dice: “Causa de muerte: arrollado por una camioneta al bajar de su auto”, y todos vimos en el noticiero que el pibe murió al chocar contra un camión de caudales mientras corría una carrera. - Sí –admitió el tipo-, pero son formas. Morir murió igual. Lo que pasa es que de un tiempo a esta parte mi trabajo me aburrió y tuve que buscarle la vuelta. Ustedes comprenderán que desde que el mundo es mundo yo vengo haciendo este trabajo, y no puedo renunciar y buscarme otro empleo como podrían hacer cualquiera de ustedes, así que tuve que hacerlo un poco más divertido para mí. Manuel se horrorizó. No tenía dudas que el tipo este estaba loco de remate. Se trataba seguramente de un peligroso asesino serial, que elegía a sus victimas en la guía telefónica, los anotaba en esa planilla y pensaba una muerte atroz para cada uno de ellos. A este muchacho se ve que no lo había podido atropellar y por eso lo persiguió y lo hizo chocar. En la primera oportunidad que tuviera le haría una seña a Ismael para que llamase a la policía, pero el muy idiota, como el resto, miraba embobado a ese loco sin apartar sus ojos de él. - La cosa –continuó el tipo con su discurso- es que ahora intento darle una oportunidad de vivir al condenado. Lo hago jugar a algo contra mí, algo que al susodicho le guste jugar o juegue bien, si me gana no se muere. Pero claro, como también ya dije antes, es muy, pero muy difícil ganarme a mí. El pibe éste chocó contra el camión porque ya estábamos por llegar a la meta y yo le sacaba medio coche de ventaja, intentó pasarme y se comió el camión cuando yo ya había ganado… - La verdad, amigo, es muy difícil de creer lo que acaba de contar ¿No le parece? –dijo Ismael desde el mostrador. Manuel intentó hacerle señas para que telefoneara, pero éste ni siquiera lo miró. - Sí –añadió Costas-, o usted es un versero o un loco de remate. Además… no creo que Dios vaya a hacer una lista de bajas escrita a máquina… El tipo sonrió aún más perversamente que antes. - No me creen… Bueno, no puedo culparlos, yo tampoco creo que lo creería si fuera un mortal y me lo contaran. Pero veamos: ¿por qué creen que estoy en este bar de morondanga, entonces? ¿Piensan que me molesté sólo para contarles quien soy, qué hago? ¿Creen que quiero invitarles una ronda? ¿Piensan que me gusta verles las caras de estúpidos con que me están mirando? No, señores. No terminaron de leer la lista… Los siete últimos casilleros, esos que aún no tienen mi firma… Todos quisieron leer al mismo tiempo y casi chocaron sus cabezas entre sí del apuro. Entonces, Bernuncio tomó la lista y leyó en voz alta con ese acento italiano que aún se negaba en desaparecer. - Gutiérrez, Jesús; Álvarez, Joaquín; Tarombutti, Ismael –la energía con que había comenzado a leer se fue diluyendo a medida que iba leyendo los nombres-; Tejadas, Manuel; Costas, Horacio; Martínez, Arnaldo… y Domingo, Bernuncio. El Tano, cuando alzó la vista para mirar al extraño estaba más pálido que el mismo extraño. Los otros estaban igual. Claro que Manuel seguía pensando que el tipo era un asesino y que por esas cosas del destino, justo había sacado de la guía los nombres de ellos siete. - Lo siento muchísimo pero les ha llegado su hora –dijo el tipo con la frialdad propia de los médicos que están acostumbrados a tener que dar los peores pronósticos-. Pero no se desanimen, aún pueden salvarse si me ganan a algo… Elegí la generala porque sé que a todos les gusta mucho y aquí juegan siempre. Ahí fue cuando explotó el Gallego nuevamente; estaba como una pava hirviendo. - ¡Esto es una joda ¿no?! ¡Mire pelmazo, usted está loco! ¡Loco! ¡Y yo me mando a mudar! ¡Voy a ver si encuentro a algún vigilante para que lo saque a patadas del bar! El extraño no hizo nada por detenerlo. Lo dejó salir ofuscado del bar, con el Crónica arrugado enrollado bajo el brazo. Los otros lo vieron marcharse; lo vieron cruzar la avenida Vieytes casi sin mirar y vieron como el colectivo 134 se lo llevaba puesto y lo levantaba por el aire. Como impulsados por una voluntad invisible, todos miraron al mismo tiempo al extraño. El tipo arqueó las cejas y se encogió de hombros. - Yo le avisé. Se perdió la oportunidad de zafar –dijo casi como si fuera un maestro reprendiendo a sus alumnos. Bernuncio volvió a mirar la planilla, en el casillero donde estaba el nombre del Gallego, y leyó en voz alta y temblorosa: - Gutiérrez, Jesús: Atropellado por un colectivo al salir del bar “La Esperanza”. De inmediato, como si se hubiesen puesto de acuerdo mentalmente, todos corrieron a sentarse a una mesa, incluso Ismael. Ya nadie pensaba que ese hombre era un loco, excepto que la casualidad cruel haya querido poner fin a la vida del pobre Gallego, del mismo trágico modo que el pergeñado por ese psicópata asesino. - ¿Traigo el cubilete con los dados? – preguntó con un respeto solemne el dueño del bar. - No hace falta –respondió el extraño-. Yo traigo los míos. El cubilete era negro, bien negro, y tenía dos calaveritas blancas en relieve. Los dados eran rojos y en lugar de tener los clásicos puntitos que representan los números en cada cara, éstos tenían pequeñas crucecitas, excepto donde estaba el “as” que estaba representado también por calaveritas bien blancas. - ¿Quién empieza? –preguntó distraídamente La Muerte sacudiendo el cubilete y haciendo un tiro de prueba como para calentar la mano. Generala servida sacó; los otros tragaron saliva, desesperanzados.

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