miércoles, 19 de agosto de 2009

El Otro. Parte 2-

- ¡Analía! –resonó su voz por primera vez- Ella es la culpable de todo esto. Vos sabés bien.
No voy a negar que me asusté, sobre todo porque la voz era idéntica a la mía aunque un poco más ronca y sibilante, pero yo sabía que no había hablado.
- ¿Te das cuenta? –continuó la voz- La única responsable de esta noche de mierda es ella... y ese noviecito que trajo para mostrarse.
Sacudí la cabeza para apartarme los cabellos que chorreaban agua de mi rostro y como pude, ayudándome en los desparramados tachos de basura, me incorporé un poco. Busqué por todos lados, pero no veía a nadie. Finalmente, decidí ponerme de pie. Caminé algunos metros en una dirección, luego en otra, pero no hallé nada.
- ¿Quién sos? –grité con desesperación- ¿Dónde estás?
- ¡Acá! –me respondió, nuevamente era mi voz apenas diferente la que escuchaba- ¡Atrás tuyo!
Me di vuelta sobresaltado. Al principio no vi a nadie. Dos automóviles estaban estacionados, pero su interior estaba vacío. Rodeé los coches pensando que el tipo se estaba escondiendo, jugando conmigo. Pero no, no había nadie. Estaba definitivamente solo en medio de la calle. Entonces lo vi. Reflejado en una de las ventanillas de uno de los autos, su imagen algo borroneada por las innumerables gotas de lluvia. Era una copia exacta de mí mismo, tanto que en un principio pensé que no era más que mi propio reflejo. Pero no, tenía ciertas diferencias que me hicieron ver que estaba equivocado. El tipo tenía mi mismo rostro, y hasta mi propio cabello, podría decir que el mismo cuerpo también, pero algo lo diferenciaba radicalmente de mí. Su ropa, era de un estilo informal, demasiado informal y agresiva para mi gusto; una ropa que yo no podría usar jamás. Su peinado, si bien el tipo de cabello era igual al mío: espeso y ondeado, yo lo llevo corto y prolijo, siempre bien peinado, en cambio él lo tenía algo largo y alborotado, como si no le interesara cuidárselo. Por último, los ojos. Sus ojos miraban de una forma fría, glacial podría decir, había odio en ellos, y eran tan oscuros como un abismo sin fondo, mientras que los míos eran verdes muy claros.
Evidentemente, no se trataba del reflejo de mi imagen. Yo estaba de traje, tenía el cabello corto, ahora, empapado... Él estaba seco y vestido como un punk. Miré sobre mis hombros, para ver si descubría a este socías tan peculiar, pero no había nadie. La imagen en el vidrio me miraba mientras sonreía con malicia. Permanecí unos largos segundos mirándolo con perplejidad. Aun estaba embotado por el vino, pero la furia me había disminuido un poco. Lo único que atinaba a hacer era parpadear insistentemente y a abrir y cerrar mi boca tratando de articular alguna frase, pero sólo lograba balbucear palabras sueltas, vocablos más bien, ininteligibles.
El Otro lanzó una carcajada burlona y me miró con sorna.
- Parece que los ratones te comieron la lengua –me dijo y volvió a lanzar la carcajada.
- ¿Quién sos? -logré balbucir.
- Soy tu salvador –me respondió y volvió a reír, esta vez un poco menos teatralmente-. Soy quien te va ayudar a que pongas las cosas en su lugar.
Ahí estaba yo, empapado y tiritando de frío, hablándole al reflejo en una ventana de una persona que era idéntica a mí. No recuerdo cuánto estuvimos hablando, pero creo que fueron varias horas, pues cuando decidió irse, de manera tan misteriosa como había llegado, estaba rayando el alba. La lluvia había cesado y entre las nubes que se abrían podía verse un cielo rosado. El tipo me dio una larga explicación del porqué Analía y su novio eran los responsables de mis desgracias. En un principio, yo no lo aceptaba. Le decía que no, que el único responsable era yo, que nunca debí haber abrigado esperanzas con ella, que siempre había sabido que no era la clase de chicas que se metían con alguien como yo. Pero la voz del Otro parecía instalarse dentro de mi cabeza, adueñarse de mi mente y hacerme parecer que todo lo que decía él era verdad, que tenía absoluta razón. Al final me convenció. Íbamos a hacer justicia, me dijo, que aguardara a que él se contactara conmigo nuevamente. Por lo pronto me pidió que comprara un arma, de las grandes.
Cuando me dejó, tenía tanta furia que veía todo de color rojo. Los efectos del alcohol se habían disipado ya, de modo que me pregunté si en realidad había tenido esa charla con ese tipo o había sido una alucinación producto de mi embriaguez. Pero no, la conversación había sido real, tan real como la lluvia que me había empapado. ¿Quién era ese tipo?, o mejor dicho, ¿qué era? No lo podía decir. Un fantasma o una especie de demonio tal vez. Lo cierto es que en ese momento no me importó mucho. El tipo había logrado levantarme la autoestima. Por primera vez en la vida me sentía el hombre más seguro del mundo. Nunca voy a olvidar las palabras que me dijo antes de retirarse.
- Vos no te preocupés por nada. Con mis consejos todo va a salir bien. Vamos a poner a esos dos en su lugar y a vos en el que realmente te merecés. Muy por encima de ellos, eso seguro. Al menos unos dos metros y medio por encima –me había dicho y lanzó su carcajada antes de continuar-. ¡Andá! ¡Andá tranquilo! Comprá el arma y en pocos días va a nacer un nuevo Héctor Nuñez.
Compré el arma al día siguiente, un arma ilegal, robada seguramente, que me vendió un tipo en una villa. Nunca hubiera imaginado que alguna vez tendría el coraje suficiente para ir a un lugar cómo ese y hacer aquello. Elegí la Smith & Wesson porque la vi enorme, un cañón me pareció en realidad, supongo que se debía al hecho que yo jamás había tenido un arma en mis manos. Lo más cerca que había visto un arma era la distancia que mediaba entre el televisor y yo cuando alquilaba alguna película de acción, de esas que abundan los tiros. Esa misma noche El Otro se apareció, siempre como un reflejo, sobre el vidrio de la ventana del living. Me felicitó por la elección del arma y me pidió que hiciera averiguaciones sobre la vida de Analía y su noviecito. Tarea que me resultó sencilla, pues no tuve más que recurrir a algunas amistades en común.
El novio de Analía se llamaba Gustavo Aguirre, era Licenciado en Sistemas, actualmente estaba trabajando como gerente de una importante empresa de telecomunicaciones, pero estaba por independizarse y largarse con una compañía propia. Vivía en un moderno departamento del exclusivísimo barrio Palermo SOHO. Iba al gimnasio un par de días a la semana, se reunía con amigos a jugar tenis, almorzaba con Analía los martes, y salía con ella todas las noches.
Lo referente a Analía no me sorprendió mucho. Traductora de inglés. Trabajaba actualmente en una buena empresa como recepcionista. No tenía vicios y estaba perdidamente enamorada de Aguirre, cosa que me molestó mucho enterarme. Quizás la única mancha que se le podría endilgar fuera el hecho de haber tenido un affaire con uno de sus jefes cuando no hacía un mes que salía con Aguirre. Pero al parecer, o fue una aventura pasajera o realmente lo quería a su nuevo novio pues fue ella quien le dijo a su jefe de terminar la relación. Por supuesto que debió ser así. ¿Qué hombre en sus cabales querría dejar de disfrutar en la cama una mujer como Analía?
Lo cierto es que el Otro no apareció hasta después de unos tres días de haber adquirido el revólver. Esta vez, apareció reflejado en el espejo del botiquín de mi baño, mientras me estaba afeitando para ir al trabajo. Recuerdo que me corté el mentón del susto que me dio. De un instante a otro, mi verdadero reflejo desapareció para dar lugar al del Otro. Estaba vestido igual que la otra noche. Un hecho que me pareció curioso es que apareció cuando estaba pensando en Analía y su novio, y en la fiesta de casamiento. En ese momento experimenté la misma furia, el mismo rencor que esa noche, y fue ahí que apareció. ¡Puf! Como por arte de magia. Tal vez el hecho de pensar en todo eso había actuado como una especie de invocación.
- Aquí estoy de vuelta, mi querido amigo. Tu hada madrina ha regresado –me dijo y lanzó su típica carcajada-. ¡Tené cuidado! Esas cosas son peligrosas. ¡Mirá el tajo que te hiciste! –agregó luego aduciendo a la maquinita de afeitar que tenía en mi mano derecha y al corte que adornaba ahora con unas gotitas de sangre mi mentón. Siempre con esa mirada glacial, siempre con esa sonrisa socarrona y ese tono de voz áspero e impersonal.
- Pensé que te habías olvidado –le dije mientras recogía un pedacito de papel higiénico y lo apretaba contra la herida.
- ¡Ah! Eso quiere decir que me extrañaste. La verdad lograste conmoverme.
A cada frase suya la seguía una carcajada.
El Otro, entonces, me explicó el plan, que en realidad era bastante sencillo pero, igual, en un primer momento me aterré porque no sabía si iba a tener el coraje suficiente para llevarlo a cabo, al menos en su totalidad. La cosa iba más o menos así: debía ponerme en contacto con Aguirre con la excusa de haberme enterado que estaba buscando un contador de confianza. La idea era reunirse con él en algún lugar donde ninguno de los dos podría ser reconocido.
No fue difícil llevar a cabo la maquinaciones del Otro. Lo primero que tuve que hacer fue alquilar una casa en las afueras, un lugar tranquilo y apartado. Contactarme con él fue de lo más sencillo, mi amigo me pasó el número telefónico. Quedamos encontrarnos en mi casa -la que había alquilado- en dos días, a la nochecita. Aquel día fue extraño, lo viví entre una mezcla de excitación, nervios y miedo. Miedo porque por primera vez en mi vida iba a romper reglas, iba a salirme de lo establecido, de lo correcto; nervios porque temía que algo pudiera salir mal, a pesar que el Otro me aseguró una y mil veces que todo estaría bien; y excitación porque iba a vengarme de aquel que contribuía, según el Otro, a que mi vida fuera miserable.
Llegó poco después de la siete de la tarde. Afuera el día estaba oscuro y frío. Estaba nervioso y preocupado porque del Otro aun no tenía noticias. Aguirre me estrechó la mano con su sonrisa de galán que tanto me irritaba y un leve temblor me recorrió el cuerpo. Lo hice pasar con amabilidad y, cuando me dio la espalda saqué el arma y le di un culatazo en plena nuca. Aguirre cayó sin sentido. Cuando despertó se encontró completamente desnudo, y con las manos esposadas a la cabecera de la cama. Yo estaba a los pies, con mi arma en la mano mirándolo debatirse con sus ataduras.
Aguirre me vio y palideció súbitamente. Se miró las esposas que lo mantenían sujeto a la cama con algo de desesperación y luego volvió a mirarme con los ojos agrandados por el miedo.

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