martes, 7 de abril de 2009

El Amuleto. Parte 2

Jimmy no se había equivocado, y tan poco había sido soberbio en su autohalago. Ambas comidas estaban buenas, pero el conejo había sido el mejor que había probado en años; y todo acompañado por un excelente vino tinto. Luego ordené un café, aunque me insistió en que probara su fabuloso té negro. No estuvo mal el café, pero debo reconocer que se notaba que no era su fuerte. Finalmente, con una copa de brandy, obsequio de la casa, fui invitado a unirme al grupo de la chimenea. - Entonces, amigo, ¿de dónde es, usted? –me preguntó uno, el más viejo de todos. Un hombre no muy alto de rebeldes cabellos blancos y anchas patillas, mentón afilado y prominente y una nariz algo respingona. Pensé en ese momento que bien podría tratarse de un Ganapies o un Tejonera, claro exceptuando que este viejo tenía una horrible cicatriz que le surcaba el rostro y le atravesaba el ojo derecho que ya no estaba, y ocultaba su cuenca vacía bajo un parche negro-. Por que se nota que no maneja del todo bien el idioma -continuó. - Es verdad. Es que soy de Argentina –respondí tímidamente esperando que muchos se ofendieran o dejaran de hablarme, hay una historia de resentimientos y grandes desacuerdos entre ambos países, pero no fue así. Bueno, no del todo como lo esperaba. - ¿Argentina? –preguntó otro, divertido. Éste era algo más joven que el primero, aunque no mucho. Era un cincuentón, calvo y regordete. Me recordó más a Cebadilla Mantecona. Sus saltones ojos grises se pasearon por mi persona- Nos han robado ese partido –me dijo-. Maradona será un genio pero el primer gol lo convirtió con la mano. No había rencor en su tono de voz, ni reproche. Sonó más bien como reconociendo la picardía de Diego. Debo admitir que un comentario de ese tipo no me lo esperaba en un lugar como ese. Casi el hechizo de pensar que estaba en la Tierra Media se había hecho añicos. - ¡Basta ya de fútbol, Samuel! –le espetó Jimmy desde su posición, otra vez delante de la diana- Discúlpelo, amigo, pero no sabe hablar de otra cosa. Yo me reí, pero mis ojos una y otra vez volvían a posarse en los objetos velludos que colgaban de la chimenea. “Apuesto a que puede hablar de algo más que de fútbol”, pensé mientras miraba una de esas cosas. - ¿Qué hace en este lugar un argentino? –me preguntó el viejo del parche, era el que tenía el tono de voz más seco y menos amistoso. - Estoy de vacaciones –dije y bebí un trago de brandy-. Quería conocer la campiña británica. Por supuesto que no les expliqué que buscaba un lugar parecido a Hobbitton ni que encontraba a todos ellos muy parecidos a hobbitts. Sin embargo el parecido cada vez se diluía más. Había una tensión extraña en el ambiente, que nada tenía que ver con el clima agradable de los hobbitts, y sus miradas eran duras por más que se esforzaran en mostrarse lo más amables que podían. - Equivocó la ruta, amigo –me espetó el viejo y tomó de su brandy-. Éste no es lugar para un argentino… ni para nadie. Ni siquiera para un británico de otra ciudad. - ¡Basta ya, Old Chuck! –le gritó Jimmy desde su lugar, sin apartar la vista de la diana-. Deja al hombre que disfrute de sus vacaciones donde quiera. Deberías agradecer que venga aquí a gastar su dinero. Se produjo un horrible silencio. Demasiado prolongado para mí gusto. El viejo Chuck se acomodó en su silla y me dio la espalda para encarar el fuego del hogar. Samuel, creo intentó decir algo, pero sus palabras no llegaron a salir de su boca. Quizás iba a comentar algo sobre fútbol, por eso se arrepintió. Los otros tres tenían sus miradas sombrías perdidas en sus vasos de brandy. Esos bien podrían haber sido hobbitts más jóvenes, incluso uno me recordaba a Sam Ganyi. El único sonido que se escuchaba era el ¡TOC! ¡TOC! de los dardos de Jimmy al clavarse en la diana, casi siempre en el centro. Quise quebrar ese silencio que me estaba crispando los nervios. Sentía que toda aquella amabilidad se había esfumado finalmente de aquel salón y todo se debía a mi presencia. Se me ocurrió entonces sacar el mapa de rutas que tenía en el bolsillo de mi campera y se los mostré a los hombres. - Necesito llegar a Rayleigh. ¿Alguien podría explicarme como hacerlo? La verdad es que estoy un poco perdido, debo haber tomado un desvío equivocado. Ni sé en que ruta estoy… - ¿A Rayleigh? –preguntó Samuel y en su tono de voz y en su expresión se vio reflejada una gran preocupación-. Para llegar allí debe pasar por el bosque-dijo dirigiéndose ahora a otro, al que se parecía a Sam. - Mejor pegue la vuelta, amigo –dijo de pronto Chuck volviéndose nuevamente hacia mí-. Hay un camino de tierra por aquí cerca que lo llevará a Epping. Regrese y olvídese de este lugar, o al menos vuelva durante el día… - ¿Acaso hay ladrones o algo por el estilo? –pregunté un poco preocupado, aunque se que a ellos la pregunta les sonó ingenua. - Piense lo que quiera, pero no vaya a Rayleigh, no por esta ruta. Esta vez Jimmy no intercedió por mí, y pude notar que todos, cuando terminó de hablar el viejo, miraron los objetos que colgaban por todo el salón. La camisa de Chuck se había abierto un poco en el pecho, y asomó un objeto idéntico a los otros que colgaba de su cuello con idéntico cordón rojo. Como advertí, después de unos cinco minutos de silencio total, sosteniendo el mapa como un estúpido, que no me iban a ayudar, guardé el plano, llamé a Jimmy y pagué mi cuenta, que no me quería cobrar. - ¿No estará pensando en irse, verdad? –me preguntó muy preocupado cuando le aboné. - Así es. Me doy cuenta cuando sobro en un lugar. No quiero crear un conflicto –le dije, aunque me esforcé para que Jimmy no advirtiera que estaba algo asustado. Estaba empezando a sospechar que en ese lugar estaban un poco locos. - No debería irse, amigo. No es conveniente. Mucho menos si pretende seguir hacia el norte. - ¿Tan peligroso es lo que hay camino hacia allí? –le pregunté. - Si. Bueno, al menos sin un amuleto… - ¿Un amuleto? ¿Qué clase de amuleto? - Ese –me dijo señalando uno de esos objetos que colgaban por doquier, hasta del pecho de Chuck; el más grande exactamente me señaló, ese que yo me había llevado por delante cuando entré. De modo que ahí estaba la causa de que tuvieran tantos por tantos lados. Se trataba de un amuleto, aunque aun no sabía contra que cosa funcionaba. No pude evitar soltar una risita. No sé que me causó más gracia, si el hecho que le otorgaran alguna clase de protección mágica a esa bola de pelos o la postura solemne que adoptó el tipo al señalarlo. - No se ría, amigo. Esto es muy serio –me reprendió y su tono de voz ahora no tenía nada que ver con el que hasta ahora había adoptado conmigo. - Discúlpeme, pero soy un poco descreído de esas cosas. Nada personal –le dije y eché una mirada al objeto que, debo confesar, alguna sensación de incomodidad me provocaba-. ¿Y de qué se supone que protege esta cosa peluda? Jimmy iba a responderme, a pesar que yo había utilizado esa frase tan despectiva, pero la voz de Chuck sonó como un trueno en el salón. - ¡Basta ya, Jimmy! –gritó-. ¡Ya has hablado suficiente! Deja que se marche si lo desea. A nosotros no nos incumbe su vida, como a él no le incumbe la nuestra. Tenía cierta sospecha que al viejo Chuck no le caía muy bien por el hecho de ser yo argentino. - No, Chuck –intervino de pronto Samuel-. Si que tiene derecho a saber. Es nuestra responsabilidad. El viejo Chuck me miró con su único ojo verde. Por faltarle un ojo, debo admitir que la de ese viejo fue una de las miradas más intensas y llenas de furia que he sostenido en mi vida. Por último, lentamente clavó la vista en el suelo y escupió con desdén. - ¡Muy bien! –rugió- Cuéntenle si quieren, pero no creo que sea buena idea. Miren como se mofó recién. Nadie más que los que vivimos aquí va a creer semejante historia. “Y menos un argentino engreído como yo, ¿¡verdad Chuckie?”, pensé yo. - Inténtenlo –los desafié a todos. No es que fuera a creerme cualquier cosa fantástica que tuvieran para contarme, si no que estaba muerto de curiosidad por saber que era eso tan terrible que ellos creían que me aguardaría en el bosque. Llámenlo curiosidad de escritor, si quieren. - Muy bien, amigo –dijo por fin Jimmy, su rostro había adoptado la expresión de un padre que debe comunicarle al hijo que su madre había muerto-. Pero antes debe prometerme que esto que va a escuchar aquí no se lo contará a nadie. Lo que menos necesitamos es tener el pueblo invadido por estúpidos buscadores de fenómenos extraños o curiosos con cámaras de foto y video. Asentí con la cabeza a manera de silencioso juramento. - Nos ha costado mucho mantener esto en secreto, para no alarmar a la población en general –continuó el posadero-. Mal que mal, nosotros tenemos el asunto más o menos controlado. Volví a asentir. Quería escuchar su historia y largarme de ahí. Definitivamente estos tipos estaban locos, hasta tal vez podían ser peligrosos.
- Bien, supongo que debo comenzar –dijo entonces y se sentó en una de las largas mesas- por el principio. Desde hace muchos años, en este pueblo ha existido un linaje sin interrupción de… –se detuvo un momento y me miró a los ojos. Tal vez para comprobar si lo escuchaba con atención o si veía algún atisbo de burla en mi mirada-. Un linaje sin interrupción de hombres lobo –dijo por fin soltando las palabras como quien exhala luego de contener por mucho tiempo la respiración. Recuerdo que usó el vocablo “WEREWOLF”, que es como ellos llaman a los hombres lobo, de modo que no podía pensar en un error mío de interpretación o traducción. Una vez más, no pude evitar sonreír, esta vez no me reí, sólo esbocé una sonrisa, algo nerviosa quizás. Cada vez me convencía más de que había dado con una pandilla de locos. - No se ría, amigo, esto es verdad. Durante siglos ha habido aquí hombres lobo, exactamente desde el año 1649. Según parece, un alquimista hizo un pacto con un demonio… A partir de ahí, hubo hombres lobo hasta nuestros días –Jimmy hablaba con total convicción, y con la naturalidad de quien comenta las últimas novedades políticas del país-. Hubo épocas en que sólo había uno o dos, otras en que se veían verdaderas jaurías de hasta quince hombres lobo. En 1654 se creó una comisión de caza liderada por John Wesley Braton, un antepasado mío. Siete hombres del pueblo formaban el grupo, siete es un número divino, ¿sabe?, y siempre se respetó el mismo número año tras año. Igual que ahora –Jimmy señaló con la mirada a los cinco hombres que estaban sentados junto al fuego y que me miraban seriamente con sus ojos penetrantes que ya nada tenían de hobbitts. Miento. El viejo Chuck se había puesto de pie, y se sostenía con un bastón, creo que de ébano. - Perdón, pero ustedes son seis, ¿falta alguno o modificaron el número? - Sí, falta uno –intervino Chuck, siempre con su voz fría y seca-. Murió hace poco más de un año, y yo también podría haber muerto. Una bestia que perseguíamos nos emboscó. A Billy lo destrozó, a mí sus garras me dejaron un recuerdo indeleble. Aquí en el rostro y en la pierna –Chuck se tocó ambas partes con su mano libre. - No pensarán que vaya a creerme esto, ¿verdad? ¿Es una broma que les hacen a todos los turistas? –les dije sin poder contenerme, no era mi intención faltarles el respeto pero, sencillamente, no me lo podía creer. En realidad no podía creer que, en pleno año 2000, hubiera gente que creyera en esas cosas. - ¿Y qué cree que me hizo estas cicatrices? –me preguntó Chuck bastante más molesto que de costumbre. Creo que su nivel de tolerancia hacia mí había llegado al límite- ¿O acaso piensa que son de maquillaje para reírme de los turistas? - No –dije tratando de imponer mi racionalidad-, pero podrían haber sido provocadas por cualquier animal salvaje. No creo que haya osos por aquí, pero un lobo común y corriente bien podría… - ¡Necio! –me espetó- Arrogante como todos los de su país. Yo los conozco bien porque peleé en el ´82. ¡Seguro que pudo ser cualquier cosa lo que me provocara estas heridas, pero no un estúpido soldado argentino! Bueno, lo que no quería en lo más mínimo que sucediera, acababa de lograrlo. Había hecho enfurecer a un loco británico resentido con los argentinos. “¿Por qué no les seguiste la corriente? Ya estarías en la ruta alejándote de estos chiflados”, pensé al tiempo que me insultaba. Intenté una retirada lo más digna posible. - Discúlpeme, no era… este…, mi intención… -le balbuceé a Chuck, su único ojo parecía echar chispas-. ¡Les agradezco su preocupación por mí, pero me voy, señores! - ¡No lo haga, por favor! –me rogó Jimmy y su súplica pareció sincera-. Pase la noche aquí. Márchese al amanecer. Hoy hay luna llena… - No, gracias. Quiero llegar cuanto antes a Rayleigh. Además, me gusta conducir las noches de luna llena. Recogí mi campera, saludé con un movimiento de mi cabeza y me acerqué a la puerta. - ¡Espere! –me gritó Samuel y se acercó a mí con una ligera carrera al tiempo que se quitaba de su cuello un amuleto idéntico al que tenía Chuck. Supe entonces que todos ellos llevaban uno-. Llévese esto y manténgalo visible en su pecho. Está hecho con pelos y colmillos de hombre lobo. No sabemos porqué extraña razón esto los aleja. Estuve a punto de decirle que no, que no creía que existieran hombres lobo y que como souvenir era bastante desagradable. Pero decidí que ya había herido demasiadas susceptibilidades. Al fin y al cabo, salvo por el final, había pasado un momento agradable allí. Por otro lado, pensé que era un gesto muy loable de parte de alguien que creía tanto en un fetiche de esos (fuera o no verdad) el hecho de desprenderse de él y entregármelo. Así que se lo acepté. - ¡Gracias! –le dije con sinceridad. Tomé el amuleto por el cordón rojo y lo mantuve en mi mano. Oscilaba como el que colgaba del cartel de la puerta. Debo admitir que en mi fuero más interno esperaba sentir un cosquilleo, algo que me hiciera advertir que esa cosa tenía algún poder, pero nada sucedió. Nuevamente estuve a punto de abrir la puerta cuando la voz de Chuck, esta vez, me detuvo también de un grito. - ¡No se vaya aun! –me gritó y se acercó lo más ligero que su pierna tullida se lo permitía. En un primer instante creí que venía a arrebatarme el amuleto, pero me equivoqué. Chuck sacó un puñal de su cintura que me heló la sangre. Su hoja corta y ancha, y pulida como un espejo brilló al tomar contacto con la luz de la lámpara- ¡Lleve esto también! La hoja es de plata, el único material que puede dañarlo. No todo lo que sale en las películas es mentira. ¡Cuídelo, ¿quiere?! Perteneció a mi abuelo… Chuck me pasó el cuchillo y me estrechó la mano. - ¡Cuídese y mucha suerte! –me dijo-. No tengo rencores contra los argentinos. Lo que dije hace un rato, haga de cuenta que no lo escuchó. Volví a agradecer, prometiéndole que al llegar al otro pueblo le enviaría el puñal de nuevo por correo. Entonces sí, esta vez atravesé la puerta y me interné en la fría noche inglesa. El cielo se había despejado por completo, tal vez para restregarme en la cara la enorme luna llena. Me metí en el auto tiritando, cerré la puerta y puse en marcha el motor. Aun tenía el amuleto en la mano, el cuchillo lo había arrojado casi sin darme cuenta sobre el asiento del acompañante. Miré ese objeto peludo con forma de manzanita desecada que se mecía en el cordón que apretaba mi mano y miré los que estaban en las ventanas y el letrero. Lancé una risa prolongada, pensando en lo trastornados que estaban esos tipos; porque lo peor del caso era que ellos se creían todo este asunto fervientemente. Finalmente, aun entre risas, puse la marcha atrás y volví a la ruta. Le eché una última mirada al “WOLFKILLER INN” y desaparecí en la noche rumbo al norte. No podía sacarme de la cabeza a aquella gente, y cada vez que pensaba en ellos se me escapaba una risa. ¡Hombres lobo! Sabía que la superstición en la gente de campo era algo extrema, pero pensaba que tan sólo creían en que los gatos negros o pasar por debajo de una escalera traían mala suerte, no que creían en hombres lobo, vampiros y esas cosas. Nunca me había imaginado que en pleno primer mundo encontraría esta especie de fanáticos a las puertas del siglo XXI. Volví a reírme y miré una última vez el amuleto antes de tirarlo en el asiento de al lado junto al puñal, que tenía toda la pinta de un puñal utilizado para rituales satánicos. En el estéreo ahora había puesto un compact de Leonard Cohen, y su voz monorrítmica llenaba todo el auto. “¡Cuidese y mucha suerte!”, me había dicho Chuck como si en realidad se despidiera de mí sabiendo que iba a ser conducido a un patíbulo o la silla eléctrica.

El paisaje no había variado mucho, a pesar que llevaba manejando unos veinte minutos más o menos. Continuaban los campos sembrados a uno y otro lado de la carretera, siempre bien iluminada. A lo lejos, a la derecha pude distinguir las siluetas de un alto molino y una estructura grande que sin duda sería un granero o algo por el estilo. Hacia delante, a unos quinientos metros, las sombras tortuosas de lo que podría ser una arboleda o un bosquecillo, parecían cernirse sobre la ruta. El cielo ahora se encontraba libre de nubes y podía vérselo salpicado de estrellas, muchas estrellas, muchas más de las que suelen verse en las ciudades. La luna llena, enorme y luminosa, me perseguía desde lo más alto del cielo como si estuviera jugándole una carrera a mi automóvil. Era una hermosa noche a pesar de la lluvia intensa que la había precedido y del intenso frío que hacía. Estaba contento. Esa sensación de tirantez, de tensión que flotaba en la posada ya había quedado atrás. Nuevamente me hizo gracia la actitud de aquellos hombres y volví a lanzar una carcajada. Cambié el compact del estéreo y puse uno de los Rolling Stones, como para rendirle homenaje al país donde me encontraba. Los Beatles, nunca me gustaron.
Todo se torció al llegar a lo que, efectivamente, era un bosquecillo de altos y longevos árboles muy frondosos. A uno y otro lado del camino se alzaban ominosos y algo tétricos, con sus poderosas ramas hacia arriba y sus tupidas copas de oscuras hojas impidiendo prácticamente dejar pasar la luz del alumbrado y de la luna. El automóvil se detuvo de pronto, emitiendo un sonido ahogado, como la tos de alguien que padece una broncopatía. Si hubiera sido de la clase supersticiosa como los hombres de la posada, hubiera pensado que el auto había caído bajo algún maleficio del bosque, pero sabía cual era la causa, aunque me resistí a aceptarla hasta comprobar el indicador del tablero. Una lucecita roja con forma de surtidor de nafta destellaba nerviosamente. Se me había acabado la gasolina. Recuerdo haber lanzado varios improperios antes de colocarme la campera y bajar del auto. El frío era mucho más intenso que antes, o por lo menos, de lo que recordaba. Quizás era porque hacía poco menos de cuarenta minutos que estaba encerrado en el vehículo con la calefacción al tope. Coloqué las manos en los bolsillos. Aun con la campera puesta y cerrada completamente tiritaba de frío, como si en realidad estuviera desnudo. Miré a mí alrededor, para saber con que posibilidades contaba. Con ninguna por supuesto. Hasta donde alcanzaba mi vista, lo cual no era mucho debido a la penumbra (en esos momentos deseé ser un elfo de la Tierra Media, cuya visión era muchas veces mayor a la de un hombre) estaba todo desolado. De inmediato barajé la posibilidad de deshacer mi camino e internarme en los campos hasta donde se encontraba el molino que había visto, pero luego deduje que tal vez allí no habría nadie a esas horas, y si había, lo más probable es que me recibieran a tiros de escopeta. Volver sobre mis pasos hasta la posada era una locura. Si llevaba manejando cuarenta minutos casi a doscientos kilómetros por hora, no quería imaginarme lo que tardaría yendo a pie. Finalmente, me decidí por caminar hacia delante, hacia donde debería haber seguido si el auto no hubiera decidido dejarme en medio de la nada. “No seas estúpido”, me dije. “No fue el auto, si no vos. ¿Cómo no te percataste de llenar el tanque cuando cargaste nafta antes de salir de Epping?” Miré con cierta aprensión el bosque. Se extendía unos quinientos metros más hacia delante, y no pude calcular cuánto hacia cada uno de los lados, pero suponía bastantes metros. De pronto tuve una sensación de miedo, no excesiva, pero de miedo al fin. Entiéndanme, no sentía temor por lo que aquellos tipos en la posada me habían dicho. En lo absoluto. Supongo que el miedo que experimenté fue el que podría sufrir cualquiera en una situación similar a la mía: estaba solo, en medio de la noche, varado con un auto en una ruta olvidada en alguna zona rural de un país extraño. No sé bien a qué exactamente le temí en ese momento. Tal vez a que podría atacarme algún animal, un lobo podría ser, aunque no del tipo sobrenatural como el que los hombres de la posada se imaginaban que existía. Pero sí un lobo común y silvestre, hasta quizás una manada; un loco quizás, muñido de un hacha o una motosierra, aunque este último es más típico de los Estados Unidos, o por lo menos las películas así lo demuestran. Decidí que no era bueno permanecer más tiempo allí, de modo que, abrí el baúl y tomé un bidón que contenía agua. Lo vacié a un costado de la ruta, cerré el coche y comencé a caminar con paso ligero. En algún maldito punto, allá delante, tendría que haber una estación de servicio. No había recorrido ni cien metros cuando la influencia de aquel bosque umbrío comenzó, al menos eso creía al principio, a jugarme malas pasadas. La primera percepción fue de estar siendo observado. Sentía que un par de ojos, de mirada maligna se me antojó, desde las sombras impenetrables que se extendían entre los añosos árboles me escrutaban con codicia asesina. Una sensación para nada agradable, debo decirles. Intenté apurar el paso, pero francamente, las piernas no me respondieron. Una sensación de flacidez se había apoderado de ellas. A cada instante clavaba mis ojos entre los árboles, esperando que algo me saltase de ellos. Por unos doscientos metros caminé con aquella inquietante impresión. Recuerdo haber mirado hacia atrás y ver el automóvil como un manchón verdoso en la ruta. Sólo se veía con nitidez los dos haces de luz de los faros que había dejado encendidos. El bosque continuaba extendiéndose a ambas márgenes de la ruta. En ningún momento me abandonó la idea de estar siendo observado, y ahora se sumó un rumor de pasos. Como si alguien hubiera corrido sobre el blando suelo cubierto de hojarasca de la foresta; y, simultáneamente, el crujir de una rama seca al partirse. Me detuve esta vez. El silencio infinito de aquella noche me envolvía. Permanecí así, quieto, algunos segundos. Casi ni me atrevía a respirar, para que ningún ruido provocado por mí me confundiera. Nada sucedió. Entonces solté una risa y sacudí enérgicamente la cabeza. “Tranquilo, macho. Dejaste que esos tipos te hagan la cabeza. Acá no hay nadie. El único boludo que anda caminando por la ruta a esta hora sos vos”, me dije. Comencé a caminar de nuevo, tan rápido como podía. La flacidez en mis piernas no se iba por más ánimos que me diera. Y cuando caminé, los pasos fugaces comenzaron nuevamente. Ahora estaba seguro que no eran imaginación mía. Eran pasos reales. Alguien me estaba siguiendo y no eran cosas mías. Me detuve una vez más. De pronto se me hizo la idea que, los tipos de la posada me podían haber seguido por algún camino alternativo, desconocido por mí, para llevar más a fondo su pesada broma para turistas. - ¡¿Quién anda ahí?! –pregunté con toda la potencia que mi voz me permitió en ese momento. Debo decir que mi inglés falló bastante. No estaba como para andar fijándome en pronunciaciones. No obtuve respuesta alguna. Me moví con cierto nerviosismo, mucho en realidad, y miré hacia ambas direcciones de la ruta. Hacia el norte, aun quedaban muchos cientos de metros de bosque. Hacia el sur, el auto ya no se veía para nada, sólo una débil luminosidad que provenía de los faros. - ¡Muy bien! –volví a gritar-. ¡Ya ha ido muy lejos la broma! ¡Chuck! ¡Jimmy! ¡Samuel! ¡Lo han logrado! ¡Estoy asustado!

Una vez más un silencio de muerte siguió a mis palabras. De pronto sentí más frío. No pude saber si era natural, por el clima, o interno, por el temor que me volvía a invadir completamente. Comencé a caminar, muy rígido, golpeteando el bidón en el costado de mi pierna. Y de pronto, un aullido me volvió a paralizar. Fue el aullido más espeluznante, prolongado y grave que jamás había escuchado. Bueno, no es que hubiera escuchado muchos aullidos personalmente, pero había visto algunos documentales sobre lobos en Animal Planet y estaba seguro que ninguno sonaba como éste. Me detuve de golpe, como paralizado por alguna fuerza y, en realidad, una fuerza externa lo había hecho: el miedo. Los músculos se me tensaron y un escalofrío me recorrió la columna vertebral. De pronto no tuve más frío, y mi rostro se perló de sudor. El aullido se dejó oír nuevamente. Propiamente un aullido de película de terror. Avancé unos pasos, rígido, sin siquiera mover mis brazos, con la vista al frente. Por nada del mundo quería mirar hacia mi derecha, que era de donde provenía el aullido. Y en ese momento sucedió lo que yo deseaba fervientemente que no sucediera. Un ser descomunal, como de dos metros de altura y una masa muscular súper desarrollada saltó al medio de la ruta cortándome el paso. Era un hombre, eso se veía a las claras, de no ser porque todo su cuerpo estaba cubierto de un pelaje oscuro y brilloso, y su rostro era el de un enfurecido lobo de amarillentos ojos inyectados en sangre y mirada asesina, y un largo hocico babeante que enseñaba unos largos dientes afilados como dagas en miniatura. Unos quince metros nos separaban. El bidón se soltó de mi mano y pegó contra el duro asfalto, es decir, mi mano soltó al bidón, porque en ese instante mi cuerpo entero se aflojó. Debió haber hecho un gran ruido ese recipiente al caer, pero yo no oí nada. Me sentía como embotado, y el único sonido que me llegaba era el de la respiración jadeante de aquel ser. Sus ojos, que no llegaban a ser humanos, pero tampoco lobunos, se clavaron en los míos. Pude ver perfectamente la maldad que despedían, la furia asesina que estaba impresa en ellos, y supe que esa cosa ansiaba devorarme a un nivel casi paroxismal. Deben de haber pasado unos pocos segundos, que a mí me parecieron años. De pronto, cuando mi mente comenzó a funcionar de nuevo (porque durante esos breves segundos tuve la sensación que mi mente se había reseteado como el C. P. U. de una computadora) me maldije por no haberles creído a los tipos de la posada, por creerme tan racional como para aceptar la idea de un hombre lobo y, por sobre todo, por haber dejado el amuleto en el asiento del acompañante del automóvil. Fue en ese momento, como si alguien me comandara por control remoto y hubiera recibido su orden, que di media vuelta y empecé a correr exigiendo al máximo a mis piernas (que no sentía) y a mis pulmones poco habituados a las exigencias físicas. Corrí en dirección al coche. Debía llegar al vehículo y tomar el amuleto si pretendía salvar el pellejo. El hombre lobo se lanzó tras de mí lanzando un gruñido que no supe si era de furia o, simplemente, su grito cuando emprendía una caza. No estaba para resolver esos dilemas. Podía sentir sus pasos, sus jadeos, sus gruñidos, su maléfica presencia, y tenía muy en claro que, cada vez acortaba más las distancias. Mientras corría, con los ojos cerrados, bien apretados, como si mantenerlos así hiciera que aquel monstruo se esfumara, rezaba a toda velocidad y repetidas veces Padres Nuestros y Aves Marías como un fanático religioso. No soy, o por lo menos no era en ese momento, creyente, pero supongo que hasta el más ateo, en circunstancias como esa, se debe encomendar a Dios y a todos los Santos del Cielo. En mi afán religioso, trastabillé. Por estar con los ojos cerrados y demasiado concentrado en lugares menos terrenales, pisé una piedra que había en el camino y caí. Rodé por el asfalto y quedé tendido como un niño que recién comienza a dar sus primeros pasos. Abrí los ojos. El auto aun estaba lejos. El hombre lobo aterrizó con agilidad, perfectamente parado sobre sus patas o piernas, no sé como se le dicen, junto a mis pies. Tal vez había pegado un salto para acortar definitivamente la escasa distancia que nos separaba. Sentí su mano, su garra mejor dicho, posarse con brusquedad sobre mi espalda, a la altura de mi nuca. Sentí sus dedos velludos cerrarse en el cuello de mi campera. Sentí su respiración, su aliento cálido sobre mi cabeza y su aroma fétido en mis narices. Con una facilidad asombrosa me alzó en vilo y me colocó de espaldas contra el pavimento, sin ninguna delicadeza. El golpe me cortó el aliento por unos segundos. No sé por qué razón se tomó la molestia de darme vuelta, pero esa acción me salvó la vida. Tal vez, aquel monstruo conservaba algo de conciencia de su torturada parte humana, porque al fin y al cabo, si nos ponemos a pensarlo fríamente, los licántropos no son más que hombres con una terrible maldición. Tal vez, me había volteado porque su monstruosa perversión lo instaba a mirar la cara de su víctima en el momento de la masacre. Yo lloraba como un niño y su rostro lobuno se me borroneaba a causa de las lágrimas que empañaban mis ojos. Lo cierto es que esos segundos no los desaproveché. La zarpa del hombre lobo se elevó y bajó veloz cortando el aire frío de aquella noche de pesadilla. Instintivamente alcé mi brazo izquierdo para protegerme, y con mi mano derecha manoteé la piedra que me había hecho caer y la así con fuerza. Las filosas uñas del licántropo desgarraron la carne de mi antebrazo alzado cortando la gruesa tela de la campera, el suéter y la camisa. La vista se me nubló ya no por las lágrimas sino por el dolor que también había entrecortado mi respiración. De todas formas un agudo alarido escapó de mi garganta para hacer añicos el silencio que imperaba. Pude ver el rostro convulsionado del monstruo, echando espuma por la boca y soltando ruidos guturales. Como un autómata (otra vez experimenté esa sensación de estar siendo controlado a distancia), mi brazo derecho viajó con la piedra en la mano hasta la cabeza del monstruo que ahora inclinaba su cuerpo sobre mí. La piedra golpeó de lleno en su sien, junto a su puntiaguda oreja. El licántropo lanzó un largo aullido, distinto de los anteriores. Éste era uno cargado de dolor y furia. Algunas gotas de sangre se mezclaron con la mía que manaba a chorros de mi brazo. Finalmente, el licántropo se irguió y con el dorso de su mano grande y pesada me propinó un golpe, como para hacerme saber lo equivocada que había sido mi acción. Tal era la fuerza que tenía que salí despedido varios metros, derrapando sobre el asfalto. Lo que fue una bendición, más allá de los raspones, pues me alejó bastante de él y me acercó al auto un poco más. Con un esfuerzo enorme me incorporé y comencé a correr nuevamente. El brazo herido parecía que lo tenía en llamas y no podía moverlo sin que un dolor penetrante recorriera todo mi cuerpo. Quizás me había roto el hueso. La espalda y una pierna también me ardían producto de los raspones producidos al ser arrastrado por la ruta. El auto ya lo podía ver claramente, pero entonces me desesperé en lugar de tranquilizarme un poco. Había trabado las puertas cuando me dispuse a ir en busca de una estación de servicio. Una tontería, porque quien iba andar por la ruta esa noche como para robarme el vehículo, más aun sabiendo lo que rondaba por el bosque. Supongo que fue la costumbre, por vivir en Argentina. Otra vez sentía acercarse al maldito hombre lobo que ahora aullaba y gruñía como un loco. Torpemente, con mi brazo sano, hurgué los bolsillos hasta que encontré el llavero.
Las puertas se trababan por medio de un control remoto, un pequeño pulsador no más grande que un chicle globo, de modo que sólo tenía que volver a presionar el botón para que se abrieran. Y eso fue lo que hice, aun cuando faltaban poco menos de cien metros para llegar al vehículo. Los pulmones parecían que de un momento a otro me iban a estallar. Lloraba y todo mi cuerpo temblaba. En el instante en que accioné el control remoto, un nuevo salto del licántropo lo acercó a mí y me dio un topetazo y un nuevo zarpazo en la espalda simultáneamente. El control voló de mi mano cuando salí despedido hacia delante y lo perdí de vista. Si las puertas no se habían destrabado estaba perdido. Aterricé con la mitad izquierda de mi rostro y el hombro contra el asfalto. Si antes no me había roto el brazo, ahora seguro que sí, pues me quedó aprisionado entre mi cuerpo y el suelo, en muy mala posición. Además, ahora debía agregar a mi lista de lesiones el tabique de la nariz y unos nuevos tajos que me iban desde el hombro derecho hasta la mitad de la espalda justo junto a la columna a causa del nuevo zarpazo. Intenté levantarme, pero no pude. Me desplomé al primer intento. Estaba tan cerca del auto… Comencé a arrastrarme, apoyándome en mi brazo sano, tratando de concentrarme para no sentir el dolor de mis heridas que me asolaba el cuerpo en oleadas intensas. No sé si porque el licántropo pensaba que me tenía ya dominado (si es que esa bestia era capaz de pensar) o porque realmente esa noche tuve un Dios aparte que me protegió, pero no me atacó nuevamente, sino que se limitó a seguirme, saltando primero a un lado, luego al otro de mi cuerpo, como si me estuviera arriando o, simplemente, jugando conmigo. Por esa razón, penosamente, al borde del desmayo, logré llegar al auto. Ahora sólo restaba comprobar si el control remoto había cumplido con su trabajo antes de perderlo. Haciendo acopio de una voluntad tremenda, soportando el dolor que me torturaba, estiré el brazo y me aferré al picaporte de la puerta delantera. Suspiré de alivio cuando ésta se abrió. Es curioso, pero en cuanto se abrió, la música que estaba tocando el estéreo surgió como de la nada, vibrante, a todo volumen como me gustaba escucharla a mí, eran acordes de una furiosa música y sin embargo me pareció que se trataba de una música aterradora. Estaba sonando “Simpatía por el Demonio”, de los Rolling Stones, tema que me encantaba. Pude ver el amuleto. Dejado con desdén en el asiento del acompañante, como si fuera algo para desechar. Bueno, hacía bastantes minutos atrás había tenido esa idea, y fue una suerte que lo hubiera dejado allí en lugar de arrojarlo por la ventanilla. Supongo que no lo hice a causa del frío que calaba los huesos fuera del auto. En ese momento no tenía intenciones de bajar ni un milímetro el vidrio. Allí estaba, entonces, con el cordón colgando lastimosamente entre ambos asientos, pero había algo más que, hasta ahora lo tenía olvidado por completo: el puñal que el Viejo Chuck me diera antes de abandonar la posada. Se desprendieron de su hoja algunos destellos plateados, como si hubiera pretendido llamar mi atención. ¡Y vaya que lo logró! En ese momento pensé en aquel cuchillo como algo divino, un objeto dejado allí por algún dios bondadoso. La desesperación no me dejaba pensar bien. La desesperación y el terror. Porque el miedo obnubila la mente. No pude trazar un plan más o menos coherente en mi cabeza. No sabía que agarrar primero, si el amuleto o el puñal. “¡Qué boludo que sos! ¿Por qué no te colgaste el amuleto del cuello cuando te lo dieron? ¿Por qué no te metiste el puñal en un bolsillo de la campera?”, me reproché, pero ese no era momento para reproches. El licántropo había decidido dar por terminado mi recreo. Un dolor punzante, un dolor nuevo en mi pierna derecha, me lo hizo saber. Sentí como sus garras se enterraban con saña. Por un instante se me volvió a nublar la vista, bueno no fue exactamente que se me haya nublado; más bien fue como un borrón rojo. Sin dejar recuperarme, comenzó a arrastrarme pretendiendo alejarme del auto. Mis manos se aferraron instintivamente a los bordes del coche, y con mi pierna sana pegué una patada furiosa. Creo que lo golpeé en el rostro, y creo que no se esperaba el golpe, pues me soltó y lanzó un rugido. Tiempo suficiente para arrastrarme y meter medio cuerpo dentro del automóvil. El licántropo volvió a asirme, de la misma pierna. Otra vez el dolor. Con desesperación manoteé a ciegas. Quería agarrar algo, cuchillo o amuleto, lo que fuera. Otra vez comenzó a arrastrarme, esta vez con más impulso. Mis dedos, torpemente, se enredaron casi sin querer en el cordón del amuleto y pude llevarlo conmigo. En aquel instante ni me acordé de la repulsión que me causaba ese objeto. Lo que ocurrió a continuación sucedió con tal rapidez que mis recuerdos son borrosos y fugaces, como los recuerdos de un viejo sueño. Eso no significa que, cuando acuden a mí, no dejen de ser terroríficos. Recuerdo que intenté aferrarme nuevamente al automóvil pero no lo logré. Mi cabeza golpeó contra el borde del piso del vehículo, un golpe fuerte que me aturdió más y me produjo un tajo bastante importante en la frente. Estuve a punto de perder el conocimiento, pero creo que el intenso dolor que sentí en el costado me lo impidió. La garra del licántropo se había vuelto a clavar, justo encima de la cadera. Me arrastró por el frío suelo de la ruta, me dio vuelta y aulló elevando su hocico al cielo cubierto por el techo de hojas que formaban las copas de los árboles. Algo que nunca voy a olvidar, y que para nada es un recuerdo borroso, es aquel rostro entre animal y humano alzado, mostrando sus dientes demenciales y aullando espeluznantemente, como cantándole a la luna llena que en algún lado debería estar, esa misma luna que marcaba su condena. Después me miró, con sus ojos amarillos inyectados en sangre, con esa mirada asesina cargada de furia incontenible y alzó de nuevo la garra, bien alto, tal vez para darme el zarpazo definitivo. Entonces recordé el amuleto que aferraba en mi mano derecha, tan fuerte como si estuviera aferrando mi propia vida, y se lo mostré. Debo decir que, si no hubiera estado en una situación tan desesperada, me hubiera sentido ridículo. Parecía Van Helssing enseñando una riestra de ajos a Drácula. Pero para mi asombro, la cosa dio resultado.
Esta vez, el monstruo lanzó una especie de alarido lastimoso, casi podría decir de dolor, pero no dolor físico, mezclado con furia e impotencia. Intentó abalanzarse contra mí, pero yo volví a enseñarle el amuleto, esta vez con más convicción, todo lo que mi dañado cuerpo me lo permitió. El licántropo volvió a aullar y retrocedió a los tumbos. Me paré, haciendo caso omiso a mis dolores, sabía que, tal vez, ésta era la única chance que tenía. El hombre lobo me amagó de nuevo, y volví a enseñarle el amuleto. Dicen que la tercera es la vencida, pues bien, el hombre lobo retrocedió hasta que se perdió entre las sombras del bosque. Lo había hecho huir. Tambaleando me dirigí al auto, aun con el terror dominándome. Logré sentarme y asirme del volante. Necesitaba tomarme unos minutos para recobrar el aliento. Como si se hubiera ganado el derecho, me colgué el amuleto del cuello, después de todo me había salvado la vida. Pero cuando fui a cerrar la puerta, para estar más tranquilo, y disfrutar de las bondades de la calefacción, el licántropo apareció nuevamente, súbitamente, y la detuvo con uno de sus poderosos brazos. A la puerta la arrancó de cuajo, literalmente. Sabía que al próximo que arrancaría del auto sería a mí. Me apresuré a tomar el puñal. Los nervios, el miedo y el dolor de las heridas me hacían maniobrar con torpeza. El puñal casi se me cae de las manos. El licántropo estaba furioso, ansioso por tomarse venganza por lo que le había hecho. Sentí sus manos en mi hombro lastimado y al segundo estaba volando por los aires. Golpeé contra un árbol y caí en seco sobre el mullido suelo del bosque. Un ¡CRAC!, y un nuevo dolor agudo en mi costado izquierdo me hicieron saber que algunas costillas se habían fracturado, o al menos fisurado. Quedé un buen rato tendido en el suelo, ya no tenía voluntad de levantarme ni de luchar. Me era muy difícil respirar. El licántropo por fin se acercó, me tomó por el cuello y me alzó en vilo. Yo no tenía voluntad de nada, pero el instinto de supervivencia pudo más. Aproveché un momento de confusión que tuvo la bestia al ver nuevamente el amuleto que colgaba en mi pecho y acometí con el cuchillo aun a pesar del dolor. El filo de plata cortó primero un brazo, el izquierdo, y el licántropo lanzó un agudo aullido de dolor, esta vez sí de dolor físico; luego cortó un hombro, un nuevo aullido y la mano que ya me estaba asfixiando me soltó y caí al piso. Había en el aire un acre olor a pelo y carne quemada. No quise perder el tiempo, y allí en el piso corté uno de sus tobillos. Ahí, el licántropo, entre aullidos de dolor y gruñidos de furia, descargó todo su poder sobre mí. Sentí uñas, puños y dientes en todo mi cuerpo, hasta que finalmente comencé a perder las fuerzas. El cuchillo cayó de mis manos y la vista se me empezó a oscurecer. Escuché un estruendo cuando mis rodillas chocaban contra el suelo, que confundí con un trueno. Supe que había sido un disparo cuando el hombre lobo saltó hacia atrás y de su pecho soltó un reguero de sangre oscura. Luego se oyeron otros disparos, el sonido de un vehículo clavando los frenos, pasos acelerados, nuevos disparos, un rumor de voces gritando y el hombre lobo huyendo torpemente. Lo último que vi fue el rostro preocupado del viejo Chuck. - ¡Resista, amigo, ya viene una ambulancia en camino! ¿Lo ha mordido? ¿Lo ha mordido a usted? –escuché que me decía antes de perder el conocimiento. Alcancé a negar con la cabeza, aunque no estaba muy seguro de saberlo o recordarlo, y entonces sí, las tinieblas me envolvieron. Cuando abrí los ojos estaba internado en un hospital de Londres, y me sentía muy débil. Estaba conectado a toda clase de aparatos que medían mi ritmo cardíaco, mis funciones cerebrales y que se yo que más. Tenía una sonda enchufada en mi nariz por la que me suministraban oxígeno y una cánula enterrada en mi brazo vendado conectada al suero. Fue relajante encontrarme en un lugar tan blanco, tan luminoso como ese, después de tantas tinieblas. Más tarde, el médico que me vino a revisar, me comentó que había tenido una suerte tremenda, que había estado a punto de morir, que los primeros auxilios me los habían dado en Rayleigh, se habían encargado de detenerme las hemorragias y estabilizarme hemodinámicamente, y allí en Londres me habían operado la pierna y el brazo, que tenían fracturas expuestas y unos tajos terribles. Habían tenido que reparar hasta los tendones. Me habían hecho cirugía reparadora en el rostro, pero lo demás no podían mejorarlo. Las horribles cicatrices me quedarían para siempre. Cuando le pregunté si habían logrado matar al hombre lobo que me había atacado, el médico se echó a reír, con esa afectación que tienen algunos ingleses. - No, amigo. Hubiera sido interesante para contar a sus nietos, no lo dudo, pero no lo atacó un hombre lobo, sino una jauría de perros hambrientos. La gente que lo salvó mató a los perros. Sin duda lo del licántropo ha de haber sido una pesadilla que tuvo mientras estuvo inconsciente. - Pero… ¿y el amuleto que tenía en mi cuello? –le pregunté apenas con un hilo de voz totalmente desconcertado. - ¿Amuleto? Yo no vi ninguno, amigo. Cuando usted llegó aquí no llevaba más que un delgado camisón. Tal vez esté en su bolso, con el resto de sus pertenencias… Por supuesto que en mi bolso no había más que la ropa, la cámara de fotos, mi guía Michellin y el mapa de rutas, mi documentación y el dinero. Ni amuleto ni puñal. Abandoné el hospital cuatro meses más tarde, aun dependiendo de un par de muletas para movilizarme, con la convicción de que todo había sido un terrible sueño. ¡Me habían atacado perros salvajes pero mi mente, vaya uno a saber porque extraño mecanismo, había inventado eso del licántropo! Ni siquiera sabía si aquellos hombres o la taberna existían, si había existido esa charla que tuve con ellos aquella noche. Pero las imágenes horrorosas de lo que yo creía que me había sucedido me asaltaban con furia cada noche. Ahora estoy mejor. Las imágenes continúan, como dije antes, creo que me estoy acostumbrando a ellas. De todas formas son más frecuentes los sueños eróticos con la Licenciada Guidi. Ustedes deben haber oído hablar de ella, en las noticias de las ocho. La hallaron muerta en su cama; estaba desnuda y decían que parecía haber sido atacada por alguna clase de animal salvaje. Es curioso, pero la noche que murió había soñado con ella. Estaba desnuda en su cama, yo irrumpía por su ventana. Era un hombre lobo, y entraba furioso rompiendo persiana y vidrios. Llegaba hasta su cama y la destrozaba con mis garras filosas. Fue curioso, pero lo más curioso sucedió cuando desperté. Estaba en el zoológico, acostado junto a la jaula de los lobos. No tengo idea cómo llegué allí, ni porqué.

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