jueves, 13 de agosto de 2009

El Rostro de la Muerte.

Su silueta tambaleante apareció súbitamente atravesando la blanca neblina que se imponía en las calles, como un fantasma vacilante que se hubiera materializado de la nada. A pesar de su estado de embriaguez, el miedo se sobreponía a todo otro sentimiento. Era una sensación de inquietud que no lo abandonaba nunca desde aquella extraña noche hacía unos cuantos años atrás, cuando esa vieja gitana se había cruzado en su camino y él había accedido a que le leyera la palma de su mano.
La noche en cuestión había sido inusualmente quieta y callada. No recordaba de dónde venía él ni que hacía a esa hora dando vueltas, pues era bien entrada la madrugada. Las calles estaban desiertas y la gitana le había salido al paso en una esquina, casi tan súbitamente como lo acababa de hacer él ahora. Cuando los ojos negros de la anciana se clavaron en los suyos, la quietud y el silencio parecieron acentuarse aun más. El frío lo mordió con crueldad y no pudo evitar un estremecimiento. A pesar de todo, no pudo impedir que su boca pronunciara un escueto: “Sí, está bien”, cuando la vieja le propuso cambiarle su suerte por una moneda.
Los labios de la vieja se curvaron en una sonrisa despareja de dientes de oro y de huecos oscuros, pero cuando inspeccionó las líneas de su palma, la sonrisa desapareció y con su voz cascada le lanzó la temible sentencia, le anunció el sino trágico que lo aguardaría en algún rincón de la ciudad, agazapado, acechante, esperando caerle encima como un felino hambriento sobre su impotente presa. “La muerte se te presentará con un rostro conocido”, le había dicho en críptico mensaje y huyó para desaparecer en la noche confusa de la misma forma en que había surgido. Él quedó solo, de pie, aun con la mano extendida y la palma vuelta hacia arriba como un mendigo. En un primer momento quiso restarle importancia al vaticinio, quiso convencerse que solamente se trataba de los desvaríos de una vieja loca o, en el peor de los casos, de una mentirosa, una simple charlatana que utilizaba ese truco para sacarle dinero a los incautos. Pero poco a poco se fue instalando en su mente una angustia, un miedo, que al principio fue como la llamita de una vela en medio de una vasta oscuridad pero, con el correr de los segundos, creció hasta convertirse en una luz intensa que lo cegó. ¿Un rostro conocido, había dicho? ¿Y si algún amigo planeaba matarlo? ¿Un familiar? ¿Su amante, tal vez? Aunque no necesariamente debía tener un vínculo tan cercano con el asesino para que el rostro fuera conocido. Un vecino, el portero de su trabajo, sus compañeros de trabajo, algún amigo de un amigo, los comerciantes de los locales donde solía comprar…
Desde aquella noche se volvió un hombre temeroso y desconfiado. Cada día lo perdió tratando de descubrir quién podría tener motivos para matarlo y aquello se convirtió en una obsesión que no le permitió disfrutar plenamente de su vida. Cuando por fin no encontró ni un solo motivo para que alguien quisiera terminar con su vida, entonces su temor fue mayor, pues la cosa era mucho más grave de lo que creía. Quién iba a matarlo, lo haría sin tener un motivo aparente, de modo que en cualquier momento y sin previo aviso podría llegar a cumplirse el augurio de la vieja. Entonces ya no pudo disfrutar con nada ni con nadie. En medio de las fiestas recordaba la sentencia de la anciana y ya no se divertía, permanecía callado en un rincón hasta que su pavor lo obligaba a huir corriendo del lugar; cuando estaba disfrutando de la intimidad con alguna mujer recordaba las palabras de la gitana y ya no le era posible sentir placer; dejó de asistir a conciertos, a concurrir al cine, abandonó el ritual de cada viernes: fútbol y asado con amigos… Así pasaron años y su obsesión fue creciendo, y su temor lo empujó a la bebida. Beber para no sentir miedo, pero el miedo persistía aun con las borracheras más furiosas.
Esta noche había bebido mucho, lo sabía, y también sabía que había sido una imprudencia, como lo sabía cada vez que bebía, pero no podía evitarlo. En ese estado, si su asesino decidiera atacarlo, no podría defenderse, o al menos intentar defenderse; aunque estando sobrio tampoco era una garantía. Pero, el miedo lo impulsaba a beber, aun sabiendo que la bebida no lograba aplacar ese miedo. Sólo con pensar en las palabras de la vieja gitana un terror abrumador se apoderaba de él y no había trago ni bebida por fuerte que fuera que lograra disiparlo. Era como si un viento glacial lo envolviera y con su toque gélido recorriera su cuerpo y le estrujara el alma. Era como padecer una enfermedad incurable y saber que, pese al esfuerzo que hiciese por curarse, llegaría un día en que la enfermedad triunfaría. “La muerte se te presentará con un rostro conocido”, resonaron las enigmáticas palabras una vez más.
Así anduvo las calles veladas por la niebla, perseguido por los fantasmas de sus miedos. Trastabillando, cayendo a veces, maldiciendo, refunfuñando, y sobresaltándose de seres imaginarios, buscó su casa con desesperación. Finalmente, tras chocar un hombro contra un poste de luz que no vio, o mejor dicho que vio y calculó mal para esquivarlo, se apoyó pesadamente sobre la puerta de su hogar. La niebla lo envolvía aislándolo del mundo. Los faroles apenas lograban filtrar una luz difuminada. Parecía estar en otra dimensión. Su pulso se aceleró un poco más. De pronto tuvo la horrible sensación de que alguien iba a saltarle por la espalda, alguien que amparado por la niebla lo aguardaba con la paciencia del cazador, alguien cuyo rostro sería bien conocido por él. Los nervios se le alteraron completamente. La sensación de peligro inminente se agigantó. Con esfuerzo sacó la llave del bolsillo de su pantalón; luego de tres intentos logró introducirla en la cerradura y hacerla girar.
Cuando ingresó a su casa lo recibió el living inmerso en una oscuridad casi absoluta. Su mano sudorosa tanteó la pared con torpeza intentando hallar el interruptor de la luz, pero no lo halló. Después de varios intentos fútiles desistió y, aunque estaba aterrado, demasiado aterrado, prefirió atravesar la estancia en penumbras.
El corazón le trabajaba con celeridad y ahora se sumaba un sudor frío en sus manos y en su espalda. La oscuridad le hacía ver formas huidizas delante de él. Se sobresaltó un par de veces. Estaba seguro que su asesino estaba en la casa, en algún lugar de ella, aguardándolo con deleite. Se detuvo para escudriñar la negrura. El alcohol y el miedo le jugaban malas pasadas, veía formas dónde no las había, siluetas más negras que la oscuridad del recinto que danzaban ante él de una forma macabra. Sintió una punzada en su pecho. La sensación de peligro aumentaba, la intranquilidad le martillaba la cabeza. Continuó avanzando torpemente pese a todo. La paranoia era tal que hasta su casa había perdido su condición de refugio, de lugar salvador y protector. Sólo quería llegar a su cuarto y encerrarse en él.
Chocó contra la mesa, una silla cayó y, con un chasquido, dio contra el suelo. El corazón le dio un vuelco. No tenía previsto llevarse por delante ningún obstáculo. El dolor del pecho se intensificó con el susto. Lo ignoró. Avanzó nuevamente intentando captar con sus ojos algo que no fueran tinieblas. De pronto, algo, alguien, se movió ante él. Se detuvo en seco y el otro pareció detenerse también. Ya no era una figura amorfa producto de su imaginación o una ilusión que sus ojos creaban en la cerrada oscuridad. Alguien o algo se había movido delante de él y se había detenido cuando él lo había hecho. Otra vez el dolor en el pecho. Ahora le subió hasta el hombro y se apoderó del brazo izquierdo como una oleada de fuego imparable. Tan fuerte fue el dolor que intentó apretarse el pecho con su otra mano, como si apretándose pudiera detenerlo, y un ronquido entrecortado escapó de sus pulmones. Dio otro paso, con mucho esfuerzo esta vez. Un tenue resplandor se filtraba por la persiana de una ventana. Ahora pudo ver al intruso. En efecto, una figura oscura estaba frente a él cortándole el paso, la silueta de un hombre que se movía al compás de su respiración. La desesperación creció. ¿Finalmente había llegado la hora de que el augurio de la gitana se cumpliera? ¿Finalmente, estaba allí el asesino cuyo rostro le sería familiar? Intentó moverse hacia la izquierda, el intruso lo imitó. El miedo ya no lo dejaba pensar con claridad. Intentó correrse hacia la derecha, golpeando contra otra silla. El otro también se movió hacia la derecha. El dolor le retorció el corazón como si alguien le hubiera enterrado una tenaza en el pecho y lo hubiera apretado sin piedad. Miedo. Dolor. Pavor. Más dolor. Avanzó un paso, vacilante, el intruso también lo hizo y reveló su rostro, largo, pálido, con los ojos ligeramente hundidos y rodeados de unas ojeras oscuras. Reconoció el rostro, pero el infarto le impidió cualquier tipo de reacción.
Su cuerpo cayó con pesadez al piso tirando algo en su caída: un jarrón o algún otro adorno. El dolor insoportable lo hizo retorcerse dos veces en el piso, una mano estrujó la camisa con desesperación, el aire abandonó sus pulmones, y murió sin advertir que el extraño había imitado uno a uno sus movimientos y ahora yacía de igual forma en el suelo, en la misma, exacta posición que la suya.
La señora que hacía la limpieza lo encontró temprano a la mañana siguiente. Una de las sillas estaba caída y muy cerca, un jarrón yacía hecho añicos. El cadáver de su patrón estaba allí tendido, en una extraña posición, frente al gran espejo que cubría toda la pared del fondo del living. La mano derecha se aferraba a la camisa, sobre el lado izquierdo del pecho. Como una burla grotesca, su propia imagen lo imitaba dentro del vidrio espejado.

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