miércoles, 19 de agosto de 2009

El Otro. Parte 1

Son las dos de la madrugada, de un día gris y frío. Hoy se cumple un año... y estoy destrozado. Hace tiempo que dejé de ser aquel hombre bueno y amable que se manejaba con corrección por la vida. Hace tiempo que me convertí en un ser abominable, cargado de odio, de resentimiento desbordado, de ira… Hace tiempo que dejé todo lo bueno atrás. Contemplo las botellas vacías de vodka y de ginebra que yacen a mí alrededor. Esqueletos que me recuerdan lo bajo que he caído; pero necesitaba beber, y mucho. ¿Pero para qué? ¿Para darme coraje? ¿Para tratar de olvidar lo que estoy por hacer? Quizás por ambas razones. Ayer, recién ayer, después de un largo y aterrador año, pude dilucidar toda la verdad acerca del Otro, pude descubrir quién era en realidad y eso fue lo que más me aterró. Debo confesar que cuando caí en la cuenta, no sabía como reaccionar, que hacer para detenerlo. Digo estupideces. ¿A quién quiero engañar? En realidad sabía muy bien qué era lo único que debía hacer, qué es lo único que se puede hacer para detenerlo, pero me negaba a aceptarlo. Eso sería una locura mucho más grande que todas las que cometí en los últimos meses arrastrado por el Otro. Pero luego de su última visita me convencí. Lo único que se puede hacer para acabar con él, era lo que único que debía hacerse, lo que voy a llevar a cabo en unos minutos, cuando venga. Porque sé que él vendrá, en cuánto perciba algo de todo esto, el Otro se presentará. Querrá convencerme, manipularme como siempre, intentará que no acabe con él, hacerme creer que él es el único que me comprende y puede ayudarme. Pero no sucederá esta vez, no me convencerá como antes. Ahora, mientras escribo, tengo el arma junto a mí, el viejo pistolón de mi padre, el que ocultaba permanentemente bajo el mostrador de su bar. No sé por qué lo elegí, tengo mi propia arma, una moderna Smith & Weson del 44, un cañón en miniatura. Creo que la respuesta es sencilla: mi padre tenía el pistolón para defenderse, en cambio yo compré la Smith & Weson para asesinar a sangre fría. Y, precisamente, en esta ocasión yo iba a matar en defensa propia… y más que nada en defensa de las demás personas.
Decidí escribir mi historia, la espeluznante historia de cómo mi vida se transformó en un infierno desde el maldito momento en que el Otro apareció, para que comprendan tanto las autoridades como la opinión pública, por qué me incliné a tomar esta decisión tan drástica; para que entiendan que la única forma de detenerlo era por medio de la violencia más absoluta. Comprendo que ya no hay salvación para mí. Eso lo sé muy bien. No voy a pedir clemencia ni el favor de nadie. No pido indulgencia por las barbaridades que he cometido. Sólo necesito que entiendan bien que fue por causa del Otro, que me tenía completamente dominado.
Todo comenzó una fría noche de invierno, como ésta. Una despiadada noche donde el viento castigaba como nunca y el cielo gris parecía que de un momento a otro se desplomaría. Yo había asistido a una fiesta de casamiento. Uno de mis mejores amigos de la infancia había contraído matrimonio. Era de esos que más que amigos son hermanos que nos regala la vida. Hasta había sido su testigo en la ceremonia por Civil.
Debo aclarar antes, que hasta esa noche, y probablemente lo siga siendo aun a pesar de las cosas que hice este último año, yo era un tipo tímido, tal vez demasiado. Una persona retraída con grandes problemas para expresar mis sentimientos, y muchos más para relacionarme con las mujeres. Hasta ese momento, jamás se me hubiera cruzado por la mente utilizar la violencia para resolver nada. No sé si fuera un hombre pacífico, pero debido a mi carácter, jamás me atrevía, siquiera, a alzar la voz en una discusión.
La fiesta resultó ser muy divertida, claro, para las personas que suelen divertirse en las fiestas y pasarla bien, que no era mi caso. A mí esa clase de fiestas, donde corre el alcohol como agua y todos bailan y se divierten desinhibidos, me resultan asfixiantes, abrumadoras. Me mantuve sentado en mi mesa, mientras el resto se divertía en la pista de baile. Bebía yo también, sí, pero para mitigar mi amargura, mi dolor por ser como era. Sólo había una razón por la que me hubiera sentido feliz, y sin embargo, al final fue el motivo principal de mi angustia. Mi amigo me había comentado que había invitado a Analía, la bella, perfecta y sensual Analía, pero a la iglesia no había asistido y a la fiesta, que ya tenía más de dos horas de iniciada, no había llegado.
Analía era la mujer de mis sueños. Calculo que estuve, lo estoy aun, enamorado de ella desde que teníamos catorce años. Rubia, poseedora de un rostro delicado, de suaves rasgos, un par de enormes ojos verdes y unos labios carnosos que invitaban a besarlos. Nunca ella me prestó mucha atención, y tal vez no podía culparla, pues yo solía pasar desapercibido en todos lados. Pero esa noche, se me había encendido una luz de esperanza. Mi amigo me había comentado que cuando le había hablado para invitarla al casamiento, ella le había hecho muchas preguntas sobre mí. Por esa razón la esperaba ansioso, por esa razón me había propuesto beber lo suficiente para cuando llegase estar algo suelto. Esa noche tenía que conquistarla...
Analía, finalmente llegó, tarde... y acompañada. Aprovechaba la fiesta para presentar a su nuevo novio. Su entrada casi fue más espectacular que la de los propios novios. Yo hacía por lo menos unos cinco años que no la veía. La recordaba hermosa, pero aquella noche sencillamente estaba fantástica. Su cabello dorado, largo y ensortijado le caía sobre los hombros, que su vestido dejaba al desnudo, con una gracia casi mágica. El rostro iluminado por una sensual sonrisa. Sus piernas esbeltas enfundadas en unas medias negras, y las formas de su cuerpo, resaltadas por el vestido que se adhería a él, eran mucho más armoniosas de lo que recordaba antes. Un inescrupuloso escote hasta el ombligo enseñaba la redondez perfecta de sus pechos, para que pudieran ser admirados, casi podría decirse, desfachatadamente. Se movía con un andar felino, y hasta su mirada recordaba a la de una tigresa o una leona.
El tipo que la acompañaba era un idiota. Un ejecutivo, según me enteré más tarde, que trabajaba para una importante firma multinacional. Se paseaba con Analía mostrando una sonrisa sobradora, como si en realidad estuviera exhibiendo un trofeo. Todas mis esperanzas se habían esfumado en cuestión de unos pocos segundos. Si había estado interesada en mí era porque su novio estaba buscando un contador, y yo soy uno muy bueno.
Creo que se debió a la llegada de ella el hecho de haber bebido por demás. Verla llegar con aquel tipo había sido para mí como un balazo en el corazón. No me moví de la mesa en toda la noche, excepto para ir reiteradamente al baño. Finalmente, demasiado mareado y aturdido, decidí retirarme de la fiesta. No quería estropearle su noche a mi amigo. En realidad, para ser sincero, creo que no pude soportar más el hecho de ver bailar a Analía con ese engreído. Ver como su cuerpo se apretaba al suyo, como la besaba y le decía cosas al oído que la hacían soltar risitas, como sus manos se paseaban por sus hombros, por su espalda y más abajo también.
De modo que me encontré en la vereda muy mareado, demasiado confundido, y totalmente enfurecido por comprender que Analía estaba más lejos de mí que nunca. Que una vez más me había hecho vanas ilusiones.
Las calles estaban desiertas y heladas. Nadie se veía caminando, tan sólo, muy de vez en cuando, pasaban algunos autos que, de tan veloces, apenas lograba verse la estela que dejaban sus focos encendidos; o algún perezoso colectivo que pasaba pesadamente mientras su motor roncaba con desgana.
Intenté hallar un taxi, pero me fue imposible, cosa que aumentó mi enojo. Jamás me había sentido tan molesto. Malhumorado, y con los efectos del alcohol aun turbando mi mente, decidí que sería mejor caminar un poco para despejarme. De modo que, levantando las solapas del saco de mi traje, y tratando de cerrarlo lo más que pude con ambas manos, con paso tambaleante me alejé de la avenida donde me hallaba.
No puedo asegurar cuánto estuve caminando, realmente estaba en un estado tan deplorable que no me permitía llevar la cuenta de nada: ni del tiempo ni de las cuadras caminadas. Pudo haber pasado una hora o diez minutos, lo cierto es que me encontré vagando por calles desconocidas para mí. No tenía idea de la hora que era, no llevaba puesto reloj, pero aun estaba muy oscuro. Una molesta niebla había bajado, transformando los frentes de las silenciosas casas en fantasmagóricas imágenes. Tal vez, mi estado de ebriedad se estaba diluyendo un poco, pero de pronto sentí que el frío me calaba los huesos, cosa que antes no había reparado. Apreté aun más las manos contra el pecho estrujando las solapas alzadas de mi saco en un desesperado intento por contrarrestar el frío. No sé por qué alcé la vista hacia el encapotado cielo gris. Unos destellos esporádicos habían llamado mi atención. “Relámpagos”, pensé casi desesperado. No veía con mucha gracia la posibilidad de terminar aquella noche invernal empapado por un aguacero. Fue ahí, mientras observaba el cielo apenas divisable a través de la niebla que flotaba como en una danza lenta y macabra, que tropecé con algo. Mis piernas se enredaron con algunas varillas metálicas que, con estruendo atronador, quebraron el silencio mortal que se cernía sobre la ciudad. Mi caída fue mucho más ruidosa. Mi humanidad entera quedó semi sepultada entre unos cuantos cestos de basura.
Si antes estaba furioso, en ese momento creo que ponían un huevo sobre mi cabeza y lo cocinaba. Ya no sentía frío. Un calor repentino me recorrió el cuerpo en una oleada de furia y frustración y se agolpó en mi rostro. Aparté uno de los recipientes con un violento puñetazo, pero no intenté pararme. Allí, tendido como un indigente, de esos que se ven obligados a vivir en las calles, cavilé cómo había llegado a esta ridícula situación. La conclusión era clara y sencilla: el vino y Analía. Al mismo tiempo que había aumentado mi estado de embriaguez, observando a ella recibiendo las caricias y los arrumacos de su flamante novio, había crecido también mi enojo y mi frustración. Pero aun faltaba el broche de oro. El cielo se desgarró con un ensordecedor trueno que hizo temblar al pobre suelo de los mortales, y en cuestión de unos pocos segundos, un aguacero furioso y helado cayó sobre mí. Si hubiera un aparato para medir el nivel de furia de una persona, conmigo, en ese preciso instante, se hubiera salido de escala. Ese preciso instante fue el que eligió el Otro para hacer su presentación.

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