martes, 7 de abril de 2009

Noche Misteriosa.

Aquella noche cambió mi vida, para siempre. Todos tenemos una noche, un día, una hora, un segundo, en que nos cambia la vida radicalmente. Más tarde o más temprano, como un certero dardo, a todos nos llega ese momento, fatídico o dichoso, pero transformador para el resto de nuestros días: el nacimiento de nuestro primer hijo, el sentencioso diagnóstico de una enfermedad incurable, un nombramiento importante, el azaroso encuentro con una ignota persona que puede resultar el gran amor o un demente que nos quite la vida por nada, el trivial momento en que se nos cruza por la mente jugar un número en la lotería que no es otro que el ganador del premio mayor… No podría asegurar todavía si mi cambio ha sido bueno o malo; sí puedo afirmar que aquel misterio jamás pudo ser develado por mi mente, nunca pude saber porqué razón me vi envuelto en aquella situación, porqué motivo se me dio la posibilidad de tal experiencia, ni puedo decir si se trató de una maldición o un regalo divino. Lo cierto es que ya no fui el mismo desde entonces, pero ¿quién podría continuar igual, inalterable, después vivir una cosa semejante? A partir de entonces, me convertí en una persona solitaria, sombría, esquiva, me alejé de todas las personas que conocía, que amaba… Un buen motivo para considerar fatal a mi cambio; sin embargo, si pienso que a partir de aquel instante me fue dada la posibilidad de descubrir, de ver, de presenciar, cosas y hechos que otros no pueden, que pude asistir a sucesos que al resto de los mortales les están vedados, podríamos catalogarlo de beneficioso. Pude acceder a un mundo maravilloso, fantástico, aunque también terrorífico y siniestro; un mundo que convive paralelamente con el nuestro. Hay una Buenos Aires dentro de otra, un mundo dentro de otro, como las muñecas rusas, esas que encajan una dentro de la otra, quedando así oculta la belleza de una por la de una mayor, engullidas por la oscuridad interior de la que las contiene. Así es esta ciudad, así es este mundo; hay uno dentro de otro, cada uno bello, a su manera, pero encerrado en el otro y velado por su propia sombra. Un misterio que oculta otro misterio, envolviéndonos, rodeándonos, acechando para irrumpir en el momento menos pensado de una forma violenta e irreverente. Pero mi propósito no es hablar de aquellos misterios solapados, sino de aquella misteriosa noche en que todo cambió para mí.
Ni mi nombre ni mi profesión son importantes para este relato, baste saber que entonces era un tipo común con un trabajo común, uno más entre millones de personas que habitan esta ciudad. Aquella noche había trabajado hasta tarde. Era invierno. ¿Cómo olvidar ese detalle si fue uno de los más crudos que se vivieron en los últimos años? Y justamente esa noche, fue la más fría de todas. Como de costumbre, cuando me concentro en algún trabajo importante, me había olvidado de la hora, del hambre y del cansancio. Concentrado en el monitor de la computadora, mientras mis dedos danzaban sobre el teclado preparando un informe, apenas advertí cómo las horas habían pasado y quedé solo en la oficina. Un café se heló en mi taza preferida aguardando que lo bebiera; el pesado cenicero de porcelana exhibía orgulloso una veintena de colillas de cigarrillos. El viejo reloj de péndulo de la pared, a mi derecha, indicaba que faltaban quince minutos para las nueve de la noche. Confieso que me sorprendí de mi propia dispersión, la última vez que había consultado la hora había sido a las seis y media de la tarde. En un intento de desentumecerme, arqueé mi espalda contra el respaldo de la silla de mi escritorio, que no era nada cómoda, y restregué mis ojos irritados de tanto fijarlos en la pantalla. Los huesos me crujieron como quejándose y mi estómago gruñó de hambre. Decidí que era un buen momento para hacer un alto, ir a mi casa, tomar un baño caliente, comer algo sustancioso y descansar para regresar al día siguiente con renovadas fuerzas. De modo que busqué mi abrigo, que se encontraba en algún rincón de la desordenada oficina, apagué la computadora y las luces, y abandoné el lugar sin pensar, sin imaginarme que mi vida se iba a trastocar de una manera tan ilógica.
La soñolencia que sentía desapareció en el instante mismo en que crucé el umbral. El frío era cortante y me espabiló de golpe. Una densa niebla estaba bajando lentamente haciendo que los antiguos edificios de la calle San José se borronearan tras ella. Casi de inmediato, la enorme puerta de barrotes de hierro negro rematados por puntas de bronce pulido que acababa de dejar atrás desapareció tras aquel velo. Extrañamente, las calles estaban silenciosas y una quietud preocupante parecía envolverlas. Sólo escuchaba el eco de mis pisadas y, al alcanzar la esquina, el maullido de un gato que fugazmente se perdió por algún techo o balcón que la niebla no me permitía ver. Con apretado paso, enfundado en mi negro y pesado sobretodo, las manos en los bolsillos y las solapas levantadas, recorrí las poco más de cuatro cuadras que me separaban de Avenida de Mayo, con una extraña sensación de desasosiego. O bien algo estaba andando mal, o bien yo nunca había reparado en lo silenciosa y despoblada que se había convertido Buenos Aires por las noches. Aquello de “Buenos Aires, la ciudad que no duerme”, había quedado en el recuerdo de otros tiempos más felices donde la inseguridad no asechaba, pensé yo, ignorando que todo estaba más allá de una cuestión de seguridad o de tiempos mejores. Siempre que se me hacía tarde me dirigía a Avenida de Mayo para tomar un taxi, pues los colectivos suelen tardar bastante y los taxis son muy difíciles de encontrar en las calles alejadas de las avenidas. Las luces de la calle se esfumaban tras el velo gris de neblina, mis pasos retumbaban en el profundo silencio misterioso de aquella noche misteriosa, cruda y despiadada. No había viento, pero el intenso frío igual calaba los huesos y hacía inútiles los abrigos. La quietud era casi mortal. De pronto tuve la sensación de estar caminando por un desolado e inmenso cementerio. Apenas el rumor lejano de un colectivo que huía perezosamente en algún lado, tras la niebla, fue el único sonido que llegó a mis oídos. No pude ver ningún vehículo circulando por las calles, ni siquiera estacionados. Tampoco vi gente caminando. Realmente era como si la ciudad estuviera muerta y yo fuera el único superviviente. Me sentí por un momento el protagonista de aquel relato de Matheson, “Soy Leyenda”, y realmente ese pensamiento comenzó a inquietarme. “Esperá a llegar a la avenida, allí seguro habrá gente y autos circulando”, me dije mientras me encendía un cigarrillo, tratando de tranquilizarme. Pero en la avenida la situación no varió, salvo que las luces borroneadas por la niebla se multiplicaron, en cantidad y colores. Ya no eran sólo las pálidas luces del alumbrado público, sino que se sumaban multicolores borrones de neón, de letreros y vidrieras. Pero ni gente ni automóviles se veían por ninguna parte. La quietud, la falta de vida, se acentuaban allí, tal vez, porque tenía conciencia de lo transitada y bulliciosa que solía ser esta avenida durante el día, o las noches normales podría agregar ahora. Uno de los hechos que más me llamó la atención fue encontrar las pizzerías y los bares cerrados. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, nunca supe si a causa del inclemente clima o por el silencio espectral que me envolvía. De todas formas, testarudo o ignorante, aplasté mi espalda contra un poste de luz esperando un taxi que nunca iba a pasar. Una hora se prolongó mi espera, devorándome un cigarrillo tras otro a pesar de las quejas de mis pulmones saturados, y temblando por el frío que me obligaba a frotarme las manos y a dar pequeños saltos cada tanto. Nunca pasó un vehículo por dónde yo estaba. Sin embargo, por la calle Salta una vez, y por la calle Lima dos veces más, creí divisar las formas inconsistentes de unos colectivos que desgarraron la niebla. Pero donde yo aguardaba, pegado al poste, no había pasado siquiera un auto particular. Decidí entonces caminar hasta la avenida 9 de Julio, convencido que allí tendría más suerte. Una vez más, mis pasos eran el único sonido que se escuchaba, pero ahora, tiesos maniquíes difuminados parecían saludarme desde sus celdas de vidrio, o tal vez pedirme auxilio.
Una vez más aguardé en vano que la vida decidiera venir a buscarme, pero como una macabra broma, en el preciso lugar dónde había perdido una hora anteriormente, la luz amarilla de un taxi rompió la blanca monotonía de la bruma y tras él, un colectivo de la línea 102 se esforzó por darle alcance. Escupí las mil maldiciones e insultos conocidos por mí y, casi con resignación, volví al punto de partida. Y otra vez nada, o mejor dicho la nada… Pero podría jurar que, cuando crucé Santiago del Estero, escuché el ronroneo de un motor y el taconeo apresurado de algún transeúnte a mis espaldas. La ciudad ya se había perdido completamente tras la niebla y el frío pareció aumentar. Mi reloj marcó las doce y media de la noche y el último cigarrillo fue apresado por mis labios con cierto nerviosismo. Otro taxi había pasado por la calle Lima, y hasta me pareció distinguir las siluetas de tres o cuatro personas recortarse contra la bruma. Mi mano, crispada por los nervios, abolló el paquete de cigarrillos vacío y lo guardó en un bolsillo de mi abrigo. De pronto comprendí lo que estaba sucediendo. Parecía ser que por alguna extraña razón la vida se alejaba de donde yo me encontraba o de hacia donde me dirigía. La vida parecía escapar de mí. ¿Estaría muerto?, fue el primer interrogante que me vino a la mente. ¿Por eso tanto frío? Sentí que las piernas me temblaban y un nudo oprimió mi estómago. Las manos dentro de los bolsillos del sobretodo, se humedecieron de sudor, pero estaban heladas. “No”, me dije, y lo grité bien fuerte como para que fuera más convincente. Tan fuerte grité que el eco persistió unos largos segundos en la desolada avenida. No, no podía estar muerto. Estaba respirando, estaba tragando el humo del cigarrillo, podía sentirlo en mis pulmones. Me repetía eso a cada instante, pero la verdad es que no me sentí muy convencido. Entonces fue que volví la cabeza hacia el norte, donde en algún punto estaba la Avenida Corrientes. En algún lado, tras el fantasmagórico manto que ocultaba a la ciudad, debía estar Avenida Corrientes, y allí sí tendría que haber gente, colectivos y taxis. Las famosas librerías de viejo tendrían que estar abiertas como de costumbre, y las pizzerías, los bares, los teatros… La Avenida Corrientes presentaba la misma desesperante desolación que la Avenida de Mayo, y que Lima y que todas aquellas calles que yo había recorrido aquella noche. Mis nervios aumentaron y la angustia me estrujó el corazón. Tal vez sí estaba muerto, después de todo. Esta vez no me quedé a esperar en vano; el pánico ya se había apoderado de mí por completo. Mi mente era un torbellino de pensamientos irreales, fantasiosos y aterradores. Traté de calmarme. “Es el estrés”, me dije. “Demasiado trabajo”, y enfilé por Talcahuano a mi casa. Debía llegar a mi casa y lo iba hacer caminando si era necesario. Una cuadra tras de otra fui dejando atrás esa noche. Algunas veces corriendo, otras, cuando mi falta de oxigeno y mi fatiga me lo exigían, caminando a paso ligero. Las calles siempre vacías, siempre calladas, siempre muertas. Y cada una que dejaba atrás, desaparecía engullida por esa bruma que persistía y se intensificaba al igual que mi desesperación. La locura fue ganando terreno a la poca cordura que quedaba en mi mente, hasta que de pronto, no me acuerdo si llegando a la calle México o a Venezuela, una luz intensa, poderosamente blanca rompió con la monotonía mortal que imponía la niebla, y una melodía que sonaba a antigua llenó el aire frío de aquella noche de locura. Corrí hacia ella como si en la luz pudiera hallar mi salvación, y exactamente eso fue lo que sentí al verla; pero de pronto mi miedo aumentó nuevamente y me hizo detener. ¿Acaso no sería esa la dichosa luz que dicen ver los que regresan de la muerte? Transcurrieron unos eternos segundos de meditación, pero finalmente me encogí de hombros y volví a lanzarme hacia ella. ¿Acaso importaba ya? Fuera lo que fuera, quería terminar con esa noche de pesadilla… Y la luz resultó ser nada más que la simple luz de un bar. Sí, un bar abierto y aparentemente con gente, aunque estaba seguro que jamás había visto ese bar en esa cuadra. Entré con desesperación, como quién llega a un oasis luego de días de vagar por un desierto…
No era un bar muy grande y conservaba el estilo de los cafetines de los años cincuenta. Unas pocas mesas de fórmica con sillas tonette, un largo mostrador gastado, una vieja máquina de café, un gran espejo algo ennegrecido y una “fonola” que tocaba el tango “Sur” interpretado por la inconfundible voz de Edmundo Rivero, formaban aquel escenario escapado del pasado. Sólo un hombre estaba allí, un hombre mayor pero no viejo, de rostro anguloso y pobladas cejas negras. Su abundante cabello gris, cortado prolijamente, estaba peinado a la gomina. Lucía un arrugado traje marrón con finas rayas blancas, de anchas solapas; camisa blanca y corbata al tono con gran nudo corazón. Un viejo cenicero de lata con la publicidad de un vermouth, poblado de colillas y cenizas, acogía a un cigarrillo a medio fumar, cuyo humo se enroscaba ante su rostro con el humo que emanaba una taza de café. Sus codos apoyados en la mesa, sus manos entrelazadas sostenían el mentón prominente. Un anillo de plata con una gran piedra negra le brillaba orgulloso entre sus huesudos dedos. Me observaba con una gran sonrisa, y su mirada tenía cierto brillo que me hizo pensar que me estaba aguardando desde hace tiempo. - Por fin llega –me dijo-. Siéntese por favor. - ¿Me conoce? – le pregunté atónito. No iba a sentarme, pero sin poder evitarlo me desplomé en la silla. El hombre sonrió. - ¿Conocerlo? No. Pero de todas formas lo estaba esperando. - ¿Esperando? –miré a mí alrededor, a aquel lugar anacrónico, pasado de moda y luego volví a mirar al hombre, también como arrancado de una vieja película de tangueros- ¿Estoy muerto? –pregunté al fin- ¿Esto es la entrada al cielo o algo así. El hombre lanzó una carcajada divertida, tomó su cigarrillo y le dio una larga pitada. Yo moría por un cigarrillo y creo que lo adivinó. Me ofreció uno extendiéndome un arrugado paquete de unos antiguos Jockey, de esos cuando el atado era blanco en vez de rojo. Acepté, por supuesto, y lo encendí gustoso. - No, amigo, no está muerto. Quédese tranquilo. - ¿Entonces qué es todo esto qué me está pasando? - Vea, usted ha cruzado la Frontera. El hombre se quedó mirándome unos segundos, creo que para estudiar mi reacción. Luego dio una última pitada a su cigarrillo y lo aplastó en el poblado cenicero. - ¿Qué Frontera? ¡Explíquese mejor! –le dije alarmado. Los nervios estaban por estallarme, y por el contrario de lo que había pensado, no encontré sosiego ni calma entrando a ese bar del infierno. - Usted ha cruzado la Frontera de las Realidades –me respondió y arqueó las cejas al tiempo que lanzaba una sonrisa divertida. Creo que realmente disfrutaba de mi desconcierto y mi desesperación. - ¿Realidades? ¿Me está queriendo decir que estamos en una realidad paralela o algo así? ¡Usted me está tomando por idiota, ¿no?! ¿Tiene ganas de divertirse a costa mía? El hombre negó con la cabeza acentuando un poco su sonrisa, esta vez como compadeciéndose de mí. - Nada más lejos de hacer tal cosa, amigo –miró la vieja máquina de café, luego volvió a mirarme-. Tranquilícese. ¿Quiere un café? Esta vez fui yo quien negó con la cabeza, no estaba con ánimos de tomar nada. - Mire –continuó después de un rato-, corríjame si me equivoco: usted estaba en la calle, en una Buenos Aires inusualmente desierta y silenciosa. Lo atrapó la niebla y un frío mortal… Hasta estoy seguro que por donde usted andaba no pasaban ni autos ni gente… - ¡Así es! –respondí- Pero, lo curioso es que, a unas pocas cuadras, sí. Parecía que todo continuaba normalmente. - ¡Exacto! ¿No le parecía a usted qué dónde estaba no había vida? ¿Qué a donde iba, la vida se escapaba, lo esquivaba? - Sí. Eso mismo sentí. - Bueno, eso es porque atravesó la Frontera, o la estaba atravesando parcialmente. Donde pasaban los autos, se puede decir que estaba la realidad, o mejor dicho, su realidad; donde usted se encontraba, era la nueva realidad a la que había ingresado o estaba por ingresar. ¡Ésta! En la que estamos ahora… No dije nada. Miré a mi extraño interlocutor con perplejidad. El hombre volvió a sonreír y bebió un sorbo de su café. - ¿En serio qué no quiere uno? –me preguntó enseñándome la taza- Este café es buenísimo. - No –dije casi como un autómata- ¿Cómo fue que pasó? ¿Cómo crucé esa Frontera que usted dice? - Bueno, eso no es sencillo de responder, amigo. Algunos la cruzan accidentalmente, tienen el potencial para hacerlo y no lo saben; otros saben que pueden hacerlo y lo hacen por propia voluntad. Eso sí, desde el momento en que se cruza la Frontera y ano hay vuelta atrás. Volverá a cruzarla muchas veces, quiera usted o no.
Mi desesperación llegó a su punto máximo, toda aquella conversación era de locos. El cigarrillo, creo, sólo me duró unos pocos segundos. Lo fumé en tres o cuatro pitadas, lo apagué, y sin pedirle permiso al hombre, agarré uno nuevo. El hombre volvió a soltar otra risa. - ¡Cálmese, amigo! ¡No es tan malo! Usted presenciará cosas maravillosas, cosas que jamás imaginó ver. Puede decirse que es un privilegiado, somos unos privilegiados. No sé si por casualidad o porqué razón, verdaderamente, pero créame, que es un privilegiado. A veces puede cansarlo un poco, pero si quiere el consejo de un gil, trate de acostumbrarse y disfrutarlo en la medida de lo posible. ¡Total no va a poder escapar a su destino! - ¡Espere! ¡Espere! Usted va muy rápido –le dije y me pasé la mano por mi desordenada cabellera oscura. Una manía que suelo repetir cuando estoy nervioso-. Yo no quiero nada de esto, yo no pedí… El hombre alzó las manos con las palmas vueltas hacia mí y sonrió como disculpándose. - Lo siento, amigo. Yo no soy quien pone las reglas. Mi función aquí, es sólo la de explicarle, más o menos, que fue lo que le sucedió y donde está parado. - ¿Y quién es el responsable? ¿Quién lo envió a hablar conmigo, entonces? - Vea, como en todas las cosas, hay una cadena de mando. Hay escalafones y distintos grados… Pero que yo sepa nadie conoce al mandamás, al menos yo no conozco nadie que lo conozca. Pero no se preocupe más, hombre. Ahora vaya, vaya nomás, y no se alarme, que en el fondo no es tan malo. Ahora si me disculpa, debo pasar al baño. El hombre se puso de pie, me volvió a regalar una sonrisa y se alejó con cierto aire de compadrito hacia el fondo del local, para desaparecer por una puerta gastada que estaba junto al gran espejo. El disco de la fonola dejó de tocar y de pronto, caí en la cuenta que, una vez más, estaba rodeado por un silencio tan profundo que casi se podía palpar. Permanecí sentado un buen tiempo, esperando que aquel extraño hombre retornara del baño, aún tenía unas cuantas dudas que despejar. Traté de ordenar un poco mis ideas, pero me fue imposible. El hombre no regresó. Cuando hubo pasado un buen rato, me levanté muy despacio y me dirigí hacia la puerta del fondo, que tenía un cartelito que rezaba en letras fileteadas: “Caballeros”. Primero golpeé respetuosamente. Nadie me contestó. Otra vez sentí el nudo en el estómago y el sudor frío en mis manos. Finalmente, respirando hondo, abrí la puerta y entré. El baño estaba vacío. Era un sucio recinto, cuadrado y pequeño, con una pileta a mi izquierda cuya canilla goteaba sin cesar, una hilera de tres mingitorios manchados de óxido en su interior a mi derecha, y un inodoro sin tapa frente a mí, con un largo hilo de nylon reemplazando la cadena del depósito. Del tipo que apenas unos minutos atrás había estado hablando conmigo, o por lo menos eso es lo que había creído, no había rastros, pero no había otra salida ni ninguna ventana por la que se podría haber fugado. Simplemente se había esfumado. Abandoné el baño algo mareado y totalmente confundido. ¿Realmente había existido la conversación con aquel tipo? Cuando volví a sentarme en la mesa, aún estaba el cenicero repleto de colillas, la taza del café que el hombre había estado bebiendo y su paquete de cigarrillos. Casi automáticamente tomé el atado y saqué un cigarrillo, lo encendí y traté de calmarme, de intentar pensar con claridad, pero no lo logré. Allí me quedé abstraído, con la mente en blanco, habiendo perdido la noción del tiempo… No sé si estuve minutos o largas horas. El cigarrillo lo fumé todo y lo apagué, luego, creo, el cansancio me venció finalmente y mis ojos se cerraron.
Me desperté súbitamente, aterido de frío y sobresaltado por el violento bocinazo de un colectivo… Y volví a sobresaltarme. Me encontraba de pie, con la espalda apoyada en un poste, en Avenida de Mayo y San José. La pizzería “La Continental”, parecía que acababa de cerrar, y se veía como los mozos acomodaban las sillas sobre las mesas para poder limpiar el salón. Había tráfico, no excesivo, pero autos y colectivos estaban pasando delante de mis narices; incluso algunas personas pasaban junto a mí arrebujadas en sus abrigos. No había niebla y la noche me regalaba un cielo plagado de estrellas y la luna derramaba su plateada luz sobre los edificios añosos de Congreso. Frente a mí, rutilante, majestuoso como un rey entre el resto, se erigía el Palacio Barolo. Miré mi reloj, eran las dos y media de la madrugada. Me es imposible describirles lo que sentí en aquel momento. Toda clase de sensaciones y sentimientos se amalgamaron en mi alma. ¿Me había quedado dormido? ¿Eso era lo qué me había sucedido? ¿Esa era la respuesta al por qué de aquella noche de locura? El ronroneo de un motor gasolero me desvió de mis pensamientos. Reconocí la típica luz amarrilla del cartel de un taxi y la luz roja de su banderita que indicaba que estaba libre. Cansado, ansiando estar ya en mi casa, estiré el brazo para pararlo y me zambullí en su interior, desparramándome en el asiento trasero. Me relajé un poco al avanzar por la avenida, mezclados ya en el tránsito normal de la ciudad a esas horas, viendo gente, gente caminando, gente en algunos bares, basureros haciendo su trabajo, cartoneros emulándolos tristemente… A un lado estaba la plaza de los Dos Congresos, el monumento encerrado en rejas, más allá, el Congreso mismo, con su fachada y su cúpula iluminada… Nunca me sentí tan feliz de ver aquel edificio gris, histórico y mancillado por tantos que pasaron por sus recintos. De pronto solté una carcajada. El taxista me miró con desconfianza por el espejo retrovisor, pero sinceramente no me importó. Un sueño, todo había sido un sueño. Definitivamente tendría que trabajar menos, me dije, el cansancio me había hecho dormir de pie, contra la columna… Distraídamente, metí las manos en los bolsillos de mi abrigo y sorprendido palpé un paquete de cigarrillos casi lleno. Nuevamente di un sobresalto y la risa se me cortó en seco. Yo recordaba perfectamente que se me habían acabado durante la espera, allá en la avenida, y que lo había abollado. Pero enseguida sonreí aliviado, seguro que eso también había sido parte del sueño. Entonces saqué el paquete para encenderme un cigarrillo y terminar de relajarme, pero el corazón casi se me paralizó, y no pude evitar que el miedo me invadiera por completo nuevamente. El paquete que tenía entre mis manos era un Jockey, de esos viejos, de cuando tenía el envoltorio blanco en lugar de rojo.

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