martes, 4 de agosto de 2009

La Verdadera Historia. Parte 2.

En una de las esquinas frente a la plaza había una estación de servicio de YPF. Un camión se había estrellado contra uno de los surtidores que, con el impacto, hizo llamas de inmediato y en poco tiempo envolvió al vehículo. Por suerte, cuando llegamos, el conductor y su acompañante habían logrado salir del camión antes que éste quedara devorado por las llamas. La columna de fuego que el surtidor escupía se había cortado gracias a la rapidez de un empleado de la gasolinera que había cerrado la esclusa general de los depósitos de combustible, pero el fuego había prendido en algunos carteles de plástico y en parte de la estructura.
El camión era una masa de fuego y el calor, insoportable, al igual que el surtidor retorcido y gran parte del cartel que se había desprendido del techo. De inmediato conectamos las mangueras y nos pusimos manos a la obra. Ianuzzi y Álvarez se concentraron en el camión, pero el fuego estaba desbocado y extinguirlo se hacía una tarea dura. Júdica arremetió con otra manguera contra el surtidor y el cartel, mientras que Márquez esparcía espuma sobre el piso impregnado de combustible. Donato y yo nos encargábamos de las válvulas de agua y de darles más manguera a los muchachos.
Ninguno podía pensar que allí, en aquella masa inmanejable de fuego pudiera haber alguna persona con vida. Aquello era la representación del Infierno. Sin embargo, mientras tiraba de la manguera para que Júdica pudiera acercarse un poco más, creí ver, sólo un instante, por un breve segundo, una manita ennegrecida agitándose como pidiendo ayuda. Tuve otro segundo de duda, pues la visión, gracias a las llamas y al negro humo que, tanto las cubiertas del camión como el plástico del cartel, emanaban, era muy borrosa. De todas formas, no lo pensé demasiado, si allí realmente había alguien, yo no tendría mucho tiempo para concederme en reflexiones estúpidas.
Solté la manguera y me abroché toda la chaqueta antiflama, ajusté mi casco y bajé la visera. Me tomé otro segundo para volver a mirar y otra vez vi la mano, muy pequeña. Allí, entre el surtidor retorcido, la trompa del camión y el cartel derribado se había formado un hueco por las llamas. No lo pensé más, corrí hacia el fuego velozmente como una polilla volando a una lamparita encendida. Los gritos de mis compañeros, sorprendidos, instándome a volver, apenas eran un murmullo vago y lejano que no di importancia. Antes de llegar terminó de desprenderse el cartel incendiado y una viga, por la cual tuve que saltar un poco hacia atrás para que no me diera. Entonces sí, me zambullí de lleno en ese pandemonio, en esa vorágine de calor, humo y fuego sin medir consecuencias, sin haber elaborado una estrategia previamente. No había tiempo para eso, la persona que se encontraba allí atrapada no tenía tiempo para eso.
Y la persona que estaba allí atrapada era una niña, de apenas unos doce o trece años. Presentaba muchas quemaduras al parecer leves y tosía mucho a causa del humo. Pero lo peor de todo, y para empeorar el rescate, tenía ambas piernas atrapadas por una pesadísima viga que había caído con el impacto del camión. Para complicarse más todo el asunto, las llamas cobraron fuerza a pesar de los esfuerzos de mis compañeros y me cerraron el paso. Aquel hueco que se había formado ahora ya no estaba, y no sólo estaba atrapada la chiquilla sino también yo.
Del otro lado de la cortina de fuego, de forma muy borrosa, como si estuviera mirando un mundo extraño, una realidad paralela, que me llegaba en forma confusa y caótica, podía ver a mis compañeros concentrando ahora todo el poder de agua sobre el sector donde nos encontrábamos nosotros. Las dos mangueras apuntaban hacia donde estábamos, mientras que una tercera se ocupaba del camión. Probablemente habían llegado más muchachos y habían conectado una nueva manguera. Pero el fuego no daba tregua y no parecía querer retroceder. El agua nos salpicaba, a la niña y a mí, y era confortable sentir esa frescura caer sobre nosotros, pero tan sólo duraba un breve instante porque el calor la evaporaba enseguida. Otra sirena de autobomba comenzó a escucharse, aunque muy distante.
El calor era insoportable y las llamas cada vez estaban más cerca de nosotros. Sentí el ardor de una de mis manos, estaba quemada pero no me había dado cuenta hasta entonces. Seguramente me había quemado al tratar de mover la viga que aprisionaba a la niña. El humo y el calor hacían irrespirable el reducido espacio en que nos encontrábamos. Supe, en aquel momento que no íbamos a salir de allí, o por lo menos, que las posibilidades eran muy remotas. Me arrodillé junto a la niña, le tomé su mano ennegrecida y le sonreí. La chica me devolvió la sonrisa casi con un esfuerzo sobrehumano. Su rostro estaba negro y en gran parte presentaba quemaduras en carne viva. Parte del cabello, largo y negro, estaba chamuscado. Debía de ser una niña muy linda, pero ahora, entre las quemaduras de su rostro algo hinchado y el miedo y el dolor plasmados en sus expresiones, no parecía serlo tanto.
- ¿Usted me va a sacar de acá? –logró preguntarme. El corazón casi se me parte de pena. Miré a mí alrededor, a esa jaula infernal que nos mantenía atrapados y creo que me puse a llorar. No puedo afirmarlo pues en un principio creí que el humo me provocaba las lágrimas. Finalmente asentí con la cabeza.
- Sí –le dije-. Mis compañeros están trabajando en eso. Ellos apagarán el fuego y saldremos.
¿Qué podía decirle? ¿Que era muy probable que muriéramos asfixiados y luego carbonizados, si es que no nos carbonizábamos primero? No, no podía decirle eso. Del otro lado, desde la otra realidad, escuchaba los gritos desesperados de mis compañeros. Uno tenía su experiencia y sabía reconocer cuando los gritos eran de júbilo y cuando de frustración. Pude reconocer la voz de Ianuzzi lamentándose, gritando que era imposible controlar el fuego. En ese momento hubo una explosión, una gran llamarada y un sacudón. El fuego intensificó su fuerza. Ahora sí, terminaba de convencerme de que no saldríamos.
Miré de nuevo a la niña. Muy delicadamente acaricié sus cabellos chamuscados y le pregunté su nombre. “Marcela”, me dijo apenas con un hilo de voz. Volví a acariciarle la cabeza y pude esbozar otra sonrisa forzada. Tuve que hacer un esfuerzo mucho mayor para no ponerme a llorar ¿sabe? No, soltar lágrimas que podría culpar al humo y al calor, no. Ponerme a llorar como un chiquilín, sin consuelo. Las lágrimas brotaban igual de mis enrojecidos ojos, por más esfuerzo que hiciera por contenerlas, pero como dije, para eso tenía la excusa del calor y el humo. ¿Qué excusa podría poner si la niña me veía llorando como un niño asustado? Sabía que íbamos a morir sin remedio, calcinados, pero yo estaba allí para asistir a la pequeña, no para sumirla más en la desesperación y el miedo. Si íbamos a morir, lo menos que podía hacer yo era que la muerte la encontrara sin que ella se diera cuenta; debía alejarle su miedo para que, por lo menos, muriera pensando en cosas agradables. Del otro lado, seguían los gritos desesperados de mis compañeros y de otras personas, seguramente curiosos que no podían permitirse perderse aquel espectáculo, tuviera el final que tuviera. El morbo de la gente a veces funciona a niveles muy inconscientes. Muchos están seguros que se acercan a los lugares de las catástrofes con ánimos de solidaridad, y aplauden y gritan cuando hay rescates con vida, pero en el fondo, muy en el fondo de sus mentes, lo que están esperando es la tragedia, ser testigos principales y privilegiados del dolor humano. Eso puedo asegurárselo, mire que pasé muchos años como bombero observando a la gente y sus reacciones. Podría escribir un libro entero a ese respecto.

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