martes, 4 de agosto de 2009

La Verdadera Historia. Parte 3.

En ese momento me quité el casco y se lo coloqué a la niña, asegurándoselo bien y bajándole la visera para que le protegiera su rostro. No estaba bien seguro de porqué lo hacía. En primera instancia pensé que por lo menos me aseguraba que el fuego no destruyera su cara para que pudieran identificarla fácilmente cuando sacaran nuestros restos carbonizados. Era lo mínimo que podía hacer por la niña y por sus familiares, tan frustrado me sentía, tan impotente... Conmigo no habría problemas, mis compañeros sabían quién de todos los putos bomberos voluntarios se le había ocurrido meterse en el mismísimo Infierno. Pero ahora, después de tantos años transcurridos, y que lo pude pensar fríamente, creo que le coloqué el casco por los curiosos. Era mi pequeña venganza. Le quitaba la mitad del espectáculo y, tal vez, la más atractiva. No iba a permitir que su morbo se regodeara con el espectáculo de la niña totalmente quemada, con su pequeño rostro infantil convertido en el de un monstruo de película de horror. No.
Luego de ajustarle el casco, alcé la vista a un cielo que no podía ver y, mentalmente le rogué a Dios que me llevara a mí, pero que la niña se salvara. Yo me ofrecía, si es que aquella noche debía de llenarse un cupo en el Cielo o dónde fuere que vamos cuando morimos. La niña apretó un poco más fuerte mi mano, y la miré. Me sonreía a través del protector transparente del casco, y no sé porqué, para tranquilizarla, para alejar su mente de ese infierno en el que estábamos sumergidos, comencé a contarle anécdotas mías y un caballo que tenía en casa de mis padres, en las afueras del pueblo. Le conté una historia tras otra, la mayoría inventadas por mí en el momento, para que Marcela no pensara en el fuego, en sus quemaduras y en sus piernas aplastadas. Eran historias graciosas, todas basadas en mi supuesta torpeza para montar y le prometí que saldríamos vivos y la llevaría a montar mi caballo a casa de mis padres.
Pero se produjo una nueva explosión y unas llamaradas en forma de demoníacas lenguas invadieron nuestro reducido espacio y nos envolvieron. Recuerdo que cerré los ojos y vi todo rojo a través de mis párpados, e incliné mi cuerpo sobre ella, intentando que las llamas sólo se apoderaran de mí. Estaba preparado para sentir el ardor y el dolor de mi carne lacerada, tenía muchísimo miedo pero estaba preparado para sentir el poder del fuego. Sin embargo, no sucedió nada de eso. La niña se había desmayado, no sé si por la falta del aire, el tremendo calor o el miedo al oír la última explosión. Entonces abrí los ojos y volví la cabeza para ver que era lo que había sucedido, para averiguar porqué razón no había sido abrasado. Entonces lo vi...
De pie, justo detrás de mí, con su torso un poco inclinado sobre nosotros y los brazos extendidos hacia los costados. Era un hombre, al menos tenía la apariencia de un hombre muy alto, de largos cabellos dorados que le caían sobre su rostro delgado y de facciones hermosas. Tan sólo vestía una larga túnica blanca, que parecía despedir una luminosidad aun más blanca, aunque en un principio no pude decidir si era un efecto visual debido al resplandor del fuego. Sus finos labios estaban curvados en una sonrisa paternal, cálida y aliviadora y sus ojos celestes me observaban con una mirada serena que infundía una paz tremenda.
Intenté abrir la boca para preguntar algo. No sé, cualquier cosa. En ese momento en mi mente se arremolinaban varios interrogantes: ¿Quién era? ¿De dónde había salido? ¿Cómo era que el fuego no lo afectaba y cómo hacía para impedir que no llegara hasta nosotros? Porque el fuego ahora parecía separado de nosotros por una barrera invisible y el calor se había disipado tanto que, parecía haber una agradable temperatura primaveral. El aire también estaba mucho más respirable. Pero de mi boca no logró salir palabra alguna, era incapaz en aquel momento, de articular palabra. De todos modos, aquel ser me hizo un gesto con su mirada y con su boca que podía traducirse fácilmente en: No hables, no preguntes nada, es mejor así...
No sé cuánto tiempo pasó. Tal vez quince, tal vez veinte o treinta minutos más. Pero el calor del fuego ya no se sentía y el humo ya no dificultó la respiración. Marcela despertó por fin, pero no parecía advertir la presencia del ser que nos protegía con sus brazos, con su cuerpo entero. Los gritos de mis compañeros se hicieron más entusiastas y pude deducir que el fuego estaba siendo controlado y sofocado. Finalmente el foco de incendio que cubría el cartel y parte de la estructura de la estación de servicio fue apagado y por allí, entre algunos de mis compañeros y algunos paramédicos, y con la ayuda de la policía local para retirar la viga que aprisionaba las piernas de la niña, nos pudieron sacar. Ianuzzi y Donato se abrazaron a mí como si yo, en realidad, hubiera resucitado. A la niña la colocaron en una camilla mientras la gente congregada, todas personas que yo conocía bien y ellas me conocían (en un pueblo pequeño todos se conocen) me aplaudían y me vitoreaban, muchas de ellas, con lágrimas en sus ojos. Aquella noche no pudieron dejar paso a la morbosidad, y debieron conformarse con ser consecuentes con la situación y saludar al que creían había sido el héroe.
Yo estaba muy aturdido. Aun no podía comprender lo que había ocurrido. Avanzaba lentamente pegado a la camilla que transportaba a Marcela secundado por Donato. Ianuzzi había regresado junto con Márquez, Álvarez y Júdica a continuar su lucha contra el fuego que todavía abrasaba la estructura retorcida del camión. Estaban también Marcuzzi, Pérez y Longuera, que habían llegado más tarde. Ninguno tenía puesto el uniforme, apenas Marcuzzi tenía puestas las botas y el casco, el resto de la indumentaria era una casaca de fútbol y unos pantalones cortos. La muchacha no soltaba mi mano y me dedicaba miradas de profunda gratitud. Ya le habían sacado mi casco y ahora tenía una mascarilla de oxigeno. A mi me habían querido poner una también, pero me negué, aunque no podía explicarles la causa de no estar al borde la asfixia. No sabía bien donde estaba parado. Los aplausos me aturdían, mi nombre coreado por la gente me sonaba extraño. Allí vinieron los primeros flashes, la cruda foto que ilustró la nota: la niña quemada en la camilla tomándole la mano a su salvador no menos chamuscado. El morbo del periodismo había tenido su recompensa.
Miré hacia atrás, al lugar donde habíamos estado atrapados, donde mis compañeros luchaban denodadamente con sus mangueras, por terminar de sofocar el fuego, y volví a ver al ser que nos había protegido, el que, en definitiva nos había salvado la vida, el verdadero héroe. Estaba aun de pie, erguido, mirándonos partir. El hombre me dedicó una de esas sonrisas cálidas que poseía y alzó una mano a modo de despedida, entonces vi como desplegaba unas enormes alas blancas, de la misma pureza que su túnica y remontó vuelo hasta perderse en la oscuridad del cielo de aquella noche tan divina. Por mirar eso tropecé con uno de los camilleros y caí al suelo. Nadie, ninguno de los que estaba allí presente parecía haber visto lo que yo. Mi caída la atribuyeron a una descompensación de mi organismo a causa del estrés, el calor y el humo inhalado. Pero ya estábamos en la ambulancia, de modo que nos cargaron a ambos en ella y nos llevaron al hospital.
La niña se salvó, pero debieron amputarle una pierna pues una fractura expuesta debido a la viga se le infectó y no pudieron combatirla. Pero estaba viva y los padres me lo agradecieron regalándome un pequeño automóvil, fue mi primer auto, un Fiat 600. Yo cumplí con mi promesa y cabalgamos juntos el viejo caballo de mi padre.
En un primer momento había pensado contar la verdad, que yo no había sido el héroe real, que un ángel había sido el que nos había salvado a ambos, en realidad. Pero ¿quién me iba a creer semejante cosa? Lo más probable es que pensaran que el incidente me había dejado trastornado. Además ya en los diarios había salido en primera plana como el héroe de la catástrofe, los padres de Marcela me habían regalado el auto y los muchachos del cuartel me organizaron un asado en homenaje. Hasta recibí una medalla al valor de una organización internacional que nuclea a los cuerpos de bomberos voluntarios de todo el mundo.
¿Lo ve? ¿Cuesta creerle a usted? Pues le digo la verdad, aquel tipo que nos protegió del fuego era un ángel. O al menos eso supongo yo. Un ángel que envió Dios como respuesta a mis ruegos. Mi pedido había sido cambiar mi vida por la de la niña, y sin embargo Dios, me respondió enviándonos un ángel guardián para que cuidara de ambos. Usted pensará que estoy loco, o que le estoy tomando el pelo, pero no es así. Perdón, por lo menos lo segundo no. Aun no puedo decirle si estoy en mi sano juicio o no; si todo aquello fue producto de mi imaginación, incentivada por mi mente, febril y desesperada, en medio de esa prisión de fuego, humo y calor insoportable. Pero le puedo asegurar que todos estos años he vivido con un remordimiento atroz, un enorme sentimiento de culpa, como si al ocultar esta verdad, como si al no revelar este milagro al mundo, hubiera traicionado a Dios y a su inmensa misericordia. Ahora ya está, ya lo hice, puedo esperar tranquilo mi hora final, en paz. Usted haga lo que quiera, créame o no, pero le aseguro que esta es la verdadera historia.

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