lunes, 10 de agosto de 2009

Sus Manos

En un primer momento no supe que fue lo que me llamó la atención de aquel hombre mayor que parecía agobiado, fatigado por la gente amontonada a su alrededor y por el calor insoportable del subterráneo. Fue una cosa inmediata; ni bien subí al vagón hubo algo que me hizo centrar la mirada en él. Y el tipo no era nada extraordinario, ni apuesto, ni joven, ni elegante; es más, ni siquiera podía verle el rostro, ya que su mano, grande, regordeta y arrugada se lo cubría. Pero fue algo instantáneo, algo que disparó un profundo sentimiento dentro de mí. Entonces me di cuenta que se trataba, precisamente, de sus manos. Por algún modo, esa mano que cubría aquel rostro, me remitía a mi lejana infancia; por algún modo, que yo aún ignoraba, esas manos me resultaban demasiado familiares.
Fue una tarde de verano, próxima a la navidad. El anciano, estaba sentado en el primer asiento de la derecha, junto a las puertas. Su hombro y su cabeza, levemente inclinados hacia abajo, se recostaban sobre la sucia ventanilla que mostraba, como desalentador paisaje, las grises paredes combadas del túnel y esa maraña de cables que las pueblan. Con su mano derecha se tomaba el rostro y, permanentemente exhalaba con fuerza y suspiraba quejándose del insoportable y pesado aire del tren. La gente se agolpaba una contra otra, eran las seis de la tarde y a esa hora viajan todos para regresar de sus trabajos a sus hogares; pero el rostro oculto por esa mano asomaba por entre las cabezas nevadas de dos ancianas que hablaban sobre las miserias que estaban padeciendo los jubilados. Y esa mano parecía haberme hipnotizado.
En su vertiginosa carrera, sabiéndose único dueño, rey y amo absoluto de aquellas oscuras vías, el tren fue dejando estaciones una tras otra. Y mis ojos que, diariamente se distraían observando aquellos dispares grupos de personas que aguardaban en los andenes para invadir cada vagón con la avidez de los cazadores pigmeos o las hormigas marabuntas, aquella tarde no podían apartarse de esa mano que se movía lentamente como acariciando a ese rostro misterioso. Era como si una poderosa fuerza sobrenatural los mantuviera posados allí; mientras tanto, mi mente trabajaba a mil por hora tratando de hallar una respuesta, una lógica razón para semejante atracción.
A la mitad del recorrido, logré hacerme lugar hasta quedar parada junto al asiento del viejo, y casi con una desesperación enfermiza, intenté por todos los medios ver su rostro, averiguar si sus rasgos, su cara, me revelaban algo que su mano no. Pero la mano me lo impedía. Esa mano, siempre la mano. Era como una maldición o algo semejante; ella me atraía, y sólo a ella podía ver. No había nada más que esa mano. Entonces, algo sucedió en mi cabeza, algún recuerdo remoto, perdido en el laberinto de la memoria, despertó como de un letargo. Pero en un principio fue vago y lejano, como el pantallazo de un sueño confuso.
El pasajero que se sentaba junto al anciano bajó en Olleros, ya quedaban pocas estaciones para el fin del viaje, de modo que era mi oportunidad; antes que alguien ocupara el asiento, salté como una endemoniada y me senté para así intentar ver su rostro, pero una vez más su enorme mano me lo impidió. El hombre en ningún momento alzaba la vista, que mantenía clavada en sus negros y algo gastados zapatos. Con la mayor discreción que pude, me coloqué en todas las posiciones posibles para tratar de hallar un buen ángulo de observación, pero la mano, siempre esa mano se interponía, y lo único que logré fue algunas miradas réprobas de una señora que rezaba un rosario en un asiento cercano. Y la mano seguía allí, esa mano que me era tan familiar y tan lejana al mismo tiempo; esa mano que me fascinaba, que me tenía intrigada y que me despertaba antiguos recuerdos que aun no podía definir muy bien. Una vez más era como estar recordando un brumoso sueño de la niñez.
La niñez. Y tal vez en mi niñez estaba la clave ¿pero qué? ¿Qué cosa de mi infancia podía hacerme recordar esa mano grande y regordeta ahora algo marchita por el paso de los años?
El vagón estaba casi vacío, el tren recorría ya el último tramo que lo separaba de su última estación, de modo que no me quedaba mucho tiempo. Me pasé al asiento que lo enfrentaba, y aún así, su rostro se perdía entre su mano y la sombra que su propio cuerpo inclinado producía. Solamente pude atisbar vagamente una nariz aguileña, pobladas cejas grises, ojos cansados por la vida, una incipiente barba, papada fofa y una gorra de paño negra que seguramente ocultaba una cabeza clava. Nada en particular, nada familiar me revelaba el aspecto de ese hombre excepto sus manos. Resignada, me puse de pie y me coloqué ante las puertas del vagón. Finalmente el tren llegaba a la última estación.
Descendí del tren y el anciano se bajó detrás de mí y se escurrió entre la muchedumbre. Una de sus manos apareció fugazmente al borde de mi campo visual y eso bastó para que, nuevamente me urgiera saber qué tenía ese hombre cuyas manos me atraían de esa forma. Tuve que luchar en aquella marea infernal de gente para no perderlo de vista, mientras en mi cabeza estallaban chispazos de mi niñez. De cuando era una niña, de dos o tres años. Por suerte, el hombre se detuvo a ver a dos cantantes callejeros, de esos que abundan en todas las estaciones del subterráneo y cantan por unas monedas de su ocasional público. A éstos los rodeaba mucha gente, no sé si porque los artistas eran realmente buenos o para presenciar lo que luego me sucedería a mí. El destino a veces tiene esos caprichos.
Me coloqué, con mucho disimulo –no quería que el hombre me descubriera y pensara que era una maniática que se había ensañado con él- exactamente en el lado opuesto de donde se había detenido, de modo que entre ambos se interponían los jóvenes cantantes. Me crucé de brazos y con la mayor concentración lo observé de pies a cabeza; una y otra vez, deteniéndome en sus manos… sus manos… Entonces el hombre me miró a los ojos por primera vez. Lentamente alzó su vista hasta cruzarla con la mía, y sólo unos segundos mantuvimos nuestras miradas, la del uno clavada en la del otro, y esos pocos segundos bastaron para que todo mi organismo se descompensara. Todo de pronto me dio vueltas. Me volvió a mirar y mis piernas flaquearon. Entonces con desesperación llamé a uno de los hombres que se encargan de la seguridad y le pedí que detuviera al anciano, que empezaba a retirarse observando distraídamente su reloj.
- ¿Se siente bien señora?-me preguntó el guardia- ¿Le hizo algo ese hombre? Mire que sino llamo a la policía ¿eh?
- No, no –alcancé a responder casi con un hilo de voz-. Sólo necesito saber su nombre.
El guardia se alejó en busca del hombre un poco confundido, tal vez por lo extraño de mi pedido, mientras una mujer, también de la seguridad, permanecía conmigo. A esa altura, algunas personas ya comenzaban a agruparse en torno mío. A mi mente una vez más la asaltaron imágenes de mi niñez remota, y una vez más esa fuerza sobrenatural, arrastró mis ojos hacia las manos de aquel hombre.
- Juan Gálvez –me llegó la respuesta del anciano, y al oír ese nombre terminé de derrumbarme. Todos los sonidos desaparecieron para mí. Ya no oí los acordes de la guitarra ni las voces bastante armoniosas de los músicos, ni el eco de los cientos de pasos, ni el murmullo de la gente. Todo lo que sentía era el castañeteo producto del temblor frenético de mi mandíbula y las lágrimas que arrasaban mis ojos.
Con esfuerzo sobrehumano le pedí al guardia que le preguntara al hombre por su lugar de nacimiento. Las fuerzas me abandonaban, pero no las imágenes, que se hicieron más intensas. No podía parar de llorar; y las imágenes llegaban, una tras otra. Imágenes de cuando era niña, apenas un bebé, y esas manos me acariciaban, jugaban conmigo; me aferraban con ternura, me alzaban... Las mismas que ahora se agitaban en el aire pidiéndole explicaciones al guardia del porqué de tantas averiguaciones, sólo que más jóvenes. El de seguridad me señaló con algo de fastidio, y el viejo, mirándome soltó con desdén:
- Santa Fe. Nací en Santa Fe.
Allí me desplomé y la última imagen que registró mi mente fue las de las manos del anciano. Los cantantes interrumpieron su función y la gente se agolpó a mí alrededor reemplazando el espectáculo de la música por otro que les atrae más, que les fascina: los accidentes, las tragedias, las desgracias ajenas. Cada uno, como expertos psicólogos, sociólogos, médicos o lo que fuere, comenzaron a debatir y a cambiar opiniones acerca de lo que me había sucedido y sus probables causas, mientras los guardias me llevaban a una oficina para auxiliarme.
- ¡Qué no se vaya! ¡Que no se vaya! –fue lo único que atiné a decirles con la voz casi inaudible.
Que no se vaya… Porque aquel hombre llamado Juan Gálvez, nacido en Santa Fe, era mi padre, a quien no había vuelto a ver desde los tres años, cuando discutió con mamá y se fue de casa, para siempre. Mi padre, de quien mi frágil memoria de niña, no recordaba su rostro, si no sus manos. Esas manos grandes y regordetas que yo siempre observaba, que amaba cuando me acariciaban o cuando se cerraban entorno a mi cuerpito para alzarme a upa.
Treinta y siete años pasaron desde que el destino, intrínsico y caprichoso, alejó a mi padre de mí, haciéndolo perder de mi memoria; y ahora tan caprichoso y enigmático como siempre, se encargó de devolverme para que de una vez por todas, en la recta final de su vida, podamos compartir ese amor tan grande que se profesa un padre con un hijo y viceversa. Y tal es la sutileza del destino que quiso que me cruzara, y lo viera (mejor dicho, que viera sus manos) en un lugar tan concurrido como en la línea “D” del subterráneo en hora pico. ¡Cómo hallar una aguja en un pajar! Porque yo he buscado a mi padre por años en muchos lugares; investigué y seguí su rastro por muchos pueblos y barrios sin obtener resultados, y ese día, entre miles de seres, lo encontré, lo vi, descubrí sus manos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario